UNA TARDE EN LA SUBURA
Roma, 67 d. C.
Dos años después, Trajano padre y su hijo adolescente caminaban por las angostas calles de la Subura. El mayor abría el camino acompañado por un par de rudos esclavos. Aquél no era un barrio en el que fuera prudente adentrarse sin ir convenientemente escoltado, y más siendo un senador de Roma. El joven Trajano seguía la estela de su padre y los dos recios esclavos mientras que un tercero cerraba el grupo. Tenía una clara intuición de a qué iban a aquel barrio atestado de gente en el que resultaba difícil moverse por la constante muchedumbre de personas de toda condición que se movían por sus calles. Y no le gustaba la idea, pero su padre estaba decidido. Ya lo insinuó la noche anterior durante la cena, cuando su madre, que se había reunido junto con su hermana con ellos en Roma, les dejó a solas.
—Mañana será un día importante para ti, muchacho —dijo, y sonrió. La sonrisa fue lo único bueno del anuncio. Era una de las pocas sonrisas que su padre se permitía desde que regresara de Grecia. Al contrario que en sus otros viajes, Trajano padre se negó a comentar nada de lo ocurrido en Corinto, aunque todos sabían en casa que el gran legatus de Oriente, Cneo Domicio Corbulón, se había suicidado por orden del emperador. Corbulón era un gran amigo suyo. Incluso se habló de regresar a Hispania, pero como fuera que las ejecuciones habían terminado y que el emperador parecía más tranquilo, de momento el regreso a Itálica se pospuso. Aquello le resultó decepcionante al joven Trajano.
Y de hecho, cuando éste vio a su padre detenerse para hablar con una joven con el pelo teñido entre naranja y rubio, comprendió que todas sus intuiciones eran precisas. Su padre no se acostaba con prostitutas y, si lo hacía, no lo hacía con él como compañero: estaba negociando con aquella muchacha por él. Trajano hijo miró hacia otro lado. Estaban en una pequeña plaza, donde un comerciante había aprovechado el bajo de una de la altas insulae para instalar un puesto de fruta. Había mucha gente alrededor de los cestos de manzanas; ésas eran las frutas que más destacaban por su buen aspecto. De pronto, tres niños mugrientos, cubiertos de harapos y de no más de seis o siete años, cruzaron la plaza en dirección al puesto de fruta. Se movían con sorprendente agilidad entre las piernas de los viandantes, que parecían ignorar lo que se deslizaba por debajo de sus cinturas. Trajano hijo vio cómo los niños se acercaban hasta el puesto y cogían rápidamente una manzana cada uno. Se dieron la vuelta e iban a echar a correr, pero el tendero estuvo rápido, y con un grueso bastón de madera que guardaba para esas situaciones aporreó a dos de los niños. A uno le dio en la cabeza y cayó redondo. Al otro le dio en el hombro y también cayó al suelo, pero se arrastró intentando huir. El niño descalabrado no se movía, y Trajano hijo comprendió entonces que no se movería ya nunca más. Sólo había cogido una manzana. El tendero, ante la pasividad de todo el mundo —aquella escena debía de ser razonablemente habitual—, se abalanzó sobre el segundo niño, que seguía herido en el suelo. Levantó el bastón de nuevo cuando, en ese momento, por detrás, regresó el tercer niño. Hábilmente, había dado un rodeo por entre los numerosos curiosos arremolinados en la plaza, y mordió en la pierna al tendero, que aulló y se revolvió buscando a su atacante. Algunos viandantes se echaron a reír. El tercer niño, aprovechando la confusión del tendero, acudió en auxilio de su pequeño amigo herido y le ayudó a levantarse. No hizo nada por ayudar a su otro compañero porque debía de tener claro, como había concluido el propio Trajano hijo, que no había ya nada que hacer por él. Estaban a punto de escapar cuando el tendero se recuperó y cogió del pelo al niño que le había mordido.
—¡Ahora vas a saber lo que es bueno, por Hércules!
La gente, morbosamente, hizo un corro alrededor de la escena. El tendero había recuperado su bastón y era evidente que iba a ejecutar también al niño que le había mordido, y quién sabe si luego no remataría también al que seguía vivo en el suelo, entre aterrado y magullado. Arrojó al suelo a su presa un instante y blandió el bastón con fuerza. El gran palo iba a descender cuando, de forma inesperada para todos, la silueta poderosa del adolescente Trajano se interpuso. El hombre se detuvo en seco; se trataba del hijo de un patricio. Su ropa impoluta lo delataba, y además al momento llegó un gran esclavo armado con un palo que se puso junto al joven patricio metomentodo.
—¡Aparta, muchacho! —dijo el tendero en un intento por terminar con los pequeños ladrones que aún vivían. En ese instante, Trajano padre, senador de Roma, apareció en medio del tumulto.
—¿Qué pasa aquí? —preguntó con voz amenazadora al ver a un tendero blandiendo un bastón frente a su hijo. Tenía la intuición de que éste podría arreglárselas solo frente al hombre, pero era una cuestión de principios no permitir que una lucha tan absurda pudiera siquiera iniciarse—. ¿Qué está pasando? —repitió.
—Esos miserables. Me han robado —respondió el tendero bajando el bastón y dando un paso atrás—. El muchacho no tiene derecho a inmiscuirse en esto.
Trajano padre miró a su alrededor y evaluó la situación. Vio a dos pequeños alejándose por un estrecho pasillo que se habían abierto a base de empujones entre las piernas de los curiosos. Vio también al niño muerto, con su cabeza partida en medio de un charco de sangre y vio la manzana que se empapaba de aquel líquido rojo, perdida, sola, al lado del pequeño y flaco cadáver. Trajano padre se agachó, cogió la manzana ensangrentada y se la entregó al tendero.
—Te felicito —le dijo mientras el otro abría la mano para coger la manzana—. Has recuperado parte del botín de los ladrones y has matado valientemente a uno de ellos, sin duda, pese a su feroz resistencia. Estoy admirado. Seguramente con hombres como tú las fronteras del Imperio estarían aún más seguras. Quizá debiéramos enviarte al Rin o al Danubio.
El tendero tomó la manzana y se retiró lentamente hacia su tienda. Aquel hombre era un senador, y podía conseguir cosas que otros no podían ni tan siquiera imaginar. No era buena idea decir nada. El tendero no tenía gana alguna de moverse de Roma y mucho menos acudir a una de las regiones más peligrosas del Imperio alistado a la fuerza. Trajano padre miró a su hijo.
—Vamonos de aquí. —Cuando se alejaron de la plaza le recriminó haberse puesto en peligro—. No vuelvas a inmiscuirte en cosas que no te conciernen, hijo, y menos en este barrio.
Caminaban siguiendo a la joven del pelo naranja. Trajano hijo no se arredró ante la reprimenda de su padre.
—Eran niños, padre, y sólo habían cogido una manzana para cada uno.
—Esos niños no valen nada en Roma.
Nada más decirlo se sintió incómodo con sus propias palabras; quería haber dicho que nadie estimaba en nada la vida de aquellos desharrapados, huérfanos la mayoría, que deambulaban por las calles de Roma malviviendo a base de robar o mendigar. Por eso nadie había intervenido. Su hijo siguió rebatiendo su actitud.
—En Roma hay mucha comida, padre. Esos niños podrían tener comida y a cambio se les podría pedir que trabajaran para el Imperio.
Trajano padre se detuvo y todos lo hicieron: los esclavos, su hijo y también la joven prostituta del pelo teñido al ver que dejaban de seguirla. No quería perder un buen cliente.
—Eso, hijo —y le miró fijamente a los ojos—, sólo lo puede arreglar el emperador, y me temo que el emperador ahora tiene otras preocupaciones.
—Si yo fuera el emperador lo arreglaría.
—¿Arreglarías qué? —preguntó su padre.
—Lo del hambre de esos niños. Distribuiría comida en Roma de forma que nadie tuviera hambre. ¿De qué vale ser la capital del imperio más grande del mundo si hay niños hambrientos por sus calles? Además tú mismo dices muchas veces que faltan romanos en las fronteras. Esos muchachos serían mil veces mejores legionarios que ese frutero estúpido y cobarde.
Trajano padre miró a su hijo durante unos instantes. No tenía palabras para rebatir lo que el muchacho acababa de decirle. Sonrió.
—De acuerdo, hijo. Si alguna vez eres emperador de Roma espero que arregles este asunto de los niños huérfanos y sin comida de las calles.
—Lo haré. Si alguna vez soy emperador.
Ante el aplomo de su hijo, su padre echó la cabeza hacia atrás al tiempo que soltaba una enorme carcajada.
—Te recuerdo, muchacho, que somos hispanos, y no hay emperadores nacidos fuera de Italia —dijo Trajano padre cuando dejó de reír. El chico guardó silencio. Era él ahora el que no tenía palabras para rebatir el poderoso argumento que acababa de exponer su padre, que había reemprendido la marcha por las angostas calles de la Subura.
Los dos niños se refugiaron entre las ruinas de una vivienda de varias plantas que se había derrumbado hacía un año y que todavía seguía sin reparar. Se escondieron entre los escombros. El niño magullado parecía encontrarse algo mejor, pero había perdido la manzana por la que tanto habían arriesgado. El otro niño, el que le había ayudado, se sentó frente a él.
—Atilio, ¿estás bien? —le preguntó. No se llamaba Atilio, sino que, al vivir en la calle desde que tenían memoria, ninguno de ellos sabía cómo se llamaba de verdad. Era incluso posible que nunca hubieran tenido un nombre. Por eso un día tuvieron la idea de ponerse unos. Querían que fueran nombres importantes. No tenían nada, así que un nombre importante les pareció una buena idea, pero, como no sabían leer, los buscaron en las conversaciones que escuchaban en las tabernas frente a las que mendigaban. Un día oyeron a unos patricios hablando de los grandes hombres de Roma del pasado. Uno defendía que como los grandes hombres de la República no había nada; mencionó muchos nombres, pero el niño sólo se quedó con uno: Atilio Regulo, quien parecía haber derrotado a unos enemigos de Roma en alta mar durante las luchas contra los cartagineses hacía muchos años. Su amigo, el que le había preguntado cómo se encontraba y estaba sacando una manzana de debajo de su ropa, se quedó con el nombre de Marcio, que, según oyeron, fue un gran rey del pasado de Roma. No sabían más de sus nombres, pero les gustaban y sabían que, al menos en el pasado, se hicieron grandes cosas con ellos. Estaban convencidos de que podrían llegar lejos arropados por el recuerdo de sus nombres.
—No tengo hambre —dijo Atilio. Acababa de recordar a Rómulo, el tercer niño del grupo que ya no regresó a la casa derruida donde vivían.
—Has de comer —le insistió Marcio—. Tengo otra para mí. Al final le robé dos al miserable. Y pienso volver.
Atilio tomó la manzana al fin y empezó a morderla.
—Yo no vuelvo allí —dijo mientras daba el primer mordisco. Marcio, por su parte, comía con rabia. Rómulo había sido un buen compañero y ahora estaba muerto por culpa de aquel imbécil.
—Volveré de noche —dijo—; con una antorcha.
Atilio no dijo nada. Sabía que Marcio era vengativo. Igual que era generoso y compartía las cosas, era vengativo y decidido y fuerte. Él era más ágil, más rápido, pero siempre tenía más miedo de todo. Si Marcio decía que iba a volver allí era seguro que lo haría.
—Te acompañaré.
Marcio asintió satisfecho de que Atilio fuera a ayudarle. Aquel frutero no iba a vender más frutas en la Subura. Justo en ese momento se acordó del joven patricio que les había ayudado. No sabía su nombre. Le estaba agradecido, pero no tenía sentido pensar más en él. No era probable que sus vidas se volvieran a cruzar.
Trajano hijo estaba desnudo. La muchacha se aplicaba con esmero, pero a él le costaba concentrarse.
—Ya sé que es tu primera vez —dijo la joven prostituta—. Relájate. Te gustará.
Trajano cerró los ojos. Al hacerlo vio a los dos niños escapando con sus manzanas. ¿Qué sería ahora de ellos? No pensó que todo lo sucedido en aquel tumulto en la Subura fuera importante, pero le distraía, le sacaba de aquella habitación. Pero como aquello no funcionaba, hizo caso a la muchacha y dejó su mente sin nada. Sin pensamientos. La muchacha seguía acariciándole por debajo de la cintura, con los labios —labios suaves, dulces, carnosos— y la lengua. Eran caricias que casi parecían cosquillas, pero era agradable. El permaneció con los ojos cerrados.
Cuando terminaron, la muchacha, sentada en la cama, le miró mientras se vestía.
—No hablas mucho —dijo ella.
—No —respondió Trajano. Ella asintió. Había conseguido que el muchacho tuviese un orgasmo, pero le había costado más que nunca. Ella era joven, pero tenía experiencia y había oído de casos similares. Tenía bastante claro lo que pasaba.
—¿Lo sabe tu padre? —preguntó la joven prostituta.
—¿El qué?
—Que no te gustan las mujeres.
Trajano hijo dejó de vestirse. Se sentó al lado de la muchacha.
—No —respondió Trajano hijo mirando al suelo.
—Mejor así —dijo la muchacha. El chico estaba sombrío y la joven pensó en algo para animarle—. Tengo un cliente que siempre dice que nosotras sólo traemos problemas. Quizá te vaya mejor así.
Trajano pensaba. Su vida no era una vida sin mujeres. En su vida eran importantes su madre y su hermana, por ejemplo. Las quería mucho, pero era evidente, cada día más, que para según qué cosas las mujeres no le interesaban.
—Sí, quizá me vaya mejor así.
Aquella noche Trajano dio vueltas en la cama. Soñó con aquellos niños que escapaban con las manzanas. En el sueño siempre corrían y corrían sin poder escapar nunca de Roma. Entonces emergió un poderoso lince de sus sueños y les atacó. En ese instante se despertó. Tenía sudor por todo el cuerpo. Lo del lince no era extraño; llevaba tiempo intentando cazar uno que se escondía en las colinas que rodeaban Itálica y estaba obsesionado con él. Bebió agua de un cuenco que tenía junto a la cama y volvió a dormirse. Esa vez ya no hubo sueños y pudo descansar tranquilo.
Entretanto, en la teñía vigilia, las cohortes vigiles de Roma recibieron el aviso sobre un incendio en el centro de la Subura. Llegaron hasta el lugar, una pequeña plaza del populoso barrio, en poco tiempo, y pudieron evitar males mayores. Sólo ardió una tienda de fruta y el piso de la planta superior. Nadie sabía cómo se había iniciado el incendio. El propietario estaba desolado.