Proaemium
Si fas endo plagas caelestium ascenderé cuiquam est.
Mi soli caeli máxima porta patet
Si es lícito a un mortal llegar allí donde viven los dioses,
Para mí solamente se abre la gran puerta del cielo
Palabras puestas en boca de Publio Cornelio Escipión por el poeta Ennio en sus Elogia
Publio Cornelio Escipión sólo tenía 26 años cuando aceptó comandar las tropas romanas en Hispania. Su padre y su tío habían muerto durante la eterna guerra que Roma libraba contra Cartago y a Escipión le correspondió dirigir el destino de una de las más apreciadas, y también envidiadas, familias de Roma en medio de los terribles vaivenes de aquel conflicto bélico. Por su juventud buscó el apoyo de su amada esposa Emilia Tercia y del veterano Cayo Lelio, un oficial que antaño prometiera al padre del joven Escipión proteger a su hijo y luchar con él el resto de su vida. Publio Cornelio Escipión contaba con el apoyo de oficiales valientes que veían en él la reencarnación misma de sus legendarios padre y tío que durante años comandaron a los romanos contra las huestes de Aníbal, pero el joven general también tenía enemigos temibles: en el campo de batalla, Asdrúbal y Magón, hermanos de Aníbal, y el general púnico Giscón esperaban reunir sus tres ejércitos para masacrar sus legiones en Hispania, mientras que en una intrigante Roma, el viejo senador Quinto Fabio Máximo intentaba aprovechar la interminable guerra para eliminar a todos sus adversarios políticos, entre los que destacaban los Escipiones. En medio de ese tumultuoso escenario, las pasiones y los anhelos de Plauto, el famoso comediógrafo, Netikerty, una hermosa esclava egipcia, Sofonisba, la hija de un general cartaginés, Masinisa, un rey destronado, Sífax, un monarca tan lascivo como astuto, o Imilce, la esposa ibera de Aníbal, no son sino piezas de un complejo rompecabezas que sólo alcanzan a comprender en toda su fastuosa complejidad la incisiva mente de Quinto Fabio Máximo y la intuitiva personalidad del propio Escipión, al tiempo que el todopoderoso Aníbal sigue acechando, esperando el momento idóneo para lanzar su más mortífero ataque. Mientras tanto, en Sicilia, desterradas para siempre, las legiones V y VI permanecen olvidadas por todos. Son legionarios desmoralizados, indisciplinados, desarrapados, sin provisiones ni tribunos que los gobiernen, pues representan la vergüenza de Roma: son los derrotados de Cannae que sobrevivieron y huyeron para ser luego condenados al destierro por una despechada Roma para quien aquellos hombres sólo encarnaban el espíritu más despreciable de la derrota y el fracaso. Por eso todos llamaban a aquellas tropas las «legiones malditas». Sólo un desesperado podría estar tan loco como para asumir su mando.