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Sífax
Numidia, mayo del 205 a.C.
La boda fue rápida porque el rey Sífax quería abreviar los preliminares e ir directo al asunto que realmente le importaba: Sofonisba, la bella hija de su ahora cartaginés suegro, el general Asdrúbal Giscón. Sífax cruzó entre el mar de tiendas plantadas en los alrededores de Cirta, su capital en Numidia, que constituía el campamento general de su ejército. Un campamento desordenado y caótico, pero inmenso y móvil, lo que le permitía trasladar a su poderoso y cada vez más numeroso ejército de una punta a otra de Numidia para así hacer frente a sus enemigos, en especial, los maessyli de Masinisa. Sólo recordar aquel nombre le revolvía el estómago, pero no aquella noche. Masinisa, el pretencioso joven hijo de la depuesta reina Gaia reclamaba para sí el reino entero de Numidia. Masinisa había pasado de ser un molesto incordio a una auténtica preocupación. El joven príncipe había estado primero bajo las órdenes de los ejércitos púnicos, incluso del propio Giscón con cuya hija se acababa de casar, pero ahora, con el cambio del viento que parecía soplar algo más a favor de los romanos, al menos en Hispania, Masinisa se había aproximado a los romanos, buscando una alianza con la que reunir aliados para atacarle a él y arrebatarle Numidia.
Sífax caminaba con pasos largos gracias a su gran estatura, pero en ocasiones su cuerpo oscilaba un poco de un lado a otro, no mucho, pero lo justo para que sus guardias estuvieran atentos por si su rey tropezaba, y es que Sífax había bebido mucho, pues mucho tenía que celebrar. Tenía un tratado de no agresión firmado con el general romano Escipión y sabía que ese romano cumpliría su palabra y ahora, al casarse con Sofonisba, además de añadir una hermosa hembra a sus varias esposas jóvenes y bellas, se aseguraba una cierta lealtad con el general cartaginés más poderoso en África en ausencia de Aníbal. Era un equilibrio difícil el que Sífax buscaba: no quería enfrentarse ni con los romanos ni con los cartagineses y, por otro lado, tenía fuerzas suficientes para intimidar a cualquiera de ambos bandos y para lanzarse ya muy pronto hacia el nordeste y masacrar a Masinisa, que había regresado de Iberia con sus tropas rebeldes. Pronto todo estaría en su sitio. Numidia sería un reino unido bajo su poder, fuerte e independiente, mientras los romanos y los cartagineses se desgastaban en una guerra que ya duraba más de diez años, que recordara él; no estaba seguro. El vino le embotaba un poco los pensamientos, pero no las ansias. Sofonisba. Tenía también aquella noche el placer de celebrar haber arrebatado a Masinisa la mujer que aquél anhelaba y es que Sífax hacia tiempo que sabía que el joven príncipe númida del norte pretendía a la hermosa hija del general cartaginés. Aquello no le importaba demasiado a Sífax hasta que los cartagineses volvieron a intentar congraciarse con él; por eso no lo dudó cuando Giscón le ofreció a su hija en señal de buena amistad. Sífax sabía que aquella hija del general púnico era pretendida por Masinisa, y Sífax no podía por menos de relamerse de satisfacción pensando en la cara que pondría Masinisa cuando éste se enterase de que la mujer de sus sueños era ya otra hembra más en propiedad de su odiado enemigo Sífax, el gran rey de los númidas. Sífax lanzó una carcajada al aire. Sus escoltas rieron con él, sin saber muy bien por qué reía su rey pero con la intuición que da la experiencia de los muchos años al servicio de un errático monarca, de humor cambiante, que no dudaba en castigar con la muerte al que no seguía sus chanzas o al que se atrevía a dudar de una orden suya. De ese modo, rey y guardias de su escolta llegaron riendo hasta la gran tienda preparada en el centro del campamento para la noche nupcial entre el rey Sífax y la joven púnica Sofonisba.
El gigantesco monarca desplegó con violencia el lienzo de tela que daba acceso a la tienda. Dio dos pasos, entró en el interior de aquella habitación improvisada sobre el desierto y dejó que la cortina volviera a caer de forma que ocultara a la vista de sus soldados tanto su gran figura como la delgada y sinuosa silueta de su recién adquirida esposa. Sofonisba le esperaba recostada sobre un tamiz de mantas suaves de lana. Su cuerpo de tez morena y piel suave parecía estar desnudo, sólo cubierto por una piel de león con cuya cabeza la joven muchacha se entretenía examinando, divertida, las enormes fauces de la fiera muerta. Sífax tuvo la sensación de que aquella joven jugaría con el felino de igual forma aunque hubiera estado vivo, pero rápido desechó el pensamiento como propio de las elucubraciones absurdas del licor. Sífax iba a hablar, pero su joven esposa levantó la mirada, que no la cabeza, y se dirigió a él con una voz melosa que hizo vibrar la espina dorsal del gran rey.
—¿Ves, pequeño león? Te dije que no podría estar mucho contigo, pues mi rey vendría pronto a verme, mi rey, al que debo servir.
Sofonisba terminó sus palabras arrojando la piel de león a un lado. Sus pechos quedaron al descubierto, firmes, prietos, con pezones duros rodeados de una areola pequeña y sobre ellos quedaron clavados los ojos del perplejo rey que había pensado en enfadarse, ¿dónde se ha visto que una esposa hable primero a un rey y menos aún en la noche de bodas? Pero era aquélla una mujer aún más hermosa de lo que había imaginado y su voz susurrante era relajante, agradable.
—¿Por qué no se sienta mi rey, mi señor? —continuó Sofonisba señalando con un largo y estilizado brazo engalanado con varias pulseras de plata y un precioso brazalete de oro que rodeaba hasta cuatro veces la circunferencia de su extremidad culminando en la imagen misma de una serpiente.
Sífax se sentó en una butaca cubierta de pieles de cabra y oveja y disfrutó del paisaje: Sofonisba, a cuatro patas, como una gata, se acercó a él, despacio, haciendo oscilar sus caderas y sus senos con el avance de su grácil cuerpo. Cruzó así Sofonisba la estancia iluminada por decenas de velas de la tienda hasta quedar de rodillas frente a su marido.
—¿Qué desea mi rey de mí? ¿Qué quiere mi rey que haga? —continuó la joven alargando las sílabas y dejando que su lengua paseara por sus labios húmedos al hablar—, pues mi señor ha de saber que soy su mujer y soy suya para lo que desee y que no hay nada que me haga a partir de ahora más feliz que complacer a mi rey en todo aquello que mi rey desee de mí.
Sífax no habló ni dijo nada, pero de debajo de sus túnica roja, de entre sus piernas, emergió una protuberancia que dejó muy claro qué ansias consumían en aquel momento al monarca de Numidia. Sofonisba sonrió y le miró como la madre que mira al niño que por primera vez ha dicho una palabra. La joven cartaginesa tomó con los dedos de sus manos la parte inferior de la túnica real y la estiró hacia arriba con una parsimonia infinita que no hizo sino prolongar la dulce tortura de su señor hasta que la muchacha liberó de su presidio el miembro erecto y viril del rey. Mientras Sofonisba trabajaba en proporcionar placer a su señor, éste observaba el hermoso brazalete que su recién adquirida esposa exhibía con aparente orgullo en su antebrazo.
—Ésa es una hermosa joya —dijo el rey.
—Aha —respondió Sofonisba, pues en su boca ya no cabían las palabras.
—¿Regalo de alguien?
La joven asintió sin detenerse en lo que estaba haciendo. El rey empezó a gemir y entre el placer y la satisfacción su pregunta quedó sin respuesta y cayó en el olvido.
Aquélla fue una noche larga y, sin embargo, tan corta para el rey Sífax. Sofonisba le acarició, le lamió, le chupó, le besó, a la vez que se dejaba tocar, besar, morder, poseer, acariciar, pegar, azotar y vuelta a ser besada, tomada, disfrutada... Sífax, veterano en el arte amatorio, descubrió sensaciones, posturas y posibilidades totalmente desconocidas y todo ello guiado por las pequeñas, juguetonas, dóciles y seguras manos de su joven esposa. Fue así como al amanecer, aún despierto, mientras Sofonisba continuaba acariciando su pecho desnudo con fingida pero con dulce ternura, que el rey Sífax concluyó que no había adquirido una esposa más, sino que aquella noche se había casado con una reina, la reina Sofonisba que gobernaría con él sobre toda una Numidia reunificada que él levantaría sobre el cadáver de Masinisa y sus rebeldes.
—Mi rey sonríe, ¿mi rey está satisfecho? —preguntó Sofonisba con su dulce voz, tranquila, sosegada, como si no hubiera pasado nada en aquellas largas horas de lujuria sin control.
—El rey está contento, esposa —respondió Sífax complacido—. Recordaba que ese miserable de Masinisa te pretendía y estaba sonriendo pensando en cómo sufrirá cuando se entere de que ahora ya nunca serás suya.
Sofonisba sonrió y mirándose de forma distraída el brazalete dorado que recubría su antebrazo derecho respondió lacónicamente.
—Eso es lo que tienen los rebeldes como Masinisa, mi señor, que están condenados a sufrir.
La respuesta agradó al gran rey Sífax, satisfacción que se unía al hecho de sentirse, por primera vez en mucho tiempo, saciado en su lascivia por completo. Sífax se sintió generoso.
—¿Y en qué piensa mi joven y nueva reina en la noche de su boda con el rey de Numidia? —preguntó.
Cuando Sofonisba escuchó de labios del rey la palabra reina, no movió un solo músculo de su faz, pero en su interior se desató el mismo júbilo que sienten los generales cuando se saben victoriosos.
—Pensaba en cuánto poder tiene mi rey, en cuánto le temen todos, pensaba en que mi rey puede conseguir cualquier cosa.
Sífax se incorporó levemente, se apoyó en un almohadón y, contemplando el cuerpo desnudo, sudoroso e impregnado de todo tipo de efluvios íntimos de Sofonisba, respondió con la seguridad del hombre que se cree lo que escucha.
—Cualquier cosa, así es... —tardó un poco en atar cabos, pero Sofonisba era paciente—, ¿es que...? —empezó al fin Sífax—, ¿es que hay algo que mi joven reina desea? Porque si así es, pide Sofonisba, pídeme lo que quieras.
Y Sofonisba, abrazándose a la piel del gran león, como quien siente vergüenza, con voz baja pero clara, resuelta, zalamera, pidió. Pidió. Pidió.