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Indíbil y Mandonio
Junto al Ebro, al este de Hispania, otoño del 206 a.C.
A los pocos días de resolver el motín de la guarnición de Suero, Publio congregó a las legiones en el istmo de Cartago Nova y arengó a los legionarios con gran vehemencia.
—¡Legionarios de Roma! ¡Habéis conquistado esta ciudad inexpugnable, y habéis derrotado a Asdrúbal Barca en Baecula y a Giscón y Magón en Ilipa! ¡Bajo el poder de vuestras armas han caído las últimas ciudades iberas que apoyaban a nuestros enemigos! ¡Deberíamos poder decir que Hispania es nuestra, pero no es así! ¡Por Júpiter Óptimo Máximo, no es así! ¡Hemos sido clementes con los iberos! ¿Y qué ha ocurrido? Yo os lo diré. La mayoría de los pueblos de todo este vasto territorio nos han jurado lealtad, pero de entre todos estos innumerables pueblos, los iberos liderados por Indíbil y Mandonio se han rebelado de nuevo contra nosotros! ¿Y sabéis por qué? —Aquí detuvo su discurso mirando a sus tropas desde el estrado de madera desde el que les hablaba—. ¡Yo os lo diré! ¡Porque me creían muerto! ¡Y yo os pregunto, yo os pregunto alto y claro! ¿Estoy muerto, os parezco un general muerto? —Y los soldados replicaron a miles.
—¡No, no, no!
—¡No, no estoy muerto, pero eso daría igual porque lo que importa es que no estáis muertos vosotros y vosotros sois los que gobernáis este país ahora! ¡Hispania es vuestra y los que se rebelan deben perecer bajo vuestras armas porque vosotros sois Roma y Roma gobierna en Hispania y los que no lo entiendan o se nieguen a aceptar ese hecho sólo merecen morir! ¡Morir! ¡Morir!
Y las legiones replicaron con potencia.
—¡Muerte, muerte, muerte! —Mientras, su general, con las manos en alto, ordenaba que se sacrificara doce bueyes para que los dioses bendijeran la nueva campaña.
Publio Cornelio Escipión, completamente restablecido de su enfermedad, se puso al frente de sus cuatro legiones y ascendió desde Cartago Nova hasta alcanzar el Ebro en unos pocos días de tremendas marchas forzadas. De ese modo, días antes de lo que podían esperar los líderes iberos en rebeldía, el general romano avanzaba contra ellos. Publio no se detuvo ante nada y no sólo eso, sino que ordenó, una vez cruzado el Ebro, que sus tropas lo arrasaran todo, granjas, pequeñas poblaciones, plantaciones, todo, quemando, destruyendo, y confiscando el ganado y el grano. Indíbil y Mandonio no tuvieron mucho tiempo para pensar en una estrategia. Siempre pensaron que el general romano, siempre tan avenido a negociar con ellos, haría, una vez más, lo mismo, y cuando vieron que las legiones lo arrasaban todo a su paso, no supieron bien cómo reaccionar, más allá de plantarles cara lo antes posible para intentar detener toda aquella destrucción.
El primer enfrentamiento fue bestial. La infantería ligera de las legiones no se detuvo cuando Indíbil y Mandonio plantificaron su ejército enfrente, sino que arremetieron repitiendo el ataque al asalto de Baecula. Los iberos lucharon con bravía, hasta el punto que los velites padecieron un incalculable número de bajas, hasta que la caballería romana comandada por un Lelio enfervorizado al verse de nuevo en el centro de un ataque de las legiones, intervino haciendo retroceder a los hispanos. La noche sorprendió a todos y el combate se detuvo. Sin embargo, al amanecer los iberos no habían disminuido su ansia por combatir contra las legiones y una vez más plantaron todo su ejército frente a las tropas romanas, pero cuando Publio vio que en su incapacidad como generales, Indíbil y Mandonio habían mezclado su caballería con la infantería, comprendió que aquello era sólo cuestión de unas horas. El general romano ordenó que las cuatro legiones avanzaran frontalmente contra la infantería y caballería ibera. El enfrentamiento estuvo igualado durante una hora, hasta que, una vez más, la caballería romana de Lelio emergió por la retaguardia ibera, una vez que hubo rodeado las posiciones hispanas. Los iberos, que debían combatir en dos frentes al mismo tiempo, fueron perdiendo terreno y el combate terminó en una de las mayores masacres que Publio Cornelio Escipión dirigiría en aquella interminable guerra.
Al anochecer, Indíbil y Mandonio estaban ante el praetorium del campamento provisional que Escipión había levantado junto al Ebro. El general recibió sentado a sus nuevos prisioneros. Les habló con despecho:
—De rodillas —dijo en un tono sereno y, como fuera que los orgullosos iberos no se humillaban, el general se alzó y bramó su orden con furia brutal—. ¡De rodillas!, he dicho, ¡de rodillas!
Y, sin que los legionarios que custodiaban a los iberos tuvieran que intervenir, Indíbil y Mandonio, seguros ya de su próxima muerte, sin saber bien por qué, se arrodillaron, quizá con la fútil esperanza de que aquel gesto pudiera aún contribuir a salvar sus vidas.
Publio Cornelio Escipión se levanta de su sella y se acerca a los dos jefes iberos que tienen sus rostros casi hundidos en la tierra de Hispania. Les habla no ya con rencor, sino con amargura.
—Os traté bien, os di hasta trescientos caballos de regalo, respeté vuestras tierras y, ¿qué hacéis vosotros? ¿Qué hacéis? Por todos los dioses. Os levantáis contra mí, os rebeláis contra mi generosidad y ahora, sin embargo, ahora que he arrasado vuestros campos y aniquilado vuestro ejército, os arrodilláis ante mí. ¿Es esto lo único que entendéis? Me habéis tenido como amigo y ahora me tenéis como enemigo. Decidme, los dos, decidme alto y claro, ahora que me habéis conocido como amigo y como enemigo, ¿cómo me preferís, iberos?
Indíbil y Mandonio se miran entre sí, confusos. Es Indíbil el que aventura una respuesta.
—Como amigo, imperator, como amigo.
—Como amigo —repite Publio asintiendo de forma exagerada con su cabeza—. Y ahora lo veis. Y, digo yo, ¿no creéis que es un poco tarde para daros cuenta de eso? ¿No lo creéis? —Y calla para entretenerse viendo el sudor frío que se desliza en pesadas gotas por las frentes de los dos jefes iberos—. Debería mataros a los dos, aquí y ahora. Debería crucificaros y dejaros morir de inanición lentamente. Eso me complacería y sé que complacería a mis hombres. —Y vuelve a callar; ve cómo Indíbil y Mandonio miran al suelo de su patria, arrodillados ante él, tragando saliva y miedo—. Pero no lo haré. Os perdonaré y os daré una segunda oportunidad si me juráis aquí y ahora lealtad absoluta para siempre. ¡Juradlo! ¡Juradme lealtad y seréis libres!
—Lo juro, imperator —dice Indíbil, rápido.
—Lo juro, imperator, lo juro, lo juro, por mis dioses —añade Mandonio.
Publio se vuelve hacia el praetorium y habla a los lictores de su escolta, dando la espalda a los jefes iberos arrodillados ante él.
—Liberad a estos hombres y lleváoslos de mi presencia —y luego, mirando a Lelio, Marcio, Silano, Terebelio y el resto de los tribunos y centuriones—, y vámonos de aquí. Es hora de regresar a Roma.
Dos noches después, Publio yacía en la cama de su domas en Tarraco. No podía dormir. A su lado podía escuchar la respiración suave y rítmica de su esposa. Pensaba que estaba dormida. Se alegró de que al menos uno de los dos pudiera conciliar el sueño con sosiego.
—¿Estás bien? —le preguntó su esposa en un dulce susurro.
—Pensaba que dormías —respondió, girándose de costado para verla mientras le hablaba.
—¿Qué te preocupa? —insistió Emilia.
—Creo que debo presentarme a cónsul en las próximas elecciones, este año.
—El pueblo te apoyará —respondió Emilia, nada sorprendida por la idea de su marido—, aunque tendrás más de medio Senado en contra, con Fabio Máximo al frente.
—Lo sé —dijo Publio—, pero debo intentarlo.
—Lo conseguirás. Después de tus victorias en Hispania no podrán negarse. Ni siquiera Máximo podrá oponerse a eso, pero...
—¿Pero...? —preguntó Publio.
—Pero Máximo se negará a que te den permiso para invadir África con un ejército consular.
Publio calló. Emilia tenía razón. De todas formas, debía intentarlo. Quizá pudiera persuadir al Senado si, investido como cónsul, le dejaban exponer sus razones a todos los senadores en una reunión plenaria en la Curia. Se podría hacer.
—Los niños y yo te seguiremos siempre, donde quiera que vayas. Eso debes saberlo —añadió Emilia para intentar animarle. Publio sonrió. La lealtad inquebrantable de su mujer, después de batallas, asedios, motines y rebeliones, era como una bahía en la que refugiarse en medio de la interminable tempestad en la que se había convertido su vida.