69
Los maessyli

Norte de Numidia, primavera del 204 a.C.

El joven Masinisa, rey en el exilio de los maessyli del nordeste de Numidia, cabalgó todo un día y una noche sin apenas detenerse. Llegó a las playas del norte acompañado por su pequeño grupo de incondicionales. Eran apenas cien jinetes surcando la arena de África con sus caballos negros y blancos en las horas tibias del amanecer. Los animales estaban agotados, de modo que Masinisa ordenó aflojar la marcha. Al paso, los jinetes ascendieron por unas elevadas dunas que se interponían entre ellos y la parte sur del promontorio de Apolo. Al llegar a lo alto, Masinisa dio por bueno el esfuerzo de haber cabalgado sin descanso. A sus pies, a lo largo de varias millas de costa, decenas, centenares de embarcaciones permanecían ancladas a pocos pasos de la playa y la arena misma era apenas visible, pues toda ella estaba cubierta de soldados, centenares, miles de legionarios descargando las naves, y distribuyendo todo cuanto sacaban de los barcos en diferentes lugares de la costa. A doscientos pasos del mar, los romanos habían levantado una imponente empalizada con materiales que habían traído consigo y con centenares de palmeras que habían abatido para completar la fortificación. También habían ubicado varios puestos de guardia más hacia el interior, a modo de avanzadilla, uno de los cuales se encontraba muy próximo al lugar en el que Masinisa y sus guerreros se encontraban. El joven rey comprendió que no debía hacer nada, sino esperar.

Y así fue. A los pocos minutos, la empalizada se abrió en su parte central donde al parecer los legionarios habían construido una amplia puerta por la que emergieron más de trescientos jinetes de la caballería romana. Éstos cabalgaron al trote hasta situarse a escasos cincuenta pasos de Masinisa y sus hombres y allí se detuvieron. Era una distancia prudente: en el límite del alcance de las lanzas y con el campo justo para lanzar una carga al galope. Los romanos permanecían quietos, en espera. Masinisa ordenó a los suyos que se quedaran detrás y él azuzó su montura. El caballo condujo al rey númida exiliado, a trote ligero, hasta quedar frente al oficial al mando de aquellas turmae romanas.

—Soy Masinina —dijo el monarca en un latín algo hosco pero comprensible—. Rey de los maessyli, y he venido aquí para reunirme con Publio Cornelio Escipión, general de Roma.

Los caballos romanos piafaron y arañaron con sus cascos la arena de África. El oficial al mando, con su pesado casco cubriéndole la cara, se adelantó con su montura hasta quedar a unos pasos de Masinisa.

—¿No me reconoces, joven rey?

Masinisa le miró con más detenimiento, sonrió y respondió.

—Como verás, Cayo Lelio, tribuno de las legiones de Roma, Masinisa ha venido, fiel a su palabra. Lelio le contestó satisfecho.

—Eso te honra. Ahora acompáñame. Tus hombres pueden acampar aquí. Nadie les molestará y les traeremos agua y provisiones. Parece que habéis cabalgado mucho tiempo sin descanso.

—Como sabes, ardo en deseos de combatir a las órdenes del general.

Lelio le miró y asintió. Pronto tendría aquel joven rey oportunidad de hartarse de luchar contra númidas, cartagineses y todo tipo de mercenarios al servicio del imperio púnico. A Lelio, ya veterano y no sólo de aquella guerra sino de otras anteriores, le empezaba a sorprender esa ansia de los jóvenes por entrar en combate; claro que aquél era un rey depuesto por los aliados de Sífax en el nordeste de Numidia y la rabia por recuperar un trono robado era siempre una inagotable fuente de fortaleza y tenacidad. Lelio cabalgaba al lado de Masinisa sin mirarle. Sabía que el joven rey estaba admirado del poder de Roma, pero que al mismo tiempo cuantificaba hombres y bestias y máquinas de guerra en un esfuerzo por confirmar si aquel ejército sería suficiente para doblegar a Cartago y a Sífax.


Publio se encontraba en la tienda del praetorium levantada en el centro de la bahía donde sus hombres estaban desembarcando todas las provisiones, animales y armas que habían traído de Sicilia. Con él estaban Lucio Marcio y Silano. El resto de los oficiales, Quinto Terebelio, Sexto Digicio, Cayo Valerio y Mario Juvencio estaban en diferentes puntos de la playa controlando que el desembarco se hiciera en orden al tiempo que levantaban las fortificaciones necesarias para evitar que un ataque por sorpresa supusiera un peligro para los barcos que aún quedaban por descargar. Catón se mantenía alejado del praetorium aquellos días, algo que todos agradecían, absorbido por sus tareas de quaestor, controlando que no se perdieran suministros ni armas en todo el proceso de desembarco.

Un lictor entró en la tienda y se dirigió al cónsul.

—El tribuno Cayo Lelio regresa, procónsul.

—¿Viene con él Masinisa?

—Así es, mi general.

—De acuerdo... eso son grandes noticias... —pero el lictor completó su mensaje con cierto tono de amargura.

—Sí, mi general, pero Masinisa apenas ha traído consigo cien jinetes.

—¿Cien jinetes? —preguntó incrédulo Marcio.

El soldado asintió y se quedó mirando al suelo. El procónsul le ordenó salir y el legionario dio media vuelta y dejó a Publio a solas con Marcio y Silano.

—Cien jinetes no nos serán de mucha ayuda —añadió Silano.

El procónsul asentía mientras empezaba a hablar.

—Masinisa se ha alzado en armas varias veces contra Sífax y Sífax le ha derrotado en varias ocasiones; incluso le han dado por muerto más de una vez, pero la última ocasión consiguió armar un ejército de cuatro mil jinetes. Masinisa viene con pocos hombres ahora. Escuchémosle antes de juzgarle.

Los dos tribunos confirmaron con la cabeza que estaban de acuerdo con el procónsul. Al poco tiempo entraron en el praetorium Cayo Lelio y el propio rey Masinisa. Este último fue el primero en hablar.

—Me alegra volver a verte, Publio Cornelio Escipión, procónsul de Roma. Con tus legiones y mi pueblo conseguiremos al fin derrotar, juntos, a nuestros enemigos comunes.

Publio le respondió con cierta frialdad. Él, igual que sus tribunos, había esperado... necesitaba más jinetes. La caballería romana era buena pero escasa, pese a sus estratagemas en Siracusa para reforzarla, y los cartagineses tendrían miles de jinetes númidas proporcionados por Sífax. ¿Qué caballería iba él a contraponer contra esas fuerzas? Había confiado primero en que Sífax no le atacaría, algo que parecía que ya no podría evitar, y luego había puesto esperanzas en Masinisa y éste llegaba sin apenas jinetes. El joven rey exiliado empezó a explicarse y Publio dejó de elucubrar para escucharle con atención.

—Sabes que me he enfrentado varias veces contra Sífax para recuperar la parte de Numidia que legítimamente me pertenece, pero Sífax, ayudado por los cartagineses, me ha derrotado en dos ocasiones. He perdido muchos hombres, buenos soldados, buenos y leales amigos y patriotas, y, es cierto, me he quedado con sólo un puñado de jinetes. Los maessyli están sometidos por las tropas de Sífax que dominan ahora toda Numidia, pero nadie en mi pueblo le quiere como rey, le ven como lo que es, un usurpador y un tirano. Es cruel y egoísta y maltrata a mi pueblo. Dos veces he conseguido que los maessyli se levantaran en armas contra él guiados por mí y dos veces les he fallado, pero sé que cuento aún con el respaldo y el aprecio de mi gente. Saben que he perdido porque siempre me he tenido que enfrentar a ejércitos mucho más numerosos y mejor armados, pero saben de mi honor y de mi valentía. Sé que si ahora los maessyli ven que tengo el apoyo de Roma, sé que cuando se oiga en los campos y ciudades del norte de Numidia que Masinisa tiene el apoyo de Publio Cornelio Escipión, que ha desembarcado en África, sé que entonces volveré a conseguir más jinetes, un auténtico ejército de caballería para servirte. Sé que ante tus ojos y ante los ojos de tus oficiales no veis ahora más que un pobre exiliado sin apenas poder ni fuerza, pero sabéis de mi honor. Dije que en cuanto desembarcaras en África vendría para ponerme bajo tus órdenes y aquí estoy, aquí me tienes. Un día perdonaste la vida de uno de mis familiares en Hispania. A partir de entonces decidí juzgarte por tus acciones conmigo y no por lo que los cartagineses contaban de ti, y sé que hice bien. Sólo te pido que hagas lo mismo conmigo. Júzgame por lo que veas y no por lo te digan o te cuenten de mí los cartagineses o los hombres de Sífax. Yo he cumplido mi palabra. Sólo te pregunto una cosa, noble procónsul de Roma, ¿ha cumplido Sífax las promesas que te hizo?

Para entonces Publio ya había informado a sus oficiales de que Sífax no estaba dispuesto a apoyarles en su campaña de África y que incluso existía la posibilidad de que les atacara. Aquellas noticias cayeron en su momento como un terrible jarro de agua fría sobre todos los tribunos y centuriones, aunque las digirieron y las aceptaron, pero tener dicha información les hizo apreciar a Marcio y a Silano el auténtico alcance de las palabras del joven rey exiliado por Sífax. Publio puso voz a los pensamientos de sus oficiales.

—Tienes razón en todo lo que dices, joven rey de los maessyli. Tus actos hablan de tu honor y tu nobleza. Has cumplido conmigo y yo siempre cumpliré contigo mientras tus acciones refrenden tus votos de lealtad a Roma. Es sólo que la lucha que se cierne sobre todos nosotros va a ser una tarea de cíclopes y las escasas fuerzas de caballería que nos has traído están muy por debajo de las expectativas que tú mismo nos diste a entender en Hispania.

—Lo sé, pero no es por mi voluntad. Déjame luchar bajo tu mando, dame esa oportunidad y en cuanto consigamos una mínima victoria, por pequeña que ésta sea, decenas, centenares de maessyli se unirán a mí para luchar bajo tus órdenes. Te lo juro por mis dioses.

El procónsul miró a sus oficiales. Éstos asintieron, y Publio respondió al joven rey.

—Al menos, tú, Masinisa, rey de los maessyli, no cambiarás tu lealtad por los besos de una mujer, ¿no?

Esta alusión a Sofonisba pilló por sorpresa al rey númida en el exilio, que bajó un momento la mirada, algo que no pasó desapercibido al cónsul, y, rápido, volvió a alzar su rostro para encararlo con la seria faz del general romano.

—Mi lealtad estará siempre contigo.

Publio le miró de arriba abajo, ponderando el valor de aquella respuesta y el tono de emoción con el que había sido pronunciada. ¿Era lealtad a prueba de todo la que le ofrecía aquel númida? Había algo que le hacía dudar a Publio, pero necesitaba refuerzos, aliados, por pequeños que éstos pudieran ser y despreciar en ese momento a Masinisa no haría sino crearle un enemigo más en África, así que Publio suspiró y respondió ocultando bajo el manto de sus palabras sus dudas y sus preguntas. Sólo los dioses sabrían si estaba haciendo lo correcto.

—Sea, rey Masinisa —concedió al fin el cónsul—. Entras al servicio de Roma. A partir de ahora me servirás como fuerza de caballería de apoyo en las acciones de la campaña que las legiones V y VI de Roma inician para la conquista de África y, como dices, que sean tus actos en la guerra los que me hagan ver que la de hoy ha sido una buena decisión. Y si te muestras valioso en la campaña que emprendemos, yo personalmente te apoyaré para que recuperes la parte de Numidia que te corresponde. Y pongo a Júpiter y Marte y el resto de los dioses por testigo de este pacto.

Luego Publio se acercó a Masinisa y le dio un abrazo que sorprendió al joven monarca exiliado, pero que aceptó con gratitud. Se separaron del abrazo cuando uno de los lictores entró en la tienda.

—Mi general, han atrapado a varios pescadores de las ciudades próximas, quizá de Útica. ¿Qué hacemos con ellos?

Publio miró a su alrededor. Ni Lelio ni Silano ni Marcio dijeron nada y Masinisa guardó un respetuoso silencio. No quería empezar su servicio al procónsul inmiscuyéndose en asuntos que no le competían. A partir de ahora, al menos durante un tiempo, debía acostumbrarse a recibir órdenes y cumplirlas.

El cónsul fijó sus ojos entonces en el lictor.

—¿Qué han visto esos hombres?

El soldado comprendió que la vida de aquellos hombres dependía de su respuesta, pero aquel hecho no podía menoscabar el cumplimiento de su deber, que no era otro sino el de informar al cónsul con precisión.

—Lo han visto todo, mi general. Los detuvieron al emerger por el promontorio de Apolo. Debían de navegar de regreso hacia su ciudad y se toparon con nuestra flota. Han pasado entre las trirremes, las barcazas de transporte, han visto nuestro ejército, las armas de asedio, las catapultas, el ganado, las provisiones. Lo han visto todo.

—Por Castor y Pólux, entiendo... —dijo el procónsul, y se detuvo pensativo.

Todos aguardaban la sentencia del general, cuando Publio Cornelio Escipión soltó una sonora carcajada.

—Perfecto —continuó el cónsul de Roma—. Soltadlos, dejadlos libres y que cuenten todo lo que han visto. Que siembren el miedo en su ciudad y que de su ciudad se propague a toda África. Que sean nuestros mensajeros del terror que se avecina sobre toda esta tierra hasta que Cartago caiga o se rinda sin condiciones. Soltadlos, que vean hasta qué punto no nos importa que sepan que venimos.

El lictor saludó al cónsul y salió raudo del praetorium. Lelio intervino.

—Creía que la sorpresa era importante —dijo—. Ahora todos nos esperarán.

—Sí —dijo Publio—, todos nos esperarán... en Cartago... pero nosotros, nosotros, Lelio, Silano, Marcio, rey Masinisa, nosotros no marcharemos sobre Cartago.

—¿No? —preguntó Lelio.

—No, querido Lelio. No. Nosotros marcharemos sobre Útica. Mañana. Al amanecer.

Las legiones malditas
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