65
Una segunda embajada

Siracusa, finales de otoño del 205 a.C.

Todo estaba preparado. Publio había ordenado que los barcos de transporte y militares fueran desplazándose en pequeños grupos hacia el puerto occidental de Lilibeo. Las legiones se desplazarían por el interior de la isla a pie. Les iría bien practicar aún más las marchas forzadas. En África el tiempo en trasladar las tropas de un lugar a otro, ya fuera para atacar o para buscar refugio, podría llegar a ser un factor clave. Las legiones V y VI se mostraban razonablemente satisfechas. Incluso los legionarios más rebeldes de la VI, que habían sido nuevamente expulsados de Italia, en esta ocasión de Locri, se mostraban más dóciles después de que sus impertinentes oficiales Sergio Marco y Publio Macieno habían sido despedazados ante sus ojos por orden del pretor Pleminio, quien a su vez había sido depuesto por una embajada del Senado. A aquellos hombres, un nuevo destierro o una campaña en África les parecía algo bueno en comparación con la muerte segura que habrían obtenido de Pleminio si las tropas de Roma al mando del pretor Pomponio no hubieran irrumpido en Locri para imponer orden.

El cónsul estaba contento y daba por bueno todo el episodio de Locri.

—Error político, sí —había confesado a Lelio mientras ultimaban los preparativos de la travesía a África—, error político, pero un acierto militar: el puerto de Locri está en manos de Roma, reducimos así las líneas de aprovisionamiento de Aníbal, y yo me he deshecho de los dos oficiales más desleales de las «legiones malditas» sin tener que enfrentarme con el despecho de sus legionarios.

Publio ordenó que las pequeñas flotillas fueran a Lilibeo bordeando Sicilia por la costa norte, buscando alejarse de las flotas militares púnicas de África. Algunos de sus oficiales percibían todo aquel trasiego como un esfuerzo innecesario y un nuevo retraso de la invasión de África, pero Publio desconfiaba de todos. Sabía que si Máximo había conseguido infiltrar espías hasta entre los esclavos más próximos a él, a través de la esclava de Lelio, ¿qué no habrían intentado los cartagineses? Aquella maniobra de desplazar la flota a Lilibeo parecía retrasar la invasión. Eso es precisamente lo que dirían los espías, y, sin embargo, nada más concentrar toda la flota en Lilibeo saldría con los más de cuatrocientos buques, las dos legiones y su ejército de voluntarios, todos directos a África, mientras en Cartago aún se hablaría de que el cónsul romano en Sicilia no hace más que llevar sus tropas y barcos de un lugar a otro sin atreverse a cruzar el mar. Conseguir ese factor sorpresa era algo clave para sus propósitos. En un territorio infestado de enemigos y sin tan siquiera un puerto amigo o una ciudad en la que refugiarse, la sorpresa debía ser su aliada en conseguir la conquista de algún enclave portuario importante y fortificado. Sí, cuanto más lo pensaba, más claro lo veía. Además, todo hacía presagiar más informes funestos para la invasión. 

Había salido de su gran domus en el centro de Siracusa camino del Portus Magnus. Una nueva embajada había llegado a la ciudad. Una vez más, Sífax enviaba un mensajero para entrevistarse con él. En la última ocasión se zafó de las miradas curiosas al verse con el enviado del rey de Numidia en las entrañas del teatro de Siracusa mientras todos estaban ocupados en la representación de la última obra de Plauto. Ahora había citado a aquel nuevo mensajero en los almacenes de los muelles del Portus Magnus. El cónsul estaba seguro de que entre el tumulto que a diario se desarrollaba en aquel inmenso puerto, y más en aquellos momentos en los que cada día partían varias decenas de barcos hacia Lilibeo, los movimientos del númida pasarían más inadvertidos. E incluso Publio decidió salir de incógnito, sin lucir una toga púrpura que lo delatara o el paludamentum militar que le correspondía. En su lugar salió vestido con coraza, pero sin casco; armado con una espada, pero sin ningún tipo de aditamento, acompañado por tan sólo dos lictores armados con gladios a los que había requerido abandonar sus símbolos tradicionales. De esa forma, el cónsul, caminando a paso rápido, parecía un centurión más de la V y la VI arropado por dos de sus oficiales.

El encuentro con el mensajero númida tuvo lugar en un almacén de sal, pescado y ánforas de aceite. El olor a pescado ahuyentaba de por sí a muchos curiosos. A las puertas del almacén había una decena de legionarios custodiando la puerta y al mensajero oculto tras ella. Al ver llegar al que tomaron en principio por centurión le dieron el alto, pero al reconocer el oficial al mando de la vigilancia del almacén al cónsul de Roma en Sicilia, enmudeció y se hizo a un lado llevándose la mano al pecho. Publio pasó ante los legionarios en posición de firmes como una exhalación y tras él entraron los dos lictores.

Allí, entre centenares de ánforas, sacos de sal y cestos con pescado en salazón, un hombre negro, alto y musculoso aguardaba. No iba armado porque se había visto obligado a entregar su lanza, su espada y dos dagas a los legionarios que vigilaban la entrada al almacén. Vestía una túnica larga de color arena y por los hombros le colgaban pieles de algún animal que el cónsul no acertó a reconocer. Podría ser un león, pensó, o alguna otra bestia salvaje de África. Publio estudió a aquel hombre con detenimiento antes de decir nada. Había algo evidente: no estaba nervioso. La seguridad en tus posibles enemigos es mal síntoma. Publio se acercó un par de pasos más hasta quedar a tan sólo dos metros del númida. Por complexión parecía el mismo mensajero con el que se entrevistó en los pasadizos del gran teatro de Hierón unos meses atrás, mientras la representación de Plauto tenía lugar y sus legionarios se entretenían a carcajadas. Pero no estaba seguro. En aquella ocasión, la tenue luz de las antorchas y la faz oscura del interlocutor no le permitieron discernir los rasgos del mensajero con nitidez.

—Te escucho —dijo Publio en latín con voz segura pero suave, clara, pero no en alto. Aquélla debía ser una conversación muy privada.

—Me envía Sífax —respondió el aludido en griego. La inflexión de las consonantes, la voz profunda... era el mismo mensajero que la vez anterior. Ahora ya no había duda.

—¿Cómo te llamas? —preguntó Publio; si aquel hombre gozaba de la confianza del rey Sífax como para enviarlo en repetidas ocasiones de embajador debía de ser alguien de importancia y era importante registrar su nombre.

El númida se tomó unos segundos antes de responder. Aquella pregunta le había pillado por sorpresa.

—Mi nombre no es importante, lo importante es lo que vengo a deciros y en nombre de quién vengo.

—Sin duda, pero es la segunda ocasión que el rey Sífax te envía, lo que te hace a mis ojos como un fiel servidor de tu rey. Me gusta conocer los nombres de aquellos que sirven bien a mis amigos.

Publio enfatizó con su voz la última palabra.

—Amigo es mi rey, sí, y por ello me envía para transmitir un aviso: los romanos no deben desembarcar en África. Si lo hacen, mi rey os atacará.

Publio se separó un par de pasos hacia atrás y le dio la espalda. Necesitaba pensar. Sífax había cambiado por completo. De ofrecer un pacto de no agresión a atacar en caso de desembarco había mucho camino recorrido. ¿Qué le había hecho cambiar de opinión de forma tan rotunda? Publio se volvió de nuevo hacia su interlocutor y se aproximó hasta quedar a sólo un metro. El númida no se movió un ápice de su posición.

—Tengo la palabra de tu rey de no atacarme. Me lo dijo a la cara, ¿por qué he de creerte a ti? Es un cambio demasiado grande para no oírlo de su propia persona.

—Si el cónsul hubiera venido a África la última vez que hablamos, Sífax, mi rey, se lo habría dicho a la cara también, pero el cónsul no vino. Eso no ayudó.

—No puedo moverme con libertad y eso lo sabes tú y lo sabe tu rey.

—Es posible, pero ése es el mensaje que tengo.

—¿Y por qué tu rey ha cambiado de opinión?

—Eso tiene respuesta y se me ha dado permiso para informarte: mi rey ha tomado por esposa a Sofonisba, hija del general cartaginés Asdrúbal Giscón, con el que ha firmado un tratado de ayuda mutua. Si los romanos desembarcan en África, mi rey acudirá en ayuda de los cartagineses con un ejército de cincuenta mil hombres y diez mil jinetes y os arrasará. Y lo que he visto en vuestro puerto no me impresiona y no impresionará tampoco a mi rey. El cónsul de Roma no debe ir a África. Mi rey se toma la licencia de avisaros porque os estima, pero su pacto con Cartago es definitivo.

Publio sonrió en su interior en parte. Su plan de trasladar las tropas a Lilibeo daba frutos. Más de la mitad del ejército y de los barcos de transporte y trirremes militares ya no se encontraban en el Portus Magnus de Siracusa. Lo que había visto el númida sólo era la mitad de sus fuerzas, más de lo que vio la primera vez, por lo que consideraría que era el reagrupamiento de los romanos antes de partir, pero mucho menos de lo que en realidad disponía Publio para la invasión. Pero cincuenta mil hombres era una fuerza ya superior a sus legiones, a la que se sumarían soldados de Cartago y, lo peor de todo, diez mil jinetes, diez mil jinetes o más. ¿Mentía Sífax a través de aquel mensajero? ¿Fanfarroneaba de sus fuerzas? Lamentablemente, todas las informaciones de las que disponían los romanos apuntaban en la dirección de que el rey Sífax podía reunir un ejército de esas dimensiones en pocos días; un ejército, además, acostumbrado a trasladarse con velocidad de un punto a otro de la inmensa Numidia y que en poco tiempo podría llegar hasta allí donde los romanos desembarcaran. Publio se encaró con el mensajero.

—Aún no me has dicho tu nombre.

—Búcar.

—Búcar, ¿tu rey ha cambiado de aliados por una mujer?

—Mi rey hace lo que le parece mejor. Yo sólo transmito sus mensajes. Y mi rey, ya que lo preguntas, ha firmado un tratado con Giscón, no con una mujer.

—No te engañes, Búcar; pareces un hombre inteligente. Giscón y yo nos entrevistamos con tu rey y el rey Sífax pactó conmigo. Y ahora, cuando Roma es más fuerte, cuando los cartagineses están retrocediendo en Italia y cuando ya han perdido Hispania, ¿tu rey pacta con Giscón? No, lo único nuevo que hay ahora es una mujer, esa Sofonisba. Búcar, ¿sirves a un rey que obedece a una mujer?

Por primera vez el mensajero tensionó los músculos de su rostro. Publio estaba satisfecho. Había puesto el dedo en la llaga. Eso era exactamente lo que aquel mensajero pensaba pero no se atrevía a reconocer. Debía seguir presionándole.

—Búcar, puedes quedarte aquí y servirme a mí. Tu información me será útil y yo soy un hombre generoso. En Hispania fui muy generoso con los iberos que me ayudaron. Los cartagineses son malos pagadores y unirse a ellos suele traer muerte y destrucción.

Búcar callaba. Miró al suelo. Se pasó una mano por la incipiente barba negra, rizada y recia, que emergía por toda su barbilla. Luego negó con la cabeza.

—Es una oferta interesante, pero he visto ambos ejércitos. Romano, serás cónsul, pero tu país no te ha dado suficientes tropas. Si desembarcas en África morirás. No quiero estar a tu lado cuando mi rey te encuentre y te torture hasta morir. No es una buena oferta la tuya. Los cartagineses ya gobernaban en el Mediterráneo mientras vosotros os las componíais para sobrevivir contra los etruscos o los latinos o los galos. En mi país hemos visto ir y venir a los cartagineses, a veces victoriosos y a veces derrotados, pero siempre están ahí. Las pocas veces que habéis desembarcado en África siempre ha sido un desastre.

—Mi segundo en el mando, Cayo Lelio, desembarcó con éxito y regresó con un buen botín.

—Lelio escapó antes de que los cartagineses y mi rey reaccionasen. Tú quieres ir para conquistar y África no es Hispania. África está gobernada por Cartago y Numidia por mi rey. Ambas unidas os destruirán. Puede que mi rey esté ahora algo cegado por yacer con la joven púnica hija de Giscón, pero eso no cambia las cosas. Puede que no me guste, pero no cambia las cosas: os triplicamos en número y luchamos por nuestra tierra. No volveréis con vida ni uno de vosotros. Moriréis todos y los que no hayáis muerto y caigáis presos, desearéis haber muerto.

Entonces llegó un largo y tenso silencio.

El mensajero se había sincerado. Publio le miraba y el númida mantuvo la mirada con decisión. Publio se dio cuenta de que aquel hombre podría ser comprado pero por alguien que realmente, a sus ojos, pudiera doblegar a su rey. Era desconsolador observar cómo su análisis militar, muy preciso, mostraba a las claras que la misión de África era una total locura. Publio pensó en amenazar con violencia, en gritar, pero luego tuvo la sensación de que aquella guerra se manejaba con demasiadas variables y que lo que hoy parecía blanco al día siguiente podía ser negro, negro como la faz de aquel mensajero. A Publio le quedaba la baza de Masinisa. Era una apuesta arriesgada, pero la única que le quedaba al cónsul de Roma.

—Dile a tu rey —empezó al fin—, dile sólo que se lo piense mucho antes de atacarme. Dile que acudiré a África con mis legiones y que si me ataca... dile sólo que se lo piense mucho.

El númida lanzó una pequeña risa que resultó ofensiva para el cónsul, pero Publio no respondió, ni añadió más. Se sentía impotente, pero no quería sumar palabras de agravio que hicieran crecer la animadversión de Sífax hacia él, una animadversión suculentamente alimentada, parecía ser, por las lujuriosas caricias de una joven mujer. Pero aquella risa merecía alguna respuesta.

—También podría ordenar que te mataran. Así no tendrías ya la posibilidad de informar a tu rey. Y quizás así le llegase a Sífax más claro mi mensaje.

Búcar cerró la boca y apretó los labios. Instintivamente se llevó la mano derecha hacia su cintura, pero allí no había espada alguna, pues ésta había sido requisada por los legionarios antes de dejarle a solas con el cónsul. El númida miró a su alrededor. Todo estaba cerrado. Las ventanas eran pequeños orificios en lo alto de las paredes por las que entraba luz, pero demasiado pequeñas para un hombre. Tras el cónsul estaban los lictores vigilando la puerta en el interior del almacén y fuera había más legionarios. Huir era imposible.

—Eso no haría sino reafirmar el pacto de mi rey con Cartago y harían ciertas todas las cosas que Giscón cuenta del cónsul: que sois un traidor, que no tenéis palabra, que tras luchar contra Cartago lucharéis contra Numidia, que no sois de fiar... —Búcar hablaba rápido. Ahora sí estaba nervioso.

—Es cierto todo lo que dices, pero tu risa me ha ofendido y a un cónsul ofendido se le ofusca la razón y si me dejo llevar por mis sentimientos y no por mi razón, haría que te cortaran la cabeza, la ensartaran en una lanza y que la enviaran mis hombres de regreso a tu barco. Por los dioses que no sé por qué no hacerlo, pues cuanto más pienso en ello más satisfacción siento.

—Sífax ha pactado con los cartagineses, pero si no le dais motivos de ofensa que añadir a las palabras de Giscón, mi rey es un hombre que se forja sus propias opiniones en función de los actos de los demás. Matadme y Sífax ya no dudará en atacaros.

Publio no movió un músculo de su cara, pero en su interior se encendió una pequeña llama de esperanza. Sífax aún tenía dudas, incluso después de haber pactado con Giscón y aun después de haber tomado por esposa a la hija de aquél. ¿Habría pactado sólo para acostarse con aquella joven y luego haría lo que le viniera en gana? Era una posibilidad. Era la única posibilidad a la que poder aferrarse. Estaba, por otro lado, el hecho de que las informaciones del mensajero no serían precisas, al haber visto menos de la mitad de sus fuerzas y eso, como había pensado antes, haría que tanto Giscón como Sífax se sintieran más confiados.

—Márchate y nunca más vuelvas ante mis ojos —dijo Publio dándole la espalda y haciendo una señal a los lictores.

El númida, con grandes gotas de sudor resbalando por sus sienes, salió del almacén custodiado por varios legionarios de confianza del cónsul.

El númida embarcó en media hora y su barco fue escoltado por una trirreme hasta mar adentro. Allí lo perdieron en la distancia del horizonte. El cónsul permaneció en el muelle como si estuviera supervisando el embarco de nuevas tropas y víveres hacia su destino en Lilibeo pero, en realidad, mantenía sus pensamientos fijos en asegurarse de que aquel mensajero no regresaba. Sífax con sesenta mil hombres. ¿Cuántos reuniría Giscón? ¿Veinte mil, veinticinco mil? ¿Más, menos? Él apenas conseguiría juntar treinta mil reuniéndolos a todos, a los voluntarios y las «legiones malditas». Y habría elefantes. Habría elefantes. Puede que, después de todo, los cartagineses no necesitaran para nada reclamar a Aníbal. Sífax y Giscón podrían dar buena cuenta de sus legiones sin apenas esfuerzo. Publio Cornelio Escipión se acercó hasta el borde mismo del muelle. Cerró los ojos e inspiró con profundidad. El olor a la sal del mar lo embriagó. Tenía un plan y debía seguir adelante con él. Era un buen plan. Pese a todo. Aunque si Sífax era persuadido para atacar junto con los cartagineses... entonces todo resultaría imposible. La clave era conseguir una victoria rápida en algún punto de África que impresionara a Sífax lo suficiente como para pensarse dos veces acudir en ayuda de Cartago. Necesitaba una ciudad en África. Una ciudad donde hacerse fuerte, desde la que atacar y donde poder refugiarse, una ciudad con puerto para reabastecerse de suministros. Una ciudad como Cartago Nova en Hispania, desde la que iniciar la conquista de toda África. Una ciudad. Sífax dudaría y eso le daría tiempo, el tiempo justo para empezar a doblegar a los cartagineses.

Publio abrió los ojos, dio media vuelta y en voz baja, mientras retomaba el camino de regreso a su domus, masculló dos palabras entre dientes.

—Una ciudad.

Las legiones malditas
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