7
Las dudas de Catón
Roma, septiembre del 209 a.C.
Catón entró en el jardín cuando la figura de Lelio seguida por aquella esclava herida aún se recortaba en el umbral del atrio. Fabio Máximo estaba de nuevo reclinado en su triclinium.
—No ha podido ser —comentó Catón, sin ocultar cierto aire de satisfacción por haber tenido razón.
—¿Qué quieres decir, querido Marco, exactamente? —preguntó el viejo cónsul con un tono de sorprendente calma, como distraído, entretenido en reorganizar los cojines de su triclinium para estar más cómodo.
A Catón le parecía innecesario dar detalles, pero no dudó en aclarar su comentario.
—Que no ha habido forma de torcer la voluntad de ese terco soldado. Es obvio que está cegado por su lealtad a ese Escipión. No se ha conseguido nada.
—¿Nada? ¿Tú crees? Yo estoy más bien satisfecho.
El cónsul parecía divertido contemplando la faz de sorpresa que se adivinaba en los abiertos ojos de su joven pupilo. Estaba claro que Marco no parecía compartir la misma opinión. El viejo senador decidió precisar su enigmática aseveración.
—Esta tarde, querido Marco, esta tarde no hemos cosechado, eso es cierto, pero hemos sembrado, hemos sembrado y con buena simiente. Veo en tu rostro que no entiendes mi punto de vista, pero es sencillo. Esta tarde hemos sembrado la duda en el corazón de ese hombre. Es cierto que hoy se nos ha manifestado como un oficial de férrea voluntad, indomable, inflexible en su lealtad, pero acaba de decir no a un consulado y eso, querido amigo, eso pesará en su ánimo: se ha visto obligado a renunciar a lo que más anhelaba por seguir ciegamente a quien le ha enviado desde Hispania, a ese Escipión. Veremos qué sentimientos se cruzan en su persona cuando Escipión continúe con su extraña campaña militar y la Fortuna deje de favorecerle como lo hizo en Cartago Nova. ¿Qué crees que pasará entonces por la mente de Cayo Lelio cuando Escipión comience a tomar decisiones discutibles o en conflicto con la voluntad del Senado? ¿Hasta dónde crees tú que le seguirá fielmente y sabiendo que al hacerlo se negó a sí mismo el acceso a la máxima magistratura que, sin duda, con mi apoyo habría logrado bien pronto?
Marco, despacio, aún negaba con la cabeza.
—¿Crees, sinceramente, Marco, que incluso entonces le seguirá?
—Eso pienso, aunque el cónsul de Roma tiene más experiencia.
—Eso piensas... entiendo... más experiencia, desde luego que tengo. Bastante más que tú, Marco. No hace falta que me lo recuerdes. Mis huesos lo hacen a cada minuto. Me hago mayor, pero no creas que pierdo mi intuición en estas cosas y menos aún en el arte de juzgar a las personas. Por ejemplo, sé que hace tiempo que dudas de mi capacidad y me sigues por una mezcla de afecto e interés en la que adivino que a cada momento aumenta el interés y se reduce el afecto. No, no digas nada, no añadas a tu menosprecio a mi persona la carga de la mentira, Marco. Sé cómo son las personas: los que llamo mis enemigos y los que están a mi lado. No me canses con excusas ni explicaciones. El único en el que confío plenamente es en mi hijo. Sé que el me sigue por afecto sincero, como debe ser por la sangre que nos une.
Máximo se quedó mirando al vacío, pensando en su hijo, ahora en el frente de guerra en Italia. Catón bajó la mirada. El viejo cónsul continuó.
—Esta tarde se ha sembrado bien en el corazón de ese hombre y la simiente germinará en el momento apropiado —concluyó el viejo senador.
Marco Porcio Catón asintió al fin, aunque su alma no acompañaba el gesto. El cónsul le incitó a hablar una vez más.
—Pero, amigo Marco, dime, ¿qué es lo que aún corroe tu espíritu? Aunque sepa de tus dudas hacia mí, siguen interesándome tus apreciaciones porque yo, al contrario que tú, no infravaloro ni a mis enemigos ni a los que me rodean, pues ése es el principio de todos los fracasos.
Azuzado por el cónsul, Catón se animó a hacer tangible su pensamiento.
—¿Y si Cayo Lelio, pese a las dudas que hayas incitado en su espíritu, se mantiene firme junto a Escipión? ¿Entonces qué?
El cónsul se recostó en su triclinium e inhaló y expulsó aire con profundidad.
—En ese caso, estimado Marco, en ese caso pondremos en marcha un segundo plan para demoler de raíz la confianza de Escipión en su apreciado segundo en el mando, en su inefable Cayo Lelio. Cuando no se puede quebrar una soga por un extremo conviene que intentemos cortarla por el contrario. De hecho, lo idóneo es intentar segarla a un tiempo por ambos extremos. Y, aunque tú no te hayas dado cuenta, eso es exactamente lo que hemos empezado a hacer esta tarde. Ahora sólo nos resta esperar y entretenernos intentando discernir cuál de los dos extremos de esa amistad se quebrará antes. No digo bien, más que entretenernos, lo que al menos yo pienso hacer es divertirme al ver cómo cada pieza del mecanismo que he puesto en marcha hoy se va activando hasta que de modo inexorable quiebren el destino de esos dos hombres, el de ese Escipión y su fiel Cayo Lelio.
Y con estas palabras el cónsul lanzó una sonora carcajada que reverberó entre las piedras y los ladrillos del peristilo de aquella enorme villa en las afueras del sur de Roma. Tras la risa, Máximo despidió a su joven interlocutor.
Catón desapareció entre las sombras de los arcos que daban acceso al atrio, ensimismado y confundido, pero con un encendido interés por saber hasta qué punto estaba a las órdenes de un loco o del más genial de los líderes. En cualquier caso, ser cauto era buena política. Así se lo había enseñado el propio Fabio Máximo. Fue en ese momento cuando Catón decidió tomar algunas medidas suplementarias para asegurarse de que Lelio no regresara junto a Publio Cornelio en la lejana Hispania. Entre las sombras, el joven Catón se concedió una tímida sonrisa. Le costó mover las comisuras de los labios en aquella dirección tan poco acostumbrada.
Quinto Fabio Máximo, princeps senatus y augur permanente de Roma, salió del ciclópeo edificio de su domus y paseó entre las construcciones de su gran villa, dejando a un lado las porquerizas y al otro las pequeñas viviendas de los esclavos. Ascendió por un estrecho paseo en cuyos lados crecían altos cipreses como centinelas del pasado anclados en el tiempo. La senda, por la que no cabía un carro, condujo a Fabio Máximo hasta lo alto de una colina en el centro de su inmensa hacienda. En su lento ascenso, Máximo se ayudaba en ocasiones del lituus , un largo bastón terminado en forma curva, necesario para la ceremonia que iba a realizar. Una vez llegado al final del sendero dio unos pasos más hasta situarse justo en medio del pequeño altozano. A su alrededor podía ver sus tierras, rodeadas de un poderoso muro y, más allá de aquella pared, las grandes murallas de Roma, ante las que su fortaleza quedaba empequeñecida. Pero en ese momento, Máximo no estaba interesado en el paisaje terrenal. Trazó con el lituus una larga línea en el suelo, el cardo, de norte a sur, con la que dividía el espacio celeste en dos regiones, y luego dibujó de igual forma otra perpendicular de este a oeste, decumanus. A continuación fue trazando líneas paralelas a las ya marcadas para tener así al fin un gran prisma constituido por cuatro cuadrados, las cuatro regiones celestes en las que dividía el mundo desde el punto en el que se encontraba y, al fin, se situó en el centro donde se cruzaban las dos líneas centrales, donde el cardo y el decumanus formaban una cruz. Máximo inspiró lentamente y cerró los ojos alzando la cabeza. Técnicamente aquél no era un campamento augúrale aceptado comúnmente, pero él ya había hecho levantar allí mismo un pequeño templo a Júpiter para que aquel altozano quedase como un auguraculum, un lugar purificado, un sitio desde el que observar el futuro en el vuelo de las aves, esto es, si uno era de los pocos augures elegidos en Roma, y él era el más antiguo. Máximo giró despacio sin salirse de la cruz de las dos líneas clave de su espacio dibujado en el suelo hasta quedar encarado hacia el sur, hacia el sol del mediodía. Para ello, el princeps senatus se dejó guiar simplemente por la intensidad de la luz que atravesaba la fina y gastada piel de sus viejos párpados cerrados. Todo lo que estaba ante sí era el antica y lo que quedaba a sus espaldas era el portica. Normalmente, habría venido acompañado de alguien que le habría planteado aquellas cuestiones que querían consultarse a los dioses, pero en aquel día era él, Quinto Fabio Máximo, el que deseaba consultar personalmente a las divinidades.
—Sea, por Júpiter —dijo sin levantar la voz y abrió los ojos mirando al cielo, con cuidado de evitar la luminosidad directa y cegadora del sol, pero escrutando en silencio el cielo. Cualquier ruido, cualquier chasquido de una rama al quebrarse, el relincho de un caballo en aquel momento darían por terminado el augurio, pero los dioses estaban con Fabio aquel día, y sólo el zumbido suave de la brisa llegaba tranquilo a aquella colina. En aquel instante, lo importante era observar el vuelo de las aves. Si éstas venían de su izquierda, de oriente, el augurio sería bueno, positivo para sus designios, pero si venían de occidente, de su derecha, sus planes se truncarían irremisiblemente. Fabio no pudo evitar una sonrisa de cierto desprecio al recordar cómo para los griegos esto era al revés, pues se situaban mirando hacia el septentrión. ¿Qué podía esperarse de un pueblo que ni tan siquiera sabía predecir el futuro con propiedad? También era importante que las aves no volaran demasiado bajas, aves inferae, pues éstas sólo traían consigo malos augurios. Por el contrario, las aves praepetes, de vuelo alto, confirmaban un presagio positivo. Fabio Máximo volvió a cerrar un instante sus ojos y se centró en sus planes sobre Lelio. Los abrió entonces de golpe y levantó el lituus en el aire y, casi por ensalmo, se recortó en el cielo la figura inconfundible de una bandada de aves. Podrían ser gansos o quizá patos, pensó, pero aquello era lo de menos. Lo esencial es que venían de su izquierda, de oriente. Sus planes estaban en marcha. Todo transcurriría según lo planeado. Fabio dejó caer despacio el lituus . ¡Qué simple era Catón!, pensó. Simple pero leal, un fiel servidor, pero servidor al fin y al cabo. Se había forjado grandes expectativas para Marco Porcio Catón, pero cada vez veía más claro que sería su propio hijo el que debería sucederle, el que estaba a la altura de comprender hacia dónde debía ir Roma. Un buen hijo. Un fiel a Roma. Sangre de su sangre.
Quinto Fabio Máximo echó a andar y en tres pasos salió del auguraculum dibujado en el suelo. El princeps senatus se encaminó hacia el sendero para, satisfecho, emprender el camino de regreso a su domus y, por qué no, solazarse con alguna de sus jóvenes y bellas esclavas egipcias. Aún le quedaban dos y de la otra había conseguido un precio absurdamente enorme. Máximo sonreía con buen ánimo cuando tropezó con una piedra que le hizo perder el equilibrio y a punto estuvo de caer, pero el lituus le ayudó a mantener la vertical al apoyarse con él en el suelo. Una vez recuperado de la sorpresa, pues no era Fabio, pese a su edad, proclive a semejantes tropiezos, se reajustó la trabea de augur, la toga nacional con decoraciones en púrpura y rojo escarlata, y miró al suelo. A sus pies una piedra grande, del tamaño de su puño, se erguía impertinente. Fabio le asestó un calculado puntapié con su sandalia y la piedra cayó rodando por la ladera de la colina. Era raro que no la hubiera visto. Y es que Máximo hacía gala de su excelente vista que, pese a sus años, le permitía discernir con nitidez el vuelo de los pájaros más distantes. Lo que el princeps senatus desconocía es que una parte de su nervio óptico estaba dañada por la edad y, aunque mantenía una excelente vista, había una pequeña parte del ángulo de visión que había perdido precisamente en la parte inferior derecha, justo donde había estado aquella inoportuna piedra. De igual forma, el anciano senador y augur no había visto cómo, al tiempo que observaba el lento y elegante vuelo de la bandada de aves altas venidas de oriente, un pequeño gorrión, sin duda menos exótico y menos interesante, había volado a ras de suelo desde occidente, pero, quizás esto no fuera importante, pues ¿qué puede hacer un pequeño gorrión para contravenir el curso de la historia?