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Un aviso

Siracusa, otoño del 205 a.C.

Los días que siguieron al banquete fueron de gran trabajo para Publio. Necesitaba más trigo, más aceite, más carne, más pescado, más ganado, más barcos, más caballos, más hombres, más adiestramiento, más tiempo... Catón no había molestado en unas semanas, aunque estaba seguro de que algo estaría maquinando, pero no tenía ni energía ni minutos para ocuparse de las posibles maniobras del quaestor. Tuvo el cónsul, además, que enviar a Lelio con parte de las tropas a Locri. El relato de los enviados de la ciudad recién conquistada había sido demoledor y debía reinstaurar el orden lo antes posible. Pero al menos había conseguido desembarazarse de Sergio Marco y Publio Macieno, quienes por su rebelión contra Pleminio quedarían ahora en Locri bajo arresto y en manos de un encolerizado y vengativo pretor.

Seguía informado de los acontecimientos en Roma por correos públicos con información del Senado y por cartas privadas, las más valiosas, que le llegaban escritas por su hermano Lucio. Recién llegado de revisar las tropas acantonadas junto a las murallas de Siracusa, el cónsul recibió de manos de su esposa unas tablillas grandes.

—Han llegado mientras estabas fuera —le dijo su esposa ofreciendo en sus manos la preciada carga.

Publio le dio un beso en la mejilla, tomó las tablillas, pesadas, en esta ocasión en lugar de dos debían de ser tres o más y se dirigió al tablinium, al fondo del atrio, donde tenía centralizado su despacho para asuntos oficiales. Se encerró en él corriendo las cortinas. Emilia se recostó en un diván en el atrio y esperó, como hacía siempre, a que su marido le transmitiera las noticias que venían de Roma. Lucio, sin falta, incluía información sobre su suegra, Pomponia, pero también sobre el otro Lucio, el hermano de Emilia, Lucio Emilio Paulo. Y en tiempos de guerra el corazón de una esposa o de una hermana permanecía constantemente en vilo. ¿Marcharía todo bien? Su hermano luchaba en el norte y los galos de Liguria estaban en rebelión. Ya habían matado al hijo de Fabio Máximo.

En el tablinium, Publio desató el cordel que anudaba el paño que cubría las tablillas para protegerlas y descubrió que su hermano, en efecto, no sólo había incluido tres tablillas engarzadas por un extremo, sino que además había escrito con letra muy pequeña. Mucho sería lo que había de contar. Eso, normalmente, no era bueno.

Querido hermano:

Espero que los dioses te guarden y te protejan pues se avecinan tiempos complicados para todos y, en particular, para nuestros planes de llevar la guerra a África. Fabio Máximo ha debido de recibir cuantiosa información a través de Catón y la ha usado con habilidad en el Senado para socavar tu autoridad y, en fin, proponer que una embajada del Senado con plenos poderes vaya primero a Locri y luego a Siracusa. La finalidad de dicha embajada es confirmar tu incapacidad, cito sus palabras, para llevar a cabo la invasión de África y relevarte del cargo. Sé que parece una locura, pero lee con atención: llegaron a Roma varios mensajeros de Locri y lo cierto es que lo que relataron conmovió al Senado. Empezaron con la brutal dictadura que Sergio Marco y Publio Macieno implantaron en la ciudad tras retirarte tú a Siracusa. Parece ser que primero atacaron a Pleminio, al que le arrancaron las orejas y la nariz y luego encerraron para que sufriera en prisión el horror de sus mutilaciones mientras, a sangre y fuego, asesinaban al resto de los legionarios del pretor. Todo esto debes de saberlo porque enviaste a Lelio con tropas y restableciste a Pleminio en el poder, arrestando a los tribunos de la VI en rebeldía. Como imaginarás, los actos de Marco y Macieno dieron pie a que Máximo recordara al Senado la rebelión de Suero, lo que reiteró una y otra vez. Pero la cosa empeoró cuando los embajadores de Locri relataron cómo Pleminio, seguramente enloquecido por su cara desfigurada, lleno de odio, primero sacó a Marco y Macieno de la cárcel y los torturó a plena luz del día frente al templo de Proserpina. Allí les arrancó las orejas y la nariz, y luego los ojos y la lengua y mientras gritaban hizo que ataran sus extremidades a cuatro caballos que tiraron de ellos en direcciones opuestas hasta desmembrarlos. Luego tomó los pedazos y los arrojó a los cerdos sin sepultura alguna. Eran rebeldes pero eran tribunos. Tu arresto fue correcto, pero la actuación de Pleminio también enfureció al Senado. Y para mayores males, el pretor desató a continuación su ira contra los ciudadanos de Locri, según él por no haber impedido la rebelión de los tribunos, por no haberle ayudado cuando éstos le atacaron. Locri ha sufrido primero la crueldad de los cartagineses, luego la de Sergio Marco y Publio Macieno, pero las atrocidades con las que se ensañó Pleminio con los ciudadanos de Locri y que sus embajadores comunicaron a los senadores son demasiado extensas y demasiado terribles para ponerlas por escrito. He de decir que los enviados de Locri nunca te echaron la culpa, pero Fabio Máximo subrayó una y otra vez que fuiste tú el que puso primero a Marco y Macieno en Locri, contraviniendo el mandato de destierro que pesaba sobre todos los miembros de la V y la VI, y luego remarcó con insistencia que Lelio, por orden tuya, repuso a Pleminio en el mando de la ciudad. No entiendo por qué, hermano, decidiste lanzarte a esa conquista en Italia. Te conozco bien y estoy seguro de que habrás tenido tus motivos, pero he de decirte que desde el punto de vista político ha resultado muy negativo.

Hay más. Una vez que los enviados de Locri nos dejaron solos en la Curia, Fabio Máximo añadió más acusaciones, como tu sabida pasión por el teatro, acusándote de distraer a los legionarios con representaciones obscenas y que se mofan de la guerra, de los oficiales, de la disciplina; añadió que envileces a tus hombres con banquetes suntuosos, que regalas vino a raudales y que, en fin, haces todo aquello que un buen general no debería hacer nunca. Sentenció que permitirte que sigas al mando era perder dos legiones enteras a manos de un loco y concluyó con un dato que, si bien es algo anecdótico, añadió aún más leña al fuego. Dijo que habías llegado a un pacto secreto con el escritor Tito Macio Plauto para liberar a Nevio de su prisión en Roma, lo cual, como estoy seguro que entenderás, puso a los Metelos del lado de Máximo sin dudarlo. Nosotros no teníamos ni fuerza ya ni argumentos para defenderte, pero se nos ocurrió maniobrar utilizando la influencia que nos quedaba para incluir entre los miembros de la embajada a los dos tribunos de la plebe, Marco Claudio y Marco Cincio. Éstos son hombres ecuánimes, representan al pueblo y el pueblo está contigo. Con ellos tienes la oportunidad de, al menos, recibir una evaluación justa. Incluso Marco Pomponio, el senador que encabeza la misión, aún siendo proclive a las ideas conservadoras de Máximo, no es ni mucho menos el más radical de entre ellos. Creo que Fabio Máximo lo ve tan fácil que decidió ceder en estos aspectos. La embajada acudirá primero a Locri para arrestar a Pleminio y restablecer el orden en aquella ciudad y luego acudirán directos a Siracusa. La visita a Locri te da un poco de tiempo y he hecho todo lo que está en mi mano para intentar que esta carta te llegue lo antes posible y puedas así, con tu habitual y sorprendente astucia, querido hermano, idear la forma de impresionar a la embajada del Senado para mantenerte en el gobierno de la isla y al mando de las legiones V y VI. Te deseo que con ellas acudas a África y que en África, contra todo lo que pronostican nuestros enemigos en Roma, encuentres la forma de alcanzar la victoria.

Los asuntos de la familia están en orden. Madre se encuentra bien, preocupada por ti pero bien. Si por ella fuera se escaparía por la noche para sacarle los ojos a Fabio Máximo, pero creo que aunque se lo permitiera Máximo es inalcanzable. Sólo viene a Roma a las sesiones del Senado y luego se refugia en su gran domus a las afueras de la ciudad donde un pequeño ejército de veteranos de la campaña de Tarento le custodian como si de un dios se tratara. La muerte de su hijo le ha hecho aún más mordaz en sus diatribas y más rencoroso.

A tu esposa mándale mis saludos y dile que su hermano está bien. Ha participado en varias misiones con las legiones en el norte y aunque los galos están revueltos ha regresado para estar unos días en Roma. Como siempre su presencia contribuyó a reforzar nuestras débiles posiciones en el Senado. A él le debes la idea de la presencia de los tribunos de la plebe en la embajada que te visitará pronto.

Cuídate. Ruego a Júpiter, a Quirino, a Marte y a Juno y a todos los dioses que velen por ti y que te guíen en tus planes y que te ayuden para que no desfallezcas en tu ánimo pese a las noticias de esta carta.

Tu hermano que te quiere y te admira,

Lucio Cornelio Escipión

Publio arrojó las tablillas contra la pared.

—¡Por todos los dioses! —exclamó, y se quedó con los brazos en jarras mirando a la pared del tablinium. Emilia, que había escuchado el golpe de las tablillas al chocar contra la piedra del muro, dejó la lana que estaba tejiendo, despacio, y con el alma en vilo, asomó su pequeña y delgada figura por entre los cortinajes que daban acceso al despacho de su marido desde el atrio. Publio permanecía en pie, tenso, pero al verla relajó un tanto su expresión y respondió a la inquisitiva y nerviosa mirada de su mujer.

—Tu hermano está bien, tu hermano está bien —dijo, y Emilia tranquilizó las tensionadas facciones de su rostro.

—¿Qué ocurre entonces? —preguntó con sincero interés.

—¡Por Júpiter Óptimo Máximo! —reinició Publio llevándose ahora las manos a la nuca y dejándolas allí, entrelazados los dedos, durante unos segundos. Emilia le observaba sin interrumpirle en sus imprecaciones a todos los dioses que se prolongaron durante un minuto entero, en pie, sin dejar de mirar la pared. Un esclavo entró algo agitado, pensando que algo de lo que habían servido a su señor estaba en mal estado o roto o mal cocinado. Sobre la mesa del tablinium había una copa de vino con mulsum y un cuenco con sopa de ave, bebida y comida que el cónsul gustaba de tener a mano en todo momento. Pero el esclavo no tuvo tiempo de preguntar nada. Apenas si había aparecido desde el atrio cuando Publio se giró hacia él y como si persiguiera un enemigo en medio de una batalla le maldijo a voz en grito.

—¡Fuera, fuera, por Hércules, fuera todos de mi vista! ¡No quiero ver a ningún esclavo en todo el día! ¡A ninguno! ¡Al que vea lo mato!

El esclavo, conducido por su experiencia y por la agilidad de sus piernas, desapareció por donde había venido como una hoja arrastrada por un viento de tormenta. Emilia decidió intervenir.

—Ya es suficiente, Publio. ¿Qué ocurre? No quiero quedarme sin esclavos y tu furia parece que quiera llevárselos a todos por delante.

Publio la miró. Suspiró, salió del tablinium y se sentó en un triclinium pero sin reclinarse. Emilia se sentó a su lado en el mismo triclinium.

—¿Qué ocurre? —repitió—. ¿Por qué arremetes contra los esclavos? Siempre nos han servido bien. ¿No era una carta de Lucio, tu hermano? ¿Tu madre está bien? ¿Tu hermano también?

Publio asintió con lentitud.

—Están bien, están bien. No es eso.

Y calló mirando a su alrededor. Emilia le comprendió.

—¿Temes que nos escuchen? —preguntó en voz baja.

Publio asintió.

—Bien —respondió Emilia, bajando aún más la voz, hasta convendría en un susurro apenas perceptible por su marido—. Dime qué dice Lucio.

Publio habló mirando hacia el suelo, en un tono muy suave, de forma que sus palabras quedaban quebradas por el aire a más de un par de pasos de distancia, pero eran perfectamente audibles para su esposa.

—Lucio me habla del Senado, de la última intervención de Fabio Máximo. Ha utilizado toda la información de la que disponía, era de esperar, para atacarme y más aún, para atacar la invasión de África. Aún lucha contra esa idea. Quiere detenerla a toda costa. Ha utilizado mi desembarco en Locri y ha incidido en que las legiones V y VI son indisciplinadas, ha recordado al Senado el motín de Suero, insistiendo en mi incapacidad para devolver esas tropas a la disciplina legionaria, ha criticado que vivamos en Siracusa, que fomente representaciones de teatro cuestionables, se refiere al Miles Gloriosus, que recibimos a escritores, en fin, que más que preparar una invasión dilapidamos los recursos del Estado en un retiro de lujo mientras Roma está luchando por su supervivencia. El Senado envía una embajada con un pretor al frente de diez legati, al que acompañan, gracias a los dioses y a la astucia de tu propio hermano, los dos tribunos de la plebe, menos mal, y un edil, todos juntos para examinar la situación y, según vienen aleccionados, para detener el desembarco en África. Ahora, cuando lo teníamos todo tan cerca. Pero eso ya lo esperaba. Puedo luchar contra todo esto. Tengo ideas. Contaba con ello, no sabía con qué, pero esperaba un golpe de Catón y su amo, Máximo. Algo iban a hacer y lo han hecho, pero ése no es el peor de los problemas. Hay más. Algo que me preocupa más.

—¿Qué más, por Castor y Pólux, qué más, Publio?

Publio giró entonces el cuello y la miró a los ojos.

—Tenemos un espía entre nosotros, entre los esclavos, supongo. Máximo ha dicho que hasta he pactado con Plauto la liberación de Nevio y esa conversación fue aquí, contigo y con Lelio y su esclava. Eso es todo. Nos escuchan. Máximo ha infiltrado uno o más esclavos en esta casa y nos escuchan. Al final las palabras de la obra de Plauto van a ser verdad.

—¿Qué palabras eran ésas?

Publio recitó de memoria unas líneas de la intervención del esclavo Palestrión al principio del III acto del Miles Gloriosus que se le quedaron especialmente grabadas en la memoria, al leer días después de la representación una copia escrita que el propio Plauto le había facilitado. —Nam bene consultum consilium surripitur saepissime, si minus cum cura aut cautela locus loquendi lectus est... [con frecuencia se frustra aquella decisión bien tomada cuando se ha elegido con poca cautela el lugar donde hablar]. Me llamó la atención la profundidad de esa frase. No sabía hasta qué punto iba a parecerme tan acertada. Sin duda, Emilia, no fuimos lo suficientemente cautos al elegir hablar con Plauto en este atrio rodeado de decenas de orejas.

Emilia se quedó un instante pensativa.

—¿No será el propio Plauto el que haya vendido esa información a Máximo?

Publio meditó antes de responder, pero cuando lo hizo negaba con la cabeza.

—No, no tiene sentido. Sabe que tiene más posibilidades conmigo que con cualquier otro senador y, desde luego, sabe que no tiene nada que hacer con Fabio. Fabio detesta a los escritores, como Catón. Si por él fuera estarían todos en la cárcel con Nevio o, mejor aún, ensartados y muertos como los brucios que ayudaron a Fabio en Tarento. No. Es alguien de aquí dentro. Lo presiento. —Y miró a su alrededor.

—Son todos esclavos que viven con nosotros desde que viajamos a Hispania, algunos incluso nos acompañan desde casa de tus padres. Son fieles a tu familia. Les tratas bien. Cumplen bien. Incluso creo que están orgullosos de servirte. Y has manumitido a alguno de ellos al ser mayor. Lo saben y saben que nadie los tratará mejor.

—Todos son susceptibles de venderse por su libertad y un puñado de ases. Eso siempre es posible.

—Es posible —concedió Emilia—. Son muchos, unos veinte diría yo, tendría que contarlos y no conozco a todos en profundidad. ¿Quieres que hable con ellos?

—No —dijo Publio con resolución; mientras hablaba con Emilia había tomado una decisión—. Será Lelio quien lo haga. De la forma en la que hay que hablar con ellos, tendrá que ser Lelio quien lo haga. Ahora es mediodía —añadió mirando al cielo—. Al anochecer. Al anochecer Lelio me dirá quién es el traidor. Y, si es necesario, morirán todos.

Publio se levantó y se dirigió con paso firme hacia el vestíbulo en busca de uno de los lictores apostados a la puerta de la casa. Emilia le observó mientras daba instrucciones al soldado, seguramente indicándole que fuera raudo a por Lelio. Esa tarde iba a correr sangre. Emilia lo lamentó profundamente. Conocía a aquellos esclavos desde hacía años y le dolía lo que Lelio haría allí para saber la verdad, pero aquí Emilia irguió su cuello con orgullo romano y se alisó la stola que llevaba como vestido: si había un traidor era necesario descubrirlo, en eso su marido tenía razón. Emilia despreciaba aquella guerra. Era como un gigantesco mar de odio y envidia y dolor que lo impregnaba todo: su familia, la de su marido, y ahora sus sirvientes. Todo. Temía por sus hijos, sobre todo por el pequeño Publio. Crecía y crecía y la guerra no terminaba. No tenía fin.

Las legiones malditas
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