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La deserción de Masinisa
Sur de Hispania, primavera del 206 a.C.
Sólo habían sobrevivido seis mil hombres a la gran masacre de la humillante retirada de Ilipa. Masinisa contemplaba el desfile de soldados cartagineses e iberos heridos ante su tienda y comprendía que aquello significaba el final del poder de Cartago en Hispania y quién sabe si el final de algo más. Ya lo había intuido durante la desastrosa planificación que Giscón había hecho durante la batalla antes de la gran tormenta, pero ahora ya no había dudas: estaba luchando en el bando perdedor. El general romano los había cercado. Les cortó el paso con su caballería y aunque él mismo, Masinisa, con sus valientes jinetes númidas les plantó cara, el cobarde de Giscón, en lugar de darles el apoyo necesario de la infantería africana, continuó con la huida dejándoles solos. Eso los sentenció a todos. Masinisa y sus jinetes contuvieron la caballería romana pero, cuando las legiones se incorporaron, no les quedó más remedio que retroceder y al hacerlo dejaron el camino expedito para que los romanos arremetieran contra la retaguardia del ejército cartaginés en fuga. Masinisa sacudía la cabeza. Giscón no sabía ni huir. El resto fue sangre, muerte, horror. Sólo habían sobrevivido seis mil hombres. Y las deserciones continuaban. Los pocos iberos que aún se encontraban entre las filas cartaginesas aprovechaban cualquier confusión para desvanecerse en pequeños grupos entre aquellas colinas que, a fin de cuentas, ellos conocían mucho mejor que sus aliados púnicos. Giscón y Magón se habían instalado en unos remontes encrespados en la confianza de que lo abrupto del terreno imposibilitara las maniobras de las legiones romanas que persistían en su persecución.
Frente a la tienda de Sofonisba sólo había un centinela. Las circunstancias habían obligado a Giscón a recurrir a sus más fieles para vigilar las deserciones, de modo que ahora sólo un soldado custodiaba la seguridad de la preciosa hija del general. Era un guerrero africano alto y fuerte que llevaba bajo las órdenes de Asdrúbal Giscón desde las primeras campañas de la conquista de Iberia, en aquellos ya lejanos tiempos cuando la presencia romana era del todo inexistente en la península. El guerrero estaba cansado y herido. El corte que tenía en la pierna derecha no era profundo, pero le hacía cojear cuando, para desentumecer los músculos, caminaba de un lado a otro frente a la tienda de la hija del general. Estaba cansado porque había combatido con energía durante la batalla, en Ilipa, luego había tenido que apagar fuegos durante varios días de asedio en el campamento y, para colmo, con las permanentes marchas forzadas para escapar de las legiones romanas, no había tenido tiempo de recuperarse. Decidió sentarse un momento, apoyando su espalda en uno de los postes de madera que sostenían la estructura de la tienda que vigilaba. Cerró los ojos un instante. No debía quedarse dormido. Eso era importante.
Sofonisba dormía un sueño suave. Tumbada boca arriba, sus brazos reposando a lo largo de las dulces curvas de su cuerpo, apenas tapado por una fina túnica de lana blanca, quedaban dibujadas las onduladas colinas de sus pechos. «Qué diferentes a los agrestes montes en los que se escondían», pensó Masinisa mientras se acercaba con el puñal aún ensangrentado goteando líquido oscuro y espeso sobre las pieles distribuidas alrededor del lecho de la más hermosa de las jóvenes. Masinisa se arrodilló junto a Sofonisba y posó su mano izquierda sobre la boca de la joven apretando con fuerza. La muchacha abrió los ojos y fue a gritar, pero la mano de Masinisa era implacable y ni un sonido consiguió zafarse de aquella férrea presión. El rey en el exilio levantó despacio su mano derecha para que su presa viera el puñal manchado de sangre.
—Un solo grito, un gemido y te mataré —dijo Masinisa y, mirándola fijamente a los ojos, retiró con cuidado su mano de la boca de la muchacha, aunque lamentó dejar de sentir el contacto de la piel de aquellos carnosos labios en la piel de sus dedos gruesos de guerrero. Sofonisba se mantuvo en silencio y se acurrucó en la cabecera del lecho abrazando sus rodillas con sus largos brazos de tersa piel. Masinisa la miraba con deseo. Ella estaba aterrada, pero, por primera vez desde que dejara de ser niña, no sabía bien qué hacer. Aquel hombre estaba loco. Nadie nunca se había atrevido a atacarla. La joven comprendió entonces lo mal que debía de estar la situación del ejército de su padre para que alguien como Masinisa se atreviera a irrumpir por la fuerza en su tienda.
Masinisa miró a su alrededor y encontró lo que buscaba. Se levantó y tomó el brazalete de oro y rubíes que le había regalado a Sofonisba y que yacía sobre una pequeña mesita junto a la cama.
—Póntelo —dijo, y se quedó de cuclillas junto a la cama viendo cómo la muchacha, aterrada y confusa, estiraba la mano para coger el brazalete que le ofrecía su atacante. Sofonisba se puso la joya con la destreza de quien ha hecho ese mismo gesto en muchas ocasiones. Aquella práctica llenó de satisfacción al orgulloso númida. Eso no pasó desapercibido a la aturdida joven, pero aún no sabía bien qué hacer. Eso era lo que más rabia le daba. Estaba a solas con un hombre y no sabía cómo manejarlo.
—Estáis hechos el uno para el otro —comentó Masinina—; esa joya y tú. Las dos sois muy hermosas y las dos sois serpientes, pero aún no sé cuál de las dos es más venenosa, si tú o la cobra.
Sofonisba se aventuró a responder pero sin levantar la voz.
—¿Para eso has venido aquí?, ¿para insultarme? Te tenía por más hombre y por más ambicioso.
Masinisa, que hasta entonces se había mostrado lascivo pero afectuoso, transformó su faz en un horrible entrecejo de furia contenida.
—Crees que lo sabes todo y no sabes nada. —Y la cogió por el pelo y tirando brutalmente la sacó de la cama; la muchacha fue a gritar pero de nuevo se encontró una poderosa mano del guerrero númida tapándole la boca. Estaba de rodillas ante él, con la cabeza a la altura de sus pies, pero él no podía tener la daga, pues con una mano la sostenía por el pelo y con la otra le tapaba la boca. Sofonisba buscaba de reojo dónde había dejado su atacante el puñal ensangrentado.
—Sólo he venido a despedirme, preciosa hija del general Giscón —le dijo Masinisa escupiendo saliva y lascivia en sus oídos—. He venido a decirte que hoy estás de rodillas ante mí por la fuerza, pero llegará el día en que te arrodillarás ante mí por ti misma, en que tú me rogarás por ti, por tu vida, en el que me implorarás. Ese día llegará y ese día empezará el resto de tu vida. Crees que lo sabes todo y no sabes nada.
De un empujón la arrojó sobre la cama. Sofonisba fue a gritar, pero la puerta de la tienda se abrió. Otro númida, uno de los maessyli de Masinisa.
—Mi rey —dijo el nuevo guerrero dirigiéndose a Masinisa—, debemos partir ya. Se acercan soldados cartagineses, de Giscón.
—De acuerdo —respondió Masinisa, y sin mirar ya a Sofonisba le dio la espalda y se dirigió a la puerta. La muchacha vio en el suelo el puñal ensangrentado y como una gata saltó sobre él. Se levantó y se lanzó con toda su rabia y su ira para apuñalar el corazón del exiliado rey númida que la había insultado y humillado en su propia tienda, pero Masinisa, rey de los maessyli del nordeste de Numidia, tenía el instinto guerrero de los mejores luchadores de África y percibió el movimiento de su presa humillada, se revolvió, detuvo con su mano la mano de la muchacha que empuñaba la daga con furia, apretó entonces la tierna muñeca con tal fuerza que la joven abrió sus dedos y el arma cayó al suelo en un segundo. Masinisa tomó entonces a la preciosa hija del general Giscón, la arrimó con el brazo izquierdo contra su enorme cuerpo, y con la mano derecha estirando del pelo de Sofonisba, hizo que el rostro de la muchacha quedara descubierto, sin defensa, vulnerable, acercó su boca a la boca de la joven y la besó larga y apasionadamente y, contrariamente a lo que Masinisa había temido, Sofonisba ni le mordió ni se mostró indiferente a aquel beso, sino que el cuerpo de la muchacha pareció erizarse, estremecerse con tal intensidad que, cuando ella se vio libre de aquel abrazo, se quedó de pie en medio de la tienda, quieta, con los ojos muy abiertos viendo cómo un sonriente Masinisa se escapaba por la puerta escoltado por dos de sus hombres.
Sofonisba tardó unos segundos en reponerse de lo que había pasado. Salió entonces de la tienda y vio cómo unos jinetes se alejaban por la izquierda en dirección al valle, alejándose de las posiciones del campamento, al tiempo que por la derecha se aproximaba un regimiento de soldados de su padre. De pronto sintió que chapoteaba. Miró al suelo y descubrió el cuerpo inerte del que hasta la fecha había sido uno de los fieles guardianes de su tienda, con el cuello seccionado y su sangre vertida por todo el umbral de la puerta.
Al amanecer los romanos enviaron patrullas de reconocimiento a las agrestes montañas que ascendían desde el valle y se interponían entre su campamento y el mar. No encontraron nada.
—¿Nada? —preguntó un incrédulo Marcio. Detrás de él Publio Cornelio Escipión, sentado en un pequeño taburete, terminaba su desayuno de gachas de trigo.
—Nada, tribuno —repetía el decurión de caballería que traía los informes sobre las colinas que habían examinado aquella mañana—. Se han evaporado. Sólo quedan algunas tiendas vacías, abandonadas, hogueras a medio apagar, armas rotas, restos de un ejército, pero no queda ningún cartaginés. Los exploradores dicen que se han ido rumbo al mar.
Marcio levantó las manos en señal de impotencia. Silano permanecía junto a él, serio, con el ceño fruncido. El general en jefe de las legiones terminó su último bocado y dejó su cuenco en el suelo.
—Que traigan algo de vino —dijo el general. Marcio y Silano se volvieron hacia él. Llegaban también Quinto Terebelio, Mario Juvencio y Sexto Digicio. Todos querían saber si era cierto lo que se comentaba por el campamento. El general les respondió antes de que preguntaran—. Sí, centuriones y tribunos de las legiones: Giscón se ha esfumado. Seguramente habrá huido a Gades, en barco. Debería haber hecho venir la flota para impedirle la huida. Siempre pensé que todo se decidiría en el campo de batalla, pero Giscón se nos ha esfumado. —Publio parecía relajado, como si aquello no fuera con él.
—Una vez más... —dijo Silano.
—No —le interrumpió Publio—. Una vez más, no. Los iberos les han abandonado, y por lo que dicen los centinelas nocturnos, los númidas abandonaron el campamento por la noche. Giscón y Magón acudirán por barco al único bastión que les queda en Hispania: Gades.
—Vayamos entonces a Gades —dijo Marcio.
El general guardó silencio. Trajeron el vino. Publio indicó a los esclavos que distribuyeran copas entre todos sus tribunos y centuriones presentes frente a la tienda del praetorium. Una vez que las copas estaban servidas, el general levantó la suya y todos le imitaron.
—Hispania, tribunos y centuriones de Roma, es nuestra —dijo, y bebió un sorbo. Marcio, Silano y el resto de los oficiales le imitaron, excepto Quinto Terebelio que de un solo trago se bebió la copa de golpe. Luego, sin poder evitarlo, eructó.
—Perdón —dijo, mirando al suelo. El general se levantó y fue junto a su centurión. Le puso una mano en el hombro y le habló con una sonrisa amplia en el rostro.
—Quinto Terebelio puede eructar siempre que quiera en mi presencia —y mirando al resto—, como podéis hacerlo todos. Entre todos hemos liquidado el poder de Cartago en Hispania. Hispania, romanos, es nuestra. Gades es un reducto poco importante. ¿Ir a Gades? —y como si hablara para sí mismo, mirando al cielo un instante—, no sé...
Llegaron entonces nuevos exploradores. Uno de ellos desmontó y, vigilado por los atentos lictores, se posicionó frente al general. Publio le miró e hizo un ademán con la mano derecha para indicar al legionario que hablara.
—Hay unos númidas frente al campamento. Dicen que quieren hablar con el general. Uno de ellos dice que es rey.
—¿Un rey númida? —Publio hizo una mueca de aprobación—. Eso me interesa. Traedlo.
El general volvió a tomar asiento en su pequeño taburete mientras sus oficiales compartían el vino y se miraban intrigados. Aquel númida debía de ser uno de los mercenarios de Cartago que habían abandonado a Giscón por la noche. No tenía mucho sentido hablar con ellos, a no ser que fuera para matarlos, pero todos estaban acostumbrados a las extrañas formas de dirigir la guerra de su general y, a la luz de los éxitos cosechados, nadie podía criticar ninguna de sus estrategias. Si el general quería hablar con esos númidas, pues que hablara.
Masinisa desmontó del caballo en la porta principalis sinistra y siguiendo la via principalis a pie, rodeado por varios legionarios armados, paseó entre las decenas, centenares de tiendas de aquel inmenso campamento militar. El rey númida se quedó impresionado al ver aquella masa ingente de hombres ocupados en tareas de todo tipo: afilando armas, limpiado corazas, reparando lanzas, cocinando, dando de comer a sus caballos, reparando sandalias, cociendo pan... todo estaba perfectamente organizado. No le resultaba tan sorprendente la victoria romana sobre los cartagineses de Giscón. Los legionarios que le custodiaban se detuvieron frente a una tienda mucho mayor que las demás. Frente a la puerta había varios oficiales y en un pequeño taburete estaba el que, por la forma en que todos le miraban, debía de ser el general en jefe. No parecía nadie temible, pero el respeto en aquellas miradas, miradas de hombres rudos y fuertes hacia aquel joven general, advirtieron a Masinisa que no debía menospreciar a aquel hombre, que eso podría ser un grandísimo error.
—Dicen que eres rey —le dijo el joven general, sorprendiendo a Masinisa en medio de sus pensamientos.
—Así es, general de Roma. Soy Masinisa, rey de los maessyli, rey de todo el nordeste de Numidia.
—Entiendo —le respondió el general mirándole con intensidad; le estaba estudiando. Se mantuvo firme—. Entiendo, joven rey de los maessyli, pero parece que el rey Sífax de Numidia no piensa lo mismo que tú.
Se hizo un silencio tenso. Masinisa respondió con sosiego.
—Sífax es un miserable y un usurpador que no reconoce mis legítimos derechos al trono de los maessyli y que sólo ayudado por los cartagineses ha podido subyugar a mi pueblo y obligarme a luchar en el exilio...
—A luchar en el exilio a favor de los mismos cartagineses que apoyan a quien te ha destronado —le interrumpió el general romano—. Eso es extraño, ¿no crees, joven rey?
Masinisa parpadeó un par de veces y miró al suelo. No estaba acostumbrado a que nadie le interrumpiera, pero, al menos, aquel general se dirigía a él como rey, algo que no hacía nadie, salvo sus hombres leales, desde hacía mucho tiempo.
—Pensé —empezó a explicarse Masinisa— que mostrando a los cartagineses mi valor en su guerra contra los romanos me permitirían recuperar mi trono, pero ahora comprendo que he estado equivocado todos estos años.
—Y eso lo has comprendido ahora que los cartagineses están derrotados —apostilló el general.
—Ahora que están derrotados en Iberia sí, pero también ahora que he visto cómo el general romano trata a sus aliados, con lealtad, con generosidad, ahora que he visto que en lugar de enviar preso a mi sobrino Masiva, años atrás, lo liberasteis, pese a que, igual que yo, luchaba contra ti y tus legiones. Eres un hombre extraño, general, pero los iberos te aprecian y no aprecian a los cartagineses. Tú cumples lo que dices y he aprendido que los cartagineses no cumplen sus promesas. Después de tres años luchando con ellos sé que nunca me ayudarán frente a Sífax, pero si tú te comprometes a ayudarme a recuperar mi trono, cuando la guerra llegue a África yo combatiré al lado de tus hombres. Mi caballería es la mejor del mundo.
—¿Cómo sabes que esta guerra llegará a África?
—Eso es lo que se ha debatido varias veces en el Senado de Roma y en todo el mundo se habla de lo que se discute en el Senado de Roma.
Publio Cornelio Escipión se levantó. Aquel hombre le intrigaba. Y era cierto que su caballería podía llegar a ser muy valiosa en un campo de batalla, podía desequilibrar un enfrentamiento entre grandes ejércitos y, por todos los dioses, si había algún punto débil en los ejércitos romanos era la caballería. Una alianza con aquel hombre podría ser interesante. Publio se detuvo frente a Masinisa, encarándolo, a tan sólo un paso de distancia.
—De acuerdo, rey Masinisa. Cuando desembarque con tropas en África tú me ayudarás a luchar contra los cartagineses y, a cambio, tras su derrota total, recuperarás la región de Numidia que te pertenece por linaje. Ése es el pacto que te ofrezco y ése es un pacto que cumpliré si tú cumples tu parte.
Masinisa miró al general, luego alrededor, al rostro de cada uno de los oficiales que allí se habían congregado y de nuevo al general.
—Yo cumpliré mi parte.
Publio asintió sin añadir más. El númida dio media vuelta y, escoltado reemprendió la marcha hacia el exterior del campamento. Publio se percató de que el joven rey iba sin espada.
—¿Por qué no lleva espada un rey númida? —Masinisa se detuvo y se volvió para responder, pero uno de los legionarios se anticipó.
—Mi general, le hemos desarmado en la puerta, por seguridad.
—El rey de los maessyli no debe ser desarmado en mi presencia —dijo Publio Cornelio Escipión, y tomando la espada que pendía de uno de los tahalíes de uno de sus lictores se la ofreció a Masinisa. El númida dudó pero alargó la mano y tomó el arma en su mano—. Es una espada romana —dijo Publio mientras el númida la examinaba—. Eso te recordará siempre para quién luchas ahora.