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Un amargo cáliz

Lilibeo, invierno del 205 a.C.

Lelio mandó llamar a Netikerty. La joven esclava egipcia entró en el dormitorio. Por un momento pensó que su amo la reclamaba para yacer con ella, algo que no había hecho desde que fuera descubierta su traición, pero el tono helado con el que Lelio le habló le hizo entender que no era para eso para lo que la había hecho venir.

—El cónsul quiere que transmitas un mensaje a Roma a través de los mensajeros que te envía Fabio Máximo. ¿Sabrás hacerlo, esclava?

Era la primera vez que Lelio empleaba la palabra «esclava» para dirigirse a ella, la primera vez en los cuatro años que llevaban juntos. No le culpó.

—Sí, mi señor. Lo haré.

Lelio no la miraba, sino que fijaba sus ojos de forma casi obsesiva en el cáliz de plata que sostenía. Echó un trago largo. Luego volvió a hablar.

—Has de transmitir que Sífax ha reafirmado su alianza con Roma, con el cónsul, ¿entiendes bien el mensaje, esclava?

La segunda vez dolió más, pero Netikerty asentía al tiempo que respondía mirando al suelo.

—Sí, mi amo. Sífax ha reafirmado su pacto, su alianza con el cónsul. Sífax está con Roma.

—Bien. Pues márchate. Cuando hayas comunicado el mensaje házmelo saber. Hasta entonces no quiero saber nada de ti y procura que no te vea cuando entre o salga de mi dormitorio.

—Sí, mi amo.

Netikerty retrocedió agachada como estaba, sin levantar la mirada del suelo, hasta llegar a la entrada del dormitorio. Allí dio media vuelta y, deslizando sus pies cubiertos por finas sandalias de cuero, desapareció.

Cayo Lelio terminó el cáliz de vino de un lento, largo y amargo trago. Luego se levantó despacio y, de forma brusca, arrojó la copa contra una de las paredes con todas sus fuerzas. El estuco del muro se desprendió en un par de palmos de pared y la copa mellada cayó rodando por el suelo de la habitación con un sonido metálico y agudo que Netikerty pudo escuchar aun cuando ya se encontraba en el otro extremo del atrio. La joven egipcia miró hacia el lugar de donde había venido el ruido. Su corazón la empujaba a regresar, pero su mente se impuso. Sólo el tiempo podría darle otra oportunidad y aun así debería ser infinitamente paciente y esperar. Quizá todo estuviera ya perdido con aquel hombre que la rescatara de la tortura y la esclavitud en Roma.

Las legiones malditas
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