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El corazón de Netikerty
Siracusa, otoño del 205 a.C.
Las sombras resbalaban nerviosas por las paredes y el suelo del atrio. El cielo nocturno estaba despejado. Las antorchas chisporroteaban en las paredes. El agua del impluvium reflejaba en su quietud las estrellas del firmamento. Publio Cornelio Escipión estaba sentado frente a Netikerty, quien de rodillas esperaba el dictamen final, su sentencia de muerte. Cayo Lelio, detrás de la joven esclava, con aire taciturno y rostro pálido entre las sombras de la noche, era una figura pavorosa en su tristeza. En cada esquina del atrio un lictor presenciaba la escena sin interferir, discretos, expectantes, atentos. El resto estaba apostado en el vestíbulo y la puerta de la domus del cónsul de Roma en Siracusa.
Publio ya había sido puesto en antecedentes por un derrotado Lelio en los muelles del puerto. El ascenso fue una lenta y pesada caminata hacia la colina en donde se levantaba su residencia en medio de la Isla Ortygia.
—¿Así que eres tú la que ha estado pasando información a Máximo? —preguntó Publio, sentado en una sólida cathedra, sin más preámbulos, sin que aquello fuera una pregunta sino más bien un acusación, un juicio y casi una sentencia. Netikerty respondió con la serenidad de los que se saben muertos. Estaba muerta ya para la persona que más había amado; qué importaba ya lo demás.
—Así es, mi señor y... —Pero no dijo más.
—No, no, habla, quiero saber, es bueno saber —la animó Publio con cierto tono cínico—, ¿por qué cuando una esclava es tratada como una concubina, tratada casi como una matrona, por qué entonces ésta paga con la traición semejante trato? Es bueno saberlo. Lelio está demasiado aturdido y confuso para preguntarte, pero yo no. ¿Qué hay que pueda justificar tus acciones? ¿Qué puede haber que haga que te aparte de la tortura y la muerte en la cruz?
Netikerty levantó la cara y miró al cónsul de Roma directamente a los ojos.
—Sé que para vosotros nada hay que justifique una traición como la mía, pero Fabio Máximo tiene a mis dos hermanas pequeñas. Nos ha maltratado siempre, a las tres, desde que nos confiscó como botín de guerra cuando nos capturó en un barco de piratas de Iliria que nos había apresado unas semanas antes. Los piratas nos secuestraron en las costas de Alejandría y nos llevaban para vendernos a los ligures cuando Máximo les atacó en la costa gala con sus legiones. Pero eso ya no importa. Lo sé. Lo importante, para mí, es que él retiene a mis hermanas. —Netikerty detuvo aquí su relato, pero al ver interés en los ojos del cónsul prosiguió sin dilación. Las palabras brotaron con facilidad. Llevaban demasiados años escondidas en las profundidades de su corazón, atormentándola. Hablar era liberarse. Morir limpia la animaba—. Todo ha sido idea suya, de Fabio Máximo. Un plan que me he visto obligada a seguir al pie de la letra a riesgo de que la vida de mis hermanas se convirtiera en algo peor que la muerte. Tenía que atraer la atención de Cayo Lelio cuando éste fue llamado por Máximo a Roma. Por eso me herí ante él. Máximo me había instruido sobre el carácter noble de Cayo Lelio y se acordó que me heriría para llamar su atención. Al principio pareció que no funcionó, pero al final resultó y Lelio quiso comprarme. Máximo fingió no querer venderme al principio y enfadarse, pero mi venta a Lelio era lo que buscaba. Fingía no querer venderme para no levantar sospechas. Desde entonces mi misión era triple: primero enviar mensajes a Roma, a Máximo, sobre las acciones que llevabais a cabo, mensajes no filtrados por el cónsul, mi señor; después debía intentar alejar, distanciar a Lelio de tu afecto, mi señor; por eso nunca le dije que quisisteis disculparos y reconciliaros con él después de vuestra disputa en Baecula; sé que eso le ha estado, os ha estado corroyendo a ambos; tenía que alimentar esa distancia de modo que cada vez confiarais menos en Lelio o le confiaseis misiones de menor importancia; ahora, aunque me desprecio por ello, sé que conseguí gran parte de esa misión. A cambio, los mensajeros de Máximo, siempre alguien distinto, en lugares siempre diferentes, me confirmaban por carta que guardaba la salud de mis hermanas y que no las maltrataba. Sé que puede mentirme, pero sé que si fallaba en mis misiones las torturaría de forma horrorosa. Por eso, por ellas, me he visto obligada a traicionar al único hombre que me ha tratado como una mujer amada desde que caí en la esclavitud, incluso desde antes de ser esclava. De él, de Lelio, sólo he conocido afecto y cariño y cada día me he visto obligada a alejarlo del mejor de sus amigos y a traicionarle a él y al cónsul, mi señor, transmitiendo a vuestro peor enemigo en Roma todos vuestros pensamientos y planes; al menos, de todo aquello de lo que he podido enterarme. Y quería enterarme de cuantas más cosas mejor, pues pensaba que cuanta más información pasara a Máximo, más valiosa sería mi persona para él y, en cierta medida, más valiosas mis hermanas como forma de tenerme atrapada en su trama de mentira y traición. He cumplido las misiones con toda mi alma y he amado con todo mi ser a Cayo Lelio. Y del cónsul de Roma aquí presente y que me ha de juzgar y de su esposa sólo he recibido atenciones y aprecio, pese a no ser más que una esclava. A todos os he pagado con la mentira, y habría seguido haciéndolo, pero cuando he visto que Lelio iba a matar con su espada a un inocente por mis faltas no he podido resistirlo más, o quizá ya no podía resistir más tanta mentira entre personas que me tenían afecto y que se tenían afecto sincero entre ellas y que por mí y mis acciones torcidas se alejaban el uno del otro. Sé que voy a morir, pero espero que Máximo vea en mi muerte que le he servido bien hasta el final y que preserve la vida de mis hermanas en pago a mis servicios. No he podido hacer más, no he podido hacer más. Rezo a Serapis e Isis y todos los dioses de Egipto por ellas.
Netikerty se dobló entonces y, de rodillas, postrada en el suelo, ante un Publio Cornelio Escipión serio y un Cayo Lelio boquiabierto y absorto, lloró amargamente un llanto contenido durante días, meses, años.
Pasó un largo minuto de sombras temblorosas y antorchas humeantes bajo las estrellas del cielo de Siracusa. Publio Cornelio Escipión, inclinándose un poco sobre la cathedra, lanzó una pregunta que Netikerty esperó no tener que responder nunca.
—Has dicho que Máximo te dio tres misiones, pero sólo me has hablado de dos: mensajes a Roma y distanciar a Lelio de mí; ¿cuál era entonces la tercera misión?
Netikerty no despegaba el rostro del suelo y continuaba llorando. ¿Qué más podía hacer? Pero el cónsul puso palabras a sus lágrimas con una clarividencia que traspasó el alma de la joven esclava.
—Tu tercera misión era matarme, ¿verdad? —Netikerty dejó de llorar—. No, no hace falta que digas nada. —Netikerty había alzado su rostro cubierto de llanto amargo y miraba al cónsul con sorpresa—. Ésa era tu tercera misión: matarme si ello era posible. Por eso, por eso soñé yo con un cuchillo en mis delirios de Cartago Nova, cuando estaba con aquellas terribles fiebres. No soñaba. Eras tú. Estuviste a punto de hacerlo, a punto de matarme. Lo intentaste, pero por algún motivo, por alguna razón, desististe, o no pudiste...
Lelio se sintió morir. ¿Hasta dónde había traído miseria? Él personalmente insistió en que fuera Netikerty la que cuidara a Publio en su enfermedad, cuando ella insistía en que fuera otra persona. Ella misma intentaba evitar el mayor de los peligros, ella no quería esa oportunidad y fue él con su obcecación el que prácticamente le puso el puñal en sus manos, el que le dio el momento, la oportunidad, el permiso para tener un cuchillo junto al cónsul, pese a las dudas de los propios lictores.
—Y no lo hiciste —repitió una vez más Publio Cornelio Escipión reclinándose en la espaciosa cathedra—. No lo hiciste. Tuviste ese momento y no lo hiciste. Me cuidaste. Me curé. Y seguiste como antes. No lo hiciste.
—No pude, mi señor —dijo al fin la joven esclava con la voz quebrantada por su llanto—. Nunca he matado a nadie y no pude hacerlo así, con frialdad. Estabais indefenso, enfermo. No pude. No supe. Y pensé en que Máximo no tenía por qué enterarse de mi falta en esa misión. No lo sabría nunca. Eso me contuvo, creo.
—No, Netikerty, eso y algo más. Máximo, en toda su inteligencia, olvidó un detalle, un pequeño detalle: olvidó algo sobre lo que mi mente siempre vuelve una y otra vez cuando te veo. Máximo olvidó o, peor aún para él, menospreció lo que significa tu nombre. En Egipto todos los nombres tienen un significado y es un significado que acompaña a cada persona durante toda su vida. Tú lo has demostrado ahora con tus plegarias por tus hermanas, eres una persona religiosa. De forma consciente o inconsciente no podías ir contra tu nombre, contra tu ser, contra tu alma. Tu nombre es lo que te ata a tu país, a tus padres, a tus antepasados. Tu nombre impedía que me mataras, como tú dices, a un hombre enfermo, desvalido. Hasta ahí no podías llegar. Tu nombre te detuvo. —Y Publio sonrió entre un suspiro—. Y Máximo no reparó en ello —concluyó, y volvió a suspirar ahora ya con la sonrisa borrada—. Ahora sólo resta decidir qué hacer contigo... qué hacer contigo...
El cónsul de Roma miró a uno de los lictores. Esto fue suficiente. El lictor asintió en señal de reconocimiento y salió de su esquina y se encaminó hacia el vestíbulo. El resto de los guardias hizo lo mismo. Publio Cornelio Escipión, Cayo Lelio y Netikerty se quedaron a solas, al abrigo de las estrellas, arropados por las sombras que proyectaban las antorchas del atrio. Ninguno hablaba. Lelio estaba desolado. Se sentía traidor y traicionado a un tiempo: una mezcla terrible para cualquiera. Había sido traidor a quien más apreciaba, a Publio, al que había jurado proteger siempre, a su amigo, a su mejor amigo, y había sido traicionado por Netikerty, a quien amaba, a quien protegía, a quien quería haber protegido toda la vida, manumitirla, incluso, por qué no, desposarse con ella. Ahora todo estaba destruido, aniquilado. No había salida digna. Era el final de su mundo, el final de su mejor amistad con uno, no, con el hombre más valiente que nunca había conocido, y también el más inteligente. Y era el final de su pasión por aquella esclava. Estaba, de súbito, arrolladoramente solo.
Netikerty había dejado de llorar. Su pesadumbre estaba ya más allá de donde se vierten las lágrimas. Uno llora cuando siente la pena próxima; sus penas eran lejanas y duraderas. Lo único que había cambiado es que las había puesto al descubierto. Su sufrimiento era ahora visible para todos, pero sabía que los que la rodeaban en ese momento no tenían ojos para una visión tan profunda y que se limitarían a escrutar la superficie, allí donde flotaba su traición y su mentira. Estaba sola y a punto de morir.
Publio Cornelio Escipión, cónsul de Roma, tenía ante sí el desmoronamiento de todos sus planes: el que debía protegerle, en quien más debía confiar, había traído consigo la traición a su lado, la mujer que debía sosegar el ánimo del que debía ser su gran amigo y guardián era la fuente de la traición y, mientras, su mayor enemigo en Roma, Quinto Fabio Máximo, que había urdido todo aquello, preparaba su ataque final para terminar con su gran proyecto de llevar la guerra a África: una embajada de senadores envenenados por las palabras de Máximo vendría en pocos días a valorar su capacidad para acometer la empresa en la que el Senado ya se había retractado en el pasado, al principio de aquella interminable guerra. ¿Qué quedaba por hacer? La aplicación de la ley romana le conducía hacia un callejón sin salida: Netikerty debía morir por traicionarle; Lelio aceptaría, incluso puede que de buen grado, la sentencia pero, a medio plazo, la muerte de la joven pesaría sobre su conciencia porque la amaba, eso era evidente por los cuatro costados. Lelio estaba enamorado de aquella esclava, aunque en ese momento sintiera despecho e ira, como era lógico. Tanta afectación en su reacción no hacía sino subrayar cuánto le había dolido que la traición viniera de ella y no de otra persona. Lelio estaba descompuesto y la esclava, aceptando su final de forma fría, casi ausente. Publio miraba a la joven: era una estatua oscura hermosa en medio de aquella noche donde tantas cosas terminaban. Entendía la pasión de Lelio. Y, a fin de cuentas, la muchacha no había hecho sino intentar proteger a sus hermanas. Era una causa noble por la que mentir, por la que traicionar. Una esclava no tiene más que su cuerpo y su inteligencia para sobrevivir y para luchar por los suyos. Netikerty era culpable de ser lo suficientemente inteligente, brillante en opinión de Publio, como para haber usado tanto su cuerpo como su pensamiento con maestría. Había conseguido dilapidar poco a poco la mutua confianza entre Lelio y él mismo, algo que habría sido una tarea imposible si se hubiera intentado acometer frontalmente, como hizo Máximo en Roma al ofrecerle dinero y apoyo político. Pero Máximo, oh, por todos los dioses, siempre Máximo, era astuto como un zorro y sabía de esa imposibilidad. La entrevista con Lelio se lo confirmó. Publio lo veía todo ahora de forma nítida. A sabiendas de esa dificultad, de que romper esa ligazón entre Lelio y él era imposible, había preparado un plan alternativo sutil usando a Netikerty. Y ya sabía Máximo lo inteligente que era aquella muchacha y hasta dónde podría llegar: «Amistad destrozada entre generales que Máximo desea hundir y todo tipo de valiosa información.» Un excelente botín. Sólo en el final, en la posibilidad de que Netikerty le hubiera dado muerte, sólo allí erró Máximo. Hasta allí no llegó. En cualquier caso era una gran victoria para el princeps senatus. Y, sin embargo... allí, en medio de la zozobra completa, Publio encontró espacio para una sonrisa en la que ni Lelio ni Netikerty repararon, aturdidos como estaban por sus propios pensamientos. Sí, pensó Publio. Al menos había habido un fallo en el perfecto plan de Máximo: Netikerty no le mató cuando tuvo la ocasión y ahora él, Publio Cornelio Escipión, seguía vivo. Ése era el único fallo del plan, pero era un fallo inmenso, descomunal. Estaba vivo. Podía pensar. Podía cambiar las cosas, el curso de los acontecimientos, como hizo al salvar a su padre en Tesino contra toda posibilidad de victoria, como cuando luchó por ser elegido para mandar las legiones en Hispania pese a que su juventud lo hacía imposible, como cuando conquistó Cartago Nova en seis días aunque aquello era imposible, como cuando derrotó a todos los ejércitos púnicos en aquel territorio, uno tras otro, uno tras otro, siempre cambiando el curso de la historia, siempre modificándola, con sus ideas, con sus esfuerzos, con su fe en sí mismo. Y como en aquellas ocasiones, no tenía nada más, y nada menos, que a sí mismo... y a sus amigos... y a Emilia... y a Lelio. Lelio era recuperable. Era recuperable, pero no matando a Netikerty. Ése era el camino que Máximo desearía que cogiera si alguna vez la muchacha era descubierta, y si algo no debía hacer era aquello que Máximo deseara. No.
Publio se levantó y empezó a pasear por el atrio ante la mirada sorprendida de Netikerty y Lelio, que le observaban sin decir nada. El cónsul cruzaba de un extremo a otro, pasando junto al impluvium con sus ojos en el suelo. Publio meditaba con intensidad. Se detuvo. Cerró los ojos. Empezó a asentir despacio. Luego más rápidamente. Una, dos, tres veces, cabeceando con decisión. Levantó la cabeza, abrió los ojos y miró a las estrellas del cielo.
—Así tendrá que hacerse, así —dijo, sin levantar la voz, pero con una seguridad en la que Lelio vio la sentencia de muerte de Netikerty y se sorprendió al sentir un dolor agudo en su vientre y desprecio de sí mismo por sentir semejante sentimiento. Netikerty, por su parte, se preparó para escuchar la sentencia del cónsul. Pensó que, más allá de la mentira y la traición, hubo momentos en los que fue muy feliz con Lelio. Quitando los años de esclavitud bajo la tortuosa mano de Máximo, su vida había sido bastante buena. Sólo le quedaba un sufrimiento angustioso por sus hermanas. Ojalá una o las dos pudieran alguna vez disfrutar aunque sólo fuera de la mitad de la felicidad que ella había vivido al lado de aquel rudo oficial de los ejércitos de Roma. Pero Netikerty y Lelio no tuvieron más tiempo para pensar, pues Publio, tomando de nuevo asiento en su cathedra frente a ambos, empezó a explicar qué iban a hacer a partir de esa noche.
—Lo he pensado bien y creo que he encontrado una solución para salir todos adelante después de esta horrible noche, con la ayuda de todos los dioses, de los nuestros y de los tuyos —dijo mirando a Netikerty—. Necesitaremos de tanta ayuda que no desdeño lo que Serapis o Isis puedan hacer. Además, Netikerty, Isis es una diosa que en vuestra creencia es capaz de cambiar el destino, ¿no es así?
Netikerty no sabía qué decir. Había esperado cualquier cosa menos un debate sobre religión; además, estaba estupefacta por el enorme conocimiento de aquel cónsul romano por las cosas de su país: primero sabía el significado de su nombre y lo que eso implicaba y luego sabía de las atribuciones de Isis.
—Sí, así es, mi señor.
—Bien. Nos vendrá bien esa ayuda, pues nosotros los romanos, como los griegos, no creemos que el destino, el fatum, pueda cambiarse, ni siquiera por los dioses, así que esa ayuda extra nos vendrá bien. Esta noche —y aquí miró a Lelio—; esta noche no ha existido, Lelio. Esta noche no nos hemos visto, no hemos hablado. Aquí no hay traidores ni traición. No hay condena para nadie. Mañana todo seguirá igual. Tú y Netikerty vendréis por la tarde a cenar, como tantas otras tardes, y celebraremos una comida agradable, y hablaremos de esta guerra y de teatro y de política y de África. Viene una embajada del Senado. Bien: hablaremos mañana, Lelio, de cómo prepararlo todo. Sé qué haremos: prepararemos unas maniobras, las mejores maniobras que nunca antes haya visto una embajada del Senado, pero eso, como he dicho, lo hablaremos mañana. Y Netikerty —y ahora miró a la joven esclava que permanecía boquiabierta—, te voy a explicar lo que vas a hacer tú. Cada vez que pases un mensaje a Roma, a Máximo, me lo dirás primero y yo confirmaré punto por punto lo que puedes o no decir en cada mensaje. Dicho de otra forma: seguirás suministrando información, como si todo siguiera igual y continuaras trabajando para Máximo, pero esta vez seremos nosotros los que te diremos qué decirle exactamente. Y eso será lo que harás porque hay algo en lo que no has pensado pero que yo te voy a aclarar. ¿Qué crees que hará Fabio Máximo si se entera de que te hemos descubierto, qué crees que hará con tus hermanas? ¿Crees que las cuidará, que no las maltratará? Por todos los dioses romanos y egipcios, muchacha loca, piensa bien: tú has estado años bajo el servicio, en la esclavitud de Máximo: el viejo cerdo las matará, por despecho, por ira, porque se habrá cansado de ellas y ya no le son útiles al no poder usarlas como rehenes para mantenerte bajo su poder. No, sacrificarte por ellas, como pensabas hacer, es un sacrificio sin sentido, pues morirán en cuanto las noticias de tu propia muerte lleguen a Roma y más cuando Máximo sepa que te hemos matado porque supimos de tu espionaje y de tus servicios para con él. Máximo querrá borrar todo recuerdo de ti, toda posible prueba de su traidora estrategia. ¿Qué hizo acaso con los brucios que le ayudaron a reconquistar Tarento? Dime, Netikerty, tú que viviste en su casa, ¿qué ha sido de todos aquellos brucios que le abrieron las puertas de Tarento, que tanto le ayudaron?
—Todos... todos están muertos —respondió la joven con la mirada gélida al percatarse de la realidad que el cónsul le estaba descubriendo. Se había vendido para salvar a otro esclavo que iba a morir por ser confundido por ella, por su traición, pero había condenado a sus hermanas y a ella misma.
—Pero hay una solución, Netikerty —continuó el cónsul—, si ahora continúas igual que antes, todo seguirá igual: Máximo seguirá preservando la vida de tus hermanas; yo, con la ayuda de Lelio, prepararé todo lo necesario para resolver la visita de la embajada de Roma e invadiremos África y, no sé aún cómo, pero o moriremos todos allí o acabaremos de una vez con esta guerra y, si consigo esto, te prometo que al volver a Roma compraremos a tus hermanas y las pondremos bajo la protección de Lelio o las liberaremos, lo que desees. Sólo tienes que hacer como si trabajaras para Máximo, pero en realidad lo harás ahora para mí. Y trabajando para mí no creo que tus sentimientos estén en una lucha tan dolorosa, pues ya no tendrás que continuar traicionándome a mí, que es lo mismo que traicionar a Lelio.
Entre vosotros no puedo meterme. Es cosa vuestra —dijo mirando un instante a Lelio y enseguida volviendo sobre Netikerty—. Eso es algo que tienes que resolver con Lelio, pero ahora necesito que me confirmes que entiendes todo lo que he dicho y que veas que lo que te planteo es lo correcto, lo mejor, lo bueno. Netikerty, sé fiel a tu nombre y únete a mí como Lelio. Es la única forma de salvarte, de salvar a tus hermanas, de salvarnos a todos.
Lelio miró a Netikerty. El cónsul mantenía su mirada también sobre la muchacha. La esclava, arrodillada entre ambos bajó la cabeza. Las antorchas chisporrotearon unos segundos. La madrugada refrescaba. Unas nubes cruzaron el cielo conducidas por Eolo. El aire levantó suaves curvas en el agua remansada del impluvium. Netikerty alzó la cabeza y miró al cónsul a los ojos. Algo inesperado en una esclava, algo que al cónsul no le importaba en aquella noche donde la frontera entre un esclavo y un cónsul era difusa en el complejo concierto de los acontecimientos humanos.
—Entiendo todo lo que me dices, mi señor, y entiendo que ayudarte es la forma de ayudarme a mí misma y a mis hermanas. Eres un hombre tan extraño como poderoso. Ahora entiendo el aprecio que Cayo Lelio tiene al cónsul, mi señor. Nadie he visto que pueda ver las cosas de un modo tan diferente y que así consiga que, donde todo parecía terminado, todo pueda volver a empezar. Enviaré los mensajes que Lelio me indique, según sean tus órdenes.
Y se plegó, postrándose por completo ante el cónsul de Roma. La joven había pensado añadir algo sobre que deseaba reconciliarse con Lelio, su protector, pero comprendió, sabiamente, que aquel no era el lugar ni el momento. Lelio, su Lelio, no era un hombre con el intelecto de aquel cónsul. Lelio necesitaría de tiempo, pero si de algo dispondría ahora nuevamente era de tiempo: una prórroga, un tiempo regalado por aquel hombre, por Publio Cornelio Escipión. No le extrañó nada que el todopoderoso Fabio Máximo temiera a aquel joven cónsul de Roma. Netikerty comprendió que su vida estaba condenada a transcurrir entre el pulso de dos mentes prodigiosas. Rogó en silencio, allí arrodillada, que Isis, tal y como decía el cónsul, se aliara con ellos para cambiar lo que hasta hace un momento parecía inexorable: que la empresa de la conquista de África no se pusiese en marcha y si se ponía en funcionamiento que fracasara y que Lelio la repudiara. Ahora todo eso podría ser distinto. Debía ser distinto. Y rezó, rezó, rezó: «Oh, Isis, todopoderosa, derrota al eimarmené, el destino de los hombres, y que el eimarmené, como en tantas otras ocasiones, te obedezca y sea él el que se pliegue a tus designios al amparo de mis oraciones.»
Cuando se levantó, Netikerty se vio custodiada por dos legionarios que la acompañaron fuera de la domus del cónsul. Lelio había ordenado que la condujeran de regreso a su morada, mientras él se quedaba a recibir las órdenes del cónsul.
—Mañana prepararemos todo el asunto de la embajada —comentó Publio llevándose una mano a la frente—. Ahora estoy demasiado agotado para ello. Debo descansar, pero ocúpate de decirle a mi atriense que si lo desea le manumitiremos, y también a su hijo y a la esclava que sea su madre. Siempre nos han servido con lealtad y no se la hemos pagado bien. Es justo que reciban una compensación. ¿Te ocuparás de ello, Lelio? —Terminó sin mirarle, con el rostro oculto tras su mano; parecía que fuera a caer en manos del sueño en cualquier momento, allí mismo, sentado en aquella cathedra.
—Me ocuparé de ello, por supuesto —respondió Lelio—, y añadiré una bolsa de oro de mi parte y le diré algo que nunca creí que diría a un esclavo.
—¿Y qué es eso, si puede saberse? —inquirió el cónsul con curiosidad quitándose la mano del rostro y mirando de nuevo a Lelio.
—Le diré que tiene un hijo valiente.
Publio asintió un par de veces. Lelio sonrió un poco, aunque enseguida su rostro volvió a tornarse triste. La traición de Netikerty era una herida demasiado profunda para cicatrizar con tan poco tiempo. Lelio iba a marcharse, pero una pregunta le hervía aún en su mente. No sabía si era el momento adecuado, pero su curiosidad le pudo y, antes de marchar, decidió preguntar al cónsul.
—Mi general...
—¿Sí...?
—¿Qué significa el nombre de Netikerty?
—Ah... —Publio no esperaba esa pregunta, no al menos en ese momento, pero no importaba. Sonrió con una satisfacción dulce que le recordaba que habían infligido una derrota al princeps senatus en la compleja trama de intrigas que Máximo urdía contra ellos—. Con frecuencia los egipcios ponen nombres a sus hijas que subrayan su belleza, empezando muchos de ellos por la expresión nefer y viendo lo hermosa que es tu esclava, bien podrían haber hecho lo mismo, pero por alguna razón que desconocemos, sus padres la llamaron Netikerty, que significa «la que es excelente, la que hace lo correcto, la que es buena». Máximo no debe conceder importancia al significado de los nombres extranjeros, pero los egipcios sí la conceden, para nuestra fortuna, los egipcios piensan que los nombres de cada uno son como son por algo y sienten que deben honrar ese significado. Para nuestra fortuna, Lelio, para nuestra fortuna.