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La carta de Lelio

Sur de Hispania, primavera del 206 a.C.

El destino es a veces curioso. En la porta decumana Masinisa se cruzó aún a pie con un jinete que irrumpió en el campamento al galope. Los legionarios de guardia se hicieron a un lado para dejarle pasar, pues ya estaban advertidos por los exploradores que patrullaban los alrededores de la fortificación de que un correo oficial se acercaba procedente de Cartago Nova. Masinisa miró a aquel jinete con curiosidad, un poco perplejo porque se le dejara pasar sin oposición alguna, pero no le concedió mayor importancia. En la puerta se reunió con el grupo de maessyli que le habían acompañado. Los legionarios, siguiendo las instrucciones del general, les devolvieron las armas y los caballos. El rey de los maessyli montó sobre su corcel negro y sus hombres le imitaron y con la destreza de su ágil arte para montar se alejaron del campamento galopando en dirección a poniente.

El correo oficial desmontó frente al praetorium y entregó unas tablillas al general que le recibió en pie.

—Vengo de Cartago Nova, de parte del tribuno Cayo Lelio, mi general.

Publio tomó las tablillas, asintió, se dio media vuelta y echó a caminar hacia la entrada del praetorium. Era el momento de saber qué había respondido Sífax a Lelio.

Sífax se alzó contra los cartagineses, recibió ayuda en forma de asesoramiento militar de centuriones de su padre y su tío pero, en aquella ocasión, los cartagineses, con Asdrúbal Barca al mando, y Masinisa a su lado, le derrotaron; pero de aquello hacía ya tiempo y desde entonces Sífax se había rehecho y, aprovechando la lejanía de los ejércitos púnicos, desplazados a Hispania e Italia, y la ausencia también del propio Masinisa, también en Hispania, había recuperado el noreste de Numidia, el territorio de los maessyli expulsando a todos los leales a Masinisa, cuando no matándolos sin piedad. Sífax era ahora, sin lugar a dudas, no ya más poderoso que Masinisa, sino el hombre fuerte de aquel inmenso país y, como los cartagineses no querían abrir otro frente de guerra en África mientras luchaban contra los romanos en Hispania e Italia, habían aceptado las conquistas de Sífax como un nuevo statu quo, tal y como el propio Masinisa había lamentado hacía apenas unos minutos ante la misma tienda del praetorium. Cartago quería a Sífax como aliado y Publio también, por eso envió a Lelio a negociar con él. Aquellas tablillas desvelarían en un minuto cuál había sido el resultado de la entrevista. Sífax debía de estar disfrutando al ser ahora tan temido como deseado por todos. Masinisa no parecía ya nadie tan importante, pero Publio había estimado conveniente aceptar el ofrecimiento del rey exiliado, ya que cualquier refuerzo de caballería podía venir bien y Masinisa combatiría con ansia a favor de los romanos con la esperanza de recuperar así su reino perdido. Lo que parecía más complicado era cómo ganarse la confianza de Sífax, conseguir su ayuda o al menos su neutralidad y, al mismo tiempo, recuperar parte de Numidia arrebatándosela para dársela luego a Masinisa. Publio se encontró a solas en el interior del praetorium y se sentó en una pequeña sella. Cada cosa a su debido tiempo. De momento tenía la alianza de Masinisa. Un pacto con Sífax sería jugar a dos bandas al mismo tiempo, pero en aquella larga guerra todo era incierto.

—Veamos qué cuenta Lelio —dijo en voz alta, como para sacudirse el torrente de pensamientos que se acumulaban en su cabeza.

Publio Cornelio Escipión, Imperator de las legiones de Hispania

He hablado con Sífax, rey de Numidia, en el puerto de Siga. La entrevista fue corta. Se mostró ofendido. Insistió en que él es rey y que sólo negocia con reyes, sufetes o generales cartagineses o con cónsules romanos o generales de Roma investidos con el grado de Imperator. Dijo que, si Publio Cornelio Escipión quiere algo de él, debe ir en persona a negociar. No hubo forma de hablar más. En mi opinión, Sífax ha vendido ya sus servicios a Cartago. Estoy sorprendido de que nos dejara regresar con vida.

Cayo Lelio, tribuno

Publio dejó la tablilla sobre sus rodillas. Estaba sentado en su taburete, a solas. Necesitaba pensar. Lelio siempre tan parco en palabras. ¿Ir a Numidia? ¿Cruzar el mar en medio de una guerra? ¿Abandonar Hispania para ir a negociar con un rey loco? Y, sin embargo, Sífax permitió el regreso de Lelio. Había varias posibles razones: para que el mensaje le llegara alto y claro o porque no quería, en el fondo, dar razones para que Roma tuviera motivos para atacar Numidia directamente. De hecho, si Sífax hubiera matado a Lelio ahora tendría un motivo que presentar al Senado de Roma como causa justa para enviar legiones a África. La muerte de un tribuno enviado como negociador sería algo que muchos senadores considerarían un ultraje que no podía quedar sin respuesta. Publio sintió una sensación amarga en su estómago. Por un instante era como si hubiera deseado la muerte de Lelio.

Marcio y Silano entraron en la tienda, despacio, y se detuvieron nada más cruzar el umbral. Publio los vio y les habló con determinación.

—En una semana debemos estar en Cartago Nova. Allí embarcaremos en unas quinquerremes.

—¿Regresamos a Tarraco por mar? —preguntó Marcio. Publio, mientras, se pasaba la palma de la mano por la barbilla.

—No —respondió—. Tú iras a Tarraco y Silano permanecerá en Cartago Nova.

Los dos oficiales se miraron entre sí.

—¿Y qué va a hacer el general? —inquirió Silano.

—Yo iré a África.

Las legiones malditas
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