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El adiós de un soldado

Zama, 19 de octubre del 202 a.C, al atardecer

El sol languidecía en el horizonte. Los buitres cenaban entre los despojos mortales de los soldados muertos, en su mayoría pertenecientes al masacrado ejército de Cartago, pues los púnicos habían perdido a más de treinta mil almas. Entre los romanos las bajas ascendían a unos cinco mil entre legionarios y númidas aliados. Los soldados de la V y la VI paseaban entre aquella alfombra de cuerpos inertes y agonizantes hundiendo sus espadas de cuando en cuando para asegurarse de que no quedaban enemigos vivos fingiéndose heridos o muertos entre los millares de cadáveres desparramados por la arena.

Cayo Valerio estaba cubierto de sudor, sangre y polvo entremezclados sobre su piel reseca por el sol. Un legionario le trajo agua en un odre de carnero y el primus pilus bebió con avidez. Sus sandalias se hundían en el barro apelmazado de sangre, despojos humanos y tierra. Con la caída del sol empezaba a refrescar. Cayo Valerio devolvió el odre al soldado que se lo había traído.

—Pásalo a otros, legionario —dijo el primus pilus—. Todos se han ganado saciar su sed con agua y con vino, si el general al final así lo dispone.

El legionario se alejó tras saludar al veterano oficial. Cayo Valerio oteaba el espectáculo truculento en el que se había convertido aquel anochecer y, sin embargo, era el olor de la victoria total lo que entraba por sus fosas nasales, pese al hedor y al sabor agrio que el viento nocturno dejaba en sus labios, aquello era la victoria suprema. Así que Cayo Valerio cerró los ojos y se hinchó los pulmones de aquel aire oscuro testimonio de la derrota completa de las fuerzas de Aníbal. Sintió entonces un golpe seco en su espalda y un dolor punzante y agudo que lo congestionaba hasta hacerle toser. Cuando se giró vio a aquel maldito ibero que se había levantado de entre los muertos para clavarle una daga. El primus pilus tuvo aún energía suficiente para clavarle su espada una, dos veces, atravesándolo de parte a parte. El ibero, ya malherido, cayó desfallecido con una horrible mueca de sufrimiento. Cayo Valerio se tenía en pie con dificultad. Por debajo de su coraza brotaba sangre con profusión.

—¡Maldita sea!

El centurión de la V legión se sentó entre los cadáveres. Un par de legionarios se acercó con rostros que mostraban preocupación. El primus pilus desdeñó la ayuda que los soldados le ofrecían para ponerlo en pie. Desde el suelo Cayo Valerio les habló con la energía propia de un oficial al mando.

—¡Llamad al médico! ¡No! —se corrigió enseguida; era horrible pero era lo que había—. Ya es tarde para eso. Maldita sea mi suerte. Llamad al general. Rogadle... que venga, si puede... si le es... posible...

Le costaba respirar. «Maldita sea. Qué forma tan estúpida de caer en una batalla. Por un enemigo herido, vengativo y traicionero. Me hago viejo para esto. Tendría que haber estado más atento.» Se recostó en el suelo. Varios legionarios se arremolinaron a su alrededor. No podían creer lo que veían. Cayo Valerio parecía herido de muerte. El centurión miraba al cielo raso. Sin nubes, con el sol ya desaparecido, miles de estrellas empezaron a poblar la gran cúpula celeste. «Los dioses son grandes», pensó. Qué espectáculo tan magnífico. Recordó cuando sólo era un niño y correteaba por la calles de Roma en busca de algo que robar entre los puestos del Macellum. La suya no fue una infancia feliz ni una vida fácil y ahora que todo debería empezar a marchar bien, llegaba ese imbécil y le apuñalaba por la espalda. Quizá no fueran las legiones las que estaban malditas, sino él. Pero en la legión vivió con honor. Habría preferido una muerte más gloriosa, durante la batalla, como Terebelio o Digicio o tantos otros. Cuando abrió los ojos de nuevo vio antorchas a su alrededor y la faz conmovida del procónsul de Roma.

—Te pondrás bien, centurión —decía el general—. Aún deberás prestarme, prestar a Roma, muchos servicios.

Cayo Valerio sonrió. El general hablaba con él. De desterrado a ser atendido por todo un procónsul de Roma. Aquello había valido la pena.

—No, mi general. Mis disculpas, pero yo me quedo aquí... Ha sido una gran batalla, un gran honor... gracias por recuperarnos, por sacarnos del destierro... gracias, mi... mi general... siempre...

Publio Cornelio Escipión abrazó a aquel hombre con fuerza y lo mantuvo fuertemente asido a su cuerpo hasta que sintió que el primus pilus de la V aflojaba sus músculos y su cabeza caía de lado, colgando, sin energía. El general depositó el cuerpo de su oficial con cuidado sobre el fango y sin dejar de mirar el cadáver de aquel centurión se dirigió a los legionarios que allí se habían congregado.

—Que laven su cuerpo, que lo limpien, que le pongan un uniforme nuevo y que preparen una gran pira para un gran oficial de Roma. —Publio se levantó entonces y rebuscó entre los que le rodeaban—. ¿Y el resto de los tribunos? Sé que Terebelio y Digicio cayeron, pero ¿y Mario Juvencio y Lucio Marcio y Silano? ¿Dónde está el resto de mis tribunos?

El general sólo encontró silencio como respuesta. Publio Cornelio Escipión se alejó caminando algo encogido, lento. Los lictores, siguiendo las sugerencias de Marco, guiaron al procónsul hasta la tienda de un improvisado praetorium que se había levantado justo allí donde el general había presenciado la carga de los elefantes y las primeras embestidas de las fuerzas de Cartago. Publio se dejó llevar. Lo sentaron en una butaca, junto a una pequeña mesa donde un calón puso una jarra de agua, otra de vino, algo de pan y queso y un cáliz vacío. Luego le dejaron a solas. Estaba agotado. Todos pensaron que el general debía descansar.

Publio miraba el vaso vacío. ¿Dónde están mis oficiales? ¿Dónde está la savia de mis legiones? ¿Quién era él sin ellos? Los había conducido a la muerte. A todos y cada uno de ellos.


La tela de la entrada al praetorium se abrió y Cayo Lelio apareció encorvándose un poco para evitar el contacto con el tapiz. Se detuvo en el umbral. Dudó un instante pero al final se decidió y entró en la tienda. Publio no decía nada. Era cierto lo que decían los soldados: el general necesitaba descansar. Y lo decían de corazón. Le pareció un buen comienzo para aquella conversación.

—Los hombres dicen que necesitas descanso... y eso parece.

Publio tardó unos segundos en responder. Su mirada permanecía fija en la copa vacía.

—Es irónico, ¿no crees? —empezó el procónsul—. Ellos que han combatido todo el día diciendo que soy yo el que está agotado, el que necesita descanso, cuando apenas si he luchado medio día. Yo ni tan siquiera me enfrenté a los elefantes, ni a las dos primeras cargas de la infantería enemiga, yo que he alargado hasta lo indecible el reemplazo de unos manípulos por otros en el principio del combate, dejando que mis mejores oficiales cayeran por mi ofuscación...

—Una ofuscación que nos ha llevado a la victoria y sólo tú luchaste contra Aníbal cuerpo a cuerpo y has sobrevivido para contarlo...

Pero Publio levantó la mano con un gesto de desdén, interrumpiendo a Lelio.

—Y casi me mata. Valiente excusa... y el caso es que, por todos los dioses, estoy exhausto... Lelio, estoy vencido, derrotado... no puedo más...

Lelio buscó algo donde sentarse y encontró un taburete junto a una de las paredes de tela de la tienda. Lo tomó con su mano derecha, lo situó frente al general y tomó asiento. La conversación iba a ser más larga de lo previsto y él también estaba agotado, pero no de la misma forma que Publio.

—No lo puedo entender... —El general empezó a hablar como un torrente—. Soy el más débil de entre todos los que han luchado hoy, el que menos ha combatido y el que necesita refugiarse en su cómoda tienda y encima los soldados me excusan... soy el que ha conducido a la muerte a los mejores tribunos, porque eran los mejores, los mejores oficiales de Roma, Lelio, los más leales y nadie me lo echa en cara, porque lo sabes, ¿no? Marcio, Terebelio, Digicio, Mario, Silano... todos muertos... todos. Y Valerio, Valerio acaba de morir en mis brazos hace una hora. Y ni un reproche. Los cartagineses reharán sus fuerzas y Aníbal, Aníbal regresará con un nuevo ejército. Estas legiones serán masacradas en África más tarde o más temprano. Estas legiones no estaban malditas. Ha sido mi mando el que las ha maldecido, Lelio.

Cayo Lelio le observaba intentando entender. Su mente, también exhausta, comenzó a encajar algunas piezas, pero empezó por lo más importante. Tenía que conseguir que Publio volviera a ver la realidad tal cual era.

—Aníbal no regresará. Esto no ha sido una victoria sin más. Hemos aniquilado... exterminado su ejército. Han caído treinta o cuarenta mil soldados al servicio de Cartago y Aníbal ha escapado con apenas un puñado de hombres. Cartago no tiene posibilidad de reunir ningún nuevo ejército, al menos, en bastantes meses, y para entonces ya será tarde. Y lo saben, Publio, lo saben. Nuestras bajas son unos siete mil, puede que algo más, pero dispones de veinte mil legionarios aptos para la lucha ya mismo, a tu mando, quizás haya que descontar algunos centenares de heridos, pero muchos de ellos recuperables. Y la caballería, la nuestra y la de Masinisa. Casi otros cinco mil más descontando heridos y muertos. Tienes dos legiones a tu mando que te seguirán adonde tú digas. Ellos, los cartagineses, no tienen nada y peor que eso: ya no tienen a Aníbal en Italia, por lo que ahora Roma te enviará todos los refuerzos que pidas. Después de lo que ha ocurrido hoy, nadie en el Senado, ni Catón, se atreverá a decir una sola palabra contra ti. Publio, Publio, despierta. Estás agotado, eso es evidente, y estás más agitado que nadie y te culpas por las muertes de tus oficiales que fallecieron luchando, cumpliendo con su deber, pero tu agotamiento es porque has hecho más que nadie. Tú has tenido que tomar las decisiones por todos, las vienes tomando desde que empezamos las campañas en Hispania y de eso hace más de siete años. Llevas todo este tiempo decidiendo cómo formar las legiones en cada batalla, sobre ti ha caído la responsabilidad de cada choque. Esta mañana, esta mañana, con los ochenta elefantes ante nosotros... si no es por tu estrategia estaríamos todos muertos —Lelio se levantó y señaló hacia la puerta del praetorium—, y eso, Publio, eso lo saben ellos, lo sabe cada uno de esos legionarios de la V y la VI y los oficiales y lo sabe hasta el rey Masinisa, que no sabe si odiarte o admirarte: todos saben que es por ti que están vivos los que están vivos, y los que están muertos han caído en la más épica de las batallas que ha luchado nunca Roma. ¡Publio Cornelio Escipión, despierta de tu pesadilla! ¡Has derrotado a Aníbal! ¡Has exterminado su ejército! Cartago estará de rodillas en unas horas, en cuanto las noticias de lo que aquí ha acontecido lleguen a oídos de su Senado y de su Consejo de Ancianos. Aceptarán todo lo que se les pida y, si no, sufrirán el asedio más terrible y más largo que recuerde la historia, y todo eso es por ti. Por eso tienes derecho a estar cansado y a descansar. ¿Te sientes culpable por la muerte de esos oficiales? Terebelio, Digicio, Mario, Marcio, todos ellos te siguieron por lealtad, como voluntarios se presentaron en tu propia casa cuando propusiste al Senado la campaña de África. Nadie les obligó y todos sabían a lo que se exponían. Ellos querían estar aquí hoy y son ya leyenda, Publio, son leyenda de Roma y lo son por ti, por haberte seguido hasta aquí. Y Cayo Valerio, Cayo Valerio era un centurión orgulloso y honrado injustamente desterrado y le has permitido recuperar tanto su orgullo como su honor de soldado y le has convertido en historia también. Los vecinos de su familia en Roma ya no escupirán a su mujer y a sus niños cuando se crucen con ellos en la calle, sino que se apartarán y les dejarán paso y considerarán un honor que cualquier miembro de la familia de Cayo Valerio les dirija siquiera una mirada. Publio, no has matado a nadie: ha sido esta guerra la que tanto dolor nos ha traído a todos la que los ha matado, pero su sacrificio ha conducido al final de la guerra misma. Cartago no tiene ya con qué luchar, porque tú has destruido a sus aliados, primero en Hispania y luego aquí en África; Sífax está preso, sus númidas masacrados, sus mercenarios riegan con su sangre la llanura y los veteranos de Aníbal están siendo pasados a cuchillo, uno a uno; Cartago, mañana al amanecer, sólo estará contando sus muertos. —Publio le miraba con los ojos abiertos—. Publio, eres procónsul de Roma, general en jefe de las legiones V y VI y eres el único magistrado de Roma que ha derrotado por completo a Aníbal en una batalla campal, el único que ha conquistado África. ¿Sabes cómo te llaman los soldados? —Publio negó con la cabeza—. Te llaman Africanus, el conquistador de África. Lo dicen mientras recogen heridos, mientras se acomodan en las tiendas para pasar la noche, mientras se organizan las guardias; pasaba junto a una de las hogueras que han encendido, porque ya da igual que los cartagineses sepan dónde acampamos porque no tienen ejército con el que atacarnos, así que encienden hogueras para preparar una cena caliente, y los oí hablar del general, de Escipión, de Africanus. Para esos hombres no eres ya un procónsul de Roma, o su general, ni siquiera creen ya que estés bendecido por los dioses, para esos miles y miles de legionarios eres tú mismo un dios. —Lelio volvió a señalar la puerta y en ese justo instante, desde el exterior, empezó a escucharse una enorme algarabía, un griterío que crecía y crecía sin parar, como una ola gigante en el océano, pero sólo se escuchaba una palabra: ¿Africanus, Africanus, Africanus...

Lelio miró entonces hacia la puerta, igual que hizo Publio. El general se levantó despacio y pasó por delante de Lelio, que le imitó y le siguió hacia la entrada. Publio descubrió la cortina y salió al exterior. Lelio cruzó el umbral y se situó a su espalda. Todo alrededor del praetorium eran hogueras, decenas, centenares de ellas. Y a su alrededor millares de soldados de Roma, y todos gritaban aquella palabra sin cesar: ¡Africanus, Africanus, Africanus! Los lictores se acercaron a Publio y le dieron un larga capa limpia, un paludamentum púrpura. Publio dejó que se lo ajustaran. Con la caída del sol refrescaba de forma sorprendente en aquella tierra desértica. Los lictores trajeron entonces antorchas y le escoltaron mientras empezaba a andar. Cayo Lelio observaba al general y a su enfervorizado ejército y pensó en qué lejos en el tiempo quedaba ya aquel jovenzuelo de diecisiete años que le confesara tener miedo a entrar en combate la noche previa a la batalla de Tesino. Ahora aquel muchacho se había convertido en el mayor general de Roma. Lelio recordó algo importante y acertó a comunicárselo al general antes de que se alejase.

—Por cierto, no todos han muerto, parece que Silano ha sobrevivido. Está herido, pero vivo.

Publio se volvió un momento para responder.

—Eso está bien, eso está bien. —Pero enseguida se alejó para pasear entre sus legionarios, que no dejaban de aclamarle. ¡Africanus, Africanus, Africanus! Era su general, su cónsul y, tal como Lelio había anunciado, su dios.

Las legiones malditas
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