21
Imperator

Baecula, Hispania.
En lo alto de la colina, primavera del 208 a.C.

Publio accedió a lo alto de la cima rodeado por su guardia personal, sus lictores no oficiales, ya que no era magistrado, sino sólo general cum imperio, aunque en cualquier caso, aquellos soldados seleccionados por Lelio para salvaguardar la vida del general, desvinculados de las tareas ordinarias del campamento y con un stipendium superior, protegían en todo momento al general con sus escudos, con sus armas, con sus vidas si era preciso. Ya lo hicieron en Cartago Nova y lo seguían haciendo desde entonces. Antes por obligación, ahora con orgullo.

El general observó, una vez sobre la meseta de la cima de la colina, el repliegue veloz de las tropas de Asdrúbal cuyos últimos efectivos descendían ya hacia el oriente, en dirección adonde los manípulos de Marcio y Mario estaban apostados. Algunos oficiales miraron al general. Necesitan instrucciones. Muchos esperaban que ordenara que las legiones siguieran a los cartagineses que se retiraban.

—¡Saquead el campamento! —dijo a los soldados bajo su mando, que habían ascendido por el sector norte. Vio entonces a Lelio, que llegaba tras haber accedido a la meseta por el otro extremo de la misma. Venía a caballo para recibir órdenes lo más rápido posible.

—¿Qué hacemos?

—Seguidlos —respondió Publio señalando la infantería cartaginesa en retirada—, pero sólo hasta las posiciones de Marcio y Mario. Haced prisioneros, todos los que podáis, de entre los que caigan en la emboscada al pie de la colina, pero no vayáis más allá. Ya decidiremos qué hacer con el resto del ejército de Asdrúbal más tarde.

—¡De acuerdo! —confirmó Lelio, e hizo que su montura girase para volver con sus hombres.


Al atardecer de aquel día, el campamento de la colina que apenas unas horas antes era el bastión de los cartagineses, se había transformado en un emplazamiento bajo dominio romano. En el centro del mismo los legionarios habían levantado el praetorium desde el que los romanos habían trazado, derribando tiendas cartaginesas abandonadas por el enemigo a toda prisa o levantando tiendas romanas según procediera, dos grandes calles, una que cruzaba el campamento de norte a sur, la vía principalis, y otra que la cruzaba transversalmente de este a oeste, el decumanus maximus. Publio había ordenado levantar un campamento romano completo, para lo cual los legionarios, una vez saqueado el campamento cartaginés, se enfrascaron en la ardua tarea de levantar las empalizadas necesarias para completar la protección del mismo. El general no quería que un contraataque de Asdrúbal, al abrigo de la noche, les sorprendiera sin las medidas necesarias. No era probable que el cartaginés contraatacase, pero no quería pasar riesgos innecesarios y todavía quedaban los refuerzos de Magón y Giscón que aún podrían llegar, seguramente no en una semana, pero era mejor prevenir. Los legionarios estaban exhaustos por la batalla; sin embargo, acometieron la tarea de levantar las empalizadas con cierto sosiego de ánimo por la victoria conseguida. El general, por su parte, había prometido comida extra y algo de vino aquella noche, en cuanto estuvieran terminadas las fortificaciones. Era un incentivo que surtió efecto. Llegado el anochecer, había empalizadas dispuestas en los cuatro lados del campamento, no las definitivas, pero sí unas fortificaciones provisionales razonables, y guardias apostados en la porta praetoria, en la porta decumana y en las puertas principales sinistra y dextera. Los tribunos y los praefecti sociorum de las tropas auxiliares fueron acomodados en tiendas levantadas a lo largo de la vía principalis y las tropas legionarias fueron acantonadas entre estas tiendas y la porta praetoria. Las tiendas se diseminaban en filas dobles con decenas de pequeñas calles secundarias que discurrían paralelas al decumanus maximus, tras el que se habían instalado las fuerzas de caballería, divididas según sus turmae, tras las cuales, en orden de dignidad y veteranía estaban los triari, los principes y los hastati. Las tropas auxiliares eran las que acampaban más alejadas del decumanus maximus, más próximas a las empalizadas de la fortificación, junto a las puertas principalis sinistra y dextera. Más allá de las puertas del campamento, en el exterior, se levantaban las tiendas de la infantería ligera, los velites, que de esta forma actuaban de puestos de guardia avanzados en torno al campamento. En este caso, el general ordenó que parte de la infantería ligera quedara próxima a las empalizadas del campamento, mientras que otros grupos se apostaran bajando la pendiente superior, instalándose en la primera terraza. Con ello se aseguraba no ser sorprendidos en modo alguno por una incursión nocturna del enemigo.

En el centro de campamento, frente al praetorium se levantó el quaestorium, donde, sub hasta, se arremolinaban centenares de prisioneros cartagineses e iberos a la espera de ser vendidos como esclavos bajo la supervisión del quaestor de las legiones desplazadas a Hispania. El sol ya había caído enterrado en el horizonte pero el general había dado órdenes de empezar aquella misma noche con la venta. Quería saber el número de prisioneros, el dinero que suponían como botín y cuánta fuerza habían restado a Asdrúbal en su repliegue.

A la puerta del praetorium, el joven general Publio Cornelio Escipión repasaba con sus oficiales las acciones a tomar con respecto a los prisioneros por un lado y con relación a los ejércitos cartagineses que acechaban: el huido de Asdrúbal y las tropas de Magón y Giscón, cuyo paradero era aún incierto. El general había hecho traer sellae, pequeños asientos, para sus tribunos Cayo Lelio, Lucio Marcio Septimio, Mario Juvencio Tala y otros y, de este modo, sentados en torno a una hoguera y rodeados de antorchas clavadas en la tierra entre las que se diseminaban los centuriones de más alto rango, como el primipulo Terebelio o el centurión Digicio, y el resto de los oficiales y praefecti sociorum de las tropas auxiliares, Publio empezó a tomar determinaciones y a recibir informes de sus subordinados. A su derecha, como era costumbre, estaba sentado Lelio, satisfecho, orgulloso, saboreando un vaso de buen vino.

Fue Marcio el que empezó a informar al general de lo acontecido en su posición, en la ladera occidental de la colina.

—Quisimos detenerles al pie de la segunda pendiente, pero resultó imposible, mi general. Llevaban consigo más de treinta elefantes y se abrieron camino aplastando a muchos legionarios. Era una lucha desigual en una posición de desventaja. Las bestias descendían azuzadas por sus conductores y protegidas por la caballería. Tuvimos que dejarles pasar. Fue luego, cuando descendía la infantería, cuando pudimos abalanzarnos sobre ellos y, en la confusión, causarles numerosas bajas. Era todo cuanto podíamos hacer.

En la voz de Marcio, el joven Publio adivinaba cierto desconsuelo y una agria sensación de decepción. Marcio, como otros oficiales, quizás el propio Lelio, habrían esperado que se hubiese ordenado que las dos legiones siguieran a Asdrúbal en su huida, sin importarles la dirección que el cartaginés hubiera podido tomar, menospreciando los riesgos de adentrarse por la noche en territorios que desconocían.

Publio asintió, como aceptando por satisfactorio el informe de Marcio. Éste, que se había alzado de la sella, volvió a tomar asiento, un poco más relajado. Aceptó una copa de vino que le ofrecía un calón. El joven general tomó la palabra.

—Hiciste lo que podía hacerse y fue más que suficiente. Tenemos centenares de prisioneros que supondrán un buen botín. No hemos conseguido, sin embargo, hacernos con el tesoro de oro y plata de Asdrúbal. Sin duda, debía de viajar a lomos de esos elefantes resguardados por su fortaleza y por la caballería númida, pero el gran número de esclavos africanos que hemos conseguido hoy nos resarcirá con creces.

El general subrayó con intensidad lo de «africanos», aun cuando habían apresado también a iberos de Carpetania, Celtiberia, baleáricos y de otras regiones de Hispania. No tuvo tiempo de explicarse, pues un torrente de voces, como un mar de júbilo que se arrojara contra un navío en medio de la tempestad, llegó hasta el círculo de oficiales procedentes de la próxima tienda del quaestorium. El general se limitó a mirar un segundo a uno de sus lictores y éste salió disparado para averiguar lo que ocurría. Varios centuriones y tribunos se giraron hacia el quaestorium con mirada inquisitiva. Se veía entre las sombras a varios grupos de hombres entre los apresados que saltaban y gritaban en su lengua bárbara. Al principio todo eran sonidos discordes y entremezclados en un tumulto desordenado de voces, pero al cabo de un minuto, aun desconociendo la lengua ibera, los oficiales romanos comenzaron a discernir que aquel sonido adquiría una cadencia rítmica y repetitiva, como si todos aquellos prisioneros clamaran al unísono una misma frase.

El lictor regresó, se detuvo a espaldas del general y, agachándose, le musitó al oído lo que había averiguado. El joven Publio asintió y esbozó una cálida sonrisa de satisfacción. Decidió hacer público lo que acontecía para tranquilizar a sus desconcertados oficiales.

—Son los prisioneros iberos, o mejor dicho, los que eran prisioneros iberos. He dado orden de que los liberen.

Varios centuriones y tribunos miraron confundidos al general. Sabían de su magnanimidad para con los vencidos. Ya lo demostró en Cartago Nova, pero allí se liberó a rehenes iberos sometidos por los cartagineses y aquello les pareció aceptable, pero ahora estaba dejando libres a guerreros hispanos que habían combatido contra ellos activamente durante aquel mismo día. El general leía en las miradas de sus confundidos oficiales y sabía que debía persuadirlos, que debía hacerles comprender su política en la región.

—¡Escuchadme todos! —Y se levantó para, así, a medida que hablaba, ir ganando el centro del círculo de oficiales—. Somos dos legiones perdidas en un territorio hostil. Tenemos tres ejércitos cartagineses que derrotar con una fuerza que nos triplica en número. No podemos luchar contra cartagineses e iberos a un tiempo. Hemos de convencer a los iberos de que nuestra guerra no es contra ellos, pues además es así; no luchamos contra los iberos sino contra los cartagineses. La liberación de los rehenes de Cartago Nova nos ha permitido ganar aliados entre los bárbaros de este país y que otros nos dejaran libre el paso hasta alcanzar esta colina donde hoy hemos derrotado a Asdrúbal, pero tenemos que afianzar estos lazos y, decidme, ¿cómo nos van a ayudar estos pueblos en nuestra lucha contra Cartago si vendemos como esclavos a sus hermanos? —Publio giró, despacio, trescientos sesenta grados, sosteniendo la mirada de cada uno de sus oficiales. En el resplandor de la hoguera central, la figura del general parecía envuelta de un aura mágica y todopoderosa. En el silencio de sus subordinados llegó hasta sus oídos la cadencia del canto de los recién liberados iberos.

Publio se dirigió entonces a Marcio. Era de los más veteranos en la región.

—¿Entiendes qué dicen?

Marcio miró a su general. Dudó. Publio sostuvo la mirada y el tribuno respondió.

—Te aclaman como rey.

El silencio se hizo aún más denso. Las ramas de encina de la hoguera crujieron y se resquebrajaron lanzando al cielo oscuro destellos rojizos de pavesas incandescentes. Marcio añadió algo más.

—Hasta ayer esos hombres aclamaban a Asdrúbal Barca como su rey, pero ahora proclaman su lealtad hacia ti.

Publio estaba digiriendo las palabras de Marcio. Aquello no hacía sino darle la razón. Bien era cierto que las lealtades iberas eran volubles y traidoras. Aquél era un ejemplo más. En su recuerdo brillaba intensamente cómo miles de iberos abandonaron a su tío en medio del campo de batalla pero, en cualquier caso, siempre era mejor que dijeran que se decantaban a favor de uno que en su contra. Estaba, no obstante, el problema de la palabra «rey». Publio advirtió de nuevo recelo entre sus oficiales. Sabía lo que se preguntaban. ¿Luchaban para la república o para un general que se creía rey? ¿Había olvidado el general la revolución del 570 o se creía heredero de Rómulo, Tarquino y el resto de los reyes legendarios? No, no podía permitir que los iberos se dirigiesen a él como rey. Si tal hecho llegaba a oídos del Senado y, en particular, a oídos de Fabio Máximo, aquello sólo podría traerle problemas, recortes en los suministros e incluso una orden de regreso a Roma, pues en Roma, desde el año 244 de la fundación de la ciudad, ya no había reyes y de eso hacía ya más de trescientos años. Ni podría haberlos jamás. Pero los iberos habían decidido aclamarle y no debía tampoco despreciar aquel gesto. Debía darles algún nombre, alguna forma en la que dirigirse a él, pero ¿qué era él? Los pensamientos se agolpaban como caballos desbocados en la mente del joven general. No podía decirles que le aclamaran como cónsul o procónsul porque Fabio Máximo ya se ocupó de que no pudiera ir a Hispania con rango de magistrado o promagistrado, ni siquiera como pretor o propretor, aduciendo su juventud. A Publio sólo se le concedió permiso para acudir a Hispania como primipulo, como un ciudadano particular sin rango más allá que algo clave, necesario para llevar su misión: imperium, mando sobre dos legiones. Era imperator del ejército de Hispania. Publio respondió a Marcio.

—El título de rey es inaceptable. Ve al quaestorium y hazte entender entre los iberos. Diles que no soy su rey, que soy su imperator y que sólo así pueden llamarme.

Marcio se levantó, se llevó la mano al pecho y partió con celeridad hacia la tienda del quaestor. Publio se quedó allí en pie. En pocos segundos empezó a escucharse la voz de Marcio gritando, dirigiéndose a las huestes de recién liberados iberos. Publio creía tener la situación de nuevo bajo control cuando Lelio decidió intervenir.

—Y si tenemos el apoyo de los iberos, ¿por qué no salimos en persecución de Asdrúbal y terminamos lo que empezamos esta mañana? Después de lo de hoy, la moral de nuestros soldados está muy alta y los cartagineses parecían mujerzuelas y niños acobardados —concluyó Lelio con una profusa carcajada a la que se unieron el resto de los centuriones y tribunos.

Publio suspiró. Cerró un instante los ojos y caminó con lentitud en torno a la hoguera. Sabía que alguien iba a sacar ese asunto más bien pronto que tarde en aquella reunión de su estado mayor, pero lamentó profundamente que hubiera sido Lelio. Ahora debía contradecirle y lo último que deseaba era tener que desautorizar a su mejor oficial, a su más leal guerrero, a su mejor amigo, delante de todos, pero no había otra posibilidad. Publio esperó con paciencia a que la risa que se había desatado entre sus hombres se disipara.

—No vamos a salir en persecución de Asdrúbal —dijo Publio, pronunciando cada palabra despacio, sin levantar el tono de voz. Sabía que aquella orden sería impopular.

Lelio se levantó entonces y se situó en el centro del corro de oficiales, encarándose con Publio.

—Sabes que te seguiré siempre, Publio; eres mi general, nuestro general, mi amigo —añadió Lelio volviéndose hacia el resto—, pero en esto no estoy de acuerdo: dejar escapar a Asdrúbal es una muestra de debilidad. Debemos perseguirle y debemos hacerlo ahora.

Publio observó con el rabillo del ojo, sin mover un ápice su rostro, cómo varios centuriones y tribunos asentían en señal de aprobación. Como temía, Lelio no hacía más que poner voz al sentir general de sus oficiales. Tenía que ser cauto y ojalá Lelio no hubiera bebido tanto vino.

—No podemos salir en su persecución porque Asdrúbal se dirige hacia el norte y el interior de este país y no tenemos el apoyo de los iberos de esa región...

—¡Los cartagineses tampoco! —le interrumpió Lelio en público, la primera vez que el veterano guerrero lo hacía desde que estaban en Hispania. Publio no recordaba un enfrentamiento así con Lelio desde la batalla de Tesino.

—Los cartagineses —continuó Publio, aún sin levantar el volumen de su voz— llevan más años en este territorio. Aníbal, el hermano de Asdrúbal, llegó hace pocos años tan lejos como Helmandica o Arbucala en el norte. Allí temen a los cartagineses y poco saben aún de nosotros. Además... —Lelio parecía exasperado, con los brazos en jarras, frente a él. Publio prosiguió—: Además, los otros dos ejércitos púnicos pueden unirse a Asdrúbal en cualquier momento y triplicarnos en número...

—¡Por eso mismo! —volvió a interrumpirle Lelio—. ¡Más a mi favor, por Castor y Pólux y todos los dioses! ¡Por eso mismo debemos asestar un golpe rápido ahora!

Publio estaba poniéndose nervioso, algo poco habitual en él. Si alguien sabía de la importancia de los desplazamientos rápidos de tropas era él. Así había conquistado Cartago Nova y así habían conseguido aquella reciente victoria sobre Asdrúbal, pero hasta esa estrategia tenía unos límites.

—La rapidez sólo vale sobre la base de la sorpresa, Lelio —continuó el joven general, aún controlando su tono—; Magón y Giscón, los otros generales, ya están advertidos de nuestra presencia aquí hace tiempo y deben de estar a punto de llegar con sus tropas; el factor sorpresa se ha perdido, debemos... —Publio dudó un instante—, debemos replegarnos... replegarnos y aguardar mejor ocasión.

—¿Mejor ocasión que ésta? —Lelio insistía—. ¿Cuando vamos a tener mejor ocasión que ésta? Asdrúbal se ha ido corriendo como un perro apaleado. ¡Por Júpiter, ése es el mismo hombre que derrotó a tu padre y que personalmente mató a tu tío Cneo! ¿Y lo vas a dejar escapar?

De pronto los murmullos que habían ido surgiendo cesaron. Sólo se escuchaba el chisporroteo de las ramas ardiendo en la hoguera en torno a la cual estaban reunidos. Publio Cornelio Escipión avanzó despacio hacia Lelio.

—Ya sé que Asdrúbal Barca fue el causante de la caída de mi padre y que mató al procónsul Cneo Cornelio Escipión, mi tío, con su propia espada y no necesito que nadie me lo recuerde y mucho menos tú, Cayo Lelio. Te lo perdono porque sé que es más el vino el que habla por tu boca que tus pensamientos. —Publio hablaba con volumen controlado, algo más fuerte que antes, mucho más intenso, aún sin levantar la voz.

Lelio dio un paso atrás. La insinuación de Publio sobre su posible embriaguez le había pillado por sorpresa. Hizo ademán de girarse y volver a su asiento, pero quizás el vino o quizá la intensidad del momento hicieron que cambiase de opinión y volvió a dirigirse a Publio.

—Cneo lo haría, él habría perseguido a Asdrúbal.

Publio digirió aquella respuesta. Tragó saliva y respondió con sequedad.

—Es probable, pero Cneo está muerto y yo y nadie más es el general en jefe de las tropas romanas en Hispania. Tropas, por otro lado, insuficientes, Lelio. No tenemos bastantes tropas para adentrarnos hacia el norte en persecución de Asdrúbal. Me faltan dos legiones, las dos legiones que tú deberías haber conseguido del Senado y que no lograste traerme.

Publio no necesitó increpar a los dioses ni alzar su voz para desarmar a su mejor oficial. Lelio recibió aquellas últimas palabras como lo que eran: una enorme humillación pública. Sintió cómo el resto de los oficiales no estaba ya con él. Lo que había dicho Publio era cierto. Aquella vez falló él. Debería haber persuadido al Senado pero no hubo forma. Nunca hasta entonces se lo había echado en cara el joven general y ahora, ahora lo hacía y lo hacía en público delante de todos.

—Quizá... —dijo Lelio cabizbajo, entrecortadamente— quizá tengas razón. Tú eres el que mandas... pensaba distinto... eso es todo... seguramente... estoy equivocado. —Lelio retrocedió, llegó junto a su asiento, pero pasó de largo. Varios centuriones se hicieron a un lado y Cayo Lelio se esfumó entre las sombras.

Publio Cornelio Escipión se quedó entonces solo en el centro del corro de oficiales. Hacia él retornaron todas las miradas. Se dirigió a Marcio.

—Que se tomen las medidas de costumbre para la vigilancia del campamento. Además, quiero varias patrullas en las cuatro direcciones: norte, sur, este y oeste. Quiero saber si hay movimientos de tropas. Que salgan de noche. Quiero informes al amanecer. Mañana nos replegaremos hacia Cartago Nova y allí decidiremos sobre el resto de la campaña de lo que queda de primavera y del verano.

Publio se dirigió hacia su tienda mientras los lictores de su guardia le abrían paso entre la multitud de legionarios que se había ido arremolinado en torno a la tienda del praetorium. Desde atrás, Publio escuchó cómo centenares de gargantas empezaban a corear una palabra. Al principio no le prestó demasiada atención, pero, poco a poco, el término era tan claro que no pudo escapar a sus oídos. ¡Imperator, imperator, imperator!

Los iberos le aclamaban como su gran jefe. Aquélla había sido una gran victoria y, sin embargo, no se sentía tan solo desde el día en que le comunicaron la muerte de su padre y de su tío. Sí, Cneo habría salido en persecución de Asdrúbal. En eso llevaba razón Lelio. A Publio su corazón le pedía salir en busca de Asdrúbal sin atender a más consideraciones, pero ese deseo se encontraba una y otra vez con las palabras de su padre: «Las batallas se pueden ganar con el corazón, pero las guerras sólo se pueden ganar con la cabeza.» Y su cabeza decía que no tenía tropas suficientes, que debía esperar. Puede que Asdrúbal escapara hacia el norte, incluso que alcanzara Italia, aunque eso era complicado, pues tendría que hacerlo por el interior de Hispania y luchar contra los vacceos o negociar con ellos, pues por el Ebro tendría enfrente a las tropas de Tarraco. En cualquier caso, aun a riesgo de incumplir con el mandato del Senado sobre su obligación de impedir que Asdrúbal alcanzara Italia, no podía perseguirle. No debía hacerlo. Mañana sería otro día. Lelio estaría con resaca pero más sosegado. Sí, ése sería buen momento para hablar con él y hacerle entender. Mañana.

Las legiones malditas
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