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La barca de Caronte
Zama, madrugada del 20 de octubre del 202 a.C.
Esa misma noche Publio Cornelio Escipión ordenó que se trajeran frente al praetorium los cuerpos sin vida de sus tribunos y centuriones caídos. Así, diferentes grupos de legionarios de los diversos manípulos en los que habían servido aquellos oficiales excepcionales por su valor, trajeron a Lucio Marcio Septimio, Quinto Terebelio, Sexto Digicio, Mario Juvencio Tala y al primus pilus Cayo Valerio. Publio permaneció frente a los cuerpos mientras eran desvestidos y limpiados concienzudamente. Atilio, el médico de las legiones, cosió las heridas y limpió la sangre seca de los cadáveres. Luego Publio hizo traer togas blancas limpias y no dejó que fueran los esclavos, sino que ordenó a los propios legionarios que vistieran a cada tribuno, a cada centurión desnudo. Y los legionarios no se sintieron humillados, sino, muy al contrario, agradecidos de poder servir hasta el último instante a unos oficiales que por su coraje y destreza habían sabido conducirlos en la batalla para dejarlos allí ahora, vivos y victoriosos bajo el mando del mejor general del mundo. El único que había derrotado de forma brutal a Aníbal y sus ejércitos en la más grande de todas las batallas campales que ninguno de ellos pudiera traer a la memoria. Mientras tanto, dos manípulos de soldados trabajaban en levantar la más grande pira funeraria que ninguno de aquellos soldados hubiera visto antes. Trajeron leña acumulada para varios días y alzaron una montaña de más de seis metros de altura. Sobre la cumbre de aquella meseta de troncos y ramas secas, Publio ordenó que subieran los cuerpos limpios y entogados de sus oficiales muertos. Ordenó que cada oficial fuera dispuesto en lo alto del monte de leña con sus armas, sus pila, sus gladios, sus dagas y sus escudos. Incluso hizo que rebuscaran junto a los cadáveres de los elefantes para encontrar la lanza y la espada que Quinto Terebelio y Cayo Valerio habían usado para atacar a las gigantescas bestias que pusieron en peligro a las dos legiones. Y las armas se encontraron y se trajeron y se pusieron junto a los cadáveres. Y sobre los cuerpos de Terebelio y Digicio se pusieron además las coronas murales que ganaran al ser los primeros en conquistar las murallas de Cartago Nova, y encima del pecho de Cayo Valerio se dispusieron todos y cada uno de los torques y faleras que el veterano primus pilus había conquistado en el pasado. Publio Cornelio Escipión, procónsul cum imperio sobre las legiones de Roma en África, único general de la ciudad del Tíber o de cualquier otra ciudad o país que había sido capaz de destrozar a las tropas cartaginesas en África de forma absoluta, ascendió por un extremo de la montaña de leña donde los legionarios habían dejado una ruta con la pendiente más suave, hasta alcanzar lo alto de la pila funeraria. Luego fue moviéndose con tiento por entre los cuerpos, arrodillándose junto a cada uno, abriendo con cariño, con mimo, la boca de Lucio Marcio primero y, sacando de una pequeña bolsa una moneda de oro puro acuñado en Sagunto, la depositó entre los dientes del difunto. A continuación repitió la operación con Terebelio, con Digicio, con Mario y, para terminar, con Cayo Valerio. Aquellas monedas, unas de las mejores monedas de oro que se habían acuñado nunca, regalo de los saguntinos a Escipión por reconstruir su ciudad, las depositó en la boca de aquellos hombres sagrados para el corazón de Publio. No eran ya monedas, sino el óbolo necesario para que el dios Caronte permitiera a las almas de aquellos hombres cruzar el río Aqueronte en las entrañas de la tierra, para que de esa forma todos y cada uno de aquellos oficiales no quedaran sin culminar el tránsito entra la vida y la muerte, entre el reino de los vivos y el palacio del Hades en el Elíseo del inframundo. Publio Cornelio Escipión descendió despacio por el otro extremo de la montaña de leña y caminó hasta ubicarse frente al gran promontorio de incineración. Un lictor se aproximó y le dio una antorcha prendida en llamas que bailaban acariciadas por el viento nocturno. No había habido tiempo para una larga deductio por todo el campamento ni lo había para esperar varios días antes de la incineración, porque estaban en medio de la más feroz de las campañas militares y al amanecer tenían que estar preparados para cualquier movimiento que los cartagineses, en su completa desesperación, pudieran acometer. Era cierto que no tenían muchos recursos, pero Publio seguía desconfiando, sin creer que aquella batalla pudiera suponer la derrota final de Aníbal. Por eso había organizado aquella rápida pero fastuosa y espectacular incineración de sus más leales oficiales, pero se sentía, al mismo tiempo, mal consigo mismo por reducir la pompa de su entierro y por ello había ordenado levantar la mayor de las piras funerarias que hubieran visto jamás, y por eso había puesto en la boca de cada oficial muerto la mejor de las monedas de oro posible, pero aún había alguna costumbre que se podía cumplir y que debía cumplirse, por tradición, por respeto, porque sus oficiales muertos se lo habían ganado.
—¡Legionarios de la V y la VI! ¡Vuestros oficiales han muerto para daros la vida a vosotros y ahora correspondería a los familiares de los caídos proceder a la conclamatio, pero sus familiares están lejos de aquí, en Roma, y yo os digo que vosotros sois ahora su familia y como familia os conmino a que gritéis al viento de esta noche el nombre de cada uno de los caídos! ¡Gritad conmigo, gritad cada nombre! ¡Lucio Marcio Septimio!
Y miles de gargantas respondieron con toda su fuerza.
—¡Lucio Marcio Septimio! ¡Lucio Marcio Septimio! ¡Lucio Marcio Septimio!
Y sólo el viento les respondió. Marcio permaneció inmóvil, tendido sobre la inmensa pira funeraria. Y la misma conclamatio se repitió con los nombres de Quinto Terebelio, Sexto Digicio, Mario Juvencio y el mismísimo Cayo Valerio.
Publio deja de mirar a los legionarios y se vuelve hacia el promontorio de leña. Se pasa el dorso de la mano izquierda por los labios y las mejillas húmedas. Está llorando. Se agacha y acerca la antorcha a las ramas secas de la base impregnadas de pez. Las primeras ramas se encienden con furia y como un torbellino toda la pira funeraria arde por los cuatro costados. El procónsul debe retirarse varios pasos primero y luego retrocede, igual que lo hacen todos, hasta dejar casi treinta pasos de distancia entre él y la gigantesca pira funeraria en llamas. La hoguera es la mayor que nunca nadie de los allí presentes hubiera visto jamás. Algunos recuerdan cuando incendiaron los campamentos de Sífax y Giscón. Aquél fue un incendio mayor, pero compuesto de multitud de hogueras diferentes. Aquélla era la mayor fuente de luz y calor que nunca hubieran presenciado emergiendo de una única llama. Publio Cornelio Escipión vuelve a vociferar con toda su energía, gritando entre lágrimas que no se esfuerza en ocultar.
—¡Golpead vuestros escudos, golpead vuestros escudos con las espadas! ¡Quiero que Caronte se despierte, quiero que Caronte oiga el estruendo de nuestro dolor infinito, quiero que Caronte sienta respeto, incluso miedo de las almas de nuestros tribunos, de nuestros centuriones caídos en la más dura de las batallas! —Y los legionarios obedecieron y alrededor de la monumental hoguera se alzó un estruendo de golpes metálicos como no se había oído jamás, que ascendió por el aire y fue llevado por el viento hasta alcanzar millas de distancia. Y Publio levantó sus brazos en alto y elevó su voz por encima de aquel mar de ruido y se acercó a las llamas hasta que el calor clamoroso de la leña ardiendo le detuvo—. ¡Despierta, Caronte, despierta y lleva a nuestros hermanos hasta su descanso eterno! ¡Despierta, Caronte, y escucha nuestro dolor!
Aníbal se había detenido a varias millas del lugar del combate. Cabalgaba en dirección a Hadrumentum, pero había ordenado una breve parada para que los animales se repusieran y pudieran comer algo y abrevar para resistir la marcha que aún quedaba hasta llegar a la ciudad que había elegido como refugio tras la derrota. Un clamor lejano llegó a sus oídos y a los de sus hombres. Aníbal, al igual que todos, se volvió a mirar. En la lejanía de la noche oscura, se intuía un resplandor brillante justo allí donde habían luchado y por el aire parecía viajar un murmullo cargado de misterio que a los oídos de todos aquellos soldados resultaba ininteligible, para todos excepto para Aníbal.
—Entierran a sus muertos y lo hacen con honor —dijo el general de generales—. Eso les honra. Hemos sido derrotados, al menos, por un general y no por un villano. Es el único consuelo que nos queda... de momento. —Y no dijo más, pero se miró la mano en la que lucía los anillos de todos los cónsules romanos que había abatido en el campo de batalla. Era una colección que nadie más había podido lucir y que nadie más podría exhibir nunca. Aníbal apretó los dientes un momento y luego hizo una señal para que Maharbal se acercara. Los dos hombres hablaron en voz baja. Luego Maharbal desapareció a solas en medio del desierto mientras Aníbal y los caballeros de Cartago supervivientes al desastre de Zama montaban de nuevo sobre sus caballos y reemprendían en dirección a Hadrumentum la marcha más dura y más triste.
El viejo dios Caronte surcaba el pantano que el gran río Aqueronte, el río de la pena, creaba en torno al Hades, allí donde los muertos debían llegar si tenían con qué pagar el viaje. Caronte era quien decidía si la moneda que llevaban para pagar su tránsito era merecedora de navegar sobre las yertas aguas de la ciénaga del infierno o si, por el contrario, condenaba a las almas que no acertaran a satisfacer su codicia a un eterno vagar entre el mundo de los vivos y los muertos. Caronte, el hijo de Erebo y Nix, retornaba cansado y aburrido de su último viaje. Acababa de llevar a varios asesinos innobles al otro lado del pantano. Eran almas de miserables que terminarían en el tártaro infernal. Y malos pagadores de monedas de cobre que Caronte despreciaba. Se rió con asco de ellos cuando los dejó en el Asfódelos donde la bestia cancerbera se haría cargo de que sólo pudieran marchar hacia el tártaro y nunca hacia el Elíseo, preservado para las almas honestas, especialmente cuando el juicio implacable de Minos, Radamanto y Éaco, los tres jueces del inframundo, confirmara la sentencia de aquellas míseras almas. Estaba a medio camino, cuando le pareció escuchar algo. Un inmenso torrente de ruido descendía desde el reino de los vivos, un estruendo como no había escuchado desde la muerte de Eneas. Y le extrañó. Aceleró algo el ritmo de su navegación movido por la curiosidad. Su existencia era demasiado monótona y cualquier alteración era siempre vivida por su parte con cierto interés, siempre y cuando no supusiera un quebranto a las leyes que los dioses habían estipulado para el inframundo, como cuando Hércules entró a la fuerza, vivo, en el reino de los muertos, y regresó también vivo. Aquello le valió a Caronte un año de prisión decretado por las deidades, molestas por su ineficacia. De nada importó que Hércules fuera hijo del mismísimo Júpiter. Ninguna excusa le valió, y el castigo tuvo que ser cumplido. Desde aquello, las novedades le interesaban igual que, no podía evitarlo, recelaba de ellas. Caronte alcanzó al fin la costa del pantano donde se encontraban las almas de los recién difuntos. Allí esperaba un pequeño grupo de hombres, vestidos con togas blancas, pulcros, y repletos de armas y todo tipo de condecoraciones militares. Era allí donde el estruendo que descendía desde el reino de los vivos se transformaba en un extraño y poderoso clamor que despertó aún más la mente inquisitiva del anciano barquero del infierno. Bajó de su barca y, yendo de una a otra de aquellas almas, posó su arrugada mano en la boca de cada uno de los recién difuntos y de cada boca extrajo la más hermosa de las monedas de oro. Caronte se sintió satisfecho y sorprendido por la prevalencia de aquel estruendo que no dejaba de descender desde el lugar de donde provenían aquellos hombres muertos. Sin duda algo grande había ocurrido allá donde los vivos dirimían sus diferencias, algo que agitaba a miles de mortales y que no dejaba indiferente al resto de los dioses, que dejaban que aquel sonoro lamento de golpes extraños llegara a penetrar las mismísimas puertas del Hades.
—Éstos no son mortales comunes —se dijo Caronte, mientras acercaba su barca hasta la mismísima arena de la playa del lago y dejaba que cada uno de aquellos hombres ascendiera a su embarcación. Eran cinco. Cinco senadores de Roma o quizá cinco de sus oficiales en el campo de batalla. Muchos muertos habían llegado de Roma en los últimos años, pero pocos que hubieran levantado aquel clamor entre los vivos y pocos que se condujeran con el orgullo y la serenidad con la que lo hacían aquellos hombres envueltos en sus togas blancas y armados con sus espadas y lanzas. Eran un grupo temible y Caronte no tenía duda que su deber debía ser el de conducirlos con rapidez en un rápido tránsito por el río Aqueronte hasta alcanzar la otra playa donde dejar a aquellas almas que, sin duda, debían seguir camino del Elíseo.
Caronte aún se sorprendió más cuando las en ocasiones embravecidas aguas del pantano se calmaron por completo al cargar aquellas almas en su barca. El anciano barquero que todo lo había visto se mostró algo perplejo y decidió seguir con su cometido en silencio sin atreverse siquiera a preguntar a los difuntos, como hacía en otras ocasiones, nada sobre su origen o sobre la causa de su muerte. Estaba intrigado, pero el porte y la dignidad de aquellos espíritus transeúntes le conminaban a guardar un prudente silencio. Así Caronte, sin saberlo, transportó las almas de Lucio Marcio Septimio, Quinto Terebelio, Sexto Digicio, Mario Juvencio y Cayo Valerio, por el pantano que separa a los vivos de los muertos. Su asombro era creciente, pues estaba acostumbrado a transportar almas tensas, con miradas nerviosas que intentaban escrutar su destino entre los vapores impenetrables de la ciénaga infernal. Sin embargo, aquellos espíritus transmitían una extraña sensación de paz. A medio camino, Caronte ya había forjado su opinión y no dejaba de mirar con admiración y respeto a aquellas cinco almas que navegaban con un orgullo inédito rumbo al infierno, con un porte y una templaza sólo propia de los héroes.