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El anillo consular
Zama, 20 de octubre del 202 a.C.
Campamento general romano en Zama
Al amanecer, bien temprano, tras un frugal rancho de gachas de trigo en leche de cabra y algo de pan y agua, el general estaba en el praetorium junto con Cayo Lelio, un encogido Silano reclinado en una butaca por las heridas de las que intentaba recuperarse, un magnífico aunque siempre distante Masinisa, rey ya de toda Numidia, y los centuriones de segundo rango ante la ausencia de los tribunos y los primus pilus de la V y la VI. Publio, sorprendentemente restablecido en sus energías y dotes de mando, estaba dando las instrucciones necesarias para organizar la marcha de las legiones hacia Útica, donde podrían recuperarse de la batalla y esperar más refuerzos y provisiones, al tiempo que se enviarían mensajeros a Cartago para no ya negociar, sino simplemente informar de cuáles eran las condiciones de paz que Roma imponía. En ese momento, Marco, el más veterano de los lictores, entró en la tienda.
—¿Y bien? —preguntó el general.
—Ha llegado un mensajero.
—¿De Cartago? —inquirió el general con el ceño fruncido. Era demasiado pronto como para que las noticias hubieran llegado y los senadores de Cartago hubieran tenido tiempo de decidir algo.
—No, de Hadrumentum. Es un mensajero de Aníbal. Parece que es allí donde se va a refugiar el general cartaginés.
—¿De Aníbal? —Publio Cornelio Escipión separó sus manos de los mapas que había estado consultando y se sentó en su sella curulis, frente a la mesa—. Que pase.
Un caballero púnico, con uniforme y presencia militar, pero con sus ropas, brazos y piernas cubiertos por sangre seca, igual que su poblada barba y su casco polvoriento, entró mirando a uno y otro lado, pasando entre los centuriones del ejército con el que había estado luchando el día anterior. Los romanos, toda vez que lo capturaron en las proximidades de la llanura, respetaron su vida, porque no dejó de gritar que lo enviaba Aníbal para hablar con el general romano y había algo en su voz que imponía no sólo respeto, sino miedo, en los romanos que le rodearon, por lo que los legionarios se limitaron a desarmarlo y pasearle por entre todos los muertos de sus compatriotas y mercenarios de su Estado, de modo que cuando aquel que se decía mensajero de Aníbal, si se marchaba de allí con vida, sólo pudiera contar a Aníbal y a todos los cartagineses que allí no quedaba un solo soldado de Cartago con vida.
—Habla, oficial de Cartago, te escucho —dijo Publio, sin saber muy bien a qué obedecía aquella visita. El caballero cartaginés no dijo nada, sino que rebuscó bajo sus ropas con cuidado de no levantar las suspicacias de los centuriones y demás oficiales romanos, y sacó un pequeño paño de tela que, muy despacio, acercó hasta la mesa del general y lo depositó sobre los mapas.
—Esto es de Aníbal —dijo el cartaginés en un griego bastante correcto—. Mi general dice que una promesa es una promesa, incluso si ésta es una promesa al mayor de sus enemigos.
Publio se incorporó en su butaca y tomó el paño de tela entre sus manos. Lo abrió con tiento y, al separar los diferentes pliegues de aquel tejido, ante sus ojos emergió un anillo dorado: el anillo consular de oro puro de Emilio Paulo, su suegro, abatido por las tropas cartaginesas en la batalla de Cannae. Publio lo tomó con cuidado con su mano izquierda y lo depositó en la palma de su mano derecha, que cerró con fuerza, como si estrechara la mano de un ser querido que no veía hacía mucho tiempo.
—¿Y los otros anillos? —preguntó el general.
El oficial cartaginés se retiró un poco dando un paso atrás. Temía esa pregunta.
—Aníbal dice que... —empezó pero no se atrevía a seguir.
—Habla, cartaginés. Eres un mensajero y me has traído algo muy preciado para mí. Tu vida será respetada. Dime lo que ha dicho Aníbal. Quiero saberlo, quiero escucharlo.
El oficial tragó saliva. Le gustaría poder quitarse el casco. El sol ya había salido y estaba calentando la tienda con intensidad. Empezó a sudar.
—Aníbal ha dicho que los otros anillos son suyos por ley de guerra y que si Roma los quiere Roma tendrá que arrebatárselos, y eso Roma sólo lo podrá hacer de su cuerpo muerto.
Todos contuvieron la respiración, empezando por el propio oficial púnico, firme en medio del praetorium, pero Publio sonrió y todos parecieron relajarse un poco.
—Dile a Aníbal que esos anillos pertenecen a Roma y que Roma los recuperará un día, de su cuerpo muerto o apresado, pero es cierto que sólo dijo que si quería recuperar este anillo debía derrotarle en el campo de batalla y no se refirió a los demás anillos, eso es cierto, como lo es también que Aníbal ha cumplido su promesa, lo cual me ha impresionado. —Y continuó dirigiéndose a Marco—. Ahora que acompañen a este hombre a un lugar tranquilo donde pueda comer y beber sin ser molestado. Es un guerrero como nosotros y a la luz de su apariencia luchó con vigor ayer; luego, que se le proporcione una escolta que lo lleve hasta las cercanías de Hadrumentum o de Cartago, donde él os diga, y allí dejadlo libre.
El oficial cartaginés iba a dar media vuelta, el cónsul romano ya se había vuelto a levantar y volvía a contemplar los mapas, pero antes el caballero púnico se atrevió a añadir algo.
—Gracias, general.
Publio Cornelio Escipión levantó la mirada de la mesa y se irguió por completo. El oficial púnico ya se retiraba escoltado por Marco y el resto de los lictores cuando el general hizo una pregunta.
—¿Y cuál es tu nombre, cartaginés?
El aludido volvió a girarse para quedar de nuevo frente al procónsul.
—Maharbal, procónsul de Roma, mi nombre es Maharbal.
Todos estaban sorprendidos, porque era la primera vez que oían a un oficial cartaginés dirigiéndose a un general romano reconociendo su rango. La conversación continuó.
—¿Y cuál es tu rango, oficial? —preguntó Publio con curiosidad—. Debes de ser alguien importante para que Aníbal te confíe un mensaje privado como el que me has traído.
—Soy su jefe de caballería, general.
—Entiendo. —Publio meditó un momento—. Resististeis con vehemencia ayer, pese a estar en clara inferioridad numérica frente a mis jinetes.
—Hice lo que pude. Hice lo que me ordenaron.
—Y tu resistencia casi consigue una nueva victoria para Aníbal.
—Me faltaron hombres, general. De hecho, Aníbal está convencido de que si hubiera tenido más jinetes, él sería quien habría derrotado al procónsul.
—Pero tenía los elefantes y yo no —replicó Publio—. Aníbal ha sido derrotado porque yo he planteado mejor la batalla y mis hombres han luchado con coraje.
Maharbal tenía argumentos para rebatir la afirmación del general romano, pero no quiso continuar aquel debate ni forzar su suerte. El propio procónsul pareció también ceder un poco.
—En todo caso, es indudable que no faltó valor entre los cartagineses —comentó Publio mirándole fijamente. Maharbal sostuvo la mirada. El general apostilló una última frase—. Es una lástima que no seas romano.
Maharbal sonrió y el general le respondió con un ligero cabeceo de asentimiento. Luego el oficial cartaginés se retiró y salió de la tienda. En el exterior, Marco se dirigió a él de nuevo. Maharbal detectó cierto tono de respeto.
—Ven. Te daremos buena comida y bebida. Luego, como ha ordenado el procónsul, te escoltaremos hasta donde digas.
Maharbal asintió y ambos hombres desaparecieron entre una gran cantidad de legionarios que se estaba congregando con ánimo de escupir e insultar al oficial cartaginés, pero cuando se cruzaban con la firme mirada de Marco, proximus lictor del procónsul, todos callaban y nadie decía nada.
En el interior del praetorium, Publio continuaba con sus instrucciones a sus oficiales, pero su mano derecha la mantenía cerrada, a su espalda, apretando con fuerza el anillo consular de Emilio Paulo.
Hadrumentum
Aníbal escuchó el relato de Maharbal con interés, en especial cuando su jefe de caballería repitió las palabras de Publio Cornelio Escipión en las que insistía que había vencido por haber planteado mejor la batalla que el propio Aníbal.
—Así que, después de todo, es vanidoso —comentó el general cartaginés con una sonrisa extraña—. Noble, pero vanidoso. Deberá tener cuidado el general romano. La vanidad en Roma crea muchos enemigos... —Y Aníbal se puso serio antes de continuar; le dolía que el procónsul de Roma no hubiera admitido que la falta de caballería en el bando de Cartago había sido crucial—. Y no, no debería vanagloriarse de haberme derrotado, pues eso alimenta en mí algo que creía olvidado.
Maharbal le miró confuso.
—Las ansias de venganza —sentenció Aníbal—. No ahora, no en mucho tiempo, pero la vida es larga y quizás alguna vez, en algún momento, en algún lugar, tenga en mi mano la herramienta con la que causar una derrota a ese Escipión mucho más dura y fatal que la que él me ha infligido a mí. No, no hace bien en vanagloriarse de mi derrota. —Y lo repitió una vez más, como grabándose en la memoria aquellas palabras para recordarlas bien en el futuro—. No, no hace bien. No hace bien. Todos terminamos siendo vulnerables alguna vez. Todos.