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Las «legiones malditas»
Lilibeo, costa occidental de Sicilia, finales de marzo del 205 a.C.
El aluvión de generosidad con la que no sólo los romanos, que alistaron a varios miles de voluntarios, sino de todas las partes del Lacio y las regiones vecinas, emocionó a Publio. Desde Caere llegaron grano y provisiones que pudieran servir de alimento para las tripulaciones y los soldados que se habían adherido voluntariamente a la expedición con destino a Sicilia primero y luego a la temida África. Pero hacían falta tantas cosas. El cónsul vio admirado cómo llegaba hierro para forjar centenares de nuevas armas enviado desde Populonium y la flota para transportar a sus soldados la pudo construir con telas para los velámenes procedentes de Tarquinii y madera cedida por Volaterrae, desde donde también se envió más trigo. Pero es que llegaban armas procedentes de todas los rincones de Italia: tres mil escudos, tres mil cascos y hasta cincuenta mil lanzas, jabalinas y pila enviadas desde Arrentium, y desde otras ciudades llegaban centenares de hachas, palas, picos y todo tipo de herramientas con las que poder construir barcos y que luego podrían emplear para levantar los campamentos de las tropas expedicionarias. Y se enviaba más madera desde Perusia, Clusium y Rusellae. Y, lo que más ansiaba Publio: llegaron algunos centenares más de voluntarios desde Umbría, Reate, Amiternum y el territorio de los sabinos. Desde Camerinum se presentaron seiscientos soldados perfectamente armados y dispuestos para el combate. Publio puso a sus hombres a trabajar día y noche con la supervisión de sus oficiales, de Lelio, Silano, Marcio, Terebelio y Digicio; en tan sólo cuarenta y cinco días, se construyeron veinte quinquerremes y diez cuatrirremes. El día siguiente partieron rumbo a un viaje en el que todos tenían puestas mil esperanzas, pero en el fondo de sus corazones todos sabían que, pese a la generosidad de muchas ciudades y pueblos de Italia, la expedición era reducida en número de barcos y efectivos. Publio, mejor que nadie, sabía que tenía bastantes armas y unos pocos hombres ilusionados, pero estaba seguro de que, sin las legiones V y VI fuertemente armadas, bien dotadas y, sobre todo, bien predispuestas para entrar en combate, la expedición navegaba rumbo al más estrepitoso de los fracasos. Pero debía intentarlo. Se lo debía a su padre y a su tío, se lo debía a toda su familia, al pueblo de Roma y a todas aquellas ciudades y regiones de Italia que confiaban en su idea de invadir África para alejar de una vez por todas la destrucción, el saqueo y el pillaje permanente al que Aníbal Barca los tenía sometidos. Todos necesitaban a las legiones V y VI, las necesitaban como el aire para respirar, las necesitaban por muy malditas que éstas fueran.
Publio desembarcó en Lilibeo con los siete mil voluntarios que se habían unido a su causa. El cónsul examinaba la silueta de sus oficiales recortada en un extremo de cubierta mientras admiraban la bahía del puerto más importante al oeste de Sicilia: Lucio Marcio Septimio, reflexivo e inteligente; Mario Juvencio, leal y valiente; Quinto Terebelio, fuerza bruta y decisión disciplinadas hasta sus últimas consecuencias; Sexto Digicio, siempre intentando hacer valer que los marineros de Roma eran tan o más valientes que los legionarios; Silano, hábil y seguro, un gran combatiente, y Cayo Lelio, aún algo distante, todavía dolido por haberse visto relegado por él en las últimas batallas de Hispania y, sin embargo, allí estaba. Y haría lo que se le pidiera, como siempre, y de hecho fue el que primero reaccionó cuando cayó enfermo en Cartago Nova. Allí estaban todos. Todos bravos, firmes, preparados, pero eran pocos, insuficientes para la magna empresa que Publio deseaba acometer. Todos sus pensamientos daban círculos para volver a lo mismo: Necesitaba las dos legiones acantonadas a pocas millas de Lilibeo. Necesitaba las legiones V y VI de Roma y las necesitaba tan leales, tan preparadas y tan dispuestas como los siete mil hombres que ahora le acompañaban en el desembarco en aquel puerto en el extremo occidental de Sicilia. A su pesar, a las dudas sobre la disposición de las «legiones malditas», había que añadir la presencia entre los oficiales de Marco Porcio Catón en calidad de quaestor. La última artimaña de Quinto Fabio Máximo, quien, no satisfecho por haber mermado las fuerzas de las que Publio disponía para poner en marcha su plan de atacar África, había introducido a su más fiel pupilo como quaestor de aquellas fuerzas. Publio podría haber luchado por impedir que Catón fuera el seleccionado para esa cuestura, pero era lo que había pactado con el propio Máximo y ya no había marcha atrás. Tenía sólo un año para, al menos, reunir un ejército fuerte, adiestrarlo y desembarcar en África. Publio sorprendió a todos cuando no puso ninguna oposición a la presencia de Catón entre sus fuerzas.
Si el plan de Máximo era embarcarlo en disputas largas y manipuladas con el inoportuno quaestor, él debía estar atento a no dejarse llevar por esa estrategia y no perder nunca el objetivo final de aquella campaña: África. Y si lo que Máximo buscaba con la presencia de Catón era intimidarle, también fallaría. Publio estaba decidido a hacer lo que fuera necesario para invadir África, independientemente de la acusadora y siempre entrometida mirada de Marco Porcio Catón.
Todo estaba tan en contra del éxito de su empresa que Publio, cada vez que surgía un nuevo impedimento, no hacía sino pensar que ya nada podía empeorar las cosas. En esos momentos sentía que se estaba equivocando y, al mismo tiempo, para su sorpresa, seguía estando seguro de que desembarcaría aquel año en África. De lo que ya no estaba tan seguro era del desarrollo final de aquella campaña una vez que las sandalias de sus legionarios pisaran aquella inhóspita y hostil tierra.
Publio había pasado la mañana saludando a los mandatarios de Lilibeo y organizando la estancia de su mujer y sus hijos en aquella ciudad, pues había decidido que éstos debían quedarse en Lilibeo hasta que se asegurara de cuál era la situación real de aquellas dos legiones por tantos años desterradas de Roma. Emilia aceptó quedarse en Lilibeo con la misma docilidad que su obstinada resistencia a quedarse en Roma. Su mujer sabía distinguir la frontera entre estar junto a su marido siempre que fuera posible y suponer un riesgo para que su esposo desempeñase los objetivos que se había marcado. Nadie sabía exactamente la posición de las legiones V y VI, ni nadie garantizaba que fueran a aceptar ya mando alguno procedente de una Roma que los había condenado a un ostracismo durante once largos y eternos años. Así de concluyentes se mostraron las autoridades del gobierno de Lilibeo.
—Que los dioses velen por ti —fueron las únicas palabras que dijo Emilia al despedirse de él, sin abrazos, sin besos, pues estaban rodeados por todos los oficiales de Publio.
El cónsul respondió mientras se alejaba hacia la puerta de la domus que le habían cedido las autoridades de la ciudad con palabras llenas de afecto pese a su brevedad.
—Y que os cuiden a vosotros. Volveré en unos días.
Y el cónsul partió. Comenzó a andar por las calles de Lilibeo buscando la puerta oriental. Tras él caminaban todos sus tribunos, Lelio al frente, y luego Marcio, Mario, Terebelio, Silano y Digicio. Catón caminaba tras todos ellos, deprisa, mirando siempre a un lado y a otro, como si quisiera escudriñarlo todo, como si tomara nota de cada gesto, de cada palabra del cónsul.
A la puerta de Lilibeo, había apostados varios caballos para el cónsul y sus oficiales, pero Publio, siguiendo su costumbre, los descartó y prosiguió la marcha a pie, en lo que, como no podía ser de otro modo, le imitaron todos sus oficiales, pero si alguien pensaba que aquello retrasaría el avance, al menos lo hizo mucho menos de lo que podía imaginarse. Publio marcó un paso acelerado, similar al que había usado en sus rápidos desplazamientos en Hispania previos a la toma de Cartago Nova o al de la batalla de Baecula. Sus oficiales, acostumbrados a aquellas agotadoras marchas, igual que la mayoría de los voluntarios que ya habían luchado con el joven cónsul, asumieron la ardua tarea con una mezcla de resignación y orgullo: pocos eran los que entre las legiones de Roma podían resistir unas marchas forzadas como aquéllas. Además, los tribunos encontraron un deleite especial al percibir el sudor que poblaba la frente de un sorprendido Catón, más acostumbrado a los desplazamientos en cuadriga o a caballo que a las largas y penosas marchas legionarias envueltos en una nube de polvo y arena, pues polvo y arena fue lo que les envolvió en poco tiempo a todos. Los campos por los que pasaban, donde antaño se cultivaban abundantes cosechas de trigo que luego se exportaban rumbo a Roma, estaban yermos, vacíos, convertidos todos ellos en un infinito erial ocre de tierras desnudas, semidesiertas. El sol de finales de marzo era poderoso anunciando la llegada de la primavera y el cielo despejado de nubes incrementaba su inclemente azote sobre los esforzados soldados. Catón sufría de forma desmedida y ya estaba seguro de que al final del día tendría ampollas en los pies, pero se cuidó mucho de ni tan siquiera musitar la más mínima palabra de queja. No le daría él esa satisfacción al engreído cónsul. Además, Catón estaba seguro de reír el último, pues al final de aquella absurdamente veloz marcha no encontraría el cónsul otra cosa que hastío, desesperanza y el final de todos sus planes, pero no dijo nada: quería disfrutar presenciando cómo el cónsul descubría por sí mismo lo imposible que resultaba ya para ningún general rescatar de la vergüenza y el abandono a aquellas dos legiones de cobardes y miserables derrotados de Cannae.
Publio, seguido de sus oficiales y de su ejército de voluntarios, continuó avanzando hacia el interior de la gran isla. Los terrenos baldíos les rodeaban cada vez más mientras se adentraban en Sicilia. Se veían pequeñas chozas quemadas y casas de piedra y adobe más grandes semiderruidas. No había ganado ni animales salvajes. Los árboles habían desaparecido, muchos talados años atrás para construir parte de las flotas romanas y cartaginesas de la anterior guerra púnica. Los unos y los otros habían contribuido al desgaste de aquel territorio, pero Sicilia era una tierra rica y productiva en otras regiones de la isla. Allí, por el contrario, sólo se percibía vacío, abandono, olvido. Publio miró al cielo y se detuvo un momento.
—Descansaremos un poco —dijo quitándose el casco y pasándose una mano por su cabello empapado de sudor. Luego miró al cielo. Había algo que le tenía intranquilo—. No hay pájaros.
Nadie se había percatado, pero al decirlo el general todos se dieron cuenta de que en efecto así era: desde que habían dejado Lilibeo atrás, no habían visto pájaro alguno. Al detenerse la marcha, el silencio se hizo aún más evidente. Todos callaron para escuchar mejor, pero no había nada. Ni siquiera viento.
—No es buen augurio —dijo Terebelio, el más supersticioso de los oficiales; también el más osado en el campo de batalla. Marcio y Lelio le echaron una mirada de reprobación, pero el general seguía mirando al cielo. Parecía que no había escuchado aquel comentario, pero sus palabras mostraron hasta qué punto el cónsul estaba atento a todo y a todos.
—No es ni un buen ni un mal augurio, Quinto Terebelio —dijo Publio—. Sin pájaros no tenemos augurio que leer, ni bueno ni malo, ¿no crees? —Y se echó a reír. El resto de los oficiales acompañó a su general en aquella risa contagiosa y cálida con la que siempre sabía relajar el ánimo de los suyos. Terebelio sonrió mientras se rascaba la cabeza metiendo los dedos por debajo del casco. Catón permanecía unos pasos atrás y pensó en decir algo sobre lo inconveniente de hacer bromas sobre asuntos religiosos, pero se contuvo y encontró alivio pensando que el final de aquella jornada supondría una decepción completa para las vanas pretensiones de aquel cónsul de encontrar en las «legiones malditas» tropas preparadas para la guerra. Era obvio que los mal llamados legionarios de la V y la VI se habían dedicado al pillaje y el saqueo de toda la región, un territorio supuestamente amigo de Roma. Hombres así ya no eran romanos, ni siquiera soldados, sólo bandidos sin disciplina inhabilitados para el combate, en otras palabras, inútiles para Escipión.
Las risas terminaron y el denso silencio volvió a rodearlos con su pesado manto de ausencia de todo. El general ordenó reanudar la marcha. El ruido de las miles de sandalias pisando la arena de Sicilia ahuyentaba el vacío del viento inexistente, de los pájaros que no había y del miedo de todos a no encontrar lo que andaban buscando, lo que tanto necesitaban.
Los dos se arrastraban por el suelo. Eran un niño de doce años y su hermana mayor de trece. Estaban aterrorizados, pero el hambre es aún más poderosa que el miedo. Habían descendido desde las colinas, desde las cuevas en las que sus tíos se ocultaban junto con el resto de los granjeros supervivientes al ataque de los demonios de la VI legión. Sabían que eran la VI legión porque lo repetían en cada ataque. El último fue el definitivo. Hasta ese momento se habían conformado con robar el ganado, el trigo y las verduras, pero la última vez lo arrasaron todo: incendiaron la granja, se llevaron todo lo que había para comer y mataron a sus padres. Ellos habían sobrevivido escondidos en un agujero en el suelo del establo que su padre había preparado para ocultar comida, como había hecho con otro zulo similar bajo la casa de piedra.
Los dos niños reptaban arropados por las sombras del atardecer, pero todavía había demasiada luz.
—Esperaremos a que anochezca —dijo la muchacha en la lengua local que hablaban salpicada de palabras fenicias y griegas y, más recientemente, con algún vocablo latino aprendido a sangre y fuego, como far, grano, o puls, gachas de trigo, o Panis militaris. Antes ésas eran palabras asociadas a un próspero negocio: la venta de comida a los cuestores de las legiones allí atrincheradas; pero los soldados cada vez tenían menos dinero y el hambre era la misma. Primero pedían prestado, luego robaban por la noche y al fin venían en bandas organizadas de unos veinte hombres, armados hasta los dientes, con sus corazas, cascos y gladios. Su padre fingía que le robaban todo pero escondía siempre comida debajo de la casa y en el agujero del establo. Un día descubrieron el hueco de la casa y, como castigo, violaron y mataron a su madre. Su padre no resistió más y cuando montaban en sus caballos negros, tomó un cuchillo y se lo clavó en la espalda al líder de aquellos miserables. No pudo matarlo pero le dejó malherido. Los otros legionarios se revolvieron y asesinaron al padre también. Ellos lo vieron todo escondidos en el establo. Al caer la noche vinieron sus tíos y les condujeron a las cuevas de las colinas. Allí, los niños encontraron decenas de familias como ellos: arruinadas, diezmadas, destrozadas. Se consolaron en esa compañía tragando el dolor de su desdicha, pero llegó un día que el hambre reclamaba algo más que llanto y tristeza. Los dos niños sabían que quedaba comida escondida bajo el establo, así que, sin decir nada a nadie, al atardecer, se deslizaron entre los hombres y las mujeres dormidos de la cueva en la que se refugiaban y se adentraron en la espesura de los matorrales. Tenían hambre. Hambre.
—En una hora o dos será de noche —continuó la muchacha—. Entonces iremos al establo. Allí encontraremos comida.
Su hermano no decía nada pero asintió. Su hermano no hablaba desde que mataron a sus padres, pero ella sabía que él entendía. La muchacha se alegraba de que su pequeño hermano estuviera allí con ella. Pese a su duro silencio era una compañía reconfortante. Y, además, juntos podrían transportar más comida de vuelta a la cueva. La niña se deleitaba pensando en la cara de felicidad que pondrían sus tíos y el resto de los granjeros al ver el queso y el jamón, las hogazas grandes de pan, todas escondidas bajo la casa, en tinajas grandes volcadas para ocupar menos espacio; y podrían traer al menos un saco o dos de harina. Con eso podrían aguantar un poco más. Luego... cerró los ojos. Había que pasar el día a día, el día a día. Quizás ir todos juntos, unidos, para defenderse mejor, a Lilibeo. Eso era lo que habían hecho otros, pero la niña tenía miedo de alejarse de allí. No conocía otra vida, otro sitio.
—Por Hércules, mira lo que he encontrado. —La voz del centurión resonó como un trueno que anuncia la peor de las tempestades.
Los dos niños intentaron echar a correr, pero el gigantesco centurión se abalanzó sobre ellos y cogió a cada uno con una mano. El niño le mordió el brazo así que el centurión lo lanzó al aire y el pequeño cuerpo del muchacho se estrelló contra las piedras del suelo. Se oyó el golpe seco al caer el niño contra el suelo. Se quedó quieto. Sin moverse. Su hermana, sobrecogida, entró en pánico y comenzó a gritar.
—¡Calla, mujerzuela! ¡Por los dioses, calla o te mato! —Y el centurión reventó la cara de la muchacha con un sonoro bofetón. La niña dejó de gritar. El dolor era lo de menos. Su hermano parecía haber muerto. Pronto aparecieron más soldados. Los legionarios formaron un corro en torno a la joven. En sus rostros la niña leyó las mismas miradas que había visto en los hombres que habían matado a su madre. El instinto le hizo entender lo que le esperaba.
—Primero yo —dijo el centurión mientras se quitaba la coraza.
—¡Siempre igual! ¡Por los dioses que no es justo! —replicó uno de los legionarios. El centurión se giró hacia el que replicaba sin soltar a la chica, que se acurrucaba en el suelo, a sus pies.
—¡Publio Macieno es el centurión al mando y si tienes algo en contra te lo tragas o por Hércules que te atravieso aquí mismo! —Y se llevó la mano a la empuñadura del gladio. Los legionarios retrocedieron un par de pasos. El centurión, más tranquilo, se centró de nuevo en su ya dócil presa. Iba a disfrutar de lo lindo antes de matarla. La soltó.
—¡Desnúdate, puta! —espetó Macieno escupiendo saliva que llovió sobre el rostro aterrado de la joven. La muchacha, aterida por el horror, obedeció sin musitar palabra alguna. Su cuerpo quedó desnudo en apenas unos segundos al dejar caer su túnica de lana gris y sucia sobre la tierra de Sicilia. Se cubrió su delgado cuerpo como pudo, un brazo cruzando los pechos y una mano sobre su vello púbico. El fresco de la incipiente noche que reptaba desde las colinas la abrazó y sintió un escalofrío. El centurión avanzó hacia ella. La muchacha se arrodilló y llevó sus manos a las rodillas de aquel soldado. Quería implorar pero no tenía voz. Fue otra voz la que habló.
—¿Quién está al mando de este... grupo de... de esta expedición?
Macieno, centurión de la VI legión, se enfureció. Pensaba disfrutar de aquella muchacha con auténtica parsimonia y si para ello tenía que ensartar el corazón de varios de sus hombres no dudaría en hacerlo. Macieno desenvainó la espada y se giró hacia su inoportuno interlocutor. Al volverse vio la figura alta y joven de un soldado desconocido cubierto con una toga púrpura, la toga propia sólo de un cónsul. Macieno detuvo su espada. Un sol agónico se arrastraba por detrás de aquella silueta y le confundía los ojos. No podía ver bien a quién le estaba hablando.
—¿He de repetir mi pregunta, centurión?
—¿Quién eres tú? ¿Por qué no os deshacéis de él? —dijo Macieno dirigiéndose hacia sus hombres. Éstos desenvainaron las espadas. Aparecieron entonces algunos oficiales detrás de la extraña silueta púrpura que volvió a hablar.
—Ya que lo preguntas, te diré quién soy, pues yo no tengo por qué ocultar mi persona, como parece que debes hacer tú. Hablas con Publio Cornelio Escipión, cónsul de Roma, y estos que ves a mis espaldas son mis doce lictores y mis oficiales.
Macieno tragó saliva pero no se arredró. Estaban nivelados en cuanto a número. ¿Un cónsul de Roma? ¿Después de tantos años? Aquello parecía una broma.
—No ha llegado mensaje alguno al campamento sobre un cónsul de Roma en Lilibeo —respondió Macieno, y se sacudió a la joven muchacha que, llorando, gateó hasta acurrucarse bajo un gran olivo a unos pasos de donde tenía lugar aquel extraño encuentro.
Publio Cornelio Escipión no respondió a Macieno y se limitó a mirar la espada que éste blandía en alto.
—Es tarde para enviar un cónsul aquí —añadió Macieno—. Hace tiempo que no reconocemos el mando de Roma sobre nosotros.
—Entiendo... —dijo Publio, y dudó antes de continuar. Tras de sí estaban sus oficiales y también estaría Catón disfrutando ante la osadía de aquel centurión—. Ya veo, ¿y eso impide también saber con quién hablo?
—Soy Publio Macieno, centurión de la VI legión, segundo en el mando después de Marco Sergio, primus pilus de la legión.
Escipión ponderó las ironías y contradicciones de aquella respuesta: primero aquel renegado llevaba su mismo praenomen y luego, pese a no reconocer el mando de Roma, apelaba a la jerarquía propia de las legiones romanas para justificar su mando. Publio Cornelio Escipión miró a su alrededor y detuvo la mirada en la muchacha. Sin dejar de observarla, volvió a hablar.
—¿Y qué haces, Macieno, tan lejos del campamento?
—Buscamos comida. Roma hace tiempo que no envía suministros.
De súbito la niña lanzó un grito mirando al cónsul.
—¡Tintu, tintu, rapi, rapi! —Y calló y miró al suelo volviendo a acurrucarse.
—¿Coméis carne humana ahora? —preguntó Escipión. Macieno fue a responder, pero el cónsul se había cansado de hablar. Dio la espalda a Macieno y se dirigió a los lictores y sus oficiales.
—Por Castor y Pólux y todos los dioses, acabad con todos, menos con ese estúpido centurión. —Y se retiró unos pasos caminando hacia la niña asustada. Los lictores dejaron sus fasces en el suelo mientras desenvainaban las espadas. Entretanto Marcio, Lelio, Terebelio, Digicio, Mario y Silano, arropados por una docena de legionarios, ya se habían echado encima de los hombres de Macieno. La contienda no fue heroica. Los legionarios de la VI apenas opusieron resistencia más de dos golpes de espada antes de empezar a arrojar sus gladios y pedir clemencia. Los oficiales se volvieron hacia Escipión y éste negó con la cabeza. Las espadas atravesaron uno a uno el corazón de todos los hombres de Macieno. Publio estaba entonces junto a la niña y pidió que llamaran a alguien que entendiera a aquella chica. El centurión superviviente de la VI permanecía rodeado de los lictores del cónsul. Empezó a llorar. Se arrodilló.
—Por favor, por favor... —empezó a gimotear—, tengo familia e hijos... tenemos hambre... no hay suministros...
Lelio llegó junto a Publio con un joven de Lilibeo, un voluntario recién añadido al ejército del cónsul. Escipión había hecho correr la voz de que cualquiera que quisiera luchar y conseguir riquezas y gloria podía unirse a sus tropas. Muchos dudaban de aquella promesa, pues todos pensaban que sólo encontrarían la muerte en África, pero algunos, desesperados y abandonados de la diosa Fortuna, se habían unido a las tropas del cónsul. El joven se acercó y escuchó a la niña que volvía a hablar repitiendo las mismas palabras que había dicho antes y que ahora subrayaba señalando a Macieno.
—¡Tintu, tintu, rapi, rapi!
—Habla en la lengua local, mi general —dijo el joven que habían traído como intérprete—. No sé exactamente lo que quiere decir, pero tintu es un insulto, como perverso, malvado y creo que lo otro significa robar. Es todo cuanto puedo decir, mi general.
Escipión asintió.
—Dile a la niña que no tenga miedo, y hazle entender si puedes que ya no habrá más ataques a las granjas.
Publio dejó entonces a la niña hablando con el joven nuevo voluntario y se acercó a Macieno, que no dejaba de aullar entre sollozos y gemidos. Se dirigió a él empleando el mismo tono que había usado al principio de aquel encuentro, como si no hubiera ocurrido nada.
—Publio Macieno, centurión de la VI. Soy Publio Cornelio Escipión, cónsul de Roma, con mando en Sicilia y África. Vengo a tomar el mando de las legiones V y VI de Roma. Ahora ve al campamento e informa a tus superiores, al Primus pilus de la VI y también al de la V... ¿hay Primus pilus en la V?
—Cayo Valerio —musitó Macieno mirando al suelo, henchido de pánico.
—Bien, pues informa a ambos, a Marco y a Valerio, ya que tribunos no hay, de mi llegada. Diles también que espero más disciplina y más reconocimiento a mi mando del que he encontrado aquí. Puedes ilustrarles sobre el efecto de la rebeldía a mi persona explicándoles con detalle lo que ha pasado aquí. Llegaré al campamento mañana al mediodía, cuando el sol esté en lo alto del cielo.
Macieno no daba crédito a su suerte. Gateó para abrazarse a las rodillas del cónsul, pero Publio dio un paso atrás. Macieno se detuvo en su avance y habló mientras se incorporaba despacio.
—Por supuesto, mi general. Mañana al mediodía. Los hombres estarán formados a las puertas del campamento. Las dos legiones. Todos... esperando al cónsul... gracias, cónsul de Roma, no defraudaré al cónsul...
Publio Macieno tomó la espada que le tendía un Lelio que ardía en deseos de patear a aquel miserable, pero que se contenía por disciplina; Macieno envainó el arma y echó a andar sin mirar atrás. Despacio primero y luego corriendo como perseguido por los lobos.
—Allá va un cobarde —dijo Terebelio.
Publio le miró y Terebelio no añadió más. En ese momento apareció Catón que, por cautela, se había quedado en la retaguardia mientras tenía lugar la refriega entre los legionarios rebeldes de la VI y los hombres del cónsul. Marco Porcio Catón contó los cadáveres antes de hablar.
—Diecinueve muertos. Veo que el cónsul de Roma tiene una forma curiosa de ampliar su ejército. —Y sonrió con amplitud antes de sacar sus conclusiones—. A este paso conseguirá el cónsul un gran ejército de cadáveres.
Lelio fue a replicarle, pero Publio le tomó por el brazo y Lelio se contuvo, una vez más. Catón se alejó por donde había venido. Estaba satisfecho. Las cosas iban mejor de lo que nunca había imaginado. El cónsul tendría que combatir con cobardes o con muertos. Ninguno de los dos serían grandes aliados una vez desembarcados en África. Aquélla era una empresa abocada al más estrepitoso de los fracasos. Su sonrisa desapareció. Tendría que ver la forma de escabullirse de la misma antes de que fuera demasiado tarde. Eso era lo único que le quitaba el sueño, pero ya encontraría un subterfugio con el que retirarse de África cuando las cosas empezaran a torcerse definitivamente para el engreído cónsul. Volvió a sonreír. Mañana al mediodía, había dicho el cónsul. Eso significaba que descansarían esa noche. Sus pies lo agradecerían.
Publio se quedó con sus oficiales. Sabía que las palabras de Catón habían sembrado dudas sobre su actuación, pero no tenía ganas de dar explicaciones. Tendrían que confiar en él, como hacían siempre.
—¡En marcha todos! —ordenó Publio.
—¿Pero no has dicho que llegaremos mañana al mediodía al campamento? —preguntó Lelio—. Los exploradores dicen que estamos a menos de siete u ocho horas de marcha. Podemos hacer noche y llegar mañana al mediodía como has dicho a ese centurión, hay tiempo de sobra...
—Eso he dicho, Lelio, pero seguiremos la marcha y llegaremos allí de madrugada. La V y la VI se van a levantar más pronto de lo que suelen hacerlo.
Y con esas palabras el cónsul echó a andar y tras él su escolta de lictores con las fasces en alto, seguidos por los tribunos y, poco a poco, los miles de voluntarios.
Marco Porcio Catón estaba descansando sentado junto a unas piedras de lo que había sido un muro de una granja cuando observó que el ejército seguía con la marcha. Se había quitado las sandalias para aliviarse pero, maldiciendo su suerte, empezó a abrochárselas de nuevo a toda prisa.
La niña vio cómo los legionarios se alejaban con aquel extraño jefe al mando. Salió del abrigo del olivo y fue corriendo en busca de su hermano. Lo encontró tumbado sobre las piedras en las que había caído. Le llamó por su nombre un par de veces. El niño abrió los ojos y sonrió. Hermano y hermana se abrazaron. Parecía que la esperanza retornaba a sus vidas.
Era noche cerrada aún cuando bajo la tenue luz de una tímida luna menguante, Publio y sus oficiales avistaron el mítico campamento de las «legiones malditas». La luminosidad escasa no dejaba que uno se apercibiera del mal estado de las empalizadas, pero, incluso en medio de la noche, los veteranos mandos del ejército de Publio vislumbraban algunos huecos que los legionarios de la V y la VI no habían tapado con nuevos troncos. Asimismo, el foso, a medida que se acercaban descendiendo por una larga colina próxima al campamento, se hizo visible con zonas de poca profundidad. Posteriormente el mal olor de esas zonas hizo comprender a los hombres del cónsul que el foso estaba siendo utilizado de vertedero. Y lo más lamentable era que apenas si se veían hogueras encendidas y guardias. El ejército de voluntarios del cónsul de Roma se había acercado a quinientos pasos de las empalizadas y ningún centinela había dado la voz de alarma. Las «legiones malditas» dormían. Publio detuvo el avance de sus hombres. Miró a su alrededor. La faz de sus oficiales era seria. Sabía lo que pensaban. Catón, por el contrario, parecía el hombre más satisfecho del mundo. Si atacaran ahora a aquellos hombres, aun siendo el ejército del cónsul menos de la mitad en número de efectivos, podrían acabar con aquellas dos legiones antes del amanecer. Además, quedaba por saber cuántos de los legionarios de la V y la VI se habían acostado ebrios. Era evidente que las «legiones malditas» no esperaban ni temían a enemigo alguno. Se sentían olvidados, más aún, sentían que ellos eran el olvido mismo. Y los pobres granjeros asustados que se escondían entre los peñascos de las colinas no eran amenaza para aquellos veinte mil legionarios y tropas auxiliares transformados en bandidos. El desánimo en Publio no vino por todo lo que estaba observando, sino que provenía de otro origen. En su esperanza por convertir a aquellos hombres en soldados de Roma de nuevo, pensó que encontraría algo más de reacción tras la llegada del centurión al que habían perdonado la vida aquella tarde para que informara de su llegada, pero si había regresado al campamento y notificado el avance del cónsul, aquello no parecía haber alterado en lo más mínimo el devenir decadente de las legiones V y VI. No se inmutaban ni aunque tuvieran a un cónsul a medio día de marcha. La mirada brillante en el rostro de Catón era algo demasiado hiriente para el joven cónsul. Tendría que ser más duro con aquellas legiones de lo que había planeado. Tendría que ser implacable.
Cayo Valerio dormía siempre con un sueño ligero, un duermevela que se quebraba ante el más mínimo chasquido. Aquella noche se acostó preocupado. Macieno había regresado solo de su batida habitual para saquear las granjas del contorno. Cayo Valerio lo había visto cruzar el campamento al atardecer con su coraza manchada de sangre. Estaba claro que alguien les había atacado, pero Macieno no dijo nada y su figura se desvaneció en la tienda de Marco Sergio, el primus pilus, de la VI. Sea como fuere, Valerio sabía que no tendrían información sobre lo ocurrido. ¿Bandidos? Era extraño, porque no había más ladrones en aquella región de Sicilia que ellos mismos. ¿Se habrían armado los granjeros? Era posible, pero ¿cuántos campesinos harían falta para acabar con una turma de la VI? Más de un centenar, y aun así, era muy extraño que fueran capaces de acabar con todos menos con uno. ¿Cartagineses? ¿Un desembarco en Lilibeo? Las autoridades de la ciudad habrían enviado algún mensajero. Incluso siendo las «legiones malditas», era mejor dirigirse a ellos que dejarse arrasar por los cartagineses. ¿O tan mala era ya la opinión de los ciudadanos de Lilibeo que ni amenazados por tropas enemigas se dignaban recurrir a la V y la VI? Cayo Valerio se despertó de su medio sueño, medio vigilia y se sentó pasando los brazos por encima de sus rodillas. La paja seca del lecho era el mayor confort al que podían aspirar en aquel infinito destierro. No. Si estuvieran amenazados por tropas enemigas, Macieno y Marco Sergio habrían advertido al resto, a todos, y habrían hecho poner centinelas. En su cobardía y su miedo recurrirían a todos. Era otra cosa la que había ocurrido. ¿Una pelea entre ellos mismos, por algún botín? O también cabía otra posibilidad completamente distinta: quizás habían encontrado algo realmente interesante y el resto se había quedado guardando lo requisado, quizás un buen lote de ganado, mientras Macieno había regresado para solicitar refuerzos a Marco. Sí. Cayo Valerio empezó a asentir con fuerza cuando el mayor estruendo que nunca jamás había escuchado le hizo dar un respingo y ponerse en pie, desenfundando su espada, todo al tiempo. Aquello eran cornetas y tubas, decenas de ellas, en plena noche.
Les atacaban.
Cayo Valerio salió de su tienda con la espada desenvainada, nervioso pero resuelto al tiempo, decidido a vender cara su piel. Casi estaba contento de poder luchar, aunque fuera para morir. En el exterior le recibió el caos más absoluto. Miles de legionarios corrían de un lugar a otro sin orden, como poseídos por las deidades infernales. Uno de sus hombres se dirigió a Valerio. Le habló como pidiendo consejo, buscando alguien a quien seguir en medio de aquel desatino.
—¡Mi centurión, dicen que hay mensajeros en todas las puertas! ¡Dicen que ha venido un cónsul de Roma!
Cayo Valerio le miró con incredulidad. ¿Un cónsul de Roma? Y el caso es que aquello sería lo único que podía dar sentido a aquella situación absurda: ningún enemigo despierta a sus oponentes antes de matarlos. Si eran víctimas de un ataque sorpresa, ¿dónde estaban los proyectiles y las flechas y las lanzas? El cielo estaba raso y plagado de estrellas. Era una buena noche para haberles atacado, como tantas otras, pero sólo se escuchaban tubas y trompetas. Y el correr de miles de soldados aturdidos, confundidos. Para desazón del legionario que acababa de dirigirse a Cayo Valerio, éste le dejó atrás y echó a andar hacia la puerta decumana. Tuvo que abrirse camino a empujones, pero su corpulencia y el tener un propósito definido le hizo avanzar rápido entre los legionarios perdidos y sin mandos. Observó que muchos empezaban a dirigirse a las empalizadas para observar así, de primera mano, lo que estaba ocurriendo en el exterior del campamento. Eso mismo quería él. Así se plantó en cinco minutos en la porta decumana y allí vio a un grupo de unos treinta legionarios bien armados y perfectamente uniformados al otro lado del foso. Demasiado pulcros y organizados como para pertenecer a las desvencijadas V o VI. Eran soldados recién alistados, aunque por su edad aparentaban veteranía. Una combinación peculiar. Parecían venidos ya de otro mundo, un mundo que Cayo Valerio había casi olvidado por completo: Roma. Uno de aquellos hombres parecía repetir un mensaje una y otra vez, rodeado por sus compañeros que, espadas en mano, estaban preparados para protegerle por si era atacado.
—¡Legionarios de la V y la VI, el cónsul Publio Cornelio Escipión de Roma ha venido a tomar el mando de estas legiones y el cónsul de Roma os ordena formar frente a la porta praetoria del campamento antes de que despunte el alba!
Callaba unos instantes y volvía a repetir el mismo mensaje. Cayo Valerio no comprendía por qué los legionarios seguían tan interesados en observar desde las empalizadas, por eso siguió avanzando hasta que sus ojos pudieron vislumbrar desde el suelo lo que otros ya admiraban desde lo alto de las semiderruidas fortificaciones del campamento. Tras los mensajeros, a unos quinientos pasos, en la ladera de la gran colina que se extendía frente al campamento de la V y la VI, se discernía un millar de antorchas distribuidas por toda la colina. Estaba claro que el cónsul no había venido solo, arropado por unos pocos hombres y confiado en una carta del Senado que persuadiera a los hombres de la V y la VI de sus obligaciones para con el general que reclamaba asumir su mando. Cayo Valerio siguió andando hacia el mensajero que repetía la orden del cónsul hasta que quedó frente a él apenas a unos diez pasos. Se detuvo cuando varios de los legionarios que acompañaban al mensajero se interpusieron entre él y el heraldo.
—No es necesario que repitas más tu mensaje, centurión —dijo Cayo Valerio dirigiéndose al mensajero e identificando su rango al hablarle—. Dile al cónsul que la V y la VI formarán frente al campamento de inmediato.
Valerio no dio tiempo a que el centurión interpelado respondiera. Tampoco éste sabía bien qué decir, pero dejó de repetir el mensaje y al poco ordenó al resto de los hombres que le acompañaban que se retiraran con él para volver con los suyos.
Cayo Valerio regresó al campamento con el ánimo encendido. Eso es lo que le había pasado a la turma de Macieno. Y no le habían informado de la llegada de un cónsul. La ira de Valerio iba en aumento. El cuerpo le pedía ir adonde Publio Macieno y su superior, Marco Sergio, y ensartarlos como salchichas, pero aquélla no sería la mejor forma de presentarse ante el cónsul. Valerio, reconcomiéndose sus ansias, llegó hasta su tienda en el centro del campamento y a voz en grito empezó a dar las órdenes precisas.
—¡Hombres de la V! ¡Todos a formar delante de la porta praetoria, ya, por Hércules, Júpiter y por todos los dioses, o voy a mataros uno a uno hasta que me hagáis caso! ¡A formar todos, por Hércules!
Los hombres le miraban y empezaban a enfundar espadas, buscar cascos olvidados, corazas desparramadas por el suelo, grebas, los que disponían de ellas, lanzas desperdigadas entre las tiendas... los hombres de la V habían seguido practicando la instrucción militar bajo el mando de Valerio, pero nerviosos como estaban, no les resultaba una tarea fácil organizarse y más, en medio de una noche, con apenas hogueras en el campamento. Mientras, los hombres intentaban uniformarse.
Cayo Valerio encendió una antorcha y con ella en alto se dirigió al centro mismo del campamento frente al abandonado praetorium, clavó la antorcha en el suelo y, cuando estuvo seguro de que varios centenares de sus hombres le observaban, tomó con ambas manos la insignia de la V legión de Roma, que llevaba once largos y lentos años clavada en aquel lugar, y tiró de ella con todas sus fuerzas. Para asombro de todos los legionarios de la V y sorpresa del propio primus pilus, el asta hundida de la insignia pareció resbalar por las entrañas de la tierra de Sicilia y, casi sin oponerse, salió suave, desclavándose de aquel punto quedando así firmemente asida por el centurión, quien exhibió la insignia en alto y volvió a repetir las órdenes, esta vez con un punto vibrante en su garganta desconocido para todos:
—¡Todos a formar, por Júpiter! ¡Ha llegado un cónsul de Roma!
Publio estudiaba la salida de las legiones V y VI de su campamento. Pronto el desánimo más completo se adueñó de su espíritu, pero mantuvo la cara altiva y el semblante serio, casi inexpresivo, con el fin de no acrecentar la incipiente sonrisa que adivinaba de reojo en el rostro ácido de Catón. De sus hombres percibía una honda preocupación: aquellos soldados que estaban formando de modo desorganizado y sin prisa eran los continentes de tropas que debían reforzarles para la campaña de África. Sus oficiales, al igual que el resto de los legionarios del ejército de voluntarios venidos desde Italia, estaban desolados. Empezaba a entender que la campaña dependería de ellos y sólo de sus propias fuerzas. Nada podría hacerse con aquellos vividores, desaliñados, sucios y torpes que salían del campamento, una vez ya seguros de que no les atacaban, entre risas y con aires de desdén hacia el recién llegado cónsul. Publio Cornelio Escipión tragó saliva. Aquello era mucho peor de lo que había esperado encontrar. Era como si ante sí tuviera las tropas de Suero de nuevo, pero más envalentonadas por el largo período de tiempo que habían pasado sin mandos efectivos. ¿Cómo recuperar aquellos hombres para el combate, para la causa de Roma, de una Roma que los había desterrado y condenado al olvido? ¿Por qué debían ahora luchar de nuevo por aquella ciudad? Publio repasaba en su mente las palabras que había pensado pronunciar para presentarse ante aquellos hombres, pero se daba cuenta de que el discurso que había diseñado no infundiría ni ánimos ni interés en aquellas tropas acantonadas durante once años en una esquina remota de Sicilia. La guerra para ellos era ya algo distante, indiferente, ajeno.
Publio Cornelio Escipión no pudo evitar un profundo suspiro mientras se pasaba la mano derecha por el mentón y bajaba la mirada hacia el suelo. Las legiones V y VI eran incapaces hasta formar sus manípulos; simplemente salían del campamento como quien sale de una visita en una villa en el campo. Había pensado que las antorchas, la oscuridad, el ser despertados en medio de la noche, les infundiría temor, pero aquello sólo había durado unos minutos, hasta que los legionarios desterrados habían entendido lo que estaba ocurriendo. Parecían hasta molestos porque el cónsul les hubiera interrumpido el sueño. Y, sin embargo, aquéllos eran los mismos hombres que habían solicitado, rogado, implorado al cónsul Marcelo que intercediera en el Senado para permitirles de nuevo luchar y rehabilitar así sus nombres y ganarse de ese modo el derecho a regresar a Roma y volver a ver a sus familias y amigos. Pero eso, claro, fue al principio de su destierro. Fabio Máximo se opuso entonces a conceder tal posibilidad a los derrotados de Cannae, a las «legiones malditas». Y ahora hasta el cónsul Marcelo había caído abatido por Aníbal. Publio dibujó una sonrisa extraña e irónica. Viendo a los legionarios de la V y la VI deambulando por delante de su campamento, con algunos centenares de ellos sentados en el suelo, contraviniendo las órdenes de formar, Publio empezó a entender por qué Fabio Máximo había aparentemente cedido en la negociación en su casa y le había dejado el mando de estas tropas. Máximo, siempre tan informado, debía de estar al tanto de lo inútiles que eran ya aquellos hombres, de lo inservibles que resultarían en una campaña militar, y más aún en una campaña militar en nombre de Roma, de la misma Roma que los había castigado.
En medio de la más profunda desazón que embargaba el ánimo de Publio, Cayo Lelio se acercó entonces por detrás y señaló hacia el ala izquierda de la V legión. Publio agudizó la mirada y allí, en la penumbra de un amanecer escondido aún tras las colinas, divisó tres, cuatro, no, cinco, seis, varias decenas de manípulos en perfecta formación de combate: se distinguía perfectamente a las tropas ligeras, los velites, en primera línea, preparados para marchar, y detrás de ellos los hastati, principes y triari, todos dispuestos, con uniformes no impecables, pero sí razonablemente dignos y, lo más importante, todos armados hasta las cejas, pero no con los pila de las nuevas legiones itálicas o las falaricas iberas que llevaban muchos de sus voluntarios veteranos de las campañas de Hispania, sino con viejas armas arrojadizas, como el verutum o el gaesum gálico, las mismas que se usaron en Cannae y que poco a poco se habían ido reemplazando por las romanas durante aquella larga guerra en las nuevas legiones. Aquellos manípulos estaban en perfecta formación como parados en el tiempo. Por un momento Publio pensó estar de nuevo junto a las ruinas de la fortaleza de Cannae, con Emilio Paulo, su suegro, en medio de la infinita formación romana, a la espera de las órdenes del enloquecido Terencio Varrón que los condujo a la más horrible de las derrotas. Esos hombres habían formado con exquisita corrección, como si hubieran estado practicando durante todo el destierro esperando aquel momento. Eran sólo unos quinientos hombres de los veinte mil que allí había, pero eran algo: eran una semilla.
Publio asintió sin volverse hacia Lelio, pero éste comprendió que el cónsul había identificado lo mismo que él había detectado: un remanente de pundonor en medio de tanta desidia.
—Es un principio, Lelio, esos hombres son un principio. Empezaremos por ellos, esta misma mañana —comentó el joven cónsul—. Entérate de quién está al mando de esos manípulos. Quiero verlo cuando termine de hablar.
Lelio asintió y desapareció entre los oficiales. Habían hablado en voz baja, de modo que ni Catón ni el resto pudo apercibirse bien de sus palabras, pero todos, al igual que Lelio y Publio, habían observado con alegría aquellos manípulos que aún parecían recordar lo que era pertenecer a las legiones de Roma. Todos menos Marco Porcio Catón, que no dejaba de estar sorprendido por aquellos recalcitrantes derrotados que se empeñaban aún en intentar hacer creer al resto que eran legionarios; pero eran muy pocos, demasiado pocos hombres aún fieles a la legión y muchos millares de insatisfechos, villanos, bandidos, corruptos y cobardes. Catón escupió en el suelo en dirección a los manípulos del ala izquierda de la V legión.
Publio Cornelio Escipión inspiró aire con profundidad y dio varios pasos hacia delante. Los doce lictores de su escolta le rodearon con antorchas llameantes, resplandecientes en el albor de la madrugada. El cónsul de Roma avanzó unos quince pasos hasta ubicarse en lo que parecía ser un lugar al azar, pero que en realidad era el punto desde el que su voz, aprovechando la caída suave de la colina, se proyectaba mejor hacia todos los hombres de la V y la VI. De algo le tenía que valer todo lo que había leído sobre los teatros griegos y su forma de aprovechar la acústica natural de las laderas de las montañas. Tendría que hablar a voz en grito, pero al menos su esfuerzo valdría para que su mensaje llegara a todos aquellos desaliñados que antaño fueran legionarios. De alguna forma, la desorganización casi total de aquellas tropas era su aliada, pues al no guardar la distancia preceptiva entre un legionario y otro, los millares de hombres de la V y la VI ocupaban mucho menos espacio del que habría sido necesario para su perfecta formación manipular. Eso era un desastre militar, pero una gran ventaja para hacerse oír por todos.
Los legionarios de la V y la VI vieron al cónsul, rodeado de su escolta de antorchas, situarse frente a ellos. Todos esperaban un discurso pomposo y espeso del que no pensaban hacer el más mínimo caso. Además, la luz del día empezaba a hacer visibles las auténticas fuerzas que acompañaban al cónsul y los legionarios de la V y la VI eran más. Eso les hacía sentirse seguros.
Publio había pensado muchas veces cuáles podrían ser sus primeras palabras ante aquellos hombres con los que antaño combatiera y con los que compartiera una humillante huida del campo de batalla, pero al verlos allí, desastrados, distraídos y muchos de ellos pertinazmente sentados sobre la tierra de aquella isla, la ira se apoderó de su ser.
—¡En pie, malditos, en pie, por Hércules! ¡En pie todos o lanzo ahora mismo a todos mis hombres contra vosotros y regaremos todos con nuestra sangre esta mañana! ¡En pie, por Júpiter, en pie! ¡Prefiero morir matando a cuantos pueda de vosotros antes que permitir que permanezcáis sentados ante un cónsul de Roma! ¿Estáis vosotros también dispuestos a luchar hasta la muerte por permanecer con vuestros culos pegados al suelo? ¿Lo estáis?
Ningún hombre de la V o la VI esperaba esas palabras. Los que estaban en pie tensaron los músculos, y los que estaban sentados, unos empezaron a levantarse y otros, los más rebeldes, se miraban entre sí sin saber bien qué hacer. Entre ellos estaba el propio primus pilum de la VI, Marco Sergio, y su centurión, segundo en el mando, Publio Macieno.
—¡Por última vez: en pie todos o empezamos una batalla campal aquí mismo! —repitió el cónsul de Roma—. ¡Yo estoy acostumbrado a luchar pero creo que a vosotros os va a costar responder a nuestro ataque! ¡En pie, malditos de los dioses, en pie!
Marco Sergio y Publio Macieno se alzaron al fin, con desgana, pero se levantaron y con ellos los últimos reacios a ello. El cónsul no había conseguido mucho de momento, pero al menos tenía dos cosas: primero a todos los legionarios en pie, y, segundo, había despertado el interés y la curiosidad en muchos de aquellos hombres, por la extraña forma de empezar a dirigirse a ellos.
—¡Me debéis la vida, todos y cada uno de vosotros me debéis la vida! —gritó Publio Cornelio Escipión—. ¡Incluso esta miserable existencia en el destierro me la debéis! ¡Yo lideré las tropas que salieron vivas de Cannae, junto con otros tribunos, pero yo fui uno de esos hombres y por esos tribunos y por mí hoy estáis vivos, aunque viéndoos ahora me pregunto si no habría sido mejor para todos, para vosotros, para Roma y para mí, haberos dejado allí para que Aníbal y sus hombres os ensartaran como alimañas, para que os dejaran heridos agonizando en el campo de batalla durante días hasta que los buitres os sacaran los ojos, o, mejor aún, para que una vez presos por Aníbal sus hombres se hubieran entretenido haciéndoos luchar entre vosotros hasta que unos a otros os sacarais las entrañas para su divertimento, que es lo que les ocurrió a todos aquellos que allí se quedaron, a todos aquellos que no salieron de la masacre de Cannae! —Aquí Publio detuvo unos instantes su discurso para tomar aliento y para pensar, pues estaba improvisando, dejándose llevar, por primera vez en mucho tiempo, desde el motín de Suero, por sus sentimientos; pero la pausa le sirvió también para comprobar que con sus palabras encendidas había captado la atención de los legionarios desterrados de las «legiones malditas». Más seguro del terreno que pisaba, pensando con mayor frialdad, pero manteniendo la intensidad emocional, prosiguió con sus palabras—. ¡Y vosotros os lamentáis y sentís lástima de vuestro destierro! ¡Miserables, miserables y mil veces miserables! ¡Se os perdona la vida y pagáis con desdén y rebelión la compasión de Roma! ¡Doblabais en número a vuestro enemigo y tuvisteis, tuvimos, que salir huyendo! ¡Todos deberíamos haber muerto aquel día! ¡Todos! ¡Pensáis que Roma es injusta, lo leo en vuestros ojos y no entendéis nada! ¡Roma es severa, estricta, implacable, pero nunca injusta! ¡Roma nunca lucha una guerra injusta y Roma nunca es injusta en sus castigos! ¡Lleváis años acumulando odio y desprecio hacia Roma cuando vuestro verdadero enemigo, el que os humilló, el que os condujo a esta situación, cabalga libre por las ciudades itálicas, asóla a nuestros aliados, acecha las propias murallas de la ciudad natal de vuestros padres, madres, hermanos, esposas, hijos... todos los que queríais y amabais y habéis dejado atrás por vuestra incapacidad en el campo de batalla... todos perdidos pero no por Roma, sino por Aníbal y sus hombres; sí, los hombres de Aníbal, sus veteranos de guerra! —Nuevamente aquí Publio se contuvo durante unos segundos; el silencio era intenso, sus palabras resonaban enormes en aquella ladera, las legiones le escuchaban—. ¡Sí, los hombres de Aníbal! ¡Iberos, galos, africanos y númidas que se reúnen en las noches cálidas de Italia y, al abrigo de sus incontables victorias, narran sus hazañas, se ríen mientras rememoran cómo os hicieron huir, cómo herían a vuestros compañeros, cómo decapitaban a vuestros amigos, y cómo corríais asustados, cómo corríamos todos aquel día para escapar de sus espadas, de su odio! ¿Os duele lo que os digo? ¿Os duele saber que hay miles de hombres que se ríen de vosotros? Lo veo en vuestros semblantes serios. ¿Es dura la verdad? Quizás en el destierro os habéis esforzado en olvidar de dónde venís, pero mi deber como cónsul, mi primer deber al tomar el mando de las legiones V y VI de Roma es el de recordaros quiénes sois: no os importa ser la vergüenza de Roma, eso ya lo he visto, pero yo me pregunto, ¿tampoco os importa ser el hazmerreír de los veteranos de Aníbal? ¿No os importan los chistes, las bromas que se cuentan unos a otros, no os importan las carcajadas de esos galos, iberos, númidas? ¿No los oís en la distancia? Yo creo que si por las noches no os acostarais ebrios, escucharíais en vuestros oídos las carcajadas siniestras de los hombres de Aníbal pavoneándose de su victoria aplastante sobre vosotros y haciendo leyenda de su valor y de vuestra cobardía. ¿O quizá sí las oís y por eso bebéis, para ocultar en el sueño de la bebida el horror de esas risas que os despiertan en mitad de la noche? No sois la vergüenza de Roma porque Roma ya os ha olvidado. Ha enterrado vuestra derrota bajo infinidad de combates contra los veteranos de Aníbal, unas veces con batallas indecisas, otras con grandes victorias y otras también con derrotas, pero derrotas sin la humillante huida de sus legiones. Vosotros no existís ya para Roma, estáis enterrados en el olvido. Por eso no os llegan provisiones ni suministros ni os llegarán nunca. Nunca. Nunca si no es bajo mi mando. Vosotros sólo sois los personajes de las narraciones divertidas de los hombres de Aníbal, sus personajes favoritos: sus cobardes preferidos. Y yo os pregunto: ¿queréis ser eso, protagonistas cobardes y miserables de las historias que vuestros enemigos cuenten a sus hijos y a sus nietos, o queréis otra oportunidad? ¿Queréis ser miseria o queréis otra cosa? ¿Queréis ser miseria o queréis venganza? —Y Publio elevó el tono de su voz mirando al cielo azul del amanecer, gritando con todas su fuerzas—. ¿Queréis miseria o venganza? ¿Miseria o venganza? ¿Miseria o venganza?
Y calló y cerró los ojos, esperando durante uno, dos, tres, cuatro largos segundos de silencio que alguien de entre las «legiones malditas» rompiera aquel pérfido vacío, hasta que desde el ala izquierda el primus pilus de la V, Cayo Valerio, hinchó sus pulmones y respondió a gritos:
—¡Venganza, venganza, venganza, mi general, venganza, por todos los dioses!
Publio mantuvo los ojos cerrados, levantando despacio sus brazos extendidos hacia el cielo como si rezara al mismísimo Júpiter, mientras decenas, centenares, miles de gargantas de las «legiones malditas», empezaron a gritar al unísono.
—¡Venganza, venganza, venganza!
Sólo unos pocos, entre perplejos y sorprendidos, callaban y miraban extrañados lo que ocurría a su alrededor: Marco Porcio Catón, entre las filas de los hombres del cónsul, y los centuriones Marco Sergio y Publio Macieno de la VI, entre las legiones, quienes, con aire confundido, miraban a izquierda y derecha sin entender bien lo que allí estaba ocurriendo.