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Las dudas del quaestor
Sicilia, abril del 205 a.C.
Publio Cornelio Escipión estaba reunido en su gran tienda del praetorium dando las últimas explicaciones a sus oficiales sobre la mejor forma de organizarse antes de su marcha a Siracusa, cuando un tumulto en el exterior le interrumpió de forma súbita.
—Parece que alguien quiere entrar y los lictores se lo están impidiendo —comentó Cayo Lelio. Marcio asintió. El resto, Silano, Terebelio, Digicio, Mario y Cayo Valerio, se volvió hacia la puerta de la tienda. Publio dejó de hablar y con gesto contrariado dio un paso hacia atrás, retirándose de la mesa de los mapas y se sentó en el asiento que tenía a su espalda. Los gritos de Catón desde fuera de la tienda aclararon a todos a qué se debía la algarabía.
—¡Imbéciles, tenéis que dejarme pasar! ¡Soy quaestor de estas legiones, nombrado directamente por el Senado de Roma y tengo que hablar con el cónsul al mando! ¡Por todos los dioses, apartaos de mi vista!
En el exterior, los lictores dudaron ante la seguridad y la vehemencia de Catón, pero pronto prevaleció sobre su ánimo la orden máxima a la que se debían: preservar al cónsul al que servían y obedecerle en todo, y lo último que les había dicho el cónsul es que no entrara nadie en la tienda hasta nueva orden, de tal modo que ninguno de ellos se retiró de la puerta del praetorium. Por otro lado, todos eran conscientes de que aquél era el quaestor, el máximo representante administrativo de las legiones y que le debían un respeto, por eso ninguno de los lictores se abalanzó sobre él para expulsarlo de allí a patadas, que es lo que habrían hecho con cualquier otro, incluido un centurión. Sólo se contenían en sus actuaciones ante los oficiales de máximo rango o ante el quaestor, como era el caso, pero nunca dejaban de cumplir sus órdenes. Incluso si hubiera venido el otro cónsul de aquel año, Craso, en aquel momento en el sur de Italia, no le habrían dejado pasar, no sin antes morir. En el espíritu de los lictores, aturdido por los gritos incesantes de Catón, crecía la esperanza de que la algarabía del quaestor, que no podía pasar ya inadvertida en el interior del praetorium, hiciera que el cónsul tomase una determinación que ratificase su orden de no dejar pasar a nadie o que les indicase lo contrario con relación a aquel impertinente y agrio quaestor que los miraba uno a uno como si quisiera grabarse en la memoria el rostro de cada uno de los legionarios que se estaban oponiendo a su entrada.
Para alivio de los legionarios, Marcio salió de la tienda y se dirigió a los lictores.
—¡Dejad pasar al quaestor!
Marco Porcio Catón se deslizó como una oscura anguila entre los lictores y el propio Marcio irrumpiendo en el praetorium con una habilidad y velocidad que sorprendió a todos. Una vez dentro sus palabras resonaron con estruendo en el interior de la tienda.
—¿Desde cuándo se le prohíbe a un quaestor dirigirse al cónsul de las legiones, por Júpiter? ¡Daré cuenta a Roma de cómo se trata aquí a sus representantes!
Todos los tribunos y centuriones dieron un par de pasos atrás, de modo que Catón quedó encarado con Publio, que desde su asiento daba muestras en su rostro de cierto divertimento ante el enfado de su quaestor.
—Mi muy apreciado Marco Porcio Catón —comenzó el cónsul con voz suave, conciliadora—, no me cabe duda de que mis lictores, en un exceso de celo, han malinterpretado mis instrucciones al ordenarles que no se me interrumpiera durante una hora. Evidentemente, esa instrucción no iba dirigida al quaestor de las legiones, para quien siempre estoy disponible. ¿Qué problema administrativo se te ofrece, Marco Porcio Catón? —Aquí el tono varió hacia la ironía—. Disculpa que sea tan directo, pero estoy intentando organizar una invasión contra nuestro enemigo, por mandato del Senado, por mandato de Roma, ¿recuerdas? Tenemos una guerra, estamos en guerra desde hace trece años y algunos trabajamos para darle término, pero claro, si hay algún problema administrativo, supongo que debemos dejar nuestras vanas ocupaciones militares y centrarnos en resolver aquello que tanto preocupa a nuestro quaestor. ¿Hay alguna cuenta que no te cuadra? ¿El recuento de los sacos de sal da de menos? ¿Alguien ha escamoteado trigo en el último envío desde Lilibeo? ¿Dime, quaestor, qué es lo que te quita el sueño? —Un segundo de silencio y el cónsul concluyó con un tinte de irritación en el timbre de su voz—. Así podremos volver a ocuparnos de cómo invadir África, derrotar a Aníbal y terminar con esta guerra con una gran victoria para Roma.
Los tribunos y centuriones contuvieron su risa, aunque la mueca de desprecio que se dibujaba en sus rostros no cogió por sorpresa al quaestor. Catón no entró a discutir sobre lo pertinente o no de su interrupción, ni a justificar la gran importancia de su cargo. Catón fue directo, como una espada gala en los bosques de Liguria.
—No puedes reclutar un cuerpo de caballería en Siracusa, cónsul
Publio Cornelio Escipión retuvo el aire que acababa de inhalara un instante más de lo normal. Exhaló despacio y sin mover una ceja de su rostro, con un tono serio, respondió igual de directo.
—Esperaba tu oposición, pero no la esperaba tan pronto. Está claro que las noticias en este campamento vuelan como empujadas por el viento.
—No puedes reclutar más hombres —insistió Catón, en pie, firme, ante el cónsul—. Es una orden expresa del Senado y yo estoy aquí para velar que se cumplan las condiciones bajo las cuales tienes permiso del Senado para preparar esa maldita invasión.
Publio mantuvo silencio uno, dos, tres segundos y retomó el discurso mientras sus ojos y los de Catón se escudriñaban mutuamente.
—El mandato que tengo del Senado es el de gobernar la provincia de Sicilia y preparar, con los recursos de esta isla, como tú bien dices una invasión de África que quizá sea maldita para todos, eso no lo sé. Pero lo que sí sé es que para invadir África necesito caballería. Es imposible una victoria contra los ejércitos púnicos sin caballería. Eso lo sabemos todos.
—Eso es cierto —concedió Catón, para sorpresa de todos, incluso del propio cónsul—, pero tendrás que recurrir a otros medios. En el Senado dijiste que conseguirías aliados entre los príncipes númidas. Que éstos formen tu caballería, pues no está permitido reclutar hombres y menos caballeros ni en Sicilia ni en ningún territorio dominado por Roma.
—Dispondremos de caballería aliada —confirmó Publio—, pero en una batalla hay dos alas que defender y no puedo permitir que ambas estén bajo control aliado. Necesito un cuerpo de caballería romano o filorromano. Los caballeros sicilianos pueden darme ese cuerpo. No puedo presentarme en un campo de batalla con los dos flancos en manos de los númidas. Son inconstantes, como los iberos. Eso sería un tremendo error militar.
—Y reclutar caballeros en Sicilia será un enorme error político, cónsul. ¡No puedes hacerlo y punto, por todos los dioses! —respondió Catón gritando; en el exterior los lictores oyeron el vocerío del quaestor y dudaron si debían entrar, pero sabían que el cónsul estaba arropado por sus hombres de mayor confianza y su orden era la de permanecer en el exterior guardando la puerta. Se quedaron firmes en sus posiciones.
En el interior, Publio Cornelio Escipión, cónsul de Roma, se levantó con lentitud estudiada de su asiento, apartó de un estirón brusco la mesa a un lado, volcándola de forma que los mapas quedaron desparramados por el suelo, y avanzó tres pasos hasta colocarse a un metro de Marco Porcio Catón quien, impasible, permaneció clavado en su ubicación, eso sí, con cierto gesto de sorpresa en su rostro y llevándose la mano derecha a la empuñadura de su espada, al igual que estaban haciendo todos los tribunos y centuriones del cónsul.
—Por Castor y Pólux, Catón, soy Publio Cornelio Escipión y soy cónsul. Tengo una misión encargada por Roma y voy a cumplirla y si para cumplirla he de reclutar caballería, reclutaré caballería y ni tú ni nadie podrá impedirlo, ¿hablo con suficiente claridad?
—No puedes hacerlo. Ni tan siquiera un cónsul está por encima del Senado. Incluso en los triunfos, el Senado desfila primero, precisamente para recordar al general victorioso que el gobierno del Senado está por encima de todos.
—No me importan los triunfos, quaestor, sino la seguridad de la misión. Voy a reclutar caballería en Siracusa y no puedes impedirlo.
—Informaré a Roma.
—Haz lo que tengas que hacer, quaestor, y yo haré lo mismo.
Marco Porcio Catón mantuvo la mirada del cónsul durante unos instantes y al final dio media vuelta y se encaminó hacia la puerta del praetorium. Iba a salir cuando la voz del cónsul habló una vez.
—¡Quaestor!
Catón detuvo su marcha, pero no se giró, dando la espalda al cónsul que se dirigía a él. Publio pasó por alto la impertinencia de Catón y le habló recuperando el tono conciliador con el que había iniciado aquel agrio debate.
—Que los dioses estén contigo...
Catón, sin decir nada, reemprendió su marcha y salió de la tienda con rapidez. El cónsul aprovechó para terminar su despedida.
—... si es que alguno soporta tu compañía —concluyo el cónsul, y todos sus oficiales se echaron a reír.
En el exterior, Marco Porcio Catón, bajo la inquisitiva mirada de un centenar de hombres, atraídos a los aledaños del praetorium por los gritos de la discusión entre el quaestor y el cónsul, escuchó aquellas sonoras carcajadas que a los ojos de todos los presentes no hacían sino acrecentar su humillación. Catón guardó para siempre aquellas risas en el fondo de su alma, en el espacio recogido y prieto que tenía reservado para el rencor. Ahora no podía ocuparse de aquellos oficiales, quizá la guerra lo hiciese por él. Ahora debía concentrarse en redactar su informe para que éste llegara a Roma lo antes posible, pero en el fondo de su alma se repetía a sí mismo, una y otra vez, «algún día, Publio Cornelio Escipión, algún día te has de arrepentir de haberte reído de mí, algún día, Publio Cornelio Escipión, algún día...».