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Orongis

Orongis, Hispania, diciembre del 207 a.C.

Estaban en las proximidades de Orongis. Publio estudiaba las murallas de la ciudad desde un altozano. A unos pasos estaba su guardia personal. La campaña militar del nuevo año estaba siendo provechosa pero no decisiva. Publio se sentó en una roca y repasó los últimos acontecimientos. Necesitaba ubicarse. Lucio, su hermano menor, había venido ese año y había conseguido traer refuerzos, dos legiones, las dos legiones que no consiguió Lelio. Había que entender que la victoria de Baecula había hecho cada vez más difícil que Máximo pudiera mantener una constante negativa del Senado a enviar tropas a una región en la que no hacía Publio otra cosa que obtener importantes victorias. Los refuerzos fueron una gran noticia que agradó a todos, pero que hundió aún más a Lelio en su melancolía. De un tiempo a esta parte se mostraba cada vez más distante, y que su joven hermano hubiera conseguido lo que él no había podido hacer le debía de haber desmoralizado aún más. Para colmo, Silano, un recio oficial que había venido de Roma con los refuerzos de Lucio y que Publio había enviado como avanzadilla con parte de las tropas, había conseguido una sonada victoria sobre los cartagineses apresando a uno de sus comandantes, un tal Hanón, que ahora tenían preso en Tarraco. Publio sabía que Lelio había esperado recibir el encargo de esa misión y, sin embargo, tuvo que ver cómo él prefería dar el mando a un recién llegado, a un recomendado de su hermano. Publio carraspeó y escupió en el suelo. No se puede confiar en quien está ofuscado y distante y, además, la victoria de Silano había confirmado que su decisión había sido la correcta. Luego vino lo más difícil: partir junto a su hermano para reunirse con Silano y con todas las tropas, cuatro legiones, para marchar contra Giscón y así acabar de una vez por todas con los ejércitos púnicos en Hispania, pero, una vez más dejando a Lelio al mando de la retaguardia. En la cabeza de Publio persistía el rostro impasible de Lelio recibiendo las órdenes.

—Necesito alguien de confianza en la retaguardia, por si pasa un desastre. Si caemos derrotados necesito que cuides las fronteras y, si es necesario, que lo organices todo para que mi mujer y mis hijos regresen seguros a Roma.

Lelio había asentido con la cabeza, pero Publio necesitaba una confirmación.

—¿Te encargaras de eso, verdad?

—Siempre he cumplido tus órdenes —respondió un lacónico Lelio—. Me debo a un juramento. —Y se dio media vuelta para alejarse, pero se detuvo un segundo y añadió una frase—: Tu familia estará segura, por Hércules, de eso no debes preocuparte. —Y partió.

Aquellas palabras reconfortaron algo el ánimo de Publio. No tanto por su contenido, pues estaba claro que Lelio defendería a su familia de todo mal con su propia vida si era preciso, sino por el mero hecho de que Lelio las pronunciase. Publio se debatía en la forma de poder reconciliarse con él y sabía que sus decisiones durante la nueva campaña, oportunas desde el punto de vista militar, no habían ayudado a corregir el enfriamiento de su relación desde la discusión de Baecula. Sólo quedaba pendiente el asunto de Asdrúbal Barca, quien después de Baecula, tras reunirse con Giscón y Magón, había pactado con los otros dos generales cartagineses que éstos permanecerían en Hispania mientras él cruzaba los Pirineos y la Galia para atacar Italia por el norte. Si eso ocurría, el Senado no se lo perdonaría nunca y todo sería aún mucho más difícil para él. Pero ahora debía ocuparse de lo que estaba en su mano: Giscón y Magón, y que Roma se ocupara de Asdrúbal Barca si llegaba a Italia y, si no, haberle enviado refuerzos antes de Baecula... Eso no le dejaba dormir por las noches... La voz de su hermano Lucio irrumpiendo en su mente hizo que Publio regresara a la realidad que le rodeaba: Orongis, Hispania y la lucha contra Giscón y Magón.

—¿Has decidido ya qué debemos hacer? —Era la voz de su hermano menor, Lucio, que había llegado junto a él pasando entre los lictores que no habían dudado en hacerse a un lado para dejar paso al hermano de su general en jefe.

Publio le miró hacia arriba, desde su improvisado asiento.

—Algo he pensado, sí, hermano. Creo que debemos replegarnos.

Lucio le miró intrigado. Giscón estaba apenas a unas jornadas de marcha tras los poderosos muros de Gades. Publio decidió completar su comentario con una detallada explicación para que su hermano comprendiera el porqué de su decisión.

—Giscón ha repartido su ejército por las ciudades de toda la Bética. Los cartagineses están atrincherados en diferentes fortalezas. No tenemos tropas para asediarlos a todos, incluso con los refuerzos que has traído, y ellos no quieren combatir en campo abierto, no después de la derrota de Hanón de este año. Están agazapados, esperando mejor oportunidad. Así que concentraremos nuestros esfuerzos en tomar una sola de esas ciudades, como mensaje para el resto de las poblaciones que aún les apoyan. Será ésta, Orongis, la que asediaremos, mejor dicho, la que asediarás tú, hermano, con dos legiones. Yo me retiraré al norte con las otras dos legiones. Si detectas movimientos de tropas cartaginesas, retírate al norte sin dudarlo. Yo debo buscar nuevas alianzas con los iberos y afianzar nuestro dominio en el este y en la región del Ebro. Si dejamos a Lelio con pocas tropas mucho tiempo los iberos pueden rebelarse. Por tu parte, ocúpate de Orongis. Es una de las fortalezas más accesibles de todas las que han usado los cartagineses para refugiarse y desde Orongis tendremos el control de algunas de las minas de plata de la región. Eso agradará al Senado. Eso es lo que haremos. Tengo que hacer algo para compensar que Asdrúbal Barca se nos haya escapado.

Lucio estaba asintiendo cuando un mensajero a caballo llegó levantando el polvo del camino. Por sus ropas sucias y su faz sudorosa parecía que aquel jinete llevaba días sin parar de cabalgar. Venía escoltado por otros jinetes que se habían detenido a cien pasos de distancia. Parecía traer noticias de vital importancia. Publio se situó delante de su hermano, de Silano y del resto de los oficiales. El jinete desmontó y se puso frente al general en jefe de las tropas romanas en Hispania. Parecía nervioso, feliz, orgulloso, una mezcla confusa de sentimientos. Publio le estudió con atención mientras el soldado alargaba la mano con unas tablillas con el sello del Senado. Un correo oficial.

Las legiones malditas
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