74
El ejército de Cartago
Útica, norte de África, otoño del 204 a.C.
Cayo Valerio plantó su escudo en el suelo y miró atrás. Los manípulos de la V legión le seguían con disciplina. Miró a su derecha, asomando su cabeza protegida por el casco un centímetro por encima del escudo, y observó cómo los legionarios de la VI, al mando de Quinto Terebelio, habían ascendido también por el otro terraplén. Miró entonces al frente. A cien pasos estaban las murallas de Útica. Al haber levantado aquellas colinas de tierra, el final de su camino terminaba reduciendo la altura de los muros a tan sólo un par de metros. No se veía ningún movimiento especial de los defensores. Les recibirían con flechas y lanzas. Una gran lluvia de las mismas. Los escudos deberían resistir. Luego el asalto.
Cayo Valerio, primus pilus de la V legión, blandió su espada en alto. Sabía que todos le observaban. No iba a ser original. No era momento de palabras brillantes, sino de luchar.
—¡Al ataque! ¡Al ataque! ¡Al ataque, por el procónsul, por Roma, por los dioses!
Los trescientos soldados que le seguían ascendieron el pequeño espacio que les quedaba antes de alcanzar las murallas a la carrera. Al llegar al muro se detuvieron y pusieron sus escudos en alto para protegerse. Los dardos y las jabalinas no tardaron en llegar. Chocaban contra sus escudos como rocas afiladas. Alguna lanza de especial envergadura conseguía traspasar un escudo más endeble de piel seca reforzada apenas con algo de metal y atravesaba el pecho o el brazo de un legionario. Gritos de dolor. Al minuto sólo silencio. La andanada de armas arrojadizas había terminado. Era el momento. Cayo Valerio volvió a hacer resonar su voz a los pies de las murallas de Útica.
—¡Ahora! ¡A por los muros! ¡Ahora, por Júpiter!
Y decenas de legionarios se lanzaron a escalar las murallas, ayudándose los unos en los otros, pero los que ascendían eran embestidos por jabalinas que los defensores usaban a modo de picas con las que los ensartaban. Los romanos sustituían a los que caían con nuevos legionarios, pero nuevas andanadas de flechas y lanzas caían del cielo y, de pronto, desde un ángulo de la muralla, emergió un enorme caldero que los ciudadanos de Útica volcaron haciendo que su espeso líquido llameante resbalara por las hasta entonces frías piedras del muro que, tras el paso de aquella sustancia, quedaban ennegrecidas y humeantes. La pez ardiendo alcanzaba los pies semidescubiertos de las caligae de los legionarios y éstos, abrasados y torturados por el insoportable dolor de sus extremidades en llamas, se arrojaban desde lo alto del terraplén, rodando, sin protegerse ya con sus escudos que habían soltado en su huida para perecer pasto de las flechas y las jabalinas que llovían incesantemente sobre ellos como una tormenta de locura sin fin.
A Cayo Valerio le temblaba la barbilla. Tenía órdenes de intentarlo hasta lo razonable y de ordenar la retirada si la defensa era demasiado poderosa. Cuando recibió esa orden la consideró absurda, pues pensaba que sus hombres de la V estaban lo suficientemente motivados como para exhibirse ante el procónsul, pero ahora, al ver a decenas de sus legionarios como cuerpos inertes por todo aquel campo de batalla, sus cadáveres ensaetados hasta el delirio, inspiró aire, se tragó el orgullo y aulló desde lo más profundo de su alma las nuevas instrucciones a sus soldados heridos, rajados, acribillados.
—¡Retirada, retirada, retirada! ¡Nos replegamos! ¡Descended! ¡Retroceded!
Y así, ensangrentado por una flecha que le había rozado la sien, con lágrimas en los ojos por la rabia y la vergüenza, Cayo Valerio, primus pilus de la V legión, una legión maldita, retrocedió con sus legionarios sin haber conseguido tomar las murallas de Útica. Tras él, cadáveres.
Lelio, tal y como le ordenara el propio procónsul, había conseguido tomar Saleca y multitud de poblaciones cartaginesas en toda la región y había regresado con un imponente botín en forma de oro, plata, grano, víveres de todo tipo, aceite, vino y ganado, pero pese a la caída de Saleca y esas poblaciones púnicas, la resistencia de Útica era un problema que estaba poniendo nerviosos a todos.
—Las fortificaciones de Útica son poderosas y muy resistentes. Así no conseguiremos nada —dijo Lelio a un abatido Publio y a un muy preocupado Lucio, su hermano, que también les acompañaba en aquel altozano desde el que observaban el frustrado asedio de Útica.
El procónsul de Roma se volvió hacia Lelio y admitió la dificultad de la empresa.
—Es cierto. Además, nuestros hombres no combaten con fe. Les falta confianza en sí mismos. Así no se puede conquistar una ciudad. —Y calló mientras seguía contemplando el repliegue de los hombres de Valerio.
—¿Qué hacemos?
Publio iba a responder cuando Marco Porcio Catón, que terminaba de ascender hasta la colina en la que Publio y Lelio se encontraban, se inmiscuyó en la conversación. El quaestor, a la vista de los pobres resultados del asedio, se sentía con ínfulas y ganas de atormentar al general.
—Parece que las murallas de Útica no son como las de Locri o las de Saleca, ¿verdad? —Catón acompañó su pérfido comentario con una mueca de su rostro que pretendía simular una torpe sonrisa. Era un gesto tan poco frecuente en su persona que su faz se contraía de un modo extraño, antinatural.
Publio ignoró sus palabras y se dirigió a su hermano Lucio.
—Hermano, ha llegado una pequeña flota de reaprovisionamiento desde Sicilia y pienso que podemos aprovechar su viaje de vuelta: Quiero que vayas a Roma en esos mismos barcos, con el botín que hemos conseguido tras nuestra victoria sobre la caballería de Hanón y con las incursiones que ha realizado Lelio en Saleca y toda su región. Es importante que Roma vea que vamos consiguiendo resultados tangibles. —Esto último lo dijo mirando al quaestor. Catón dejó de forzar las facciones de su rostro y se mantuvo en silencio, mientras se volvía para mirar hacia atrás. Se escuchaban cascos de caballos. ¿Un mensajero?
Un explorador de los que el cónsul había ordenado que patrullaran en torno al campamento, adentrándose hasta medio día de marcha en tierra africana, llegó, polvoriento, cansado y algo nervioso, hasta el puesto de observación del alto mando romano. El jinete desmontó y se situó frente al procónsul.
—¿Y bien, soldado? —preguntó Publio.
El legionario miró a derecha e izquierda. Dudaba.
—Puedes hablar. Estás ante mi estado mayor y ante el quaestor de las legiones —dijo Publio con aplomo. En realidad, le habría gustado sobremanera que aquel explorador se hubiera presentado en otro momento, cuando Catón no hubiera estado presente, pero eso ya no era posible e intentar entrevistarse con el explorador a solas no habría hecho sino despertar la sospechas de Catón. Era osado hacerle hablar ante todos, pero era digno de su autoritas y esos desplantes le hacían sentirse superior al quaestor, una sensación que el cónsul disfrutaba con deleite, aunque en aquella ocasión, su vanidad le iba a traicionar. Quizás hubiera suerte y el legionario sólo fuera a anunciar el regreso de Masinisa, que, por cierto, llevaba días de retraso, lo que había incrementado también la preocupación de Publio, pues si a la resistencia de Útica se añadiera la defección de Masinisa con las fuerzas de caballería que el procónsul le había cedido o que dicha caballería hubiera sido aniquilada por los númidas de Sífax, eso significaría una dificultad añadida, quizá la piedra de toque final, a toda aquella complicada y agotadora campaña militar.
—Los cartagineses vienen de camino, mi general. Dos ejércitos: Giscón por el este, con unos cuarenta mil hombres, y el rey Sífax por el oeste, con unos sesenta mil. Son muchísimos, mi general.
No se trataba de Masinisa. Eran peores noticias aún. Y el último comentario sobraba, pero ya estaba dicho. El propio legionario se dio cuenta al ver la indignación en la cara del procónsul, pero ya era tarde para desdecir lo dicho. El soldado miró al suelo y rogó a los dioses que lo mataran allí mismo y se lo llevaran al Hades, pero el procónsul estaba ante la presencia de todos sus oficiales incluidos la molesta e inoportuna visita del quaestor. Publio se contuvo.
—Está bien, legionario. Ya has informado. Ahora márchate y descansa. Pronto entraremos todos en combate... aunque soy yo quien debe decidir cuándo el enemigo son demasiados.
—Sí, mi general —dijo el explorador, y se retiró sin levantar sus ojos del suelo.
Catón, como era de imaginar, fue el primero en romper el denso e incómodo silencio que se había apoderado de todos en lo alto de aquella colina.
—Cien mil hombres contra treinta mil. Esto va a ser una gran hazaña, procónsul. —Y dio media vuelta sin esperar respuesta y empezó a alejarse colina abajo al tiempo que su cuerpo se convulsionaba de forma peculiar en lo que quizá pudiera ser una carcajada entrecortada y medio oculta, cuando de súbito se detuvo, desanduvo unos pasos y volvió a dirigirse al cónsul—. Por cierto, creo que en calidad de quaestor acompañaré al hermano del cónsul en su viaje a Roma. Debo hacer recuento de todo lo sustraído en los ataques a Saleca y creo que debo velar por que el botín llegue intacto a Roma. Sí, procónsul, creo que aprovecharé mi rango para ponerme a salvo. Las cosas en África las veo mal. Además, parece que has perdido a gran parte de la caballería en manos de un rey númida exiliado y rebelde. —Y volvió a dar media vuelta y, esta vez ya sí, no pudo controlar que una sonora carcajada perturbase los oídos de todos.
—Deberíamos matarlo y olvidarnos de que es un quaestor —dijo Lelio con la sangre hirviéndole en las entrañas y la mano en la empuñadura de su espada.
—Pero es quaestor —dijo Publio—. En cualquier caso, será un alivio verlo marcharse. Combatiremos mejor sin sus comentarios.
Lelio retomó el tema del mensaje del explorador, evitando referirse a la alusión de Catón sobre Masinisa, un tema sobre el que todos los tribunos de Publio mantenían un profundo silencio, sobre todo porque el general le había cedido al rey de los maessyli varios centenares de jinetes de las legiones, algo que pronto necesitarían para defenderse de los ejércitos de Giscón y Sífax y cada día que pasaba se extendía más y más el convencimiento silencioso de que Masinisa o les había traicionado o había sucumbido a una encerrona de Búcar y su caballería númida.
—Cien mil hombres... —dijo Lelio sin terminar la frase. No quería arrogarse la capacidad de concluir que ésos eran demasiados enemigos, como había hecho el explorador, pero era lo que todos pensaban.
Publio se giró hacia las murallas de Útica. Ahora era ya del todo imposible conquistar aquella ciudad antes de la llegada de los refuerzos enemigos. Los cartagineses se habían tomado su tiempo, pero ya estaban de camino. Sin mirar a nadie, el cónsul respondió a la frase inacabada de Lelio.
—Nos triplican en número, sí, pero como dice Catón, eso hará que nuestra hazaña tenga aún más mérito.
Todos los oficiales se miraron entre sí. Eran palabras valerosas las que pronunciaba el procónsul, pero las palabras por sí mismas no serían suficientes para detener a los cartagineses y a los númidas del rey Sífax. Todos, Lelio, Lucio, y el resto de los oficiales que allí se habían congregado, Digicio, Terebelio, Valerio, Silano y Mario, todos, menos Publio, miraban al suelo y sentían que aquellas legiones estaban malditas de verdad.
Publio Cornelio Escipión mantenía su mirada oteando el horizonte. Nadie sabía qué buscaba.