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Descenso a los infiernos

Roma, verano del 206 a.C.

Tito Macio Plauto caminaba con los hombros encogidos y la mirada hundida en el suelo sucio de las calles de Roma. Regresaba del Aventino, de casa de Ennio, donde había cosechado una negativa más. Ennio tampoco se atrevía a ayudarle. Nadie osaba interceder ante los poderosos senadores de Roma en favor del encarcelado Nevio. Ennio se había mostrado más comprensivo, más atento, más compasivo hacia la preocupación de Plauto por su amigo que el resto, especialmente que el distante Livio Andrónico, pero, en definitiva, la negativa había sido la misma. Plauto llegó al Foro Boario y allí, rodeado de decenas de mercaderes y centenares de compradores de todo tipo de ganado, entre los balidos de ovejas a punto de ser sacrificadas, de carneros descuartizados, de sangre de centenares de animales impregnando el aire de un olor que le hacía recordar el de un campo de batalla tras el combate, Plauto se sintió más abandonado que nunca. Todos los que llegaban a hacerse realmente amigos de él durante su complicada vida terminaban muertos o, peor, encarcelados, como ahora Nevio. Enfiló por el Clivus Victoriae para escapar de aquel hedor de muerte en venta y también para evitar la peste de la Cloaca Máxima, que contaminaba la otra avenida paralela, el Vicus Tuscus, que además estaría ya lleno de maricones ofreciendo sus servicios al mejor postor. Ya tenía bastante miseria inundando su ánimo como para añadirse más sufrimiento con los malos olores de aquella ciudad y la prostitución que parecía palpitar entre la sangre de animales muertos y la putrefacción de sus cloacas. Roma. La gran Roma. Plauto llegó al foro por el este, dando un rodeo, entrando en la gran explanada pasando junto al templo de las vestales. Allí se detuvo. Quizás el único lugar puro de toda la ciudad. Qué pena que fuera él tan poco religioso, tan sacrílego y que no conociera ni a sacerdotes ni sacerdotisas. En aquellos años de guerra, religión y superstición entremezcladas eran temidas por el pueblo y usadas por los senadores para manipular a todos a sus anchas. En eso Máximo era muy hábil, utilizando sus supuestas facultades de augur para predecir nefandos horrores si no se le hacía caso. Pero todos los patricios usaban la religión de igual forma. Escipión también. Quizá con algo más de sutileza, pero con la misma finalidad. Las vestales. Si conociera a una vestal, ésta podría interceder por Nevio y conseguir su libertad con más facilidad aún que el propio Quinto Fabio Máximo. Una vestal que se conservara pura a ojos del pueblo era sagrada y tenía la potestad de liberar a un hombre incluso de ser ejecutado si se cruzaba con él por las calles de Roma y su espíritu así la impulsaba. Plauto reemprendió la marcha. Eran sueños pueriles. Las vestales estaban vigiladas de cerca por el pontifex maximus y por legionarios de las legiones urbanae. Si quería ayuda, tendría que conseguirla entre los patricios, tendría que encontrar algún patricio que estuviera dispuesto a enfrentarse al resto para liberar a un despreciable escritor. Todo parecía imposible. Cruzó el foro, inmaculado de pintadas. Desde el encarcelamiento de Nevio, los meses pasaban y nadie se atrevía a plasmar sus ideas en las otrora frecuentes calles pintadas de Roma. Roma estaba en guerra y ni tan siquiera el disenso anónimo en una pintada era permitido. Llegó a las puertas de la cárcel de Roma y, tras el consabido soborno, los centinelas de la prisión le dejaron pasar. Plauto penetró así en las entrañas de la ciudad, hundiendo su figura en los túneles de la cárcel, sintiendo cómo la humedad que se filtraba por las angostas paredes de aquel lugar de perdición consumían el aire y asfixiaban toda esperanza. A cada paso que daba se plasmaba en su rostro el pavor de tener que confesar a Nevio que no había conseguido nada, que nadie les iba a ayudar. Comprendió que eso era demasiado cruel. Sólo quedaba una posibilidad: mentir. Mentir y dar falsas esperanzas y luego salir de allí y buscar la forma de que esas mentiras se hicieran realidad. Sólo conocía un patricio lo suficiente como para suplicarle ayuda, Publio Cornelio Escipión, y estaba en Hispania y también había sido objetivo de las críticas de Nevio, ¿y qué senador no lo había sido? Plauto se detuvo un momento para recuperar el resuello. Era casi imposible respirar allí. Se alegró de llevar un stilus para que Nevio pudiera escribir, un frasco de attramentum, una tinta espesa negra, varias velas y un grueso fajo de schedae, hojas sueltas de papiro. Sobornando a los guardias con regularidad conseguiría que Nevio tuviera un suministro regular de velas. Escribir le ayudaría a pasar las horas, los días, los años quizá, sin perder la razón. La luz de las antorchas era escasa y ante la falta de oxígeno las llamas eran trémulas, como cansadas de arder entre aquellas grutas del final del mundo. ¿Arderían bien las velas? Escipión. Sí, pensó Plauto. Sintió cómo el legionario que le acompañaba para indicarle dónde estaba la celda de Nevio se impacientaba. Plauto reemprendió la marcha. 

Escipión. Sí, pese a todo era su mejor opción, pero ¿regresaría vivo aquel patricio de Hispania? De momento llegaban buenas noticias de aquel frente de guerra, pero la Fortuna era tan voluble, tan voluble...

Las legiones malditas
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