39
El motín de Suero

Cartago Nova, Hispania, verano del 206 a.C.

La luz del sol le cegó los ojos. Publio se protegió de la intensidad de aquel resplandor llevando su mano derecha hacia la frente, usándola a modo de visera. Se detuvo en el umbral del palacio que antaño fuera de Aníbal en el corazón de Cartago Nova. Era la primera vez que salía desde su enfermedad. Le parecía que habían pasado años y, sin embargo, sólo habían sido unas semanas las que había estado postrado a causa de aquellas fiebres que hicieron que su cuerpo se debatiera entre la vida y la muerte durante días. Hacía calor. Hizo bien en haber bebido abundante agua, como le sugirieron los médicos. En su mente se dibujaba la constante presencia de Netikerty a su lado, atendiéndole en todo momento. Aquélla era una extraña esclava. Era atractiva y servicial, inteligente pero discreta. Era normal que Lelio se sintiera atraído por ella y era de agradecer que el propio Lelio hubiera dispuesto que fuera ella la que le atendiera durante su enfermedad en todo momento. Pero ¿qué veía aquella esclava en Lelio? Desde su lecho, aturdido por la fiebre, Publio tuvo mucho tiempo para meditar sobre la guerra, su familia, sus amigos, sus enemigos, Lelio, el mundo, Roma... Aquella esclava, en las pocas palabras que habían intercambiado esas semanas, o en otras ocasiones, destilaba auténtico aprecio por Lelio y algo más. Publio no acertaba a ver el fondo de aquella mujer y eso le incomodaba. Seguramente ella albergaba la esperanza no sólo de ser manumitida sino incluso de casarse con Lelio, algo del todo inaceptable. Intuía que Lelio pensaba algo similar y que no se atrevía a compartirlo con él. Sabía que él nunca aceptaría eso. Publio observó el praetorium, levantado justo enfrente del palacio, sede del general de Roma en Hispania. Sus pensamientos abandonaron las pequeñas historias personales y retornaron sobre lo acuciante: la guerra, Cartago, Aníbal.

Publio descendió las escaleras despacio, acompañado por los lictores de su guardia personal. Frente al praetorium había un par de jóvenes legionarios en pie, sudorosos, firmes pero exhaustos. Habrían pasado toda la noche castigados, firmes frente a la tienda de mando por alguna falta menor. La disciplina era esencial. Publio ignoró su presencia y entró en el praetorium. Estaba satisfecho consigo mismo. Antes de caer enfermo sabía que había cumplido sus objetivos: había derrotado a los cartagineses por completo y los había expulsado de Hispania, primero con la conquista de su capital en la región, Cartago Nova, y luego en las cruciales batallas de Baecula e Ilipa. Por eso esperaba encontrar caras felices entre sus oficiales al entrar en el praetorium, contentos por todo lo conseguido y satisfechos con la recuperación de su general en jefe. Por el contrario, Publio, nada más entrar, comprendió que algo no iba bien: Lelio, Marcio y Silano, con aire de preocupación, sentados tras una mesa, escuchaban a un mensajero cubierto de polvo hasta las cejas; y en sendos lados de la tienda el resto de los centuriones de primer rango, como Mario Juvencio, Quinto Terebelio, Sexto Digicio y otros, miraban al suelo apesadumbrados. Lelio y Marcio se levantaron enseguida al ver entrar a Publio. Él les lanzó una mirada inquisitiva. Lelio guardó silencio y fue Marcio el que empezó a hablar.

—Los dioses nos envían a nuestro general de regreso. Ésta es sin duda una gran noticia.

Publio asintió sin decir nada. Marcio comprendió que el general no buscaba cumplidos sino una puesta al día rápida sobre los acontecimientos en Hispania desde su enfermedad, algo que explicara la preocupación en el semblante de todos los allí reunidos. Marcio se aclaró la garganta y añadió algunos comentarios a su escueta bienvenida.

—Tenemos problemas, mi general. En el norte Indíbil y Mandonio se han rebelado y acosan a nuestras fuerzas del Ebro. La región es insegura.

Publio se sentó en un robusto solium que Terebelio y Mario le aproximaron. Lo agradeció porque aunque procuraba aparentar que se encontraba plenamente restablecido, en realidad aún se sentía débil. De hecho había abandonado el lecho contra el parecer de los médicos.

—¿Es eso todo? —La voz de Publio fue clara, seria, adusta. Marcio sabía que el general era hombre sagaz. Sin duda, la rebelión de los iberos era un problema de compleja solución pero no algo que justificara tanta preocupación entre los oficiales, especialmente toda vez que los cartagineses se habían retirado de Hispania y el general tampoco debía temer por su familia porque había suficientes fuerzas en el norte para hacer de Tarraco un bastión que resistiera hasta la llegada de las legiones de Cartago Nova.

—Hay un motín —añadió Lelio mirando fijamente a los ojos a Publio—. La guarnición de Suero ha expulsado a los tribunos militares y se ha levantado en armas. No reconocen ningún mando. Controlan la ruta de abastecimiento entre Cartago Nova y Tarraco y no sabemos si piensan unirse a las tropas de Indíbil y Mandonio. Eso es lo que nos preocupa.

Un motín. Por todos los dioses. Publio comprendía entonces la tremenda magnitud de los acontecimientos.

—¿Cómo ha ocurrido eso? —preguntó el joven general. Su voz era menos firme. El impacto de la noticia se hizo patente en el vibrar de sus palabras. Y no era para menos: un motín sería usado por sus enemigos en el Senado para cuestionar toda su campaña, algo que añadir a su decisión de permitir que Asdrúbal escapara de Hispania. Publio se imaginaba a Fabio Máximo frotándose las manos. Un motín podía suponer el final de su carrera militar y política. Más aún: el final de su proyecto de conducir la guerra a África. ¿Cómo iba el Senado a apoyar a un hombre en una campaña tan arriesgada si ni tan siquiera era capaz de mantener el orden entre sus propias filas?

—Parece ser que ha habido retrasos en las pagas. —Era Marcio ahora el que retomaba las explicaciones—. Se quejaron de que hubiera dinero para los festejos en Cartago Nova y que, sin embargo, no lo hubiera para pagarles. Además, se sienten menospreciados por no haber participado activamente en las batallas de Baecula e Ilipa, por estar siempre en la retaguardia. Luego el rumor de que... —aquí Marcio dudó unos segundos; tragó saliva y prosiguió—, el rumor sobre la muerte del general, el mismo rumor que alimentó la rebelión de los iberos, hizo que varios centuriones de Suero se levantaran contra los tribunos y tomaran la decisión de amotinarse. Parece que han decidido empezar una guerra por su cuenta, una guerra de saqueo en la región que controlan para resarcirse de los retrasos en las pagas.

—¿Es cierto lo del retraso en las pagas?

—Sí —intervino Lelio, y se detuvo un instante para continuar, esta vez bajando la mirada—. Me dejaste al mando... había muchas decisiones que tomar, estábamos todos preocupados por tu salud... todos los trámites administrativos se retrasaron... estuve... estuve negligente en mis funciones.

El silencio se hizo espeso. Nadie miraba a nadie. Sólo Publio observaba a Lelio. Fue el general el que quebró el ruido del aire que se filtraba por entre las telas de la tienda del praetorium.

—Un retraso justificado en todo caso: es lógico que la enfermedad del general en jefe conlleve a su vez una serie de retrasos en la toma de decisiones.

Todos exhalaron un suspiro. Con aquellas palabras el general estaba exonerando de responsabilidad en lo sucedido a Cayo Lelio. Publio sintió que la faz de los presentes se relajaba. Lelio era muy apreciado por todos y había demostrado valor al no ocultar su parte de responsabilidad, pero a su vez todos sabían de la tirantez de las relaciones entre aquellos dos hombre que, sin embargo, tan bien combatían juntos. Ningún tribuno ni oficial de los presentes quería que aquel perfecto tándem se quebrara. Con aquellos dos hombres unidos se sentían capaces de enfrentarse a cualquier crisis, pero su distanciamiento les había llenado de dudas y todos habían temido la reacción del general al ser informado de los últimos acontecimientos, en particular del motín de Suero.

—Además —continúo el joven Publio—, ningún retraso en el cobro del stipendium puede justificar la rebelión: el motín es el peor de los crímenes que un legionario puede cometer. Es traición a Roma. Peor aún: es traición a mí.

Publio vio cómo todos le miraron con cierta sorpresa, con algún ceño fruncido. Era la primera vez que Publio parecía ponerse por encima de Roma, pero lejos de corregirse, reafirmó sus palabras.

—Ninguna guarnición romana se ha rebelado nunca contra un Escipión, y mucho menos contra mi padre o contra mi tío. Nadie se rebela contra un Escipión. Nadie. Eso es una ignominia que no puedo tolerar y que no toleraré. —Y lo subrayó de nuevo levantándose de su asiento—. Nadie.

Publio estaba iracundo, nervioso, tenso.

—¿Quién encabeza esta rebelión? —preguntó el joven general, su rostro sudoroso, enrojecido por los nervios.

—Cayo Albio Caleño y Cayo Atrio Umbro son los que los lideran —dijo Silano—. A éstos se les han unido unos treinta o treinta y cinco oficiales más. Luego el resto, hasta unos ocho mil hombres, les siguen como cegados por la locura.

Publio asintió varias veces con la cabeza antes de dar su primera orden tras su grave enfermedad.

—Quiero a esos dos hombres vivos... aquí, ante mí... no, quiero a esos ocho mil hombres aquí, en el foro de Cartago Nova, vivos, todos, y quiero oír de sus bocas cómo me reclaman los pagos atrasados y cómo justifican su traición. En menos de un mes, los quiero aquí a todos. Es una orden. Tomo de nuevo el mando. —Miró a Lelio. Éste asintió con la cabeza. Publio se volvió hacia todos los presentes—. Dos mensajeros: que salgan raudos hacia Suero. El general en jefe está vivo y quiere hablar con Cayo Albio y Cayo Atrio. —Todos se sorprendieron de la facilidad con la que el general parecía haber grabado los nombres de aquellos dos hombres y nadie pensó que aquello presagiara nada bueno para esos dos oficiales en rebeldía.

—Y... —Era la voz de Marcio. Publio se volvió hacia él.

—¿Y...?

—¿Y los iberos?

—¿Los iberos? —Publio trazó la pregunta como quien recuerda algo ya lejano en el tiempo—. Los iberos ahora, Marcio, no importan. Traedme a los amotinados de Suero. Una vez limpia nuestra casa ya entraremos en la de los demás. Tarraco tiene suficientes fuerzas para resistir. Y no se atreverán a atacar Tarraco. Y cuando regrese al norte no se atreverán a volver a rebelarse contra mí.

Y con estas palabras Publio Cornelio Escipión abandonó el praetorium. A la salida se le unieron sus lictores. El general caminaba deprisa, pero de súbito se detuvo ante los legionarios castigados frente a la tienda de mando. Publio se dirigió a uno de ellos.

—¿Cuál ha sido vuestra falta?

El legionario, sorprendido, respondió entrecortadamente.

—Nuestro centurión... vio que... le pareció... no teníamos las armas bien limpias, mi general, eso es todo.

—¿Eso es todo? ¿Te parece excesiva la munerum indictio? —preguntó el general.

—No, mi señor, no. El castigo es justo.

—Bien, ¿qué has aprendido esta noche en pie frente al praetorium?

—Que debo mantener mis armas limpias.

—Las armas son todo en la vida de un legionario. Deben estar siempre preparadas. Nunca se sabe cuándo atacará el enemigo. ¿Le guardas rencor a tu centurión?

—No, mi general.

—¿Quién es tu centurión?

—Quinto... Quinto Terebelio, mi general.

—Un hombre valiente. Es posible que más de una vez te salve la vida en el campo de batalla. Debes respetarlo.

—Así lo haré, mi general.

—Bien, legionario, bien. —Publio se sintió de pronto agotado. Debía regresar al lecho lo antes posible y descansar un poco. No debía jugar con sus escasas fuerzas ni desvanecerse de nuevo ante todos. La debilidad nunca es respetada. El general se retiró sin volver la mirada atrás.

Los dos legionarios castigados frente al praetorium estaban más firmes que nunca. Hasta se sentían orgullosos de haber sido castigados. El general había hablado con ellos.


Mario Juvencio, centurión y experimentado mensajero, escoltado por varios jinetes, partió aquella misma tarde desde Cartago Nova hacia Suero. En dos días a caballo, tras largas jornadas cabalgando, alcanzaron el destacamento junto al río Suero. Antes de poder cruzar el río les salió al encuentro una turma de caballería romana cuyos caballeros, con espadas desenvainadas, hicieron que se detuvieran.

—¿Quiénes sois? ¿De dónde venís? —fueron las palabras, pronunciadas con un tono que destilaba desconfianza y nerviosismo, con las que recibieron al mensajero y su escolta.

Mario hizo que su montura avanzara un par de pasos antes de responder.

—Soy Mario Juvencio Tala, centurión de las legiones de Hispania, bajo el mando de Publio Cornelio Escipión, quien me envía para saber de vuestras reclamaciones y por qué habéis expulsado del campamento a los tribunos militares elegidos por el pueblo de Roma. Vengo para ordenaros que os presentéis ante el general Escipión en Cartago Nova para reclamar vuestras pagas.

Las palabras de Mario cayeron como un helado jarro de decepción.

—¿Entonces... —empezó, esta vez con tono menos hostil, el que parecía actuar como decurión de aquella turma—... el general está vivo?

—El general Publio Cornelio Escipión está vivo y esperando respuesta al mensaje que os acabo de expresar.

El decurión asintió varias veces.

—Seguidnos entonces. —E hizo girar a su caballo. 

Todos cabalgaron al trote en dirección al campamento de Suero. Mario se sintió bien. Los amotinados aún no estaban seguros de que el general hubiera sobrevivido a su enfermedad. Ahora era cuestión de esperar a que la noticia se propagase entre las tropas rebeldes y observar quién de entre todos aquellos hombres se mantenía firme en su actitud de rebeldía. ¿Aceptarían presentarse frente al general? Tendrían que estar o muy locos o muy ofuscados para ello, pero los hombres que caen en la traición son capaces ya de cualquier cosa.


Las tropas amotinadas llegaron a las puertas de Cartago Nova. Cayo Albio y Cayo Atrio, pese a las instrucciones recibidas por Mario, habían retrasado su llegada a Cartago Nova hasta asegurarse por medio de sus exploradores de que Cayo Lelio había partido hacia el norte con el grueso de las legiones de Escipión. Eso les daba superioridad numérica, una situación en la que Cayo Albio, el cabecilla de aquel motín, se sentía a gusto. La enormidad de aquella fortaleza, no obstante, impresionó a aquellos soldados que apenas habían participado en las campañas de Hispania. Muchos habían oído hablar de la capital púnica de aquel vasto territorio que su general, Publio Cornelio Escipión, el mismo general contra el que se habían rebelado, había conseguido conquistar en tan sólo seis días. Admirando los elevados muros que resguardaban el acceso a Cartago Nova desde el istmo, el único punto de tierra firme que conectaba la ciudad con el resto del territorio, a todos les parecía imposible aquella conquista. La mente de los soldados rebeldes se llenaba de dudas y temor. ¿Quién era realmente aquel hombre contra el que se habían amotinado? Repasando las campañas pasadas, todos sacaban cuentas: aquel general con sólo cuatro legiones y sus tropas auxiliares, junto con alguna ayuda adicional, pero inconstante, de ciertas tribus iberas, había derrotado y expulsado de Hispania a tres ejércitos cartagineses comandados por los hermanos del legendario Aníbal y por el general púnico Giscón. Al tiempo que los amotinados cruzaban las puertas que se abrían de par en par para dejarles el paso libre, muchos se planteaban hasta qué punto había sido sabia su decisión de respaldar a Cayo Albio, Cayo Atrio y el resto de los cabecillas de aquella rebelión. «El general está muy enfermo —dijeron—, el general va a morir y ésta es nuestra ocasión para resarcirnos y cobrarnos nuestras pagas y nuestro botín de guerra por las penurias pasadas durante estos años de carencia y sufrimientos.» Entonces aquella manera de pensar pareció tener sentido, pero ahora, ascendiendo por las calles de Cartago Nova, en dirección al foro de aquella fortaleza, a punto de ver al propio general, todo aquello ya no parecía estar tan claro.

—Leo dudas en el rostro de muchos de los hombres —dijo Cayo Atrio en voz baja.

—Puede ser —respondió Cayo Albio—, pero las legiones de Escipión estarán ya lejos, cerca del Ebro, y el general sólo tiene una pequeña guarnición en Cartago Nova. Les quintuplicamos en número. Mientras los hombres vean que somos muchos más que los soldados de los que dispone el general no hay nada que temer.

Atrio asintió, sin mucha seguridad.

—Quizá debiéramos decirles algo de todo esto... —añadió.

Cayo Albio le miró unos segundos. Cabeceó y sin esperar más comentarios por parte de su compañero de rebelión empezó a hablar en voz alta y potente dirigiéndose a los soldados amotinados bajo su mando a medida que éstos pasaban delante de ellos.

—¡Ánimo, soldados! ¡Esta misma tarde cobraréis todos vuestras pagas atrasadas! ¡Habrá dinero y con él conseguiréis mujeres y vino y días de descanso merecido! ¡Hoy es el día en que nuestras justas demandas serán atendidas! ¡El general nos otorgará lo que es justo, lo que es nuestro o nosotros lo tomaremos con nuestras manos! ¡Somos los hombres de Suero y somos muchos! ¡Ánimo, soldados! ¡Hoy será un gran día para todos!

Albio no era un gran orador pero sus palabras impregnaron de esperanza los corazones de los soldados, ávidos por cobrar el dinero por el que se habían rebelado, ansiosos por descansar y beber y yacer con una mujer. Apenas habían entrado en combate, sólo en pequeñas escaramuzas. Para la gran mayoría, aquella marcha desde Suero hasta Cartago Nova era lo más duro a lo que se habían enfrentado. Albio tenía razón. Sus reclamaciones eran justas y si aquel general había perdonado incluso a los propios enemigos, pues de todos era conocida la generosidad de Escipión para con los iberos derrotados, más aún sería su generosidad para con ellos, legionarios de Roma, soldados a su servicio, sólo en rebeldía para demandar lo que era justo: sus pagas y un mayor reconocimiento a su trabajo y a su participación en aquel conflicto manteniendo las líneas de abastecimiento entre Tarraco y el sureste de Hispania. Y además, eran muchos más. El general apenas se habría quedado con un pequeño destacamento, quizás unos mil hombres, pues las legiones que marchaban hacia al norte, con las que se habían cruzado a más de un día de marcha de Cartago Nova, iban al completo, con su infantería ligera de velites, los hastati, principes y los veteranos triari. Más de uno de los oficiales próximos a Escipión había comentado que si hubiera habido alguno de estos veteranos quizá la rebelión no hubiera tenido lugar y, sin embargo, Cayo Albio y Cayo Atrio, los líderes del motín, eran triari.


Publio Cornelio Escipión contemplaba el atardecer sobre el foro de Cartago Nova. Las sombras del antiguo palacio de Aníbal y de los templos se extendían pesadas y alargadas sobre la extensa explanada del centro de la ciudad. Las calles que daban a la gran agora estaban desiertas y en el mismo foro sólo se veía a los legionarios de la guarnición que el general había ordenado que se quedaran en la fortaleza para vigilar la población, defenderla de ataques enemigos y, en este momento, recibir a las tropas amotinadas de Suero.

Publio estaba sentado en una amplia y confortable cathedra con respaldo ligeramente curvo. Era un asiento que en invierno solía cubrir con pieles de lobo, pero que en aquellos días de estío dejaba desnudo a excepción de un par de cojines en la parte trasera de sus riñones. El hecho de que hubiera pedido que se sacara esa cómoda silla en lugar de una simple sella sin respaldo parecía enviar a todos un mensaje de que el general pensaba que aquel asunto iba para largo. Junto al joven Publio se encontraban de pie, firmes, Lucio Marcio Septimio, que, con Lelio desplazado al norte, ejercía de segundo en el mando, Silano, con su mente fría y calculadora, y Quinto Terebelio, que como primus pilus actuaba de centurión al frente de las tropas emplazadas en el foro: doscientos hombres armados a espaldas del general y diferentes manípulos en cada una de las esquinas de la plaza. Hombres seleccionados con cuidado por el propio Terebelio y por Cayo Lelio, antes de su partida, pero en cualquier caso insuficientes, no importaba su demostrado valor, si las negociaciones con los sublevados se transformaban en un enfrentamiento civil entre tropas romanas.

Terebelio había advertido a sus hombres de lo peligroso de la situación y había solicitado al general la posibilidad de reducir la guardia de la puerta y de la muralla para así poder disponer de más hombres en el foro, pero el general había desestimado tal opción en todo momento insistiendo en que necesitaba estar seguro de que el control de la puerta sería de los legionarios leales. El veterano primus pilus ya había aprendido, a veces a las duras, que el general siempre tenía sus razones para actuar como lo hacía, de modo que no insistió más y puso hasta quinientos hombres, algo más de la mitad de todas sus fuerzas, controlando la gran puerta en el sector este de la muralla de Cartago Nova. ¿Por qué era la puerta tan importante cuando no había ya cartagineses en la región ni iberos en rebeldía?

Cayo Albio entró al fin en Cartago Nova con los últimos manípulos de sus tropas amotinadas. Se sentía seguro. Ocho mil hombres bajo su mando habían accedido a la ciudad. El general apenas disponía de mil. La situación estaba bajo su control. Negociaría en una posición de fuerza. Quizá podría plantear no sólo el pago de las pagas atrasadas y el perdón por la sublevación, algo que ya daba por hecho, sino un porcentaje del botín de guerra obtenido en aquellas campañas en las que ellos mantuvieron abiertas las líneas de abastecimiento.

—Deberíamos poner hombres en la puerta. —Era la voz de Cayo Atrio a sus espaldas—. No me gusta que sean ellos, los hombres del general, los que decidan cuándo abrir o cerrar las puertas.

Cayo Albio miró hacia lo alto de la muralla. Decenas de legionarios de la primera legión desplazada a Hispania se asomaban apostados entre los recovecos de la muralla y junto a las almenas próximas a la gran puerta de entrada a la ciudad.

—Que cierren las puertas si quieren —espetó Cayo Albio con desprecio y en voz alta. Un manípulo de los amotinados se había detenido junto a Albio y Atrio, que debatían sobre la cuestión del control de la puerta. Albio se percató y decidió sacar provecho de la situación—. ¡Pues sea, por todos los dioses, por Marte y Júpiter, si quieren cerrar las puertas que las cierren! ¡No tenemos miedo a quedarnos encerrados con los hombres del general!

Y Albio lanzó al aire una poderosa carcajada que pronto fue arropada por las risas de los legionarios de aquel último manípulo de los legionarios amotinados. El viento hizo su trabajo y elevó las risas hacia el cielo y en su vuelo regaron los corazones de los legionarios leales a Escipión en lo alto de la muralla de odio y desprecio, pero también de algo de temor. Pero Albio no tuvo bastante con las palabras y se plantó con los brazos en jarras y las piernas abiertas separadas, clavadas, frente a las puertas.

—¡Venga, cerradlas de una vez, malditos! ¡Cerradlas y quedémonos a solas vuestro general y yo, sus hombres y los míos!

Hubo dudas entre los legionarios en lo alto de la muralla, hasta que el centurión de guardia asintió con la cabeza y sendas decenas de legionarios empezaron a tensar las cadenas que hicieron crujir los goznes de las inmensas puertas de Cartago Nova. Al cabo de un pesado minuto de chirriar de bisagras sucias por su escaso uso, las gigantescas puertas de Cartago Nova quedaron selladas. Publio Cornelio Escipión se había encerrado con unas tropas sublevadas que le sobrepasaban ocho veces en número.

Un mensajero llevó raudo la noticia del cierre de las puertas a Terebelio y éste, con el ceño fruncido, pasó la información a Marcio, quien, a su vez, con voz seria, lo transmitió al general. Publio Cornelio Escipión asintió despacio.

—Bien, los dioses están con nosotros, ellos velarán por los que les son fieles y no transgreden los juramentos sagrados —fue la respuesta de Publio.

Marcio, Silano y Terebelio habrían agradecido palabras menos sacras y una acción más audaz. El general parecía convencido de que los dioses, al igual que lo ayudaron a conquistar Cartago Nova contra los cartagineses, les ayudarían ahora a preservarla de las tropas sublevadas, pero antes de que ninguno de los dos pudiera decir algo, los primeros manípulos de los amotinados empezaron a irrumpir en el foro de la ciudad. Lo hacían de forma ordenada, como queriendo mantener la apariencia de disciplina, de ejército romano. Y lo conseguían. A medida que entraban en la gran explanada iban tomando posición de ataque, infantería ligera al frente, hastati y principes detrás y al fondo los manípulos de los triari. Tanto Terebelio como Marcio y Silano hubieran deseado mayor indisciplina y desorden. Cuanto más próximos al ejército romano en su organización y actitud, más compleja sería la situación. Iban formando los manípulos dejando un pasillo en el centro del foro, como si dicha disposición de las tropas hubiera sido prediseñada por sus mandos en rebeldía. No reconocían a Escipión como general en jefe pero reconocían algún mando. Marcio y Silano miraron a Publio. El general permanecía impasible, observando la exhibición de orden militar de aquellas tropas rebeldes sin mostrar emoción, atento, pero contenido. ¿Cómo pensaba el general resolver aquello? ¿Cediendo a todas las peticiones? Quizá. De hecho en el actual estado de cosas ésa parecía ser la única salida, pero eso no haría sino animar la indisciplina y la sublevación en cuantas guarniciones romanas había diseminadas por Hispania. No podía hacerse semejante cosa, pero ¿qué otra salida quedaba? El enfrentamiento contra un número tan superior de tropas era en todo punto suicida. ¿Estaba realmente bien el general? ¿Se había restablecido por completo de su enfermedad o le habían quedado secuelas, no en su cuerpo, que parecía recuperado, sino en su mente, allí donde los ojos de los hombres no alcanzan?

Por el pasillo central que habían dejado las tropas amotinadas, entraron en la plaza del foro de Cartago Nova Cayo Albio y Cayo Atrio, como generales en un triunfo, aclamados por sus tropas que gritaban sus nombres como súbditos que aclaman a sus reyes.

Publio, sentado en su cathedra, aguardaba sin decir nada.

Cayo Albio y Cayo Atrio, respaldados por un nutrido grupo de unos treinta hombres, el resto de los cabecillas de aquella rebelión, se aproximaron hasta quedar a unos diez pasos del general. Los hombres de Escipión que actuaban como lictores fueron a adelantarse y situarse entre el general y los oficiales rebeldes, pero Publio Cornelio Escipión alzó la mano y los lictores se detuvieron en seco.

—No es necesario que me proteja, ¿verdad? —dijo Publio mirando a Cayo Albio directamente a los ojos.

Albio meditó un segundo su respuesta. Se había visto sorprendido por la rápida interpelación del general.

—Venimos en son de paz —dijo al fin.

—Entiendo —dijo Publio, se relajó en la cathedra y tras un gesto de su mano los lictores se replegaron y quedaron junto al general, pero a sus espaldas. Entre Publio y sus interlocutores sublevados sólo había diez pasos y nadie interponiéndose entre ellos. El general habló de nuevo.

—Habla entonces, te escucho.

Cayo Albio hinchó sus pulmones y se preparó para soltar el largo discurso de reclamaciones, demandas y justificaciones a sus actos que tenía aprendido y preparado desde hacía días. Cada jornada de marcha desde Suero la había dedicado a redactar de memoria ese discurso. Ahora era el momento de exponerlo en voz alta y clara. Sabía que todos sus hombres, sus compañeros de rebelión, le escuchaban atentos, ansiosos.

—¡Venimos aquí... venimos aquí porque...!

—Disculpa —le interrumpió Publio—, pero, exactamente, ¿con quién hablo?

Cayo Albio le miró confundido. Publio se levantó despacio y habló con un tono resuelto y potente que resonó entre las últimas casas al fondo mismo del foro.

—¡Me explicaré! ¡Yo soy Publio Cornelio Escipión, general cum imperio sobre todas las tropas romanas desplazadas a Hispania, con mandato directo del Senado de Roma para expulsar a los cartagineses de esta región! ¡Soy el conquistador de Cartago Nova, la ciudad en la que ahora os encontráis porque yo la arrebaté antes a los cartagineses, y soy el vencedor sobre los ejércitos de Asdrúbal y Magón, hermanos de Aníbal, y sobre el ejército de Asdrúbal Giscón en las batallas de Baecula e Ilipa, y soy también el conquistador de cuantas ciudades iberas se encuentran entre el Ebro y la ciudad de Gades, tengo bajo mi mando varias legiones completas con sus tropas auxiliares y también la guarnición de Suero! ¡Sin embargo... —aquí el general rodeó caminando en un semicírculo en torno a la figura de Albio, que estaba adelantado al resto de sus compañeros de motín—, sin embargo, no reconozco con quién tengo el gusto de hablar! ¡Por Castor y Pólux, he de admitir que veo que en tu mano están las fasces, los símbolos de mando de un tribuno militar, y, es curioso, no reconozco en ti a ninguno de los tribunos militares que el pueblo de Roma escogió para estas funciones entre las tropas que tengo bajo mi mando! —En este punto, Escipión se detuvo, quedando en diagonal con respecto a la posición de Cayo Albio, mirándole al girar levemente la cabeza hacia un lado, como quien contempla algo extraño que no acierta a interpretar, o como quien observa a un ser deforme y siente cierto asco—. ¡Por eso, soldado, pregunto con quién estoy hablando, porque no lo sé y eso... eso... de momento me... cómo te diría, por Júpiter, eso me perturba!

Cayo Albio escuchó primero confundido las disquisiciones del general, luego con cierto desprecio y finalmente con ira contenida.

—¡Yo soy Cayo Albio! ¡Cayo Albio, el que tiene actualmente a su mando la guarnición de Suero, los ocho mil hombres armados que están a mis espaldas y que vienen a reclamar lo que es suyo!

—Cayo... Albio... —dijo despacio el general sin dejar de mirarle con la cabeza ladeada—; he ahí un nombre que no olvidaré.

Albio no supo bien cómo interpretar esas últimas palabras. Parecían una amenaza. Algo absurdo. Ellos tenían ocho veces más hombres en Cartago Nova que el general. En cierta forma la ciudad estaba en su poder, sólo quedaba la cuestión de arrebatárselo a ese testarudo y estúpido general si no se atenía a razones. Sus hombres, todo el regimiento de Suero, estaban ansiosos por cobrar dinero y resueltos a conseguirlo de una forma u otra. Aquella actuación del general era una pantomima absurda. En cualquier caso, Albio había olvidado ya su discurso.

—Vienes a pedir lo que es justo. —La voz del general volvió a cogerle por sorpresa mientras Albio sopesaba si seguir hablando con aquel fantoche o lanzar la orden de ataque y hacerse con toda la ciudad de Cartago Nova. Aquélla era una magnífica fortaleza. Podrían ejercer el poder con seguridad durante años. Roma estaba demasiado ocupada en la guerra con Aníbal como para ocuparse de ellos. Podrían ser unos nuevos mamertinos y vivir en el lujo y la opulencia el resto de su vida—. ¿Qué es lo justo, Cayo Albio? —La voz del general seguía allí, interrogándole, aturdiéndole.

Albio habló por fin como un torrente cuando se levanta un dique y el agua sale a chorro, con furia desatada.

—¡Lo justo es cobrar nuestras pagas atrasadas de este último año y recibir una parte razonable del botín conseguido en estas campañas porque ha sido con nuestro esfuerzo con el que se han mantenido las líneas de abastecimiento abiertas! ¡Eso es lo justo, eso es lo que pedimos y eso es lo que queremos ya!

El general escuchó de pie. Dejó, despacio, de ladear la cabeza y caminando con irritante lentitud volvió a su cathedra y se sentó de nuevo. Contempló a los cabecillas que acompañaban a Cayo Albio. Tras él se adelantaba otro supuesto oficial algo más que el resto. Sin duda sería el otro líder de la rebelión del que ya le habían hablado: Cayo Atrio. A este otro se le veía algo mayor, más veterano, más cauto. Lo tendría presente. El otro, Albio, el que hablaba, era un peligro, pero un peligro estúpido. Publio observó cómo los soldados de las primeras líneas de los amotinados, hasta donde alcanzaba su vista, asentían a la perorata de demandas de Cayo Albio. Aquello fue lo que más le pesó en el corazón. ¿A cuántos debería dar muerte para terminar con aquella sublevación? Se dio cuenta de que nunca antes había derramado sangre romana. Al menos no directamente. Es posible que hubiera habido algún condenado a muerte en las legiones bajo su mando por dormirse en las guardias o por no estar a la altura en el campo de batalla, pero eran casos que nunca habían llegado hasta él. Siempre se habían resuelto por sus tribunos o, como mucho, por Lelio o Marcio. Pero ahora era distinto. No había intermediarios entre el crimen cometido, sus criminales y él como juez.

—¡Llevas razón, Cayo Albio, llevas razón! —dijo al fin Publio Cornelio Escipión. Las palabras del general pillaron por sorpresa tanto a Albio y al resto de los sublevados como a los lictores y los legionarios que se encontraban a espaldas del general. Sólo Lucio Marcio, Silano y Quinto Terebelio mantuvieron su adusta expresión sin mostrar sentimiento alguno ante las explicaciones de Escipión.

«¡Llevas razón, Cayo Albio! —repitió el general, y se alzó nuevamente de su cathedra para que todos le vieran—. ¡Deberíais haber tenido participación en el botín de guerra tras vuestros grandes trabajos de protección de las líneas de abastecimiento y es sólo por negligencia mía y de mis mandos que se ha retrasado el pago de vuestro stipendium! ¡Todo esto debe remediarse! ¡Espero que entendáis que la negligencia se debe a mi enfermedad y que esto ha sido lo que ha retrasado vuestras pagas, pero todo puede y debe arreglarse!

Albio y Atrio se miraron extrañados. Ninguno de los dos había esperado que el general cediera con tanta facilidad. Albio concluyó que el general había atendido a lo obvio: la total superioridad numérica de sus hombres y de ahí ese repentino cambio de actitud por parte de Escipión. Atrio, más desconfiado, miraba a su alrededor, pero sólo alcanzaba a ver a las centenas, millares de soldados de Suero que los acompañaban, frente a los cuatro o cinco manípulos de legionarios que el general había distribuido por los extremos del foro. Albio retomó la palabra.

—¡Queremos también que, una vez satisfechas nuestras demandas, no se tomen medidas de castigo contra ninguno de nosotros! ¡Sólo así reconoceremos de nuevo el mando del general! ¡Ningún castigo! —Y aquí Albio alzó las manos con la espada desenvainada volviéndose hacia los sublevados—. ¡Ningún castigo!

Los soldados amotinados golpearon sus escudos con los pila y repitieron las palabras de su líder como hombres resueltos y decididos a conseguir lo que exigían.

—¡Ningún castigo, ningún castigo, ningún castigo!

Publio esperó, suspirando despacio, a que la inmensa algarabía cediera poco a poco. Cuando los soldados sublevados callaron, Albio se giró de nuevo hacia él esperando respuesta.

—Bien, por todos los dioses —espetó Cayo Albio—, creo que todo está dicho.

—Sí, así es. Todo está dicho —respondió el general—. Lo oportuno será que paséis por escrito la cuantía exacta de vuestras demandas a Lucio Marcio y Silano. Es tarde, el sol está cayendo en el horizonte y estoy cansado, y vosotros debéis de estarlo aún más. Durante la noche repasaré con mis oficiales las demandas formuladas por escrito y mañana al amanecer nos veremos para satisfacer, una a una, todas vuestras peticiones. Entretanto, podéis acampar aquí, será una noche cálida, agradable, y ordenaré que distribuyan comida y vino entre tus hombres para que puedan relajarse y recuperarse. Mañana todo quedará resuelto. ¿Satisface esto vuestras reclamaciones, Cayo Albio?

Albio miró a los suyos. Los cabecillas se miraban entre sí, algo confusos, pero contentos por las palabras del general. Uno a uno iban asintiendo con rapidez. Atrio fue el que más tardó en conceder con su cabeza mientras miraba al general que, como distraído, alzaba sus ojos hacia el cielo del horizonte rojo de aquella tarde.

—¡Estamos de acuerdo! —dijo Albio al fin—. En una hora entregaremos nuestras peticiones a Marcio y mañana esperamos la satisfacción de las mismas.

—¡Sea! —respondió el general, y saltó como propulsado por un resorte de su cathedra y sin decir más se volvió en dirección al palacio. Los lictores se hicieron a un lado y, una vez que el general les hubo superado, todos le siguieron. Publio se detuvo junto a Marcio, Silano y Terebelio, que se habían acercado para recibir instrucciones. Publio les habló en voz baja, apenas un suave murmullo de órdenes precisas.

—Marcio, con Silano, recoged las peticiones de estos hombres y que reciban comida y vino, bastante más vino que comida. —Marcio y Silano sonrieron y asintieron; el general se volvió entonces hacia Terebelio—. Quinto, ¿tus hombres siguen controlando las puertas?

—Así es, mi general. Tal y como ordenaste.

—Bien. Que eso siga así. Estamos encerrados entre serpientes. Será una noche peligrosa, pero el amanecer nos traerá un nuevo día. Montad guardias en torno a los sublevados. Que no abandonen la explanada del foro. El que quiera salir, persuadidlo con más comida, con dinero, con vino, con mujeres si es necesario.

Marcio, Silano y Terebelio asintieron una vez más. El general les devolvió el saludo y se retiró hacia el palacio escoltado por los lictores, cuyas hachas afiladas resplandecieron al reflejar los últimos rayos de aquel sanguinolento sol del atardecer.

Mientras el astro solar languidecía en un horizonte entre rojo y añil, los legionarios leales al general empezaron a llevar grandes cestos con comida para las tropas amotinadas acampadas en el foro de la ciudad. A los amotinados empezó a derretírseles la boca cuando sacaban la comida de los cestos: estaban llenos de panes con su cresta superior empapada de huevo, granos de anís y comino y partidos en sus quadrae al más auténtico estilo romano; hacía años que no habían tomado pan semejante. Publio había solicitado la ayuda de todos los panaderos de la ciudad para preparar raciones extra de pan, primero para proveer a las legiones que partían hacia el norte y luego para recibir a los amotinados de Suero con abundantes manjares con los que calmar sus quejas.

—No nos confiemos —dijo Cayo Atrio cuando los primeros cestos llegaron a manos de los cabecillas de la rebelión—. El general sólo busca ablandar nuestros corazones con un poco de comida y bebida.

—Puede ser —respondió otro de las oficiales—, pero hace años que no comía al modo romano y no me importa lo que pretenda el general. Además, mira, hay circuli y laganum.

Y el oficial hundió sus manos en una enorme canasta repleta de roscones hechos con agua, harina y queso, mezclados con otras pastas de diversas formas preparadas con una base de pasta de harina puesta a remojo con vino, aceite, miel y leche. Aquello no era comida, sino auténticos manjares para unos hombres que junto con la ausencia de sus pagas habían sufrido una carencia notable de provisiones durante los últimos meses, pues los suministros pasaban de largo en dirección al sur, allí donde fuera que estuvieran combatiendo las legiones del general.

—¿Y si está envenenada... la comida? —dijo Atrio mirando al resto de los líderes de la rebelión. Con sus palabras muchos dejaron de comer. Fue entonces Albio el que intervino con rapidez.

—¡Que cojan los nuestros a varios de los legionarios del general y que les fuercen a comer!

Se montó entonces una algarada en una de las esquinas, la más próxima a Albio y sus oficiales cuando decenas de soldados amotinados empezaron a obligar a legionarios del general a que comieran de los cestos de comida que estaban distribuyendo. Lucio Marcio, que junto con Silano estaba supervisando la distribución de comida a los amotinados, se hizo oír por encima de los gritos de los unos y los otros.

—¡Por Castor y Pólux! ¡Silencio! ¿Qué ocurre aquí?

Varios legionarios leales le informaron de las dudas de los amotinados con respecto a la comida. Cayo Albio y Cayo Atrio, con las espadas desenvainadas, se habían aproximado ya al lugar donde Marcio intentaba mantener el orden.

—¡Si esa comida es buena, tribuno, come de ella! —dijo Albio mirando a Lucio Marcio. El tribuno, lugarteniente de Escipión en Cartago Nova, hizo un ademán alzando la mano para que sus legionarios depusiesen la actitud de enfrentamiento y se retirasen.

—¿Es eso entonces lo que os preocupa? ¿La comida? —preguntó Marcio.

—¡Come y calla! —dijo Albio blandiendo la espada amenazadoramente hacia Marcio. El tribuno asintió cabeceando un par de veces. Dio dos pasos y se situó junto a uno de los cestos de comida. Una cincuentena de soldados leales y varios centenares de amotinados observaban sus movimientos con ansiedad. Marcio se agachó hacia un lado, lentamente, y hundió su mano entre los panes amontonados. Extrajo uno y se lo llevo a la boca. En el intenso silencio que se había creado se escuchó el crujido de la corteza del pan quebrado por las mandíbulas del tribuno, Marcio masticó y tragó. Luego fue a otra cesta y tomó uno de los circuli. Repitió la operación y engulló el roscón en dos bocados grandes, y lo mismo hizo con otros cestos con carne seca de jabalí, queso y uva.

—Es mejor comida de la que merecéis. Si por mí fuera no os daría ni algarrobas, pero tenéis la inmensa suerte de beneficiaros de la generosidad y benevolencia del general —espetó Marcio con la boca aún llena, escupiendo comida mientras hablaba. Se acercó entonces adonde sus hombres habían amontonado varias docenas de ánforas.

—¡Un vaso! —pidió el tribuno alargando la mano a la espera de que uno de sus hombres cumpliera la orden. En ningún momento el tribuno dejó de mirar a Albio y a Atrio. Un legionario trajo un vaso. El propio tribuno se sirvió vino y lo bebió de un largo trago. Luego rompió el ánfora en el suelo.

—Me puedes obligar a que coma y beba para que estéis tranquilos y todo porque el general ha dicho que se os respete y se os alimente, pero nunca consentiré compartir un ánfora de vino con rebeldes como vosotros. De donde yo he bebido ya no beberá ninguno de vosotros—. Y se giró a sus hombres.

—Dejad la comida y la bebida aquí. Si quieren que coman y beban y si no quieren que se pudran ellos, la comida y el vino. —Y Lucio Marcio Septimio se abrió paso entre sus legionarios y dejó a los cabecillas de la rebelión a solas con las decenas de cestas de pan y pastas y las docenas de ánforas de vino.

—Comamos y bebamos —dijo Atrio.

Y centenares de soldados se abalanzaron sobre la comida y el licor. Lo que había comenzado siendo una ordenada distribución de víveres se transformó en un trifulca caótica donde el primero que llegaba a una cesta cogía de sus manos todo cuanto podía, pero ni Albio ni Atrio ni el resto de los líderes se preocuparon por el tema. La mayoría de los oficiales se dedicó a reclamar más comida y más vino y los legionarios del general se limitaron a satisfacer la petición trayendo más provisiones. Albio por su parte estaba entretenido en vanagloriarse de su hazaña.

—¿Habéis visto quién manda aquí? Pero, por Júpiter, ¿lo habéis visto? —decía—. El tribuno hacía todo lo que le pedíamos. Están más atemorizados de lo que pensaba. Mañana obtendremos todo cuanto pidamos y aún más... y aún más...

Dejó de hablar porque Atrio le pasó una pasta de laganum y una jarra de vino.

—Brindemos por mañana —propuso Atrio.

—Sí, brindemos —aceptó Albio. Y tres docenas de jarras alzadas por los cabecillas de la rebelión chocaron en el aire para festejar con júbilo el principio de sus tiempos de abundancia y recompensa.

—De todas formas —dijo Atrio tras el brindis—, deberíamos controlar que los hombres no beban en exceso. Y nosotros tampoco.

—En eso llevas razón —confirmó Albio. Y con el resto de los cabecillas acordaron que los soldados comieran cuanto quisieran pero que tuvieran cierto comedimiento con el vino. Las órdenes fueron transmitiéndose de un manípulo a otro, pero los soldados, aunque asentían a las órdenes, cogían cuanta comida y bebida podían y daban buena cuenta de ella sin atender a una disciplina que hacía meses estaba ausente entre sus filas.

Las legiones malditas
cubierta.xhtml
sinopsis.xhtml
titulo.xhtml
info.xhtml
dedicatoria.xhtml
libro1.xhtml
001.xhtml
002.xhtml
003.xhtml
004.xhtml
005.xhtml
006.xhtml
007.xhtml
008.xhtml
009.xhtml
010.xhtml
011.xhtml
012.xhtml
013.xhtml
014.xhtml
015.xhtml
libro2.xhtml
016.xhtml
017.xhtml
018.xhtml
019.xhtml
020.xhtml
021.xhtml
022.xhtml
023.xhtml
libro3.xhtml
024.xhtml
025.xhtml
026.xhtml
027.xhtml
028.xhtml
029.xhtml
030.xhtml
libro4.xhtml
031.xhtml
032.xhtml
033.xhtml
034.xhtml
035.xhtml
036.xhtml
037.xhtml
038.xhtml
039.xhtml
040.xhtml
041.xhtml
042.xhtml
libro5.xhtml
043.xhtml
044.xhtml
045.xhtml
046.xhtml
047.xhtml
048.xhtml
049.xhtml
050.xhtml
051.xhtml
052.xhtml
053.xhtml
054.xhtml
055.xhtml
056.xhtml
057.xhtml
058.xhtml
059.xhtml
060.xhtml
061.xhtml
062.xhtml
063.xhtml
064.xhtml
065.xhtml
066.xhtml
067.xhtml
libro6.xhtml
068.xhtml
069.xhtml
070.xhtml
071.xhtml
072.xhtml
073.xhtml
074.xhtml
075.xhtml
libro7.xhtml
076.xhtml
077.xhtml
078.xhtml
079.xhtml
080.xhtml
081.xhtml
libro8.xhtml
082.xhtml
083.xhtml
084.xhtml
085.xhtml
086.xhtml
087.xhtml
088.xhtml
089.xhtml
090.xhtml
091.xhtml
092.xhtml
093.xhtml
094.xhtml
095.xhtml
096.xhtml
097.xhtml
098.xhtml
099.xhtml
100.xhtml
101.xhtml
apendices.xhtml
1_glosario.xhtml
II_arbol_escipion.xhtml
III_mando_cartagines.xhtml
IV_consules_roma.xhtml
V_mapas.xhtml
batalla_baecula.xhtml
batalla_ilipa.xhtml
campanas_africa.xhtml
batalla_zama_inicial.xhtml
batalla_zama_carga_elefantes.xhtml
batalla_zama_enfrentamiento_infanterias.xhtml
batalla_zama_fase_final.xhtml
VI_bibliografia.xhtml
agradecimientos.xhtml
proaemium.xhtml
dramatis_personae.xhtml