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Un extraño adiós

Útica, primeros días de diciembre del 202 a.C.

Cayo Lelio vio cómo los nuevos procónsules se dirigían para hablar con Publio. Había notado gran respeto tanto en Léntulo como en Octavio al saludarle a él, cuando Lelio ni tan siquiera era o había sido magistrado. Parecía que el mero hecho de ser uno de los tribunos de confianza de Publio Cornelio Escipión le invistiera de una aureola que inspirara respeto. Sacudió la cabeza. No debía llenar su mente de sensaciones absurdas y vanas. Tenía otros asuntos de los que ocuparse en aquel momento. Continuó su camino y llegó junto a Netikerty. La muchacha preveía que algo le iba a ser anunciado, pues al amanecer Lelio la conminó a que se preparara para un largo viaje. La joven esclava tomó pequeñas cosas que consideró que le podían ser útiles: un par de estolas romanas, dos túnicas, algunos aderezos para su hermoso cabello largo y lacio y algunos frascos con ungüentos y aceites con lo que humedecía su morena piel ligeramente resecada por el viento y el sol. No tomó nada más. No quería que se la acusara de tomar cosas que no le concernían. En particular, no cogió el nimbus que Lelio le regalara en Roma. El mismo hombre que la poseyera y la amara; el mismo hombre que ahora la miraba con aparente indiferencia.

—Yo marcho para Roma, con la flota. No nos veremos más —anunció Cayo Lelio con sequedad.

Netikerty asintió y volcó su mirada hacia el suelo.

Lelio, ante la ausencia de réplica o de preguntas, continuó con sus explicaciones.

—Tú marcharás a Siracusa en un barco escoltado por dos trirremes. Allí esperarás unas semanas hasta que llegue de Roma una embajada de senadores. Aprovechando el viaje de esa embajada, en una de las trirremes de escolta de los senadores romanos vendrán tus hermanas. —Aquí Netikerty levantó su mirada del suelo—. Tus hermanas fueron compradas por amigos del procónsul y luego manumitidas, liberadas de la esclavitud, como yo he hecho contigo. El procónsul ha utilizado la manumissio vindicta, empleando a magistrados de su confianza en el foro para todos los trámites. Creo que se lo pidió a su hermano Lucio, quien siguiendo sus instrucciones compró primero a tus hermanas para poder luego liberarlas. —Netikerty fijó sus ojos en los ojos de Lelio, pero entonces, el tribuno dejó de mirarla y volvió su rostro hacia el mar—. Neptuno parece estar tranquilo. Tendréis una buena navegación. Una vez reunidas las tres, podréis marchar en una de las trirremes que escoltan la embajada del Senado con destino a Egipto. El Senado quiere reconocer oficialmente a Ptolomeo V como legítimo monarca de tu tierra. Agatocles es el que realmente gobierna, pero como tutor del pequeño Ptolomeo V. Bueno, dejando de lado la política, lo importante es que esa embajada, con su fuerte flota militar de escolta, es la forma más segura de cruzar el mar para devolverte a tu país a salvo de nuevos ataques de piratas. Una vez allí, los oficiales de mi confianza se asegurarán de que contactéis con vuestra familia. Y eso es todo. —Lelio se detuvo y pensó en volverse a mirarla y si lo hubiera hecho habría visto las lágrimas que temblorosas descendían por las mejillas de la joven egipcia, pero el tribuno se contuvo y terminó de hablar sin girarse hacia ella—. Eso es todo. Me traicionaste, pero no mataste al procónsul cuando podías haberlo hecho. El general es un hombre generoso, por eso ha liberado a tus hermanas y ha organizado todo esto. Yo sólo he designado a un par de hombres leales para que lleven a cabo sus órdenes. No tengo más que decirte.

Y Cayo Lelio le dio la espalda y se marchó sin volver la mirada una sola vez hacia atrás. Sólo los dioses saben cuánto le costó mantener aquella firmeza y aquel semblante rígido de fingida indiferencia. Salió de la ciudad sin saber qué calles había tomado y, como un caballo que ha perdido a su jinete en el campo de batalla, Lelio encontró el camino de regreso a su tienda en medio del gran campamento de las legiones romanas levantado frente a las murallas de Útica. Se sentó en el lecho que durante años compartiera con la joven Netikerty, pero sintió algo que se le clavaba bajo el muslo derecho. Rebuscó con la mano izquierda y extrajo el hermoso nimbus de oro y piedras preciosas que regalara antaño a Netikerty. Lelio acarició la preciosa joya como quien acaricia recuerdos dulces agriados por el tiempo y la vida. No lloró porque los guerreros no lloran, pero su corazón latía desbocado, sin control, desgarrado.


Netikerty quedó a solas con aquellos dos soldados leales designados por Lelio que esperaron con paciencia mientras ella lloraba de pie, mirando cómo su hasta aquel momento amo y señor desaparecía entre la multitud de legionarios que cargaban y descargaban fardos, sacos, ánforas y provisiones de todo tipo de los barcos anclados en la bahía de Útica. La insistencia del tribuno por subrayar que todo había sido organizado por el procónsul, agudizaba aún más el dolor de aquel adiós extraño. Lelio había querido dejar claro que su despecho y rencor eran tan grandes hacia ella que si por él fuera nada de todo aquello habría tenido lugar. Lelio había sido quien la había salvado de los ultrajes de la humillante esclavitud al servicio del viejo Fabio Máximo, Lelio había sido el único hombre que la había cuidado y protegido y al mismo tiempo fue el mismo hombre al que tuvo que traicionar tan a fondo como su alma le permitió. Ahora estaba todo ya perdido con él. Estaba feliz por la liberación de sus hermanas y la esperanza de poder reencontrarse pronto con ellas la acompañó mientras la conducían al barco que la transportaría a Siracusa. La nave soltó amarras y zarpó para dar así comienzo a una nueva etapa de su vida, sin ver más al único hombre a quien había amado más allá incluso de lo que amaba a sus propias hermanas. Tanto Lelio como el procónsul pensaban que no utilizó el cuchillo cuando tuvo ocasión en Cartago Nova por ser incapaz de matar con frialdad, por el significado de su nombre, pero no fue por eso, no fue por eso. Al menos, no sólo por eso. Fue por Lelio, por el amor que sentía por Cayo Lelio, por lo que no pudo cortar la garganta del general. No podía matar al mejor amigo del hombre al que amaba. Y así, pese a arriesgar la propia vida de sus hermanas, pese a haberlas sacrificado en aquel momento de duda, pese a ese sacrificio sublime, el corazón de Cayo Lelio estaba perdido para siempre.

La nave surcaba el mar con suavidad y el puerto de Útica se empequeñecía en la distancia hasta que al final sólo se adivinaba una línea gris en el horizonte, África, que se alejaba poco a poco, hasta desvanecerse en la confluencia del azul del mar y el azul del cielo. Netikerty cerró los ojos. Ya no brotaban lágrimas porque su corazón se había quedado seco por el dolor y la angustia. Sentía mareos, pero sabía que no era por el vaivén del barco. Se llevó una de sus pequeñas y suaves manos y la hundió bajo la túnica hasta acariciar la base del vientre. Había hecho bien en callar y no decir nada y llevarse de ese modo consigo, al Egipto de su pasado, su más apreciado y dulce secreto.

Las legiones malditas
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