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Las dudas de Máximo

Roma, primavera del 203 a.C.

Quinto Fabio Máximo, sentado en el amplio atrio de su gran villa a las afueras de Roma, sostenía dos tablillas diferentes, una en cada mano. En la izquierda, tenía la carta que Marco Porcio Catón le había remitido por correo militar desde Sicilia, para que llegara antes que él, pues debía permanecer unas semanas en Sicilia en razón de su cargo de quaestor de las legiones V y VI cuya base era aquella isla. En su carta, Catón era rotundo: la situación de Escipión y sus legiones era desesperada, acorralados en las proximidades de Útica y rodeados por fuerzas enemigas que los triplicaban en número, abandonados por los númidas de Masinisa y con Sífax aliado junto a los cartagineses. Su derrota y la consecuente pérdida de todas las tropas era cuestión de semanas. Según ese informe, lo sensato era solicitar al Senado que se le ordenara a Escipión que regresara, haciendo uso de la flota o, si persistía obstinadamente en su actitud de no abandonar la campaña africana, recurrir a lo que Fabio más deseaba: votar en el Senado una senatum consulere o moción que presentara uno de los nuevos cónsules de aquel año, Cneo Servilio o Servilio Gemino, que propusiera el relevo en el mando de aquel cónsul joven, rebelde y desproporcionadamente querido por una plebe romana dada a engrandecer cualquier victoria contra los cartagineses, por pequeña que ésta fuera. Pero en la mano derecha, Quinto Fabio Máximo tenía un informe procedente de Netikerty en el que se explicitaba todo lo contrario: la moral de las legiones era alta, Masinisa había traído una poderosa y numerosa caballería de maessyli y el rey Sífax estaba a punto de declararse neutral, lo que dejaría a los cartagineses y romanos en posiciones muy equilibradas.

Quinto Fabio Máximo meditaba en el silencio de su atrio. Una de las jóvenes esclavas egipcias, hermana de la que le suministraba información secreta desde el mismísimo campamento de Escipión, entró y le trajo un vaso de agua para refrescar a su amo en una tarde especialmente calurosa de aquella primavera romana. ¿Mentiría Netikerty? ¿Mentiría sabiendo que la vida de sus hermanas estaba en juego? No. Eso no era probable. Pero, ¿cómo entonces era posible tener dos informes tan dispares? La carta de Catón bien pudiera ser un poco anterior y quizá las condiciones hubieran cambiado en unos pocos días, pero ¿tanto?

Quinto Fabio Máximo, princeps senatus, cinco veces cónsul y augur, por primera vez en mucho tiempo, no sabía qué hacer. Y ya había acudido al auguraculum esa misma mañana para leer en el vuelo de los pájaros, pero su vista... suspiró... su vista no era la de antes. No lo admitía en público, pero era consciente de que no veía bien, sobre todo con su ojo derecho, de modo que su lectura del vuelo de los pájaros era indecisa, forzada, incierta. Le inquietaba no saber desde cuándo exactamente no discernía bien el vuelo de las aves en la distancia, pero la cuestión era que no sabía qué hacer. Las dos cartas tan contrapuestas le dejaban sumido en una confusión casi desconocida para él, acostumbrado siempre a disponer de suficiente información y de tomar decisiones rápidas y frías. 

Quinto Fabio Máximo se sentía bloqueado. Era extraño. Lo mejor sería que África misma decidiera por él. La misma África que había masacrado las legiones de Régulo en el pasado, volvería a hacerlo con las tropas de Escipión en el presente. África no era para Roma. No lo era. Escipión, sencillamente, no entendía bien dónde estaban los límites. Ni los aceptaba en las leyes romanas y así forzó su elección como edil, como imperator o como cónsul siempre antes de los límites de edad establecidos por la tradición, ni tampoco sabía el rebelde Escipión entender los límites razonables del poder de Roma. África sería su tumba. Una tumba repleta de arena. Una tumba de dimensiones apropiadas para enterrar tan inconmensurable ambición.

Las legiones malditas
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