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La votación

Roma, enero del 205 a.C.

Al día siguiente, un nervioso y aún no del todo recuperado Cayo Léntulo, praetor urbanus, presidiendo una vez más la continuación de la sesión interrumpida el día anterior, se alzó en su podio y modulando su voz se dirigió, una vez más, al cónclave completo de senadores de Roma.

—Quod bonum felixque sit populo Romano Quiritium referimos ad vos, patres conscripti... Referimos a vosotros, padres conscriptos, cuál es el bien y la dicha para el pueblo romano de los Quirites, una vez más. Hoy vamos a votar una moción modificada que el cónsul, después de sus horas de reflexión, me ha presentado corregida en varios puntos, una moción que parece haber sido consensuada y que quizá pueda ser aceptada por los patres conscripti, quiero decir por los patres et conscripti aquí reunidos, una senatum consulere. —Y aquí Léntulo miró un instante a Fabio Máximo, mirada que no pasó desapercibida para Publio; estaba claro que la visita de Máximo a su casa no fue la última visita nocturna del princeps senatus la pasada noche. Publio se preguntó si aquel anciano descansaba alguna hora del día o de la noche, pero Léntulo seguía hablando—. Bien, la moción que ha de ser votada será la siguiente: Publio Cornelio Escipión, cónsul de Roma, con mando de las tropas en Sicilia, cede su derecho a disponer de un ejército consular propio que quedará en Italia para que estas tropas sigan en su lucha contra Aníbal o contra cualquier otro enemigo que nos ataque en Italia y... —Voces indignadas emergieron entre las filas de los partidarios de los Escipiones y Emilio-Paulos. Publio se levantó con las manos en alto con las palmas extendidas hacia abajo haciendo el gesto mediante el que reclamaba silencio a sus seguidores. Éstos, aunque confusos y enfadados, enmudecieron. Cayo Léntulo pudo proseguir con la lectura de la moción—. Bien, bien... agradezco la intervención del cónsul... a ver si es posible que terminemos hoy con esto. Veamos..., ¿por dónde iba? Sí, el cónsul Publio Cornelio Escipión recibe el mando de Sicilia, pero sin ejército consular, que queda en Italia, aunque a cambio el cónsul podrá contar con todos aquellos voluntarios que le quieran seguir y con la flota que él mismo, por sus medios, pueda procurarse sin recurrir al Estado. Una vez en Sicilia el cónsul Publio Cornelio Escipión tendrá la potestad de lanzar un ataque contra África si lo estima oportuno, pero para ello no podrá sumar a su ejército de voluntarios ni las guarniciones allí acantonadas para proteger las ciudades sicilianas ni podrá tampoco realizar levas; en su lugar, y de modo excepcional, aunque estas tropas están desterradas y apartadas de la contienda, el cónsul podrá emplear las legiones V y VI para esta empresa —y aquí la voz de Léntulo, una vez más, se desvaneció bajo un mar de gritos e improperios de los seguidores de Publio—, esas legiones, esas legiones —aulló Léntulo casi dando saltos en su podio—, esas legiones que llaman las «legiones malditas». —Publio volvió a alzarse de su asiento y reclamó silencio una vez más. A regañadientes los senadores proclives a su causa acataron sus órdenes, pero cada vez estaban más enfadados y confundidos, pues no veían a qué conducía todo aquello sino a votar una absurda moción que prácticamente reducía a cero las posibilidades de que Publio Cornelio Escipión pudiera llevar a cabo un ataque contra África con unas mínimas garantías de éxito. Una vez restablecido no ya un silencio, sino un nivel de murmullos que permitía la expresión en voz muy alta, Cayo Léntulo retomó la palabra.

»Y para terminar, el Senado se reserva el derecho de nombrar el quaestor de las legiones V y VI que velará por que estas condiciones se sigan al pie de la letra. Y por último y muy importante —ahora se dirigió al viejo senador Fulvio—, el cónsul me ha manifestado su firme voluntad de aceptar la votación del Senado como definitiva y de no recurrir a los tribunos de la plebe para presentar ninguna moción alternativa a la que acabo de exponer. Y esto es lo que hay que votar.

Y Cayo Léntulo tomó asiento y dejó que durante unos minutos los gritos, insultos, amenazas e injurias fueran proferidas por los unos y los otros hasta que el cansancio mismo de los que gritaban fue haciendo mella en los patres conscripti. La votación debía tener lugar a continuación, por ello en esta ocasión el praetor urbanus decidió tomarse todo el tiempo necesario hasta que se hizo el silencio en la sala. Cuando los unos y los otros se cansaron de gritar y retomaban sus asientos haciendo al fin caso a los gestos de Lucio Emilio Paulo, los seguidores de Publio, y del viejo Fulvio, los partidarios de Máximo, pues ni el cónsul ni el princeps senatus se levantaron más de sus asientos, sino que se mantenían quietos, inmóviles, estudiándose con sus ojos el uno al otro, como si quisieran leerse el pensamiento mutuamente y comprender quién de los dos estaba a punto de ceder y aceptar una locura. Máximo estaba persuadido de que ése no era otro que el impulsivo joven cónsul, y el propio Publio, toda vez que la reacción de sus seguidores, igual que la noche anterior en su propia casa con sus familiares y amigos, había sido de tanto rechazo hacia lo que él mismo estaba dispuesto a aceptar, empezaba a pensar que tanta gente no podía equivocarse y que, seguramente, el único que estaba ganando algo en aquella sesión no era otro, una vez más, sino el viejo y eterno Quinto Fabio Máximo. Léntulo se alzó de nuevo y se dirigió a todos desde su podio.

—Sea, toda vez que la moción ha sido definida y hecha pública, procederemos a la votación, que será en voz alta y nominal utilizando las formas de respuesta tradicionales, uti tu rogas, como solicitas, o, en este caso, consentio Scipioni, de acuerdo con Escipión, para el que esté de acuerdo con la propuesta del cónsul, o nequáquam ita siet, que de ningún modo sea sí, para el que esté en contra. Empezaré, como no puede ser de otra forma, reclamando el voto del más veterano de todos nosotros, del princeps senatus. Así que le llamaré por su nombre. ¡Quinto Fabio Máximo!

Y el viejo Máximo se levantó. Todos tenían bastante claro que Máximo aceptaría aquella propuesta que dejaba al cónsul prácticamente desprovisto de medios con los que ejecutar su plan de África y sólo entre los seguidores de Publio había algunos que alimentaban la esperanza de que, en su ofuscación por negarse a todo lo que provenía de Escipión, el mismísimo Máximo se negara también a esta propuesta y así, por su tozudez, salvara al joven cónsul de un consulado inoperante en el mejor de los casos y, en el peor, de un destino abocado a la muerte. Pero eran vanas esas esperanzas. Quinto Fabio Máximo se levantó y, ponderando muy bien la elección de las palabras, evitando decir el nombre de Escipión, en lugar de emplear la opción de consentio Scipioni, optó por la más impersonal de las fórmulas.

Uti tu rogas —dijo, y lo dijo en voz casi baja, como un susurro, pero que retumbó en los tímpanos de todos, pues tal era el silencio que se había apoderado de la gran sala del Senado de Roma ante la expectación por saber la opinión de Máximo-. Uti tu rogas —repitió, y se sentó despacio en su asiento.

Tras el voto favorable del princeps senatus llegó la cascada del resto de los votos favorables de los seguidores del viejo senador así como de unos abatidos partidarios de Publio Cornelio Escipión, que no entendían por qué un tan valiente general aceptaba una tan humillante condición para su primer consulado.

Publio, por su parte, comprendió, al ver tan sumamente satisfecho a su eterno enemigo y al contemplar las sonrisas de Fulvio y el resto de los senadores próximos al anciano princeps senatus, que, sin duda, una vez más, Quinto Fabio Máximo le había derrotado en el Senado, como ya hiciera en el pasado, cuando le arrebató el título de procónsul antes de partir para Hispania. Y ahora le dejaba ser cónsul, pero le había quitado el ejército, le había prohibido hacer levas y sólo le dejaba el mando de unas tropas despreciadas por todos, por inútiles, cobardes e inservibles. Publio supo en aquel instante que, una vez más, debería recuperar en el campo de batalla todo lo que había perdido en el Senado, sólo que esta vez tendría que ser ante el mismísimo Aníbal, y que bajo su mando sólo tendría las legiones V y VI. Tragó saliva mientras la votación seguía su curso implacable. Tenía la garganta seca. Llegó el último voto. Era un partidario de Máximo.

Uti tu rogas.

Todos favorables.

Cayo Léntulo, el agotado presidente de aquella sesión, dio por terminado el cónclave de los senadores.

—Ahora sí —dijo—, al fin, que los dioses estén con todos y os acompañen, nihil vos teneo. —Y no se sentó, sino que se derrumbó en su asiento, casi incrédulo de que al fin hubiera podido dar término a aquel galimatías de votación.

Por su parte, mientras todos salían de la gran sala, incluido Quinto Fabio Máximo, un concentrado Publio se mantenía sentado en su sella curulis, meditando. Su destino había quedado, para bien o para mal, unido al de las «legiones malditas».

Las legiones malditas
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