73
La caballería de Hanón

Norte de África, junio del 204 a.C.

Masinisa cabalgaba ligero, resuelto, seguido por sus doscientos jinetes númidas directos hacia las puertas de Saleca. Habían llegado al anochecer y allí varios legionarios, exploradores de la V, que mantenían vigilada la ciudad para tener informado en todo momento al procónsul de los posibles movimientos de los cartagineses, recibieron con cierta sorpresa al joven rey de los maessyli.

—¿Siguen en la ciudad? —preguntó Masinisa aún sobre su caballo.

—Así es —respondió el centurión al mando de aquel puesto de guardia.

—Bien —respondió el rey—. El procónsul me envía para atacar Saleca.

El centurión no dijo nada y se limitó a mirar los escasos hombres con los que llegaba el rey exiliado del nordeste de Numidia al servicio del procónsul. Masinisa se dio cuenta de que el centurión estaba a punto de reírse, pero no lo hizo, seguramente por respeto, no a su persona, sino al procónsul que había ordenado aquella maniobra, y un oficial romano no podía hacer mofa de lo que el procónsul había ordenado, aunque pareciera absurdo.

El sol ya había desaparecido y las sombras de la noche se cernían sobre Saleca. Masinisa decidió olvidarse de esos legionarios. Era evidente que el procónsul sólo hacía partícipes de la complejidad de sus planes a unos pocos elegidos y él estaba entre ellos, pero no aquellos exploradores. Si el general romano llegaba alguna vez a vencer en África, estaba claro que él volvería a ser rey. Claro que lo visto en Útica no presagiaba nada en ese sentido, pero no tenía más caminos ni más aliados. Sífax había puesto precio a su cabeza, apenas tenía hombres leales, su pueblo estaba sometido y los cartagineses dependían del propio Sífax para luchar contra Roma. Sólo Roma era su aliado y Roma había enviado a aquel general, aquel procónsul.

Masinisa vio que los legionarios habían encendido una hoguera.

—¿No han enviado a nadie a investigar esa hoguera? —preguntó el rey númida a los romanos.

El centurión negó con la cabeza.

—Deben de sentirse muy seguros esos cartagineses. Bien. Pues la usaremos nosotros ahora. —Y a una señal suya, sus doscientos jinetes encendieron antorchas acercándose a la gran hoguera de los exploradores.

El regimiento númida de Masinisa, con él al frente, se lanzó al galope hacia la ciudad de Saleca ante la perpleja mirada del centurión y su pequeño grupo de legionarios.

—Los van a masacrar —sentenció, aunque para entonces Masinisa ya estaba lejos—, pero hay que reconocerles coraje.

Los númidas avivaban si cabe aún más su galope sosteniendo en alto sus antorchas. A medida que se acercaban a la ciudad se desplegaron y se separaron, de modo que desde las fortificaciones de Saleca, los sorprendidos cartagineses que vigilaban el horizonte en torno a la ciudad, sólo acertaban a ver antorchas que avanzaban hacia ellos en una larga formación que abarcaba casi media milla. Imposible cuantificar en la noche recién caída sobre el desierto de África la cantidad de enemigos que les atacaban. Los cartagineses se pusieron en pie de guerra y acudieron en tropel a lo alto de las no muy elevadas y poco protegidas murallas de Saleca. Aquella ciudad no era Útica, sino un pequeño enclave donde los mercaderes se detenían a intercambiar productos en sus grandes rutas por el norte de África. Saleca no estaba pensada para resistir un gran ataque y de ahí el temor de Hanón, el general púnico al mando, que, advertido por los gritos de sus hombres, ascendió con rapidez a una de las pequeñas torres de madera que se habían levantado hacía tiempo junto a las mismas puertas de la ciudad. Hanón no podía creer lo que veía. Ellos habían salido de Cartago para atacar a los romanos y ahora eran ellos los atacados. No lo esperaba. Estaba aguardando la llegada de la infantería que Asdrúbal Giscón debía traer en poco tiempo y también la incorporación del ejército del rey Sífax. Todos unidos arrasarían a las dos legiones romanas, pero ¿quiénes eran aquellos jinetes que se lanzaban sobre ellos en la noche con aquellos terribles alaridos?

—Son númidas, general —dijo uno de los centinelas de la puerta, que reconoció algunos de los gritos.

—Númidas... —repitió Hanón intentando serenarse y encontrar sentido a todo aquello—. Maessyli, seguro, rebeldes, seguro.

Los jinetes de Masinisa llegaban hasta las fortificaciones y arrojaban sus antorchas hacia las mismas, prendiendo las empalizadas en las que culminaban las murallas de adobe, y, sobre todo, iniciando un importante incendio en las mismas puertas de la ciudad. Los cartagineses, bajo las órdenes de Hanón, se ocuparon más en extinguir los fuegos que surgían en las defensas de Saleca que en contrarrestar las jabalinas y flechas que los númidas atacantes les lanzaban tras las antorchas, pero una vez que los incendios empezaron a remitir por los esforzados trabajos de los púnicos, Masinisa ordenó que sus hombres se replegaran. En menos de media hora de loco ímpetu y batalla, el rey rebelde del nordeste de Numidia regresaba junto al centurión que había sentenciado su muerte.

—Esta noche los cartagineses dormirán poco —dijo Masinisa al centurión—. Nosotros, por el contrario, descansaremos. Mañana será un día de guerra.

El centurión, con sudor en las manos y la frente, replicó con cierto enfado al rey númida.

—¿Y si salen a contraatacar ahora? Acabarán con todos nosotros, maldito númida.

Masinisa desmontó de su caballo, se acercó al centurión, le cogió de la coraza, lo levantó un metro en el aire y lo arrojó contra el suelo a varios pasos de distancia. El centurión rodó como un tronco rueda por la ladera de una montaña. Se levantó y desenfundó su espada al tiempo que lo hacían sus hombres, pero Masinisa, arropado por decenas de sus jinetes, ni se inmutó y se limitó a responder al oficial romano.

—No saldrán, imbécil. No saben cuántos somos. Sólo saben que tienen miedo y dormirán mal. Mañana al amanecer continuaremos. Ahora vamos a descansar y tú y tus hombres haréis lo mismo. El procónsul me ha ordenado que ataque Saleca hasta que los cuatro mil jinetes de Hanón salgan y eso pienso hacer.

La mención una vez más de las órdenes del procónsul surtieron el efecto que Masinisa buscaba. El centurión escupió en el suelo pero se tragó su orgullo y envainó la espada y junto a sus legionarios se separó de los númidas para regresar a sus tres tiendas donde recluirse y pasar la noche. Dejarían a un par de hombres de guardia y que los dioses velaran por ellos. Al amanecer buscarían refugio en las ruinas de una torre que había a menos de una hora de marcha en dirección a Útica y que los númidas se las compusieran como pudieran con toda la guarnición cartaginesa y mercenaria de Saleca. El cónsul sólo les había ordenado a ellos vigilar y no pensaban hacer otra cosa.


Cayo Lelio desmontó de su caballo. Pronto amanecería. El resto de los hombres de las diferentes turmae de la V legión le imitó. Habían descansado unas horas y ahora les tocaba esperar el nuevo día. Cayo Lelio dejó las riendas de su caballo a un soldado y caminó unos pasos para estirar las piernas. Le dolía el hombro y un poco el muslo, pero había tenido mucha suerte. Ninguna de las vigas de la torre de asedio cayó sobre él cuando la gigantesca estructura se desplomó en medio del mar. Luego sólo tuvo que matar con su daga a un par de cartagineses que había caído junto a él. Después nadar y subir a la trirreme que comandaba Digicio. Digicio siempre fue un buen soldado. Valiente en el combate. Excelente marinero. Todos tuvieron suerte, excepto los que cayeron abatidos. Un par de centenares caídos en el infructuoso intento de tomar Útica con las torres de asedio. Las cosas no marchaban bien. Pero no había descanso. De la torre de asedio a conducir la caballería de la V hasta aquellas colinas donde una fortificación en ruinas se levantaba olvidada por el tiempo. ¿Quién levantaría esas murallas agrietadas y pulidas por el viento hasta dejarlas en pequeños testimonios de un poder perdido? Se adivinaba también una torre justo en el otro extremo de aquel pequeño valle, justo allí donde Publio debía estar esperando con las turmae de la VI y el resto de la caballería reclutada en Siracusa. Aquella campaña no dejaba ni un día para el descanso. Lo bueno es que la caballería no había intervenido en el asedio de Útica y estaban frescos todos y deseosos de entrar en combate. Él también estaba contento allí. Salir del asedio y pasar directamente a comandar la caballería de la V le evitaba tener que regresar cada noche a su tienda y ver a Netikerty. Podría ordenar que estuviese en otra tienda, pero Publio estaba empeñado en que la protegiera personalmente y en que aparentemente entre ellos dos, amo y esclava, todo estuviera como si la traición de la egipcia nunca se hubiera descubierto.

—Has de cuidar de esa esclava como de mí mismo, ¿me entiendes, Lelio?

Eso había dicho Publio. Así que la mantenía en su tienda vigilada por dos esclavos de su confianza. Eso, claro, hacía inevitable tener que verla si regresaba a su tienda. No. Allí, en medio de aquel valle, entre ruinas olvidadas, estaba mejor. Esperando el amanecer, a punto de entrar en combate de nuevo. Seguramente ésta sería su última campaña. Lelio olía la muerte. La presentía cercana. Estaban en territorio enemigo, no como en Hispania, que, a fin de cuentas, era territorio enemigo tanto para romanos como para cartagineses, pero no allí. Allí ellos, los romanos, eran los que todos querían ver muertos: cartagineses, númidas y todos los pueblos del norte de África. Nadie quería que el poder de Roma llegara hasta sus costas y todos se aliaban contra ellos y ellos eran pocos. Pocos.

Cayo Lelio, tribuno y jefe de la caballería romana de las «legiones malditas», se enfundó el casco. El alba estaba despuntando. Pronto sería hora de combatir.


Publio se abrigó con el paludamentum. Eran extrañamente frías las noches pese a estar en medio del verano y un viento proveniente del interior agudizaba la sensación de frío. Apenas había una tímida luna creciente, pero era suficiente para proyectar una alargada sombra bajo la que había encontrado refugio del viento. Era la silueta de la torre fortificada que Agatocles, tirano de Siracusa, ordenara levantar en ese lugar para tener un posición protegida en sus incursiones por África. Agatocles. Publio miró hacia arriba. No era mucho lo que quedaba de aquella torre pero era testimonio de que lo que él mismo estaba ahora intentado era una buena idea. Agatocles, un pobre miserable de Siracusa que con habilidad y astucia ascendió en la escala social, primero casándose con una rica viuda, para terminar controlando gran parte del comercio de la metrópoli griega y desde ese poder lanzar diatribas contra la nobleza dominante, contra la que desencadenó un golpe de Estado apoyado por el pueblo hasta convertirse en el amo y señor de Siracusa. Publio pasó la palma de su mano desnuda por las piedras de la base de aquella torre. Agatocles, que consiguió casarse con una hijastra de Ptolomeo I Sóter, general que fuera de Alejandro Magno reconvertido en rey de Egipto; Agatocles, que en medio de su reinado consiguió casar a su propia hija con el audaz Pirro, rey del Épiro. Tal fue el poder de Agatocles, soberano de Siracusa, que bajo su reinado el imperio de Cartago tembló. Agatocles dominaba Siracusa y desde allí toda Sicilia, y desde Sicilia todos los mares del Mediterráneo occidental gracias a una compleja trama de alianzas con las ciudades costeras griegas. El enfrentamiento con Cartago era inevitable y el choque fue descomunal. Al final, los cartagineses, tras varios años de guerra despiadada, acorralaron a Agatocles en Siracusa y la suerte parecía estar echada. Fue entonces cuando la auténtica genialidad de aquel tirano de Siracusa quedó patente: asediado por los cartagineses en Sicilia, en lugar de defender su propio territorio, embarcó un pequeño pero bien adiestrado ejército en una flota, cruzó el mar y desembarcó las tropas en África, cerca de Cartago. Los cartagineses, que gracias a su poder y dominio centenario en la región carecían de enemigos próximos a sus tierras, se vieron sorprendidos. Agatocles inició una rápida serie de incursiones salvajes y terroríficas por toda África que obligaron a los cartagineses a replegarse de Sicilia y traer sus ejércitos y flotas de regreso a África para, finalmente, verse obligados a pactar una paz con el propio Agatocles, que se aseguró así el dominio de toda Sicilia durante casi veinte años más ininterrumpidos. Publio admiraba aquellas piedras. Eran obra de un genio. La idea, pues, de su propio padre y de su tío, Publio y Cneo Escipión, de llevar la guerra a África no era tan nueva. Era sólo que Roma ya lo intentó una vez en el pasado con Régulo y salió mal, pues los cartagineses, que habían aprendido de su error pasado, habían conformado nuevas alianzas para asegurarse una defensa de su propio territorio en caso de invasión. En aquella nueva ocasión, Cartago recurrió al espartano Jantipo quien, con su destreza militar, masacró las legiones de Régulo. Roma nunca más volvió a intentar nada en África, pues para cuando debía desembarcar Sempronio con varias legiones, Aníbal emergió en el norte de Italia y sus tropas fueron reclamadas por el Senado romano para apoyar a las legiones del norte. Nunca más se volvió a intentar la invasión de África. Hasta ahora. Hasta ese momento. Pero si a Agatocles le salió bien el plan, ¿por qué no a ellos? Quizá porque ahora los cartagineses tenían a Sífax, como antes tuvieron a Jantipo... quizá porque, si todo les fallaba, recurrirían a Aníbal.

Publio había dormido mal. El desastre de Útica pesaba sobre su ánimo, en particular los más de doscientos hombres perdidos. No tenía tantos legionarios como para permitirse errores como aquél. Además, entre las tropas estaba esparciéndose el mal de la desesperanza. Muchos oficiales, a sus espaldas, hablaban de que si las legiones V y VI no habían conseguido que cayera la segunda ciudadela de Locri, mucho menos fortificada, ¿cómo iban ahora a conseguir que Útica sucumbiera a sus armas? La primera ciudadela de Locri fue tomada gracias a la traición de parte de sus ciudadanos, pero con Útica esto era del todo imposible. Útica era un firme y leal aliado de Cartago desde hacía decenios y la propia Cartago no tardaría en enviar refuerzos. Publio sabía que eso era lo que se comentaba a su alrededor, de momento sólo en voz baja, en cuchicheos que callaban cuando el procónsul aparecía, pues en cuanto salía del praetorium y caminaba entre sus legionarios las conversaciones se interrumpían y, aunque eso pasaba con frecuencia, ahora, en lugar de mirarle con admiración, como ocurría en Hispania, se le saludaba por la inercia que el respeto a la figura del procónsul despertaba entre ellos. Al menos, eso habían conseguido: que los legionarios respetaran a un procónsul. Pero, ¿por cuánto tiempo? ¿Cuántos muertos más tolerarían las «legiones malditas» a los pies de las impenetrables murallas de Útica?

Publio Cornelio Escipión salió de entre las sombras. Su rostro serio, adusto, de facciones marcadas, con una piel ya algo ajada para sus treinta y un años, era visible no ya por la luna, sino por los primeros reflejos del alba que emergía en el horizonte del desierto. Se había escuchado ruido de cascos de caballos al galope. El procónsul miró hacia su espalda, por encima del hombro. Mil quinientos jinetes montaron en sus caballos con tan sólo esa mirada. Las bestias piafaban y algunas, nerviosas, empezaron a relinchar. El procónsul miró entonces hacia el frente: se distinguían las sombras de Lelio y las turmae de la V. Necesitaba una victoria y esa victoria la necesitaba ya.

—Mi caballo —dijo sin elevar el tono de voz, y un lictor le acercó las riendas de un precioso corcel negro—. Que se preparen los hombres. Atacaremos a mi señal y que los dioses nos protejan.

Los doce lictores montaron en sus propios caballos. Iban a entrar en combate. No era frecuente que un cónsul tomara posiciones en la primera línea, pero tampoco era frecuente invadir África.


Hanón vigilaba sin descanso patrullando con sus oficiales desde la madrugada por las fortificaciones de Saleca. Quería ver si el que había atacado a la caballería púnica y númida de Cartago seguía allí, frente a la ciudad. La luz del sol, aún oculto tras las dunas del desierto, certificó sus presagios. Ante ellos se veía a un par de cientos de jinetes númidas rebeldes y un líder a su mando.

—¿Es Masinisa? —preguntó Hanón a uno de los oficiales númidas al servicio de Cartago. El oficial llevaba unas brillantes pieles de león a modo de capa, dos largas jabalinas cruzadas a su espalda y un escudo ligero de cuero grueso y seco atado a su antebrazo izquierdo. El númida examinó la figura del joven rey de los maessyli mientras éste levantaba su espada en señal de desafío. El oficial escuchó cómo Masinisa gritaba unas palabras al aire henchidas de odio y fuerza.

—Es Masinisa, sí —concluyó.

—¿Qué ha dicho? —inquirió Hanón.

El oficial númida respondió al general cartaginés sin dejar de mirar a Masinisa.

—Ha dicho que hoy morirán todos los númidas que no saben reconocer a su auténtico rey y todos los cartagineses que les ayudan.

Hanón lanzó una sonora carcajada a la que se unió el resto de los oficiales cartagineses. El oficial númida, no obstante, permaneció en silencio.

—¿Y eso nos lo dice con sólo doscientos jinetes a su mando? —Hanón preguntaba aún entre risas—. ¿Cuál es tu nombre, númida?

El oficial le miró entonces.

—Búcar, mi general, mi nombre es Búcar.

—¡Pues por Baal, Búcar, hoy vamos a cenar cabeza de rey rebelde servida en salsa! —Y todos los oficiales cartagineses volvieron a reír—. ¡Sacamos toda la caballería! ¡Mis cuatro mil jinetes salen de caza! ¡Que las mujeres de Saleca estén dispuestas para nosotros al atardecer!

Búcar esbozó una pequeña sonrisa con cierto esfuerzo. Pensó en decir que las órdenes de Cartago y Numidia eran que la caballería debía esperar a la llegada del grueso de los ejércitos al mando de Giscón y Sífax; pensó en decir que Masinisa era experto en sobrevivir a cacerías como aquélla; pensó en decir que él mismo, Búcar, siguiendo las instrucciones del rey Sífax, ya había salido a la caza de Masinisa en más de una ocasión y que incluso llegaron a dar por muerto al maldito rebelde de los maessyli, pero que una vez más estaba allí. Pero Búcar no dijo nada, porque no había nadie con quien hablar ya. En unos segundos, Hanón había descendido de las fortificaciones y, montado sobre su caballo blanco, cruzaba ya las puertas con sus oficiales púnicos. Búcar no tenía prisa. Que los cartagineses vayan en vanguardia. Él, con sus jinetes númidas, cabalgaría tras ellos. Búcar hacía tiempo que había dejado de ambicionar la gloria. Últimamente se concentraba en su supervivencia.


Masinisa vio salir a la caballería púnica de la fortaleza de Saleca.

—Vienen al galope, mi rey —dijo uno de sus leales jinetes con una mezcla de nervios y ansia.

—¡Pues al galope los recibiremos! —respondió Masinisa, y golpeando con todas las fuerzas de sus talones en los costados de su caballo inició una carga contra la caballería cartaginesa que, al estar aún saliendo de la ciudad por la estrecha puerta, no había tenido tiempo material para posicionarse en una larga línea de combate—. ¡Por Numidia! ¡Por los maessyli!

Sus guerreros, enfervorizados por los gritos de guerra de su joven rey, le imitaron y todos a una, como una avalancha de nieve en una montaña rocosa, cayeron sobre los caballeros púnicos mientras seguían saliendo por las puertas de la ciudad.

Los cartagineses en el exterior de las murallas ya eran más de quinientos, frente a los tan sólo doscientos jinetes de Masinisa, pero se vieron sorprendidos por la rapidez del ataque de los maessyli y también por su violento empuje que hizo que muchos guerreros púnicos hicieran retroceder a sus caballos hasta refugiarse bajo las fortificaciones de la ciudad. Masinisa se dirigió a por el general de sus enemigos, pero Hanón reculó con su caballo y una decena de jóvenes jinetes púnicos salió a cortar el paso del joven rey de los maessyli. Masinisa se sintió contrariado y con golpes certeros abatió a uno, dos, tres jinetes, antes de que nadie tuviera oportunidad para responder con un golpe. Al fin, uno de los cartagineses blandió su espada con cierta agilidad y la hizo chocar contra el escudo del rey númida. Fue lo último que hizo, pues uno de los maessyli que acudían en ayuda de su señor clavó al osado cartaginés una jabalina que le atravesó de parte a parte, entre el corazón y los pulmones. El cartaginés se atragantó entre los borbotones de su propia sangre y con los ojos bien abiertos, mirando a un cielo que para él quedaba ya vacío, cayó de su caballo para ser pisoteado por los animales de los unos y los otros, enfrascados en una batalla sin cuartel a las puertas mismas de Saleca. Pronto el empuje de los maessyli dejó de ser suficiente para abatir a sus enemigos, pues éstos, a los gritos de su general, continuaban saliendo a decenas por las puertas de la ciudad. En poco tiempo, ya había más de setecientos jinetes púnicos y varios grupos se alejaban del centro de la lucha para, rodeando a guerreros y bestias entretenidos en su mortal disputa, intentar alcanzar a los maessyli por la retaguardia y así transformar lo que se había iniciado a modo de victoria para aquéllos en su exterminio colectivo y sistemático a manos de las espadas púnicas que clamaban venganza por sus compañeros caídos en los primeros compases de aquella batalla.

Masinisa repartía mandobles a ambos lados de su montura, pero ni los golpes que lanzaba contra sus enemigos ni los que frenaba o evitaba con rápidos movimientos sobre su caballo, le impedían mirar de reojo a todos lados para no perder ni la orientación ni el sentido de lo que estaba ocurriendo en el conjunto del enfrentamiento. Pronto comprendió la maniobra que Hanón estaba realizando, así que, igual de súbito que inició el ataque, aulló con todas sus fuerzas palabras en su lengua que todos sus guerreros comprendieron al instante. En un segundo, los maessyli supervivientes, unos ciento ochenta, daban media vuelta a sus caballos, lanzaban una andanada de jabalinas mientras las bestias giraban, y al momento las azuzaban para empezar a galopar en dirección opuesta a la ciudad.

Los cartagineses vieron cómo se replegaban los maessyli a gran velocidad, alejándose a toda prisa. Tras ellos dejaban una cincuentena de jóvenes jinetes púnicos, demasiado bisoños y mal entrenados, muertos, atravesados por espadas y jabalinas de los rebeldes maessyli. Hanón miró a su alrededor con rabia y odio. Entre los muertos aquella mañana había varios caballeros hijos de importantes nobles de Cartago que se habían apuntado para lo que todos pensaron que iba a ser una campaña fácil de aniquilamiento de las legiones romanas, como antaño hiciera Jantipo con Régulo y los suyos, toda vez que, juntados los ejércitos de Giscón y Sífax triplicarían en número a los malditos romanos. Hanón consideró por un instante que había infravalorado la capacidad destructiva de aquellos pocos rebeldes maessyli, pero tenía claro que lo único que podía borrar aquel episodio y suprimir las duras críticas de los gobernantes de Cartago a lo que allí acababa de ocurrir era el extermino completo de aquellos maessyli. Hanón miró a su espalda y comprobó que sus dos mil jinetes estaban ya en el exterior de la ciudad y dispuestos para emprender la persecución, mientras que las tropas de masaessyli de Búcar estaban empezando a incorporarse al resto de la formación.

—¡Al ataque, por Baal y Tanit! —exclamó el general cartaginés—. ¡Que no quede ni uno vivo! ¡Muerte a todos los maessyli rebeldes! ¡Muerte a los amigos de Roma!


El centurión romano del puesto de guardia había visto el ataque inicial de Masinisa y la retirada que emprendía a toda velocidad en dirección hacia donde ellos mismos se encontraban.

—¡Malditos sean todos los dioses! —gritó y ordenó a todos sus hombres que se desperdigaran y se perdieran por entre las grandes dunas que se levantaban a unos centenares de pasos—. ¡Escondeos y que los dioses os protejan!

Los veinte legionarios del puesto de guardia se escondieron justo a tiempo de hacer desaparecer sus siluetas entre las dunas escuchando cómo las bestias de los maessyli pasaban cerca de ellos a galope tendido en una huida que pronto debería acabar en masacre y muerte.


Publio Cornelio Escipión alzó su brazo derecho. Los decuriones de todas las turmae estaban atentos a su brazo en alto. Los bucinatores y tubicines, legionarios encargados de hacer sonar las tubas con las que transmitir la orden de ataque a las turmae de la otra vertiente de aquel valle, donde se encontraba el tribuno Cayo Lelio, inspiraron para tener sus pulmones henchidos y dispuestos para hacer funcionar sus instrumentos. El ruido de los cascos de caballos sobre la tierra prieta del centro del valle que se había oído lejano se había transformado ya en un atronador eco de decenas, centenares de jinetes al galope. Tras unos instantes de expectación para todos, el rey de los maessyli surgió en medio del valle cabalgando a toda prisa, mirando atrás de cuando en cuando, asiendo con sendas manos y gran firmeza las riendas de su montura. Pegados a él venían sus jinetes númidas, luego una enorme polvareda y, de súbito, emergiendo a través del polvo, decenas, centenares de jinetes cartagineses en persecución ciega a por Masinisa y sus guerreros. Pasaron cien, doscientos, trescientos caballeros púnicos. Se hizo entonces visible la figura del que debía de ser su general, por su casco rematado en vistoso penacho y su larga capa militar diferente y de más longitud que la del resto, además de que a su alrededor se levantaba una decena de insignias de las diferentes unidades púnicas que componían aquel interminable destacamento de caballería cartaginesa. Tras aquel general enemigo, emergían más y más jinetes, cuatrocientos, quinientos, seiscientos... Publio mantenía el brazo en alto, tenso, con una gota de sudor que empezó a resbalarle por entre los dedos de su mano extendida. Unos setecientos, ochocientos, novecientos... Publio Cornelio Escipión, procónsul de Roma cum imperio sobre las legiones de África, bajó con un movimiento rápido y seco su brazo. Las tubas de sus legionarios resonaron en medio de aquel valle, apretó entonces con sus talones la panza de su caballo negro, éste relinchó, alzó las dos patas delanteras levantando al procónsul en el aire, pero Publio, jinete bien adiestrado por su propio tío Cneo Cornelio Escipión cuando él apenas era un niño en las laderas del campo de Marte de Roma, tiró de las riendas de su caballo hacia abajo con fuerza, el animal agachó la cabeza y volvió a poner sus patas sobre el suelo, transformando sus nervios en movimiento, creando una hermosa y acelerada carrera en busca de los enemigos de su amo. Tras el procónsul, los doce lictores, preocupados de que su general fuera el primero en salir, pues sabían de la velocidad de su caballo negro y temían no poder estar con el general cuando éste llegara a encontrarse con los primeros enemigos. Y tras los lictores, mil quinientos caballeros de las «legiones malditas», galopando y gritando consignas de destrucción.

Publio se acercaba hacia el grueso del cuerpo de caballería cartaginesa, cuyos jinetes apenas empezaban a darse cuenta de que estaban siendo atacados por los dos flancos. El cónsul tomó con su mano derecha un pilum que llevaba atado al caballo y, sin dejar de galopar lo arrojó contra la nutrida hueste de enemigos en movimiento. La jabalina surcó el aire con precisión mortífera y encontró su destino en la garganta de uno de los caballeros púnicos que no pudo ni gritar mientras escupía sangre por la boca, perdía el equilibrio y caía sobre la tierra de África. Fue arrollado como lo fueron varias decenas de guerreros cartagineses que caían abatidos por la lluvia de pila, que los jinetes de la V y la VI, a imitación del cónsul, arrojaban sobre las filas enemigas. Los cartagineses empezaron a ralentizar el ritmo de su marcha. Publio había llegado a unos pasos de los primeros caballeros cartagineses que ahora se revolvían hacia él, hacia ambos flancos, para defenderse. Un par de lanzas pasó rozando al cónsul, pero éste las esquivó haciendo virar a su caballo con destreza y al fin se plantó cara a cara frente a sus enemigos. Con la espada desenvainada trazó un giro de trescientos sesenta grados en el aire haciéndola girar en su mano para terminar frenando el arma con firmeza y esgrimiéndola con habilidad rumbo al rostro de uno de los jinetes púnicos que más se había aproximado. El casco protegió al cartaginés, que a su vez respondió con un golpe seco de su espada que el cónsul detuvo con su escudo. Publio iba a contraatacar, pero para entonces estaba rodeado por varios enemigos que buscaban el momento de rajarle con sus armas. El procónsul de Roma aguijoneó su caballo con los talones, la bestia se levantó en el aire a dos patas, relinchando y sacudiendo las patas delanteras, de modo que el resto de los animales retrocedió y con ellos sus jinetes. El corcel negro del cónsul puso sus patas en tierra de nuevo y su amo lanzó una daga que reventó el rostro del cartaginés que antes había salvado la vida gracias al casco. Sin lanza y sin daga, Publio se concentró de nuevo en blandir su espada. Dirigió su caballo hacia otro de los jinetes, que respondió alzando su espada. Las dos armas chocaron, pero Publio fue más rápido en asestar el segundo golpe y su arma pinchó el estómago del guerrero cartaginés por debajo de su coraza de piel y metal. Debía de ser alguien de importancia en Cartago para permitirse tales protecciones militares, pero no había tiempo para pensar en otra cosa que no fuera girar su caballo y recibir al nuevo atacante que se cernía sobre él, pero no hubo necesidad ya de que el cónsul se defendiera. Los lictores le rodearon y a mandobles hicieron un hueco en aquel lugar de la batalla abatiendo enemigos que aún ni siquiera se habían repuesto de la sorpresa. Había muerto casi un par de centenares de cartagineses en el ataque sorpresa por los flancos y la lluvia de pila y ahora, en el combate cuerpo a cuerpo, los veteranos de la V y la VI se mostraban más capaces y destructivos que unos bisoños jóvenes jinetes cartagineses que habían sido reclutados a toda prisa o que se habían alistado voluntarios orgullosos con ansia de defender su tierra del invasor romano, pero que no habían calculado la incapacidad de su líder.

Publio observó a su alrededor. Cartagineses y romanos se habían detenido y se luchaba cara a cara con saña y furia. Sus hombres llevaban la iniciativa. Al otro lado de la gruesa columna de jinetes cartagineses se veía a las turmae de la V que bajo la experimentada dirección de Lelio estaban sembrando de cadáveres africanos toda su línea de ataque. Miró entonces hacia el final de la columna cartaginesa y vio que se interrumpía, más o menos donde terminaba la formación de sus hombres, y a unos centenares de pasos se dibujaba una segunda columna de caballería enemiga detenida. Eran parte de las fuerzas de Hanón que se habían frenado antes de entrar en el valle, pero vestían con más pieles y menos corazas... eran númidas, ¿refuerzos enviados por Sífax? Pero no intervenían. Publio salió de la zona de combate y se encaminó hacia la torre de Agatocles, siempre custodiado por sus lictores y por dos turmae de la VI que tenían orden de seguir al cónsul en todos sus movimientos por el campo de batalla. Publio detuvo su caballo, se puso la mano sobre los ojos para protegerse del resplandor del sol y escudriñó el horizonte. Estaba valorando dar la orden de replegarse para evitar que el nuevo contingente númida embistiera a sus jinetes mientras éstos estaban concentrados en masacrar las filas cartaginesas, pero no fue necesario. Los númidas daban la vuelta y emprendían la huida. Abandonaban a los cartagineses a su suerte. El cónsul se dirigió a los dos decuriones de las turmae que le seguían.

—¡Que una turma vaya a la entrada del valle y que confirme la retirada de los númidas! ¡Y si cambian de idea y regresan hacia el valle informadme enseguida!

Uno de los dos decuriones partió hacia la boca del valle seguido de treinta jinetes. El otro decurión se dirigió al cónsul.

—Y con los cartagineses, mi general, ¿qué hacemos?

Publio Cornelio Escipión miró hacia el centro del valle donde tenía lugar aquella cruenta batalla.

—Matadlos a todos —replicó el cónsul sin alzar la voz—. Que no quede ni uno. Luego nos ocuparemos de los númidas.


Masinisa frenó el alocado galopar de su caballo en cuanto los romanos se lanzaron sobre los cartagineses. Sus hombres pensaron que permanecerían allí durante el combate, pues habían cumplido a la perfección la misión que se les había encomendado: atraer hasta aquel valle a la caballería cartaginesa, pero el joven rey de los maessyli estaba ávido por dejar patente su valía ante los ojos del cónsul, de modo que sin mirar a sus hombres golpeó el costado de su animal con violencia y éste respondió con una carrera rápida en dirección al centro de la batalla. Sus leales no lo dudaron y, pese al cansancio, siguieron a su jefe hacia el fragor de sangre y horror donde combatían los cartagineses. Masinisa se adentró en las mismas entrañas de la formación púnica. No le interesaba abatir enemigos, apenas si blandía su espada, sino que buscaba, en el corazón de la formación cartaginesa, el penacho del casco del general en jefe de aquella caballería. Los cartagineses, ocupados en defenderse del empuje romano de ambos flancos no esperaban que los jinetes maessyli perseguidos se revolvieran y retornaran hacia ellos para atacarles, de modo que ayudado por la sorpresa y la distracción de los cartagineses, en apenas un minuto y con la poca oposición de unos pocos jinetes púnicos, Masinisa se encontró en el círculo que rodeaba al general Hanón. El rey de los maessyli lo vio dando gritos, enronqueciendo al intentar poner orden en una lucha que tenía perdida. Masinisa atajó con su espada una jabalina que le apuntaba al pecho, la partió, se revolvió y con una descomunal potencia paseó su espada por el cuello de su atacante que, con la garganta abierta, se derrumbó como un saco a los pies de su caballo. La bestia, sin control, como otras muchas de las que habían quedado sin amo, emprendió una carrera nerviosa buscando una salida en medio de todo aquel círculo de aullidos, dolor y miedo.

Masinisa quedó frente a un incrédulo Hanón, que no podía entender lo que había ocurrido. El joven rey de los maessyli no tenía pensado dar explicaciones. Se sabía protegido por sus hombres, que habían matado a los enemigos de alrededor. Masinisa se tomó su tiempo. Éstos eran momentos que convenía disfrutar. Era rey y lo habían destronado, perseguido y casi asesinado los hombres de Sífax con la connivencia de los cartagineses en varias ocasiones. Era momento de empezar a cobrar deudas. Envainó la espada. Tomó entonces con la mano izquierda una jabalina de su espalda. La pasó de mano y la sopesó con la derecha asiéndola por el centro. Hanón miraba a ambos lados. Su escolta estaba muerta o luchando contra los romanos que venían por ambos flancos. El númida le miraba fijamente con aquella jabalina en su mano, pero Hanón tenía su escudo. Con él se protegería y luego retrocedería hacia las filas de sus jinetes; retirarse antes de que el númida lanzara la jabalina era arriesgarse a que se la clavara por la espalda.

Masinisa estiró su brazo derecho hacia atrás para tomar impulso, luego hacia delante con toda la energía que da la rabia y el odio. Aquella fuerza hizo que la lanza volara feroz en busca del pecho de Hanón, éste interpuso su escudo, pero la energía del rey númida depuesto y humillado era demasiada y su odio, irrefrenable. La jabalina atravesó el escudo como si de un trapo se tratara y siguió su curso hasta hundirse en el esternón del general cartaginés. El hueso crujió al resquebrajarse y las costillas cedieron, se doblaron y se clavaron en los pulmones como dagas afiladas. Hanón se vio morir, con la lanza clavada en su pecho, sin poder respirar, oliendo su propia sangre hasta caer de lado sobre el suelo de su patria, con los ojos abiertos, pasmado.


El campo olía a muerte. Publio Cornelio Escipión, en pie, en medio de aquel mar de cadáveres, miró al cielo. Los buitres descendían en círculos. En torno al procónsul, los lictores y, a su alrededor, decenas de jinetes romanos que, dejando sus caballos en manos de otros caballeros, se afanaban en retirar los muertos, casi todos cartagineses, apilando los cuerpos inertes en grandes montones hacia donde las bestias de rapiña del cielo concentraban sus ojos hambrientos y anhelantes. Llegaron entonces varios manípulos de infantería que habían permanecido en la retaguardia. Los legionarios levantaron un improvisado praetorium en mitad del valle donde la torre de Agatocles, semiderruida, había asistido como testigo a la gran victoria de los romanos. Publio observó las ruinas de aquella fortificación y se alegró de que los cartagineses no hubieran encontrado, al menos de momento, un general con la capacidad del antiguo tirano de Siracusa o del legendario Jantipo. Cuatro númidas maessyli se acercaron hacia el praetorium portando el cadáver de Hanón. Tras ellos, orgulloso, satisfecho, se erguía la joven y fuerte figura del depuesto rey de los númidas del nordeste. Legionarios y lictores hicieron un pasillo por donde los maessyli pasaron exhibiendo el cuerpo sin vida del general cartaginés. Para facilitar el transporte, los númidas habían partido la lanza, dejando tan sólo la parte de la jabalina que estaba atravesada en el pecho del púnico. Al llegar frente a Publio Cornelio Escipión los maessyli se detuvieron y a una señal de su rey dejaron caer el cadáver a los pies del cónsul de Roma.

—Aquí tiene el procónsul de Roma el cuerpo de su general enemigo —dijo Masinisa, pero conteniendo su vanidad, hablando como el soldado que ha cumplido fielmente una orden—. ¿Cuál es nuestra siguiente misión, mi general?

Publio le miró sin preocuparse por ocultar su admiración. Con que Masinisa y sus pocos jinetes hubieran conseguido atraer a la caballería cartaginesa al valle para caer en la emboscada habría sido más que suficiente. Traer al general cartaginés muerto era mucho más de lo que se podía esperar de un pequeño regimiento de jinetes númidas exiliados.

—¿Esa lanza es tuya? —preguntó el cónsul señalando la punta de hierro que asomaba por la espalda del general abatido.

—Así es, mi general.

Publio asintió un par de veces antes de volver a hablar. Luego, al hacerlo, se dirigió no sólo a Masinisa, sino a los lictores, a los legionarios y a Cayo Lelio que, cabalgando, acababa de llegar desde el otro extremo del valle flanqueado por varios jinetes de su turmae de confianza.

—¡Que todos sepan que los dioses nos han bendecido con una gran victoria! —empezó el cónsul—. ¡Y que se escriba en los anales de Roma que la lanza del joven rey Masinisa, rey de los maessyli, fue la que atravesó el corazón de nuestro general enemigo! —Entonces miró a Masinisa—. ¡Joven rey, tienes mi reconocimiento y mi respeto y tendrás torques y faleras que recuerden a todos los que te vean que serviste bien a las legiones de Roma, aunque por encima de eso tendrás una corona de rey que yo mismo pondré sobre tu cabeza cuando Cartago capitule por fin ante mi ejército!

Masinisa se inclinó levemente, lo justo para reconocer el aprecio del procónsul de Roma y no más de lo que resultaría indigno de alguien que aspira a rey de toda una nación. A continuación el procónsul se volvió hacia Lelio que, una vez que había desmontado de su caballo, se había acercado para admirar el cadáver del general cartaginés muerto por los maessyli.

—¡Y que se escriba también que esta victoria fue fraguada gracias también a la disciplina de las turmae de la V legión al mando de Cayo Lelio, tribuno, almirante y jefe de mi caballería! ¡Que Júpiter y Marte y el resto de los dioses, Lelio, te preserven junto a mí por mucho tiempo!

Cayo Lelio apretó los labios y asintió una sola vez sin dejar de mirar el cadáver de Hanón. Eran palabras hermosas las que le dedicaba Publio, palabras que hacía tiempo que no escuchaba y que ya ni siquiera esperaba, palabras que le devolvieron de nuevo un poco de alegría por vivir, por estar allí y por conseguir una victoria. Palabras, en suma, que lo alejaron de su agobiante y perturbador sentimiento de culpa y decepción por el episodio de la traición de su esclava Netikerty. Volvía a ser útil para Publio. Alejado de esclavas y vino, volvía a tener valor para Publio. Si no hubiera estado rodeado de tantos legionarios habría llorado allí mismo. Publio se percató de la emoción que embargaba a Lelio y, hábil, entabló rápidamente conversación con sus oficiales con relación a las nuevas acciones que debían ejecutarse sin falta. Empezó dirigiéndose a Masinisa.

—Bien, joven rey de los maessyli, me has pedido una nueva misión y la tendrás ahora mismo. Estamos en guerra y en territorio enemigo y eso no deja mucho tiempo para la celebración o el descanso. Varios centenares de jinetes númidas, maessyli sin duda, hombres de Sífax, y algunos caballeros cartagineses han escapado a la emboscada. Tu misión será dirigir la persecución de los restos de la caballería enemiga hasta matarlos a todos o hasta hacer que se desperdiguen por los confines de la frontera entre los dominios de Cartago y Numidia. Te llevarás a tus hombres y la caballería de mis voluntarios y parte de las turmae de la VI legión. Te pongo al mando porque has mostrado tu valía, porque conoces el terreno mejor que nadie y porque confío en tu lealtad. Al cabo de siete días deberás presentarte junto con la caballería que te adjudico de nuevo al pie de las murallas de Útica.

Masinisa no preguntó ni se quedó a escuchar qué otras órdenes recibía el resto de los oficiales. Saludó al cónsul y partió raudo con sus cuatro jinetes. El procónsul estaba contento y tenía una misión que cumplir. Había entrado de pleno en el servicio del ejército de Roma. Ya no cabía marcha atrás alguna. El camino hacia su victoria, hacia el inicio de su reinado en Numidia, pasaba por conseguir la victoria de los romanos. A cambio del riesgo que suponía ligar su futuro al de Escipión, el romano le prometía no ya recuperar su antiguo territorio, sino ser rey de toda Numidia. Su destino y el de aquel procónsul, para bien o para mal, estaban unidos para siempre por la sangre cartaginesa derramada en aquel valle y que fluía humillada por los barrancos en busca del mar.


Publio y Cayo Lelio se quedaron mirando al joven rey de los maessyli mientras éste se alejaba veloz para reunir a sus hombres y a los jinetes de la VI legión. Lelio fue el primero en hablar.

—Por Hércules que ese númida ha luchado con valor. Al final resultará ser un valioso aliado. Lástima que disponga de tan pocos hombres.

—Lástima, sí —corroboró Publio—, pero su conocimiento del terreno es ya en sí mismo un arma y deberemos utilizarla siempre que nos sea útil, como ahora.

Lelio asintió. Estaba cansado. Había matado a seis o siete cartagineses aquella mañana. Tenía sangre en la coraza, en los antebrazos y en la espada envainada que goteaba salpicando sus sandalias enrojecidas de pisar cadáveres. Publio presentaba una estampa similar, sólo que llevaba las manos limpias, pulcras, después de que unos esclavos le trajeran una bacinilla con agua con la que lavarse. El cónsul se limitó a hundir sus manos en el agua fresca. No quería perder más tiempo en su higiene personal. Había asuntos más importantes que debatir.

Lelio miraba alrededor. Las pilas de cadáveres cartagineses eran cada vez mayores, así como las de espadas, lanzas y otras armas arrebatadas a los muertos que los legionarios acumulaban en un gran montículo en el centro del valle.

—Esto ha sido una gran victoria —dijo el tribuno.

—Sí, los dioses han estado con nosotros —respondió Publio—. Es una pena que se olviden de ayudarnos en las murallas de Útica. —Y suspiró antes de continuar—. No tiene sentido que seamos capaces de masacrar un ejército entero de caballería enemiga y que nuestra presencia en África se quede en una larga serie de ataques fracasados en el asedio de Útica. —Publio había empezado hablando a Lelio, pero luego su mirada se perdió entre la multitud de pilas de cadáveres enemigos que se levantaban por todo el valle. Lelio comprendió que más que hablarle a él, Publio estaba pensando en voz alta—. Hemos perdido dos centenares de legionarios en Útica —continuaba el procónsul—, dos centenares y no tengo con quién reemplazarlos; los cartagineses sustituirán a sus jinetes muertos esta mañana con otros que reclutarán en la propia Cartago o que harán traer de las naciones vecinas. Giscón se está encargando de reunir un imponente ejército con el que atacarnos y sé que Sífax acudirá en su ayuda. Juntos, Giscón y Sífax, serán casi invencibles. Invencibles. Nos triplicarán en número, lucharán en su territorio, por su territorio y, lo peor de todo: no nos temen. No nos tienen miedo.

—Esta derrota, la muerte de su general Hanón, les dará algo en qué pensar —replicó Lelio con tiento, pues sabía que interrumpía los pensamientos de su amigo, de su general, de su procónsul.

Publio volvió a mirarle a la cara.

—Eso es cierto. Ahora tienen algo en lo que pensar, pero no es suficiente. —Y calló en seco. Lelio sabía interpretar esos súbitos silencios. Publio había tomado una determinación—. ¿Sabes lo que haremos? —preguntó el procónsul.

Lelio negó, despacio, con la cabeza.

Publio mantuvo la mirada fija en él un segundo antes de decir nada.

—Vamos a arrasar la región —dijo Publio con una frialdad que helaba la respiración de los propios lictores—. Todo, Lelio, lo vamos a arrasar todo. Todo lo que se levante entre Saleca y Útica. No ha de quedar nada. Saqueo y destrucción. No nos tienen miedo. Se atreven a perseguir a nuestros aliados con avanzadillas de caballería sin reunir sus fuerzas. Nos menosprecian. Eso va a cambiar, Lelio. Todo. Lo quiero todo arrasado. Cogerás a la V legión; no, mejor a la VI. Llevan el ansia de saquear, matar y destruir en la sangre. Estuvieron años haciéndolo en Sicilia. Ahora podrán hacerlo nuevamente, pero bajo tus órdenes, con disciplina, ciudad a ciudad, pueblo a pueblo, cada granja, cada cobertizo, cada campo de labor. Todo. —Publio posó su mano derecha sobre el hombro de Lelio mientras le hablaba, como había hecho en la tienda del tribuno cuando le visitó tras su caída de la torre de asedio en el mar—. Quiero que reúnas el mayor botín posible: necesitamos grano y ganado, aceite, todos los víveres que se puedan reunir, para nosotros y para enviar a Roma. Y coge todo el oro, plata y piedras preciosas que guarden en Saleca, sus puertas están incendiadas y no tienen defensores. Cógelo todo y al que se oponga que lo maten, no, mejor, que lo torturen y que luego lo maten. Crucifica a todos los que se levanten contra la VI legión. Nos llaman las «legiones malditas». Y se ríen de nosotros. Llevan razón en una cosa, Lelio: tengo el mando de unas legiones malditas, pero vamos a cambiar el motivo de ese sobrenombre. Los cartagineses han de saber que estas legiones no son malditas ya por su destierro del pasado, sino por su crueldad, por su efectividad en la lucha, por el dolor y la muerte y el sufrimiento que extienden a su paso. Quiero que hagas que los senadores de Cartago se reúnan en unos días y, al saber de tu ataque, tiemblen y nos tengan miedo. Si quieren venir contra nosotros que reúnan todas sus fuerzas. Veremos entonces quién es el más fuerte. ¿Podrás hacerlo, Lelio? ¿Crees que podrás hacerlo?

—Por Hércules, cuenta con ello, mi general —respondió Lelio encendido por las palabras de Publio y por la confianza que el general depositaba en él. El cónsul apretó sus dedos contra el hombro de su tribuno.

—Al final siempre he de contar contigo —dijo Publio, y sonrió. Lelio asintió intentando ocultar cierta emoción. —Ahora bebamos un trago antes de que te marches —añadió Publio.

Los mismos esclavos que habían traído la bacinilla con agua limpia, sacaron rápidamente unas copas y un ánfora de vino de la improvisada tienda del praetorium, y allí, bajo las insignias de las «legiones malditas», Cayo Lelio y Publio Cornelio Escipión bebieron en un silencio especial que sólo ellos podían interpretar, un silencio bajo el que ambos, sin decirlo, recordaron la primera vez que en el norte de Italia, junto a una hoguera, próximos al río Trebia, la noche antes de combatir contra los ejércitos de Aníbal, brindaron por su amistad eterna. De eso hacía ya catorce años. Y año a año habían compartido batallas y penurias, luchas en el Senado, intrigas en Roma, espías en los campamentos, la sorpresa de la traición, la injusticia de una rebelión y la impotencia ante la enfermedad.

Cuando al cabo de unos minutos, Lelio partió para cumplir con su misión, Publio se quedó con cierto sabor amargo: acababa de ordenar la muerte y destrucción de decenas de pequeños pueblos, de campesinos, de tierras de labranza, el pillaje del ganado y el saqueo de las riquezas de toda la región. Sacudió la cabeza y escupió en el suelo. Aníbal llevaba catorce años usando aquella estrategia en Italia. Ya era hora de que los cartagineses sintieran en su propia piel el áspero látigo de la guerra. Ahora él debía regresar a Útica.

Tenía una ciudad que conquistar. Necesitaba el control de esa población y sus murallas, pues esos mismos muros que ahora le impedían terminar con éxito su asedio debían ser los muros que les protegieran del ataque de Giscón y Sífax. Sin la caída de Útica, el paso de las «legiones malditas» por África sería un nuevo fracaso romano que añadir al desastre de Régulo y sus hombres. Publio recordó entonces las palabras del poeta Nevio, el mismo por el que Plauto había intercedido en Siracusa y que ahora debía de pudrirse en las cárceles de Roma por criticar a los Metelos en especial y a los patricios en general, el mismo al que había prometido ayudar si regresaba vivo de África. Eran las palabras en las que Nevio hacía referencia a la épica muerte de Régulo y sus legiones: seseque eiperire mauolunt ibidem quam cum stupro redire ad suospopulares... «Prefieren morir en su puesto antes que regresar cubiertos de deshonra ante sus conciudadanos». Si no querían ser sólo el recuerdo de poetas caídos en desgracia, Útica debía ser conquistada.

Las legiones malditas
cubierta.xhtml
sinopsis.xhtml
titulo.xhtml
info.xhtml
dedicatoria.xhtml
libro1.xhtml
001.xhtml
002.xhtml
003.xhtml
004.xhtml
005.xhtml
006.xhtml
007.xhtml
008.xhtml
009.xhtml
010.xhtml
011.xhtml
012.xhtml
013.xhtml
014.xhtml
015.xhtml
libro2.xhtml
016.xhtml
017.xhtml
018.xhtml
019.xhtml
020.xhtml
021.xhtml
022.xhtml
023.xhtml
libro3.xhtml
024.xhtml
025.xhtml
026.xhtml
027.xhtml
028.xhtml
029.xhtml
030.xhtml
libro4.xhtml
031.xhtml
032.xhtml
033.xhtml
034.xhtml
035.xhtml
036.xhtml
037.xhtml
038.xhtml
039.xhtml
040.xhtml
041.xhtml
042.xhtml
libro5.xhtml
043.xhtml
044.xhtml
045.xhtml
046.xhtml
047.xhtml
048.xhtml
049.xhtml
050.xhtml
051.xhtml
052.xhtml
053.xhtml
054.xhtml
055.xhtml
056.xhtml
057.xhtml
058.xhtml
059.xhtml
060.xhtml
061.xhtml
062.xhtml
063.xhtml
064.xhtml
065.xhtml
066.xhtml
067.xhtml
libro6.xhtml
068.xhtml
069.xhtml
070.xhtml
071.xhtml
072.xhtml
073.xhtml
074.xhtml
075.xhtml
libro7.xhtml
076.xhtml
077.xhtml
078.xhtml
079.xhtml
080.xhtml
081.xhtml
libro8.xhtml
082.xhtml
083.xhtml
084.xhtml
085.xhtml
086.xhtml
087.xhtml
088.xhtml
089.xhtml
090.xhtml
091.xhtml
092.xhtml
093.xhtml
094.xhtml
095.xhtml
096.xhtml
097.xhtml
098.xhtml
099.xhtml
100.xhtml
101.xhtml
apendices.xhtml
1_glosario.xhtml
II_arbol_escipion.xhtml
III_mando_cartagines.xhtml
IV_consules_roma.xhtml
V_mapas.xhtml
batalla_baecula.xhtml
batalla_ilipa.xhtml
campanas_africa.xhtml
batalla_zama_inicial.xhtml
batalla_zama_carga_elefantes.xhtml
batalla_zama_enfrentamiento_infanterias.xhtml
batalla_zama_fase_final.xhtml
VI_bibliografia.xhtml
agradecimientos.xhtml
proaemium.xhtml
dramatis_personae.xhtml