60
La petición de Plauto

Siracusa, otoño del 205 a.C.

Plauto asistió con discreción al resto de la cena de su anfitrión. Él, al igual que Marcio o Lelio, se había percatado de la extraña salida y vuelta del cónsul al y del vestíbulo, aunque Emilia Tercia no lo advirtiera. El escritor pensó que alguien importante había traído un mensaje de relevancia para el cónsul, pero podía tener que ver con tantas cosas que dejó de pensar en ello y se limitó a escuchar en silencio los debates sobre la guerra, sobre la campaña de Aníbal en Italia y sobre la próxima invasión de África que Escipión estaba preparando. Hablaban todos los oficiales, pues todas sus lenguas estaban avivadas por el vino, todos los tribunos y centuriones de confianza del cónsul: Cayo Lelio, Lucio Marcio, Quinto Terebelio, Mario Juvencio, Sexto Digicio, Cayo Valerio... Plauto los miraba con interés. Hombres curtidos en la guerra, unos veteranos de campañas pasadas en Italia, otros expertos en la guerra forjados en la lucha contra los cartagineses en Hispania y contra los propios iberos. De todo aquello, Plauto no quería hablar. Y de teatro, el único debate que había habido fue con el quaestor y no le había dejado demasiado buen sabor de boca. Además era otro el motivo que le había traído allí y no debía dejar que el vino le hiciera olvidar su objetivo de aquel día. Escipión le miraba de cuando en cuando. Había asistido a su representación del Miles Gloriosus y el cónsul había participado con alegría del evento y luego, aunque no le había defendido ante Catón, no parecía que el general tuviera en mucha estima las opiniones del quaestor. Plauto recordaba cómo vio reír al cónsul durante el principio de la representación, pero también observó que frunció el ceño en más de una ocasión. Sabía que su obra era atrevida y más en aquellos tiempos, pero era un buen prólogo para la petición que tenía que hacerle. Al menos, gracias a los dioses, los soldados y la mayor parte de los oficiales habían encontrado cómica la obra y habían dejado pasar por alto las pequeñas indirectas contra la guerra en sí misma, o ni siquiera las habían advertido, como probablemente fuera el caso de Cayo Valerio, que tan positivamente se había manifestado con relación a la obra. Quién sabe. Quizás en su fuero interno, más de un veterano compartiese esa sensación contradictoria: la guerra nos lleva a la gloria, pero la guerra nos conduce por la miseria y el dolor. Plauto bebió vino con moderación y saboreó algo más de los excelentes manjares que se servían a su alrededor: jabalí con pimienta, orégano, bayas de mirto sin hueso, cilantro y cebollas y unas buenas chuletas de cerdo ensartadas en brochetas espolvoreadas con pimienta, levístico, chufas y comino y, cómo no, abundante salsa garum.

El cónsul vivía bien. No le gustaban las privaciones. Como Fabio Máximo, como Casca, como todos los patricios que conocía. Excepto Catón, claro. En ese sentido no había diferencias entre ellos. Eso sí, unos como Escipión luchaban en primera línea de combate, otros usaban de la traición para conseguir sus victorias, como Máximo en Tarento y, los más, vivían en la opulencia sin tener que ir a la guerra, como hacía su, por otro lado, benefactor, Casca. Plauto despreciaba a todos estos hombres, a unos en mayor medida que a otros, pero en el fondo, aunque fuera desprecio lo que sentía, sin embargo, necesitaba de los unos y de los otros. Unos le financiaban, otros eran su público. Esa eterna contradicción le corroía por dentro.

Los comensales fueron dejando la residencia del cónsul. Pronto sólo quedaron Escipión y su esposa Emilia Tercia, Cayo Lelio, acompañado por la hermosa esclava, Netikerty, que Plauto ya viera en Roma, y Lucio Marcio. Plauto sabía que su permanencia resultaba ya extraña, pero no tenía otra forma de acceder al cónsul que aquella cena y su casi eterna comissatio. Marcio se levantó y se despidió de todos. Plauto comprendió que no podía alargar más su estancia, así que se alzó también y se dirigió al cónsul.

—Sé que he dilatado mi presencia más allá de lo que la cortesía y vuestra paciencia requieren, pero, por un lado, la compañía y los manjares que nos has servido, cónsul de Roma, eran un lujo demasiado agradable como para alejarse de él con celeridad.

Publio asintió y le interrumpió.

—Estimado Plauto, aprecio tus esfuerzos, pero para alguien que escribe con tanta fluidez obras satíricas y que luego actúa con gracia ante un público de miles de personas, continúan resultando forzados tus halagos ante un patricio.

Plauto sonrió lacónicamente. En cierta forma se sintió aliviado.

—Es cierto. Bien. Iré entonces al otro asunto por el cual he esperado al final de la cena, pero me pregunto... quisiera saber si sería posible una entrevista, con el debido respeto a todos los presentes lo digo, por todos los dioses, una entrevista en privado, ¿sería esto posible?

Publio dejó la copa de vino y miró a su alrededor antes de responder.

—Plauto, esto es una entrevista privada: aquí sólo veo a mi esposa, a mi mejor oficial, una esclava de su confianza y luego los esclavos que nos sirven que, sinceramente, no creo que vayan a traicionar lo que sea que vayas a pedirme pero... —dio una palmada fuerte y todos los esclavos y esclavas que habían estado atendiendo el banquete y que ahora andaban de una mesa a otra recogiendo platos medio terminados, vasos, copas y jarras de vino, mulsum o agua fresca, desaparecieron por las puertas que daban al gran atrio de aquella casa—, ¿estás más cómodo así?

Plauto miró a un lado y a otro. Las paredes oyen, pensó, pero comprendía que no era razonable ni útil para su causa presionar más al cónsul. Era ofensivo dudar de la presencia de su mujer o de Cayo Lelio y su esclava-amante. Quizás algún otro sirviente de la casa espiara tras alguna de las esquinas, pero, si eso era así, cuando eso se supiera, él ya no estaría allí para saber de la reacción del cónsul, que, sin duda, sería tan temible como la que tuvo con los legionarios de Suero.

—He de solicitar tu ayuda y tu poder como cónsul de Roma para que liberes a un amigo mío, otro escritor que, de modo injusto, se pudre en los miserables calabozos de la cárcel en el foro de Roma.

—Te refieres a Nevio —dijo el cónsul, distante.

—Así es.

—Ya escuché las referencias que hiciste a su cautiverio durante la obra y que el quaestor ha tenido a bien recordarnos. Esa referencia, Plauto, no ayuda a mejorar mi imagen ante Catón.

—Los cónsules habláis mediante la fuerza de vuestras legiones, nosotros los escritores sólo tenemos las palabras de nuestras comedias.

—Y las pintadas de Roma —añadió Lelio.

Plauto suspiró. Hasta allí había llegado la algarabía de las pintadas que cubrieron Roma con el insulto a los Metelos atribuido a Nevio.

—Esas pintadas no las escribió Nevio —se defendía Plauto.

—Pero las dictó él —contravino Lelio.

—La frase es suya, lo admito, pero es una crítica a los Metelos y los Metelos no son amigos de los Escipiones y, desde luego, no son amigos de Roma. Los Metelos son sólo amigos de sí mismos.

—Si sigues por ahí —intervino Emilia intentando conciliar los ánimos, mientras que Netikerty, por su parte, permanecía callada escuchando las intervenciones de los demás pero, por supuesto, sin atreverse a participar—, Plauto, corres el peligro de terminar como Nevio.

—Creía que estaba entre amigos, gente de confianza, que se podía hablar con claridad.

—Pero, realmente, Plauto, ¿nos consideras tus amigos? —preguntó Publio mirándole fijamente, pero sólo obtuvo el silencio por parte del aludido, por lo que le presionó para obtener una respuesta—. Has dicho que hablemos claro, pues hagámoslo: te cedí el acceso a nuestra biblioteca, siempre he asistido a tus obras, yo contraté tu primera obra cuando era edil de Roma. Me debes mucho, no, todo. Puede que otros, como Casca, te hayan ayudado hasta hacer llegar tus obras a mí en aquel momento, pero al final la decisión era mía y podía haber decidido que tus obras no se representaran y, sin embargo, siempre muestras altanería y distancia a mi persona, a mis oficiales, a todos los que me rodean. ¿Te consideras amigo nuestro? Porque yo ayudo a mis amigos pero no sé por qué debo ayudar a quien no es amigo mío.

A Plauto, contrariamente a lo que pudiera esperarse de él, en aquel preciso momento, le costaba expresarse. Decidió dar rienda suelta a sus sentimientos y ponerlos en un latín claro, pero se esforzó en ser meticuloso en la selección de sus palabras. No quería herir, pero no quería faltar a la verdad, ya que, al menos, el cónsul mostraba interés por la sinceridad, por su sinceridad

—Yo sólo he tenido tres amigos, dos están muertos, Praxíteles y Druso, y uno en la cárcel, Nevio. Praxíteles me enseñó latín y griego y me cuidó de niño. Druso fue un soldado que combatió conmigo en Trebia y Trasimeno y que esta guerra que con tanto interés promovéis los cónsules y los senadores se llevó de mi lado en una gélida mañana junto a un lago que ni siquiera llegué a ver por la niebla en la que nos sorprendieron los cartagineses. Los enemigos eran sombras que se arrojaron sobre nosotros porque un cónsul soberbio e incompetente decidió conducir a millares de hombres a una muerte cruel. Me es difícil ser amigo de quien encuentra en la guerra su camino de crecer en la vida, de modo que, por definición, me resulta difícil ser amigo de un cónsul o de un senador o de un patricio. Tú, Publio Cornelio Escipión, eres las tres cosas. Debo, no obstante, a Casca su ayuda para promover mis obras y a tu persona debo mi primera representación y que, a la vez que combates en esta guerra, promuevas el teatro en los juegos de Roma o ahora aquí, en tu estancia en Siracusa. Me muevo entre dos sentimientos contradictorios: aprecio alguna de las cosas en las que crees pero detesto muchas otras que tu persona representa, las detesto por completo como detesto esta guerra.

—Yo no empecé esta guerra; la empezó Aníbal y he perdido a mi padre y a mi tío en ella. Deseo, como tú, que esta guerra termine cuanto antes. De ahí mi plan de África. —Publio se explicaba de igual a igual. Plauto apreció el gesto. Se sentó en uno de los triclinia que había quedado libre. Lelio, Emilia y Netikerty escuchaban absorbidos por la intensidad del debate.

—De acuerdo —concedió Plauto—, pero fue un senador, un cónsul, el que declaró la guerra en Cartago.

—Quinto Fabio Máximo —confirmó Publio—, eso es correcto.

—No fue un panadero o un pescador o un labrador, ni un liberto o un esclavo el que declaró la guerra, y mucho menos un escritor, sino uno de los de tu clase acompañado de una comitiva de hombres iguales a él, que se vieron con hombres iguales a ellos, nobles, senadores de Cartago. Vosotros sois los que decís que ha de haber una guerra y en ella mueren millares de personas que no han tenido parte alguna en dicha decisión.

—Pero en Roma se eligen a los cónsules y a los senadores...

—Pero los cónsules son casi siempre elegidos entre los senadores y los senadores por un censor que ha sido senador antes. Es un sistema cerrado.

—También hay cónsules que vienen del pueblo.

—Los menos, y pronto son absorbidos por el sistema senatorial, domesticados.

—Y están los tribunos de la plebe que pueden vetar las acciones del Senado o de los cónsules.

—En teoría, pero nunca se oponen cuando el Estado está en guerra. La guerra es la excusa perfecta en donde todo se justifica. Por eso Nevio no puede criticar a senadores, patricios, cónsules o ex cónsules, porque estamos en guerra y esas críticas, nos dicen los patricios, debilitan al Estado.

La discusión había transcurrido veloz, encendida, apasionada, pero sin resultar agria. Era sincera. Publio tardó en responder unos segundos. Bebió algo de vino. Dejó la copa sobre la mesa frente a su triclinium.

—Entonces, Plauto —continuó despacio—, no eres mi amigo.

—Ni tu enemigo. Aprecio tu afán por buscar el final de la guerra, final en el que creo, pero me desagrada que en esa búsqueda anheles gloria y recompensas políticas, algo que no me negarás.

—Los esfuerzos requieren recompensas, especialmente los esfuerzos ímprobos, descomunales, y poner fin a esta guerra lo es.

—De acuerdo. Y aprecio tu apoyo al teatro, pero tú mismo te contradices porque no buscas apoyar al teatro en sí, sino sólo al teatro que te place. Si una obra es crítica, la cuestionas.

—Pero he aceptado tu representación, incluso delante de mis hombres, aun cuando sé que Catón andará en alguna esquina oscura escribiendo un informe a Máximo que éste transformará en una diatriba contra mí, por miles de cosas que no le gustan de mí y entre ellas por dejar representar tu obra.

Plauto respiró con profundidad.

—Eso es verdad, por los dioses. Supongo que los dos tenemos contradicciones. —Y guardó un instante de silencio antes de concluir—. Sinceramente, creía que te despreciaba, pero he de admitir que, examinando con detenimiento mis pensamientos, siento respeto y crítica hacia tu persona, cónsul. Crítica a muchas de las cosas que haces o que has hecho, respeto por algunas que promueves y me siento confuso porque me dejes hablar así. Intento entenderte y no lo consigo.

Aquí Publio Cornelio Escipión estalló en una carcajada que relajó el ambiente.

—Yo también intento entenderte, Plauto, y tampoco lo consigo. Creo que estamos empatados. Pero tus obras me gustan y creo en el teatro y admito que puede criticar, pero pienso también que las críticas deben tener unos límites. Nevio está acostumbrado a sobrepasar todos los límites. Critica a los Metelos, y puedo hasta estar de acuerdo con él; yo también he tenido mis diferencias con alguno de ellos, pero Nevio también ha criticado a mi familia abiertamente. Me pides que te ayude a liberarlo y no veo la razón por la que debiera hacerlo. Tampoco parece que deba hacerlo por amistad.

Plauto se levantó.

—No he sabido persuadirte, pero espero que aprecies que al menos no he intentado mentir para hacerlo.

—Eso te honra —concedió Publio. Plauto se dirigió a Emilia.

—Una cena exquisita. Siento que mis hoscos modales y mis opiniones críticas no sean la mejor de las compañías, pero agradezco que se me invitara y que se me escuchara. —Esto último lo dijo mirando a Publio. Emilia asintió con la cabeza. Luego Plauto saludó con un gesto de su cabeza a Lelio, quien levantó su copa en respuesta. El escritor pensó en dirigir una mirada a Netikerty, pero temió que el oficial romano que acababa de saludarle tomase a mal dicho gesto, así que dio media vuelta y se dirigió hacia el vestíbulo que daba acceso al atrio. Cuando estaba a punto de alcanzarlo, la voz de Publio Cornelio Escipión resonó con fuerza a sus espaldas. Plauto se giró para escuchar.

—No, no me has persuadido, pero veré lo que se puede hacer. En cualquier caso, lo que dijo Nevio de Metelo es cierto. Pero no creo que pueda ayudar a tu amigo encarcelado hasta que concluya esta guerra.

—Un motivo más para terminarla cuanto antes —respondió Plauto desde la distancia y saludó con una leve inclinación. Estuvo a punto de decir gracias, pero si lo hubiera hecho ya no sería el mismo Plauto que entró en aquella casa. Una vez fuera, se dio cuenta de que aunque no hubiera dado las gracias, sin duda, ya no era el mismo ni veía con la misma frialdad a aquel extraño cónsul.


En el atrio del gran banquete, sin Plauto en escena, la conversación de los presentes se centró en la personalidad del escritor.

—Un hombre peculiar, pero inteligente —dijo Publio.

—Hay que reconocerle cierto valor —afirmó Lelio—, al defender sus opiniones con tanta dureza y ante un cónsul, aunque sepa de tu tolerancia. No deja de sorprenderme. Pocos se atreven a tanto.

—Y tú, Emilia —preguntó Publio—, ¿qué piensas de Plauto?

—No sé... es alguien que ha sufrido mucho, guarda mucho rencor y luego sus obras son tan divertidas. Parece imposible que alguien tan amargado pueda escribir lo que escribe.

Publio asintió con aprecio. Su mirada se quedó sobre Netikerty. ¿Qué pensaría ella de aquel comediógrafo?

—¿Y qué piensa nuestra querida Netikerty de Plauto? —preguntó Publio. No esperaba una respuesta meditada, sino alguna ambigüedad o algunas palabras nerviosas y esquivas.

Netikerty alzó los ojos levemente y los volvió a bajar para, mirando al suelo, pronunciar su valoración, con voz serena y clara.

—Creo que Plauto es un hombre acostumbrado a abrirse camino allí donde no es posible. En eso se parece al cónsul.

Emilia, Lelio y Publio se quedaron mirándola.

Las legiones malditas
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