23
El alejamiento de Lelio

Baecula, primavera del 208 a.C.

Publio se alzó antes de la salida del sol. Apenas habían pasado cuatro horas desde que se recostó en el lecho de su tienda. Un joven esclavo semidormido le asistió mientras se ponía la coraza y le ayudó a ajustarse bien las grebas de las piernas. El general salió rápido de la tienda acompañado por una sorprendida escolta de lictores. En unos minutos dejó atrás el praetorium y llegó a la tienda de su oficial de mayor confianza. Había un legionario apostado justo en medio de la entrada. El soldado vio acercarse al general e instintivamente se hizo a un lado, pero Publio se lo pensó un instante y se detuvo sin llegar a entrar.

—Legionario, entra y di a Cayo Lelio que quiero hablar con él —dijo el general. Publio no quería sorprenderlo si estaba disfrutando de la preciosa esclava que se había traído consigo. Por el campamento había corrido ya el rumor de que el veterano oficial estaba enamorado de aquella egipcia, incluso que deseaba manumitirla y casarse con ella. En el fondo de su ser, Publio esperaba que aquello no fuera cierto, al menos la segunda parte. Si quería enamorarse o jugar o lo que sea con aquella esclava, eso no le concernía, pero casarse con una esclava manumitida sería el final de la carrera política de Lelio y eso no podía ser, pero no debía dejarse llevar por sus ideas sobre el matrimonio y la política. No había venido a discutir con Lelio de ese tema, sino a hacer las paces por la agitada bronca de la noche anterior.

—Cayo Lelio no está, mi general —respondió el legionario algo nervioso. Tenía la sensación de que aquello iba a contrariar al imperator de las legiones.

—Por todos los dioses, ¿cómo que no está? Aún no ha salido ni el sol.

—Lo sé, mi general —respondió el legionario aún más nervioso—. Marchó hace una hora. Pidió su caballo y partió hacia la porta praetoria del campamento. Eso es lo que me ha dicho su esclava. Debió de salir en el turno de guardia anterior al mío, mi general.

—Entiendo... —Escipión se quedó pensativo. Lelio no quería hablar con él. Le había herido más de lo que pensaba, pero no le dejó margen. Le estaba cuestionando delante de todos. Como si él mismo no quisiera perseguir a Asdrúbal, el verdugo de su padre y de su tío... pero había que mantener la cabeza fría y no dejarse llevar por impulsos. Los impulsos sólo conducirían a la derrota. Publio dio media vuelta. Iba a marcharse cuando de pronto tuvo una idea. Volvió a girar y se dirigió a la entrada de la tienda de Lelio. El guardia que había vuelto a tomar su posición apenas si tuvo tiempo de retirarse para dejar pasar al general que cruzó el umbral como una centella.

En el interior de la tienda de Lelio sólo había un lecho grande cubierto de pieles de lobo, una mesa pequeña en el centro con una jarra grande de vino, dos sellae, un triclinium y tres baúles abiertos. En uno se veían espadas, dagas y otras armas. En el segundo había una toga virilis y otras ropas de Lelio y un cofre pequeño donde seguramente guardaría joyas y otros bienes preciados procedentes de los botines de guerra. En el tercer baúl había ropa de mujer. Lelio se acercó despacio a la mesita. La jarra estaba vacía. En la esquina vio varias ánforas apiladas. Una yacía aparte, rota. Publio sintió una presencia y se giró desenvainando la espada de forma instintiva. De entre las pieles surgió el rostro de tez morena y facciones suaves de Netikerty. Al lado del lecho se veía una túnica blanca de mujer. La muchacha, que abrazaba fuertemente las pieles para cubrirse, debía de estar desnuda. Publio la miró un segundo. Y nerviosa. El general envainó la espada.

—Busco a Lelio —dijo secamente.

Netikerty, al contrario de lo que podría esperarse de una esclava, le miró fijamente mientras respondía. No era, no obstante, una mirada impertinente, sino curiosa, inquisitiva y, en gran medida, embriagadora. Publio recordó los ojos oscuros de Emilia cuando la conoció en el jardín del cónsul Emilio Paulo.

—Salió hace más de una hora —explicó la muchacha.

—¿Dijo adonde iba?

—A salir en una misión de reconocimiento, dijo algo de que había que vigilar que los cartagineses no organizaran un contraataque.

—Comprendo —dijo Publio. Se sintió cansado. Tomó asiento en una de las sellae vacías junto a la mesa.

—¿Puedo ofreceros algo, mi señor? —preguntó Netikerty.

—Algo de agua estaría bien, pero no sé si Lelio guarda agua por aquí.

—Tenemos agua, mi señor —dijo Netikerty, y se sentó en la cama cubriéndose con las pieles. Quería ponerse la túnica, pero era tarea imposible sin soltar en algún momento las pieles y dejar al descubierto su cuerpo desnudo. Por otro lado era una esclava y no podía pedir a un patricio y menos aún al general en jefe de aquel ejército que se volviera. Publio pareció leer en sus pensamientos y se dio media vuelta. Rápida, dejó las pieles y se vistió con la túnica, fue detrás de la cabecera del lecho y tomó una jarra con agua y un vaso limpio. Puso el vaso en la mesa y escanció el agua. Luego se separó del general un par de pasos. Publio bebió con avidez.

—¿Estaba enfadado, Lelio quiero decir, estaba enfadado? —preguntó dejando el vaso vacío sobre la mesa, junto al que Lelio había usado durante la noche para beber vino.

Netikerty callaba.

—Tú le conoces, muchacha. ¿Estaba enfadado... conmigo? Habla.

Netikerty dio un paso hacia atrás. Estaba claro que no le gustaba aquella conversación.

—Nervioso, mi señor, estaba nervioso. Pidió vino y bebió más de lo que acostumbra. Luego...

—¿Luego...?

—Luego... estuvo conmigo y se durmió. Se levantó hará poco más de una hora y me dijo lo de la misión de reconocimiento. Es cuanto sé, mi señor.

Publio la miró detenidamente. Había llegado a una conclusión. Aquélla era una mujer hermosa, algo que saltaba a la vista, pero también inteligente. Entre otras cosas no había respondido a su pregunta.

—No me has respondido a lo que te he preguntado —insistió el general—, ¿estaba Lelio enfadado conmigo? Y no me digas que no habló del tema. Tú no necesitas que él te hable para saber lo que piensa. Sólo respóndeme lo que crees. Dímelo y me marcharé. No quiero molestarte; Lelio te estima y sólo por eso te mereces que no te trate mal, pero no me iré sin que me respondas a esa pregunta.

Netikerty asintió despacio, en señal de que comprendía la situación. Así también ganaba unos preciosos segundos con los que organizar sus pensamientos.

—Lelio, mi señor, en mi opinión, estaba muy nervioso y aunque no habló sobre nada en concreto actuaba como alguien que se siente traicionado por una persona a la que aprecia mucho y sé que la persona a la que más aprecia es al general en jefe de estas legiones, mi señor.

Publio la miró y digirió cada palabra. Eran sólo las conjeturas de una esclava pero coincidían tanto con su propia lectura de la reacción de Lelio que casi le daba miedo, miedo por tanta coincidencia, miedo al ver sus peores sensaciones confirmadas.

—Bien —comentó el joven Publio—. Bien. Me marcho. —Y se levantó y encaminó sus pasos hacia la puerta, pero cuando alcanzó el umbral se detuvo y se volvió de nuevo hacia Netikerty que, inmóvil, le contemplaba en silencio—. Dile, cuando vuelva, dile a Lelio que me pasé por aquí, para hablar con él... para... disculparme, para explicarme, que sé que él no tiene culpa de lo de las legiones de refuerzo que no trajo, ¿de acuerdo?

Netikerty asintió dos veces.

—Bien. Que los dioses... que tus dioses velen por ti. —Y el general Publio Cornelio Escipión salió de la tienda. Netikerty se acercó a la mesa y tomó el vaso de agua en su mano. Se quedó meditando unos segundos. Se giró y caminó hacia la cabecera de la cama y depositó el vaso donde lo había cogido. Luego se quitó la túnica despacio y, desnuda, volvió a meterse en la cama. Lelio volvería pronto y le gustaba encontrarla desnuda en la cama. Preparada, decía él. A ella no le importaba. Desde que estaba con él nadie la golpeaba. Apenas sí tenía que trabajar y todo dependía de hacer feliz a aquel hombre. Se sentía cómoda en aquella situación, pero la vida era tan complicada. Tan complicada. Hundió su cabeza en la almohada y se echó a llorar.


Publio regresó al praetorium con la primera luz del alba. Marcio les estaba esperando frente a la puerta junto con varios legionarios que custodiaban a un joven númida de mirada nerviosa. Publio se paró un segundo y observó al númida un instante; luego entró en el praetorium seguido de Marcio. Publio tomó asiento mientras Marcio, en pie, comenzó a hablar.

—Ese númida dice llamarse Masiva y asegura que es sobrino de Masinisa.

Publio consideró el tema con atención, aunque su mente no dejaba de dar vueltas al asunto de Lelio. No debería haberle echado en cara lo de las legiones, pero los dos se pusieron nerviosos y una cosa llevó a la otra.

—¿Mi general...? —La voz de Marcio devolvió a Publio al tiempo presente. Masinisa era el rey de los maessyli, en disputa con Sífax por el trono de Numidia, alguien importante en África; alguien cuya confianza podía ser importante en el futuro.

—¿Le crees? —preguntó Publio—, ¿crees que es el sobrino de Masinisa?

—Varios iberos lo han confirmado. Parece que Masinisa no quería que viniera a Hispania a luchar pero vino de incógnito y se puso al servicio de Asdrúbal. Sé que siempre quieres estar informado de los nobles que caen prisioneros, por eso he pensado en informar.

—Y has hecho bien —confirmó Publio con rotundidad. Macio era leal y con un sentido más sutil del deber y la responsabilidad, mucho más que Lelio. Si su padre hubiera hecho jurar a alguien como Marcio que velara por él, en lugar de a Lelio, todo sería más sencillo. Sin embargo, Cayo Lelio era invencible en el campo de batalla, pero luego carecía de visión global, de perspectiva política y estratégica—... Que lo liberen, a Masiva, al sobrino de Masinisa, que lo liberen, Marcio —añadió el general con determinación—; y que salgan mensajeros hacia el norte, al Ebro, para informar a Indíbil de que pronto tendrá sus trescientos caballos prometidos.

Marcio asintió y salió de la tienda. Publio se quedó a solas con sus reflexiones. Debía proseguir con esa política de intentar estrechar vínculos con todos los pueblos de Hispania y, si se le daba la oportunidad, con los pueblos de África. Todos debían ver que los enemigos de Roma eran los cartagineses, ni los iberos ni los númidas, sólo Cartago.


Cayo Lelio tardó más de lo esperado pero al fin regresó. Desplegó con energía la cortina de la puerta de la tienda, entró y se sentó en una de las sellae junto a la mesa. Netikerty se había dormido pero sintió la llegada de su amo y se incorporó en la cama. No se tapó, de modo que al sentarse sus senos quedaron descubiertos.

—¿Quieres vino, mi amo? —preguntó la joven.

—No. Ayer bebí demasiado —dijo Lelio. Netikerty quedó a la espera de recibir instrucciones de su amo, sentada en la cama, medio desnuda.

—Ha venido el general... buscándote, mi amo —dijo la esclava egipcia.

Lelio se levantó de su asiento.

—¿Y qué ha dicho?

Netikerty recitó la respuesta que había elaborado y memorizado entre lágrimas.

—El general no ha dicho nada. Sólo que os buscaba. Nada más.

—¿Nada más?

—Eso es cuanto ha dicho, mi amo.

—Entiendo. —Y añadió Lelio—: Entonces sí, ponme algo de vino.

Netikerty se levantó y, desnuda, sin ponerse la túnica, tomó un ánfora y vertió parte de su contenido en la jarra de la mesa. Luego tomó la jarra y sirvió a Lelio. Éste la tomó por la cintura y la sentó en su regazo. Ella no opuso resistencia.

—Menos mal que te tengo a ti. —Y la cogió del pelo tirando de su cabeza hacia atrás. Lelio besó el cuello de piel suave que Netikerty se veía obligada a dejar al descubierto. Primero fue brusco, pero la mansedumbre de Netikerty al recibir de buen grado aquel tratamiento le apaciguó un poco, pero aún tenía demasiada ansia en su ser. La tomó entonces en sus fuertes brazos y la llevó a la cama, donde la depositó de golpe. La muchacha quedó boca arriba, quieta.

—Vuélvete. Ya sabes lo que quiero —dijo Lelio con voz dura.

Netikerty se volvió y se puso a cuatro patas sobre la cama de espaldas a Lelio. El rudo oficial se desnudó con rapidez. Netikerty escuchó el ruido de las armas al caer sobre el suelo de la tienda; golpes metálicos amortiguados por las pieles que rodeaban el entorno del lecho. De pronto sintió a Lelio en su interior, sin avisar, poderoso, empujando con fuerza, al tiempo que las grandes y ásperas manos del guerrero la asían por la cintura. Netikerty cerró los ojos y se dejó poseer y más, pues cuando al cabo de unos minutos el empuje del oficial romano pareció aflojar, ella tomó la iniciativa e hizo algo que sólo hacían las putas, y pagando bien, pues ninguna mujer romana que se preciara se atrevería a humillarse de esa forma. Netikerty se arrodilló a los pies de su amo, tomó el miembro viril de su amo con sus manos suaves, lo introdujo en la boca y empezó a mover la cabeza rítmicamente hacia delante y hacia atrás, complementando la falta de energía de su amo con sus propios movimientos. Lelio, tumbado, sudoroso, agradeció la entrega de la muchacha y se quedó en reposo. Ahora era ella la que dirigía, pero a Lelio no le importó. El veterano tribuno mantenía los ojos cerrados meditando por qué las romanas se negaban a entregarse de esa forma.

Netikerty se empleó a fondo. Lelio empezó a gemir y ella hundió su rostro en el regazo de su señor sin dejar de moverse, aunque ahora ya más despacio, alargando los dulces instantes. Ya que no podía entregarse a su amo, al que quería, en alma, Netikerty decidió entregarse por completo en cuerpo.

En la puerta de la tienda, un legionario vigilaba y sonreía.

Las legiones malditas
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