56
Locri

Locri, sur de Italia, verano del 205 a.C.

Publio se ajustó su paludamentum para abrigarse. La noche era extrañamente fresca para aquellas latitudes del sur de Italia entrados ya en el verano. Había cenado poco. Quizá fuera eso. Sus hombres, sin embargo, fueron alimentados con una doble ración de gachas de trigo y carne seca de cerdo. Los necesitaba fuertes. Era la primera vez que los hombres de la VI iban a entrar en combate desde la derrota de Cannae. Para Silano y Mario, que le acompañaban en aquella incursión para reconquistar Locri, todo aquello era un error y, una vez puestos a meterse en aquella aventura, así habían denominado la campaña de Locri, habían insistido, al igual que hizo Lelio en el teatro, que habría sido mejor haber contado con los hombres de la V. Pudieran llevar razón. Sólo el pretor Pleminio y sus hombres parecían contentos de todo aquello. Esperaban sacar botín y gloria de todo aquello.

Publio se sentó en un tronco abatido por un rayo. Desde allí, gracias a la altura de la colina sobre la que se encontraba y a la luz de la luna creciente, podía observar con detalle las murallas de la ciudadela de Locri que debían conquistar aquella misma noche. 

Traerse a la V. Sí, seguramente, pero Lelio ya se había llevado a parte de la V para la misión de reconocimiento de las costas africanas para cuando le entraron al propio Publio las dudas sobre su complejo plan y traerse al resto de la V dejando a toda la VI con los conflictivos Marco y Macieno en Siracusa no era de su agrado. Por eso, definitivamente, se había reafirmado en su idea inicial, y había viajado a Locri con gran parte de los manípulos de la VI, aunque reforzó el contingente de tropas con soldados procedentes de sus voluntarios itálicos, completamente leales a su voluntad. Además, si Locri resultaba una conquista fácil, los legionarios de la VI empezarían a confiar más en él mismo, en Publio Cornelio Escipión, y dejarían de escuchar las insidias de Sergio Marco y Publio Macieno, pero era verdad que desde la colina Publio estaba detectando ciertos problemas en su gran plan: Locri era una ciudad que se extendía por un valle rodeado por dos mesetas encima de las cuales se habían levantado dos imponentes fortalezas. La idea era conquistar mediante traición uno de aquellos dos fortines, pero incluso si eso salía bien, quedaría el segundo por conquistar y éste debería ya de ser tomado a fuerza de sangre y fuego. ¿Estarían los hombres de la VI a la altura?

Mario Juvencio se acercó al general y le indicó con el dedo un punto del horizonte oscuro de la noche. Publio alzó la mirada que, distraídamente, absorto en su mundo de dudas y decisiones confusas, había bajado hasta hundirla en la hierba bajo sus pies. En la distancia, el cónsul de Roma vio una luz intensa moviéndose de lado a lado en lo alto de las murallas de la ciudadela.

—¿Es la señal? —dijo Mario en voz baja, como inseguro, buscando la confirmación de su general antes de atreverse a lanzar un ataque.

—Es la señal —confirmó con serenidad y voz más firme Publio. No dijo más. Mario habría preferido que el general se hubiera mostrado más cauto o inseguro y así poder retrasar el ataque. Se retiró unos pasos caminando hacia atrás y llegó junto a Silano, que esperaba igual de nervioso que él.

—¿Qué hacemos? —preguntó Silano a Mario.

—El general dice que es la señal.

Silano suspiró y a continuación escupió en el suelo.

—Sea entonces, por todos los dioses —añadió—. Vamos allá.

Ambos tribunos descendieron de la colina y fueron al encuentro de los centuriones Sergio Marco y Publio Macieno y los legionarios de la VI.

Publio permaneció en la colina rodeado de sus lictores. Desde allí se veía la masa de soldados avanzar hacia la ciudadela como una enorme serpiente oscura que ascendía lenta pero decidida hacia los pies de la muralla.

Sergio Marco y Publio Macieno tampoco tenían confianza en aquella empresa pero no habían dicho nada a sus hombres. Esperaban que el duro encuentro con la cruda realidad, acompañada de dolor, sangre y muerte, les hiciera entender que estaban bajo las órdenes de un loco. La rebelión sería mucho más fácil tras un infructuoso y estúpido ataque nocturno. Sergio Marco veía a sus hombres con cuerdas y escaleras preparadas para la ocasión como si se tratara de niños estúpidamente ilusionados en una excursión al campo de Marte por primera vez. Sin dificultad alcanzaron el pie de las murallas, pero cuando tanto él como el propio Publio Macieno habían considerado que empezarían todos los problemas, en lugar de pez hirviendo, o flechas o lanzas o piedras, de lo alto de los muros sólo llovieron escalas que caían desenrollándose por toda la extensión de aquellas altas paredes. Por ellas treparon sus hombres sin encontrar ninguna oposición, para ser recibidos arriba por ciudadanos de Locri, amigos de la causa romana, que les indicaban dónde estaban los puestos de guardia cartagineses, quienes, incautos, los habían cedido a aquella hora de la noche, para que vigilaran a unos ciudadanos que no pensaban en otra cosa sino en traicionarles. Sergio Marco y Publio Macieno asistieron impotentes a la carnicería que con tremenda facilidad llevaban a cabo sus hombres entre los desprevenidos y durmientes centinelas africanos. Además, cuando alguno de los púnicos quedaba herido era rematado con saña por los locrenses. En poco tiempo toda la ciudadela estaba en sus manos y los cartagineses que habían acertado a reagruparse, en lugar de dar batalla optaron por huir abriendo una de las puertas de la fortaleza y buscando refugio en la otra ciudadela de Locri, todavía bajo su poder. Con la luz del amanecer, Marco y Macieno presenciaron la entrada triunfal de Publio Cornelio Escipión en aquella ciudadela liberada y reconquistada. Los legionarios de la VI, los soldados de Pleminio y los voluntarios itálicos le aclamaban.


—Esto ha sido un desastre para nuestros fines —comentó Macieno a Marco en voz baja mientras el general desfilaba triunfante entre los legionarios por las calles de aquella fortaleza.

Marco se mostró frío en su respuesta.

—El trabajo está a la mitad. Queda la otra ciudadela y los cartagineses ya no se verán sorprendidos por más traiciones. ¿Has visto estas murallas o las de la otra ciudadela? Será imposible tomarlas. Veremos cómo de agradecidos están los hombres cuando empiecen a caer uno tras otro y sus cadáveres se apilen bajo las murallas dominadas por los cartagineses del otro fortín. Veremos entonces. Por todos los dioses. Veremos.

Y se alejó ensimismado y maldiciendo, mientras Macieno ponderaba el alcance de aquella premonición.


Pasados unos días, Publio Cornelio Escipión miraba con gesto de preocupación cómo retiraban los últimos heridos bajo las lanzas púnicas de la ciudadela que los cartagineses aún preservaban junto a Locri. Todo empezó bien, muy bien, demasiado bien, con la caída en una noche de la primera fortaleza, pero ahora llevaban más de una semana atacando sin cesar el otro fuerte amurallado y todos los intentos no sólo habían sido completamente infructuosos, sino que habían diezmado las tropas que había traído para la misión. Además, los heridos se contaban ya por centenares. La misión comenzaba a complicarse más allá de lo imaginable. Todo lo contrario de lo que le había sucedido a Lelio en África. Habían llegado informes muy positivos desde Siracusa: Lelio había desembarcado en las costas africanas, en Hippo Regium, y desde allí había asolado los territorios próximos, saqueando, minando las defensas cartaginesas en la región y acumulando un sustancioso botín de guerra con el que impresionar al Senado de Roma. Y no sólo eso, sino que Lelio había aprovechado para entrevistarse con el impetuoso príncipe númida Masinisa, quien había reiterado su promesa de ayudar a los romanos cuando éstos desembarcaran con todas sus tropas en África. Más aún. Masinisa estaba impaciente por la llegada de Escipión y sus legiones. Según dejaba entrever Lelio en su informe, parecía que el joven númida sólo reprochaba la tardanza de los romanos por atacar África.

Publio exhalaba el aire despacio. Buscaba un sosiego que no podía encontrar. Quizá todos tuvieran razón y se había equivocado al ir a Locri. Sólo estaba retrasando la campaña de África que era lo realmente sustancial y encima la resistencia de los cartagineses en la segunda ciudadela estaba transformando aquel ataque en una carnicería. Publio había buscado reforzar la moral de sus tropas con una victoria fácil y, sin embargo, se estaba encontrando con una larga y lenta sangría. Era cierto que entre sus objetivos al atacar Locri había algo más que buscar una fácil victoria, pero para conseguir llevar a buen fin todos sus planes la victoria completa en Locri era necesaria. Tenía que conquistar aquella segunda fortaleza y tenía que hacerlo pronto, antes de que se complicaran más la cosas y Sergio Marco y Publio Macieno azuzaran la rebelión. Esto no había ocurrido ya por haberse traído también los hombres de Pleminio y parte de los voluntarios itálicos, cuerpos de ejército sobre los que el ascendente de los centuriones de la VI era nulo, pero si la carnicería perduraba, las insidias de Marco y Macieno pronto impregnarían las almas de los hombres de Pleminio, tropas poco acostumbradas a la lucha. Sólo le quedaría entonces la lealtad de Silano y Mario y la de los voluntarios de Italia. Publio empezó a considerar la posibilidad de construir una torre de asedio aunque aquello retrasara el ataque final, pero mantendría a los hombres ocupados con un objetivo definido y si levantaban una empalizada alrededor de la ciudadela cortarían toda fuente de suministros a los asediados. Publio era consciente de que por la noche los púnicos habían hecho salidas de aprovisionamiento que sus hombres no habían acertado siempre a impedir por completo. Aquellos cartagineses eran guerreros bastante más curtidos en el arte de la guerra y la lucha por la supervivencia que sus legionarios de la VI. Los púnicos habían luchado en Hispania durante años y habían tenido al mejor de los generales muchos años: Aníbal.

Publio escuchó los cascos de un caballo ascendiendo hacia la colina en la que se encontraba frente a la ciudadela púnica. Junto con él, Silano, Mario y un nervioso Pleminio aguardaban órdenes con las que dar continuidad al ataque sobre la fortaleza. El cónsul de Roma se giró y vio a un legionario sudoroso y cubierto de polvo desmontando de un caballo agotado. Era uno de los exploradores que Publio mandaba siempre para recorrer el territorio próximo allí donde fuera que estuviera realizando acciones militares. Le gustaba estar informado de todo lo que ocurría en las regiones próximas, para evitar sorpresas. Igual que aquellos púnicos, él también había aprendido a guerrear con cierta destreza.

El jinete se aproximó al cónsul pero los lictores se interpusieron en su camino.

—Dejadle pasar. Es de los nuestros. Es de confianza.

El explorador pasó por el estrecho pasillo que le abrieron los escoltas del cónsul.

—Saludo al cónsul de Roma, Publio Cornelio Escipión... —Tomó aire; jadeaba; llevaba horas cabalgando sin parar—. Aníbal, mi general... viene Aníbal... con todo su ejército.

Y no pudo más y se dobló apoyando sus manos en las rodillas para recuperar el aire.

Silano y Mario se miraron con sorpresa y cierto temor. Y Publio percibió una sensación similar entre sus lictores y aún mucho más nítida en la faz del pretor Pleminio. Publio guardó un segundo de silencio que empleó en ordenar sus ideas. Lo de la torre de asedio acababa de desvanecerse. Ahora eran otras las prioridades. Sergio Marco y Publio Macieno, como buitres que olfatean la catástrofe, ascendían por la colina. No se les había pasado por alto la estela de polvo que el galope del caballo de aquel explorador había levantado en el horizonte. Aquel legionario, en su afán de servirle bien y rápido, había levantado el polvo del miedo que pronto salpicaría a todos los hombres de su pequeño ejército desplazado a Locri.

—¿A cuantos días está Aníbal de aquí? —preguntó Publio.

El explorador se reincorporó, ya con el aliento más sosegado.

—Dos días, tres a lo sumo. Llevo cabalgando toda la noche sin parar, pero la mayor parte de sus tropas son de infantería, aunque la caballería númida podría adelantarse y alcanzar Locri mañana.

Publio vio cómo Marco y Macieno llegaban a lo alto de la colina. Sus miradas inquisitivas buscaban saber cuál era el problema.

—De acuerdo —continuó Publio—. Me has servido bien, explorador —y se dirigió a uno de sus lictores—, que den de comer y beber a este hombre, vino si lo desea y buena comida y que se le permita descansar en la fortaleza que dominamos; bajo techo y en un buen lecho. —Luego Publio se volvió hacia Mario, Silano y Pleminio, pero antes de que pudiera hablar, mientras el explorador se retiraba, se escuchó la voz de Sergio Marco desde detrás de los lictores que les impedían aproximarse más al cónsul.

—¿Qué ocurre, cónsul? Tenemos derecho a saber si hay un problema.

Aquellas palabras eran merecedoras de un castigo pero Publio, mientras se giraba hacia el centurión de la VI, cruzó sus ojos con la mirada tensa y agobiada de Pleminio, recordó sus planes iniciales y, como un destello, vio con nitidez confirmada la única forma en la que ahora podría ejecutarlos.

—Dejad pasar a los centuriones de la VI —dijo el cónsul. Una vez más los lictores se retiraron. Marco y Macieno se acercaron despacio.

Publio Cornelio Escipión, cónsul de Roma, explicó con concisión lo que ocurría a Sergio Marco y Publio Macieno.

—No ocurre nada especial en una guerra. Los sitiados han pedido ayuda y Aníbal acude con todo su ejército de veteranos y la caballería númida para ayudarles. Estarán aquí en dos días. Eso es lo que ocurre, Sergio Marco.

El general se quedó mirando a los centuriones con intensidad. Sergio Marco tragó saliva. Estaba confuso. Debería alegrarse porque aquélla era una catástrofe aún mayor de la que nunca podía haber imaginado y, algo curioso, en lugar de alegría, sentía un frío gélido que le helaba las venas. Aníbal. Venía Aníbal. Pese a todo guardó la compostura y soltó aquello que tenía pensado decir.

—Por Hércules, esto no es bueno. Deberíamos retirarnos ahora que estamos a tiempo.

—¿Retirarnos? —preguntó Publio despacio mientras rodeaba a Sergio Marco y le miraba girando muy despacio la cabeza—. ¿Quieres decir que los hombres de la VI legión de Roma vuelvan a retirarse ante el ataque de Aníbal tal y como ya hicieron en Cannae y por lo que sufrieron años y años de destierro? ¿Es ésa la gran idea del gran Sergio Marco?

El interpelado dudó unos segundos pero se reafirmó.

—Debemos marcharnos. No como en Cannae. Debemos marcharnos antes de que Aníbal comience a masacrarnos. Eso debemos hacer.

—Comprendo —dijo Publio; se frenó en su recorrido alrededor de Marco, levantó la cabeza y habló a gritos y escupiendo saliva y bilis con cada palabra—. ¡Pues escúchame, especie de miserable rata de río inmunda! ¡Por todos los dioses que no nos vamos a retirar! ¡Mientras yo esté al mando, los hombres de las legiones V y VI de Roma nunca, nunca, nunca volverán a replegarse ante la llegada de Aníbal! ¡Ese y no otro fue el principio de todos nuestros problemas y eso va a empezar a cambiar a partir de hoy mismo! ¡Tú no eres más que un centurión, un centurión que por cierto no cumple las órdenes recibidas y cuya incompetencia será juzgada por mí próximamente, y que los dioses se apiaden de ti cuando mi ira se desplome sobre ti y tu estupidez! —Sergio Marco retrocedía y junto con él Publio Macieno le acompañaba, andando los dos hacia atrás. Publio caminaba hacia ellos. Su rostro encendido por la furia, una furia que Silano y Mario recordaban en su general cuando éste se lanzó a luchar cara a cara contra los amotinados de Suero, una furia que el pretor Pleminio desconocía y que le dejó perplejo. El general continuó aullando ante los cada vez más encogidos Marco y Macieno—. ¡Ahora marchaos de aquí y ocupaos de cumplir mis órdenes: trepad por esas malditas murallas y abridme las puertas de esa ciudadela de una maldita vez! ¡Y de Aníbal ya me ocuparé yo, porque por eso vosotros sólo sois unos míseros centuriones de una legión maldita por todos y olvidada por Roma y yo, sin embargo, soy cónsul de Roma! ¡Ya me ocuparé yo de Aníbal y de detenerle como hice en Tesino o como hice con su hermano y sus generales en Hispania! ¡Ahora desapareced de mi vista y hacedlo a buen paso! ¡O por los dioses que ordenaré que os ensarten como a dos jabalíes recién cazados!

Sergio Marco y Publio Macieno se dieron la vuelta y a paso de marchas forzadas descendieron colina abajo. En lo alto de la misma, Publio, más sosegado de ánimo, se volvió hacia Silano, Mario y Pleminio.

—Que salgan mensajeros hacia Siracusa en barco. En dos, no, en tres embarcaciones distintas para asegurarnos de que lleguen las órdenes. Hay que decirles a Marcio y Lelio que vengan en barco lo antes posible con el resto de la VI y con la V legión al completo y con un tercio más de los voluntarios itálicos. Que vengan también Terebelio y Cayo Valerio y Sexto Digicio y el propio Lelio. Que se quede Marcio al mando de Siracusa con el último tercio de voluntarios y las tropas que ya se encontraban allí. Parece ser que las «legiones malditas» se enfrentarán a Aníbal antes de lo previsto.

Silano dudó pero asintió y marchó hacia la ciudadela que dominaban para organizarlo todo. Mario fue a acompañarle pero se detuvo. Mario había sido el hombre que años atrás anunció al joven cónsul la muerte de su padre y su tío. Por eso siempre Publio Cornelio había sido especialmente afectivo con él y le había permitido una proximidad que sólo le había concedido a Lelio, sobre todo al Lelio de antes de Baecula.

—Mi general —empezó Mario en voz baja—, esto puede acabar mal. Los hombres de la V y la VI aún no están preparados para volver a enfrentarse a Aníbal.

Publio no se alteró.

—Eso que dices es cierto, pero tampoco puedo permitir que los hombres de la VI retrocedan ante Aníbal. Eso nunca volverá a ocurrir. Si han de morir, moriremos todos, pero las «legiones malditas» ya nunca retrocederán, esas palabras no son retórica —Publio escudriñó el rostro serio de Mario y el muy pálido de Pleminio, el pretor de Rhegium, y decidió añadir algo más—; pero enviaremos mensajeros también al cónsul Craso y a Metelo, para que sepan de los movimientos de Aníbal. Nosotros seremos el cebo. Las legiones de Craso y Metelo pueden coger a Aníbal por la retaguardia y así le tendremos rodeado. ¿Eso no suena tan mal, no, Mario Juvencio Tala?

Mario asintió, pero aún tenía dudas.

—Pero al traer las dos legiones de Siracusa estamos incumpliendo el mandato del Senado.

—Sin duda, Mario, pero para ser más precisos, estaremos incumpliendo el mandato que Quinto Fabio Máximo con sus ideas sobre esta guerra forzó en el Senado y con sus ideas esta guerra no ha hecho sino alargarse sin fin. Ahora tenemos una oportunidad, una oportunidad —repitió el cónsul con énfasis— y la utilizaremos. La utilizaremos. Y no se hable más de este asunto.

Mario se llevó el puño derecho al pecho, dio media vuelta y desapareció entre los lictores. Pleminio, sacudiendo la cabeza de un lado a otro, le siguió. Había buscado botín con una victoria fácil y se había metido en la boca del lobo con un general loco por jefe.

Publio Cornelio Escipión se volvió de nuevo hacia la ciudadela dominada por los cartagineses. Qué pequeño parecía ahora aquel objetivo. El cónsul de Roma miró al cielo y cerró los ojos. Existía la penosa posibilidad de que Craso y Metelo, por envidia o por rencor, o por ambos motivos juntos, decidieran no mover sus legiones y dejar que Aníbal masacrara a las legiones V y VI de Roma y con ellos a su impetuoso cónsul, pero Publio confiaba en la ambición de aquellos generales romanos: una posible victoria sobre Aníbal debería empujarles por encima de sus envidias. ¿O no? Si fuera Fabio Máximo abriría los ojos y buscaría en el vuelo de las aves desentrañar los designios de los dioses, pero como no era augur, Publio se mantuvo en aquella posición y rezó, rezó intensa y vehementemente a Júpiter todopoderoso, a Marte, el dios de la guerra, y a Minerva, que siempre había protegido a Roma y guiado los pasos de aquel pobre y humilde cónsul. No solía rezar en privado, sino en público, ante sus tropas, ante el pueblo, ante el Senado, pero aquélla era una ocasión especial. Aquel día, por primera vez en mucho tiempo, desde la muerte de su padre y su tío en Hispania, aquella tarde, con la próxima llegada de Aníbal, con las legiones V y VI divididas y mal preparadas, en aquella ocasión, Publio se sentía desesperado, desamparado y, aún distanciado de Lelio, profundamente solo.


Lelio se encontraba en la proa de la veloz trirreme. Estaba anocheciendo, pero una creciente luna y un cielo sin nubes les ayudarían en la navegación nocturna mientras rodeaban la costa más al sur de Italia rumbo a Locri. Tenían que llegar antes del amanecer o las tropas de Aníbal dificultarían el desembarco primero y luego la unión con los legionarios de Publio en la ciudadela. No hacía ni veinticuatro horas desde que habían recibido el mensaje del cónsul pidiendo que embarcaran al resto de la VI y a toda la V legión y más voluntarios itálicos para unirse con él en Locri ante la inminente llegada de Aníbal. Una vez más Aníbal. Aquello, sin duda, no estaba en los planes del cónsul. ¿O sí? Hacía tiempo que la amistad de tantos años no se veía coronada con el adorno de la confianza ciega y Publio no compartía con él sus planes últimos para cada campaña, aunque luego recurría a él siempre, pero sólo como una herramienta más de su estrategia. Lelio escudriñaba el horizonte marino oscuro mientras pensaba. Él había encontrado consuelo en la joven Netikerty, pero ¿y Publio? Emilia, seguramente, Emilia sería ahora su mejor confidente. Una gran mujer. Pero aun así, ¿cuánto sabía ella de cómo llevar una campaña militar? Las cosas no se habrían complicado tanto si Publio le hubiera consultado. Marcio, Mario, Terebelio, Digicio, Silano, incluso el Valerio de la V, todos eran leales, pero Lelio sabía que Publio tampoco mantenía con ninguno de ellos la misma relación que tuvo con Lelio en tiempos, como cuando le confesaba los auténticos planes para conquistar Cartago Nova. Aquéllos fueron los mejores tiempos. Ahora, sin embargo, el cónsul, impetuoso como siempre, no tenía nadie que le recondujera en sus impulsos. Y pese a todo había conseguido el consulado y luego el mando de Sicilia y el permiso para lanzarse sobre África y hasta había conseguido reclutar una notable fuerza de caballería sorteando los impedimentos del Senado, pero sin control, sin dejarse aconsejar, los había empujado a todos a un enfrentamiento contra Aníbal con unas tropas faltas aún de moral y de adiestramiento y, lo peor de todo, en terreno itálico, contraviniendo el mandato del Senado: Italia era para Craso y Sicilia y África para Publio; y contraviniendo su propio plan de llevar la guerra a África. Ahora tenían que conseguir llegar y desembarcar durante la noche para incorporarse a las fuerzas romanas de Rhegium y de la VI en la ciudadela de Locri que dominaba Publio. Y mañana debían enfrentarse a Aníbal: si caían derrotados sólo les aguardaba la muerte o el tormento si eran apresados; y si, contra toda posibilidad, conseguían una victoria, Publio se vería negado de poder disfrutarla al hacerlo contra el mandato del Senado. Lelio sonrió. Nadie había derrotado a Aníbal, al menos de forma clara. En general, todo era una larga sucesión de derrotas infames ante el ejército del general cartaginés, algún empate quizá, y Claudio Marcelo, el único cónsul que había conseguido hacer huir a Aníbal en alguna ocasión, había sido abatido luego por los mercenarios del cartaginés en una emboscada que éste le tendió. Bueno, sí, quedaba el enfrentamiento entre Fabio Máximo y Aníbal, que se saldó con empate. Pero con empates sólo nunca se conseguiría que Aníbal abandonara Italia. Era todo demasiado complicado y confuso. Aquí era donde Lelio se perdía. Él podía leer con nitidez el desarrollo de una batalla, pero no la lenta progresión de una guerra cada vez más larga y dolorosa para todos. Ahí, no obstante, era donde Publio emergía siempre sin dudas, con decisión, diciendo a todos lo que se tenía que hacer y todos le seguían. Así conquistó Cartago Nova y luego toda Hispania. Hace unos días le dijo que fuera a África de reconocimiento y que él marcharía sobre Locri con parte de la VI, parte de los voluntarios y los hombres del pretor Pleminio de Rhegium. Lo dijo con la misma seguridad de siempre. En África todo marchó bien, mejor de lo que había esperado, pero Locri era un hervidero, un sinsentido hacia el que todos juntos navegaban sin freno.


Los jinetes númidas cabalgaban alrededor de la fortificación de Locri donde se habían refugiado todas las tropas romanas.

—¿Cuántos son? —preguntó Sergio Marco al resto de los oficiales que se habían encaramado junto al cónsul en lo alto de la muralla.

—Varios miles —contestó secamente Silano.

—Unos tres mil —confirmó Mario.

—La mejor caballería del mundo —añadió el cónsul—, pero la caballería vale para combatir en campo abierto, por eso nos refugiaremos aquí, dentro de la ciudadela. Además, los númidas son sólo la avanzadilla del ejército de Aníbal.

Mario y Silano no entendían la actitud del cónsul. Era como si Publio se regocijara en incrementar el temor ya de por sí muy grande de Sergio Marco y Publio Macieno, un miedo que no dudarían en compartir con las tropas de la VI y, en consecuencia, un pánico que se apoderaría de todos los legionarios en cuanto aquellos centuriones descendiesen de la muralla. Y de Pleminio, oculto por alguna esquina de la fortaleza, se podía decir otro tanto.

Aún no había terminado el cónsul de pronunciar aquellas palabras cuando los rayos del sol de la tarde que se arrastraban por la tierra del Bruttium iluminaron la silueta de centenares, miles de soldados que emergían desde detrás de las colinas que rodeaban el valle de Locri.

—¿Aníbal? —preguntó en voz baja Publio Macieno.

—Aníbal —confirmó Mario, y luego miró al cónsul como dudando de si había hecho bien en confirmar lo que por otro lado era evidente, pero el joven general no parecía estar escuchando la conversación que tenía lugar entre sus oficiales. Sus ojos se perdían en la aún lejana maraña de soldados iberos, galos, africanos, renegados de Roma, esclavos liberados y cartagineses que, al mando del temible Aníbal, avanzaba hacia ellos.

—¿Ha venido con todo su ejército? —preguntó una vez más Sergio Marco.

Mario asintió en silencio y fue el cónsul el que habló esta vez, pero no sobre lo que preguntaba Marco.

—¿Cuántas catapultas hay en la fortaleza?

—Dos en buen estado y dos más que necesitan ser reparadas —respondió el siempre eficiente Silano.

—Pues que las reparen rápido. Nos harán falta —continuó el cónsul—. Y las dos que están bien, que las dispongan detrás de la puerta, a unos cincuenta pasos. Ése es el punto más débil de esta ciudadela. Atacarán por ahí primero y luego por todas partes.

Mientras hablaba el cónsul, los jinetes númidas, que hasta ese momento se habían limitado a cabalgar alrededor de la ciudadela, empezaron a aproximarse en pequeños grupos y a arrojar lanzas hacia lo alto de las murallas. Eran hábiles y la mayoría de las mismas sorprendió a los romanos porque pasaban por encima de las almenas cayendo sobre la ciudad como una lluvia intermitente de dardos mortales. Muchas no daban en blanco alguno, pero unas decenas se clavaron en legionarios que no esperaban un ataque tan fulgurante. Los gritos de los que eran atravesados sobrecogieron el alma de todos en la pequeña fortificación de Locri. Pleminio, el pretor de Rhegium, ascendió la muralla buscando al cónsul. Llegó aullando y escupió a los lictores que le impidieron acercarse hasta el general y sus oficiales.

—¡Por Hércules! ¿Qué hacemos aquí dentro con todas las tropas en lugar de salir y acabar con esos malditos númidas?

A una señal de Publio, los lictores dejaron pasar al pretor. Éste avanzó hacia el cónsul con el rostro rojo de ira cuando sus ojos se percataron del ejército de Aníbal aproximándose hacia la ciudad. Eran más de veinte mil hombres, más la caballería númida que los acosaba. En la ciudadela, entre las tropas de la VI y los voluntarios desplazados por el cónsul y los hombres del pretor no habría más de seis mil hombres. Pleminio se quedó petrificado ante el inmenso ejército cartaginés, cada vez más próximo.

El cónsul respondió al pretor con tranquilidad.

—Cuando tú quieras, Pleminio, tienes mi permiso para salir con tus hombres de Rhegium y enfrentarte a Aníbal. Por mi parte, mis hombres y yo mismo nos quedaremos aquí dentro y esperaremos al resto de las tropas que he mandado traer de Siracusa. Pero si tú tienes prisa en salir, no seré yo quien te lo impida.

Pleminio guardó silencio. Todos callaban. En otro momento y circunstancia, Mario y Silano se habrían reído, pero la situación era demasiado grave para chanzas, aunque el cónsul parecía muy seguro de tenerlo todo controlado.

—Que retiren a los heridos y que habiliten un lugar en el centro de la fortaleza donde cuidarlos. He traído a nuestro mejor médico con nosotros. Él se ocupará de organizarlo todo. —El cónsul daba órdenes con la serenidad manifiesta de quien está acostumbrado a hacerlo desde hacía mucho tiempo; todos le escuchaban—. Los hombres de Pleminio, si no tienen interés en salir, que defiendan desde el interior. Que se encarguen de las catapultas y de proteger la puerta. La mitad de ellos en esas funciones. La otra mitad que descanse refugiándose de las lanzas y las flechas. Tendremos que hacer turnos para defendernos. La VI —continuó dirigiéndose a Sergio Marco y Publio Macieno— que se divida también en dos grupos. Un primer contingente a las murallas y el otro que descanse para ser el relevo durante la noche.

Los centuriones de la VI asintieron y se alejaron sin sus habituales impertinencias. Rodeados por el ejército de Aníbal no era el momento de mostrarse locuaces ni de promover una rebelión. Al menos no hasta ver cómo se desarrollaban los acontecimientos de aquel asedio.

Silano se acercó al cónsul y le habló en voz baja.

—Habíamos venido para asediar y ahora somos los asediados. —Pero lo dijo sin traslucir reproche en sus palabras, como quien reflexiona entre dientes.

—Así es, Silano —le respondió el cónsul—. Así es. La guerra con Aníbal siempre está llena de sorpresas. Es difícil saber cuáles serán sus reacciones o sus movimientos, pero lo importante ahora es resistir su embestida y confiar en que se sienta lo suficientemente seguro por su superioridad numérica como para no cercarnos por la noche. De esa forma podremos abrir las puertas y dejar que Lelio y sus tropas se unan a nosotros antes del amanecer.

—¿Llegará Lelio a tiempo? —preguntó Mario.

Publio Cornelio Escipión se giró hacia Mario y le miró como quien mira a alguien que ha dicho algo absurdo.

—Lelio llegó a tiempo en Tesino y en Cartago Nova. Llegará a tiempo también en Locri. Siempre lo ha hecho.


Mientras hablaban, Aníbal había dispuesto a todas sus tropas en formación de ataque: iberos y galos al frente, africanos y púnicos tras ellos. La caballería númida, una vez retirada de las murallas en un ala, y el otro extremo, otro fuerte contingente de caballería cartaginesa, aunque algo más escaso en número.

—¿Qué espera para lanzar el ataque? —preguntó Silano.

—Nada —dijo el cónsul y, al pronunciar aquella palabra, los mercenarios hispanos y galos se lanzaron al ataque con un enorme vocerío. No llevaban escalas, sino lanzas, flechas y espadas.

—Tenemos que resistir este primer ataque. Aníbal sólo busca desmoralizar a nuestros hombres. No ha reunido aún material de asedio. Eso lo hará en los próximos días con ayuda de los cartagineses de la otra fortaleza y de todo aquello que pueda coger de la ciudad. Ahora tenemos que resistir.

El cónsul tuvo que terminar su comentario elevando su voz con gran potencia para hacerse oír por encima de los alaridos irrefrenables de los iberos y galos que cargaban contra los muros de Locri arrojando lanzas y flechas en llamas por encima de las almenas y contra la puerta de la fortaleza.

—¡Aseguraos de que se apague el fuego de la puerta! —gritó el cónsul—. ¡Lo demás no importa, pero por todos los dioses, asegurad la puerta!


Lelio veía cómo la costa itálica se dibujaba en la negrura de la noche. Aún les quedaban varias horas de navegación y el viento había amainado.

—¡Remad con más fuerza! —espetó a los oficiales de la trirreme. Los marineros redoblaron sus esfuerzos para compensar las velas inútiles desinfladas ante la ausencia de viento—. ¡Remad, remad, remad! ¡Por Hércules! ¡Hemos de llegar esta noche! —y luego sin gritar ya, para sí mismo, a la vez que se volvía hacia la proa—, hemos de llegar esta noche, esta noche...

En el silencio de un mar sin olas y sin viento, el choque rítmico de los remos contra la superficie del agua de decenas de barcos repletos de soldados acompañó la mirada nerviosa de un preocupado y aturdido Cayo Lelio, abrumado por la responsabilidad a la que le ataba un juramento, proteger siempre a Publio Cornelio Escipión hasta el final de sus días, hasta que la muerte se llevara al propio Lelio por delante, damnatus est, le dijo Fabio Máximo. Damnatus. Sí. Maldito. Igual que aquellas legiones, igual que toda aquella guerra.


Aníbal contemplaba expectante el ataque de sus tropas. Era un tanteo. Sólo quería saber hasta qué punto pensaban resistir esos romanos. ¿Estaba Escipión realmente entre aquellos muros? Le costaba creerlo. Tenía asignada Sicilia. Eran Craso o Metelo los que debían haber atacado Locri. ¿Dónde estaban las legiones de Craso y Metelo? ¿Cuántos hombres había en la ciudadela dominada por los romanos?

Maharbal regresaba de la ciudadela dominada por los cartagineses y que había lanzado la llamada de auxilio a Aníbal.

—Tienen unos cinco mil hombres. Somos cuatro veces más que ellos por lo menos, si no más. Será cosa de tiempo que se rindan —explicó el jefe de la caballería púnica.

—¡Por Baal y Tanit, Maharbal! No tenemos tiempo para un asedio —respondió Aníbal—. Craso o Metelo pueden poner en movimiento sus legiones en dirección a Locri en cualquier momento. Tenemos que entrar en esa ciudadela antes de que lleguen. Sólo entonces podremos asegurar nuestra posición. La puerta parece el punto más débil. Mañana nos lanzaremos sobre ella. Al amanecer.

Una andanada de piedras llovió del cielo. Aníbal y Maharbal estaban hablando a unos doscientos pasos de la muralla, rodeados por una decena de soldados africanos. Varias piedras impactaron sobre tres de los guardias, uno en pie apenas a tres pasos de Aníbal. Los soldados africanos cayeron abatidos por el golpe mortal de las piedras. Sus cuerpos se retorcían de dolor mientras la sangre fluía por debajo de sus cascos abollados. Aníbal levantó la mirada hacia las murallas.

—Tienen catapultas. —Luego guardó un segundo de silencio y se volvió hacia Maharbal—. ¿Se ha confirmado la presencia de Escipión en la ciudadela?

Maharbal asintió al tiempo que respondía.

—Así es, mi general.

Aníbal volvió a mirar las murallas.

—Es raro que haya venido con sólo esos hombres...

—No esperaría que respondiésemos a su ataque trayendo todas nuestras fuerzas.

—Sin duda —concedió Aníbal mientras nuevas andanadas de piedras caían a su alrededor—. Nos retiraremos cien pasos, lejos del alcance de sus catapultas. Veremos cómo de firmes se muestran después de una noche apagando los incendios y amontonando heridos. Y que todos nuestros hombres se mantengan alejados del alcance de las catapultas. Que arrojen flechas en llamas y que se requise en la ciudad todo el material propicio para escalar esos muros. Y difunde entre todas las tropas que si mañana atrapamos a Escipión, vivo o muerto, habrá grandes recompensas para todos.

Aníbal dio media vuelta y se alejó de las murallas seguido por su guardia, que había sido reforzada por nuevos soldados que sustituían a los que acababan de caer. Maharbal se dirigió a la ciudad en busca del material que había solicitado el general. Mañana al amanecer derribarían la puerta de la ciudadela romana y entrarían a sangre y fuego. Se impondrían por la veteranía de sus hombres y por su tremenda superioridad numérica. Habría bajas, eso estaba claro, en todo asalto las había, pero la idea de cazar a Escipión, el general que había derrotado a los ejércitos de Asdrúbal y Giscón, era un gran aliciente y si encima el general prometía recompensas, todos, iberos, galos, númidas y los propios cartagineses, se mostrarían especialmente despiadados y crueles. Cuánto se alegraba Maharbal de no ser un romano bajo las órdenes de aquel joven cónsul de Roma que olía ya más a cadáver pasto de los buitres que a general de las legiones.


—¿Se sabe algo de Lelio? —Era Silano el que preguntaba a Mario Juvencio. Habían regresado a lo alto de la muralla después de una desmoralizadora inspección de la puerta de la ciudad.

—No, no sabemos nada. Ningún mensajero. Nada —respondió Mario—. Parece que se retiran.

—Nos dejarán dormir con nuestro miedo. —Silano hablaba con frialdad, pero incluso en su voz se dejaba entrever una creciente desazón.

—¿Y el cónsul? —preguntó Mario.

—Visitando a los heridos, que son muchos.

—Eso está bien.

—Sí, pero no resuelve nuestros problemas —sentenció Silano.

—¿Y no ha preguntado por Lelio?

—No.

—Es extraño —continuó Mario—. Yo supondría que debe de estar tan preocupado como nosotros, como todos.

—Es posible, pero se esfuerza en no aparentarlo. Lo único que les queda a nuestros hombres es la tranquilidad que da verlo caminando entre los incendios de los almacenes, dando órdenes, animando a unos, escuchando a los heridos... —Silano elaboraba sus pensamientos mientras los pronunciaba—. Es como si luchar contra Aníbal fuera algo normal para él. Todos estamos preocupados, tenemos al mayor de nuestros enemigos a quinientos pasos, con un ejército que nos quintuplica en número y nuestro cónsul se pasea por la ciudadela como si al amanecer estos muros fueran a resistir cualquier ataque. Y las puertas..., ¿has visto las puertas?

—Las puertas están en ruinas —confirmó Mario—. Los cartagineses han arrojado tantas flechas en llamas contra ellas que me sorprende que los hombres de Pleminio hayan conseguido apagar las llamas. No sé qué haremos mañana.

—¿Qué tendrá pensado?

—¿Aníbal? —inquirió Mario confundido.

—No, el cónsul.

Mario tardó unos instantes en responder. Se giró hacia el interior de la ciudadela. Escipión caminaba hacia ellos escoltado por los lictores.

—No lo sé, Silano, pero pronto podrás preguntárselo a él mismo.

En un minuto, el cónsul ascendió la muralla para reunirse con sus dos oficiales de confianza en Locri. Una vez con ellos miró hacia el campamento cartaginés.

—Se han retirado al fin —comentó Publio.

—Así es, mi general... —confirmó Silano, pero su voz quedó colgando; quería preguntar al cónsul sobre qué hacer al día siguiente, pero no sabía cómo hacerlo sin dejar traslucir su preocupación.

—Las puertas, ¿las habéis visto? —comentó Publio Cornelio Escipión a sus dos tribunos. Éstos asintieron—. No resistirán ni media hora. No nos queda más remedio que salir antes de que entren. Atacaremos al amanecer. Preparadlo todo para organizar una salida. Sólo nos queda usar el factor sorpresa. Los cartagineses no esperan que salgamos a campo abierto. Eso nos dará algo de ventaja.

El cónsul dio media vuelta y no hubo tiempo para hacer preguntas. Silano y Mario se miraron entre sí. Luego dirigieron su vista hacia el inmenso campamento de Aníbal. La sorpresa no sería suficiente para sobrevivir a todo el ejército púnico, ibero, galo y númida si la relación era de cinco a uno a favor del enemigo.


Todo estaba preparado para el combate. Aníbal desfilaba por delante de sus tropas dispuestas en formación de ataque a mil pasos de la ciudadela romana. Locri, la ciudad en litigio, se extendía a los pies de aquellas colinas como un testigo mudo a la espera de saber quién de los dos contendientes sería su nuevo dueño. En el otro extremo de la ciudad, las puertas de la ciudadela cartaginesa se habían abierto para dejar salir a sus soldados para unirse al gran ejército de Aníbal, el general temido por todos los romanos, que no había dudado en venir a rescatarlos del ataque nocturno del cónsul Escipión.

Aníbal ordenó que una avanzadilla de trescientos iberos ascendiera directo hacia la puerta cargados con más dardos incendiarios, lanzas y otras armas arrojadizas. En poco tiempo las llamas consumirían el endeble portalón de madera que daba acceso al corazón de la ciudadela. Por el agujero abierto en la protección de la fortaleza el resto de iberos y todos los galos entrarían en tropel y, una vez sembrado el desorden, miles de africanos se lanzarían a escalar unos muros desprotegidos al tener que combatir sus defensores en el interior. Luego vendría la matanza. Tenía curiosidad por encontrar el cuerpo del cónsul, el más joven cónsul que nunca Roma había elegido, y que, sin embargo, había derrotado en el pasado a su hermano Asdrúbal y también a Giscón. Lo de Giscón no le sorprendía. Aníbal no le tenía en gran valía, pero sí le sorprendía que, en Baecula, su hermano no hubiera podido detener el empuje de las legiones comandadas por ese Escipión. Podría él ahora cortar el dedo de la mano del cadáver del joven magistrado y extraer así otro anillo consular romano que añadir a su colección de trofeos que sus dedos exhibían orgullosos, junto con los anillos de Cayo Flaminio, Emilio Paulo y Claudio Marcelo. Anillos deslumbrantes que el general acariciaba con la otra mano mientras observaba cómo la avanzadilla de iberos se acercaba a la puerta de la ciudadela romana. Junto a esos anillos deslumbrantes, el anillo de plata remachado en una turquesa en el que Aníbal guardaba una dosis mortal de veneno parecía una pobre compañía para colegas tan majestuosos como víctimas de la soberbia o de la mala fortuna de sus anteriores amos.

Los iberos estaban a doscientos, ciento cincuenta, cien pasos de las puertas cuando varias andanadas de piedras y grava cayeron sobre ellos lanzadas desde las catapultas del interior de la fortificación. Una decena de guerreros fueron heridos y quedaron atrás, mientras sus compañeros seguían avanzando hasta situarse a escasos setenta pasos de las puertas desde donde arrojaron flechas y lanzas en llamas que se clavaban entre la vetusta madera de los portones de la ciudadela. El incendio empezó y los iberos iban a cantar victoria por haber alcanzado su objetivo con tan poca oposición justo en el instante en que las pesadas y heridas puertas se abrieron crujiendo por sus entrañas desencajadas y medio consumidas y envueltas en el fragor de las llamas y su calor abrasador. Al abrirlas, cada portón quedó bajo sendos andamios de madera, dispuestos al efecto, para que desde lo alto de los mismos arrojaran varios calderos gigantes de agua fresca que amortiguaron el efecto de las llamas en pocos segundos. Los iberos esperaban que las puertas fueran a cerrarse de nuevo una vez apagado el fuego por los romanos tras su hábil estratagema, por lo que sin pensarlo dos veces se lanzaron hacia la puerta abierta de par en par desenvainando sus sedientas espadas de doble filo. No habían alcanzado aún su objetivo cuando de entre el humo de los portones desvencijados emergió un torrente de legionarios armados con sus pila, protegidos por sus escudos, en perfecta formación, que los embistió con furia. El impacto de los hispanos con el inesperado enemigo que, contra todo pronóstico, salía a luchar fuera de las murallas, fue sangriento. Por un lado, los pila se abrieron camino entre las carnes desprotegidas de los valientes pero poco precavidos guerreros iberos y, por otro, desde lo alto de las murallas, lanzas y saetas romanas descendían afiladas y en tropel hacia el corazón de los iberos. Pese a todo, los guerreros traídos por Aníbal desde Hispania resistieron y habrían podido hacer regresar a los manípulos de legionarios que habían salido a luchar para defender la puerta, de no ser porque tras esos primeros manípulos emergieron, como escupidos por la ciudadela, más y más manípulos de legionarios, dos, tres, cuatro, seis, ocho, diez, más de trescientos legionarios ante ellos y seguían saliendo más y más, hasta el punto que se vieron rodeados por romanos en una acción tan rápida como inesperada que los hizo replegarse en un vano intento por escapar de aquella trampa mortal.


Aníbal lo contemplaba todo desde la distancia. Las puertas estaban abiertas, sí, pero ante ellas habían caído muertos más de doscientos de sus guerreros, una pérdida grave en aquella guerra en la que tanto le costaba conseguir refuerzos que apenas llegaban desde África y que ya no podían llegar más desde una Hispania que ese mismo Escipión que ahora le había sorprendido había conquistado cercenando sus fuentes de aprovisionamiento en la península ibérica.

Escipión salió con los últimos manípulos y a paso de marchas forzadas se puso al frente de sus tropas. Junto a él, Pleminio, sudoroso, asustado, a un lado y Mario y Silano al otro, encararon al ejército de Aníbal. Macieno y Marco estaban entre las unidades legionarias.

El general cartaginés les observaba no sin cierta sorpresa.

—Hay que reconocerle agallas a ese romano —dijo Aníbal.

—No tiene nada que hacer —respondió el jefe de la caballería cartaginesa—. Ha sacado todas sus tropas y ha conseguido sorprendernos, pero en cuanto empiece la batalla les masacraremos.

—Así es —dijo Aníbal, pero de pronto una duda le recorrió el cuerpo como si de un escalofrío se tratara—. ¿Sabemos algo de Craso o Metelo?

Maharbal comprendió lo que preocupaba al general.

—No se han movido de sus posiciones. Siguen a dos días de marcha al menos. Eso decían los últimos exploradores.

Aníbal asintió más tranquilo.

—Entonces no entiendo qué espera ese general romano —añadió mirando hacia la posición de Publio y sus oficiales.

Aníbal respiraba con profundidad. Aquel general romano ya se había cruzado con él en el pasado; cierto que entonces no era cónsul, sino apenas un muchacho, en Tesino y Trebia, o un joven tribuno en Cannae. Luego supo de aquel Escipión por sus batallas en Hispania: la conquista de Cartago Nova, su victoria en Baecula sobre Asdrúbal y luego la batalla de Ilipa donde puso en fuga al mismísimo Giscón. Asdrúbal era demasiado impetuoso pero inteligente y no pudo con el romano, aunque se las arregló para rodearlo y llegar a Italia evitando más enfrentamientos. Y Giscón, aunque siempre vanidoso, era tenaz y hábil para aprovechar los recursos de un buen ejército. No tenía sentido que el general que había conseguido doblegar a todos aquellos líderes de Cartago estuviera ahora dispuesto a suicidarse combatiendo contra un ejército más veterano, mejor preparado y cinco veces más numeroso.

—¿Atacamos? —preguntó Maharbal, presionado por las miradas impacientes del resto de los oficiales—. Los iberos están deseosos de vengar a los suyos. Es un buen momento para dejarlos que se resarzan cortando cabezas romanas.

Aníbal quería asentir pero seguía firme, rígido, tenso. Algo no estaba bien. Entonces, en la distancia, justo detrás de las posiciones romanas, surgiendo desde más allá de las murallas de Locri, ascendiendo desde la playa, apareció un regimiento de caballería romana. No eran muchos, quizá cuatrocientos o quinientos jinetes, pero eso no era lo importante. ¿Quiénes eran? ¿De dónde venían?

—Están llegando refuerzos —dijo Aníbal—. ¿Seguro que Craso y Metelo no se han movido?

—Eso es lo que decían los exploradores —respondió Maharbal—, y aunque lo hubieran hecho, es demasiado pronto. Además, éstos vienen de la playa.

—La playa... —Aníbal comprendió su error en un segundo. Puso las manos en jarras y miró al suelo. Había estado siempre pendiente de Craso y Metelo, que también podrían llegar, pero Publio Cornelio Escipión, cónsul de Roma con tropas asignadas para Sicilia, igual que había llegado a Locri desde aquella isla, había reclamado refuerzos allí mismo, donde tenía control pleno, y estos refuerzos habían llegado por mar. Por mar. Aníbal sonrió. Aquel romano seguía siendo hábil. Ya salvó a su propio padre en Tesino y luego detuvo la persecución de los númidas deshaciendo el puente. Y en Cannae se las ingenió para salir con vida con casi dos legiones enteras...

Cuando Aníbal volvió a levantar la cabeza no se sorprendió, al contrario que sus oficiales. Tras la serie de turmae de caballería romana, venían decenas, centenares de legionarios que se incorporaban a las filas del general romano. Aníbal volvió a sonreír cuando veía que el cónsul ni tan siquiera miraba atrás. Él ya sabía quién estaba llegando.

—Ha traído todas sus tropas de Siracusa —dijo Aníbal a Maharbal—. Dos legiones enteras. Ahora ambos tenemos aproximadamente el mismo número de soldados.

Maharbal asintió, pero se negaba a ceder con facilidad.

—Pero si son las tropas de Sicilia, eso quiere decir que son la V y la VI, las que los romanos llaman «malditas». Son los que huyeron de Cannae. Podemos volver a vencerles y esta vez no dejaremos ninguno con vida.

Aníbal escudriñaba el ejército del cónsul. La idea de Maharbal resultaba de lo más tentadora, pero quién sabía si aquel general romano no guardaba más sorpresas. Ya había tenido dudas en acudir a Locri, y cuando parecía que tenían ante ellos una fácil victoria, todo cambiaba y se transformaba en un complejo reto. Las «legiones malditas». Sí, así las llamaban. Hombres desmoralizados y desterrados y, sin embargo...

—El cónsul que comanda esas legiones no parece un cobarde —dijo Aníbal—, y también huyó de Cannae. No estoy seguro de querer entrar en batalla campal, cuando tenemos a cuatro legiones más a nuestras espaldas sin localizar con exactitud. Craso y Metelo pueden decidir venir en ayuda de Escipión y entonces nos cercarán por delante y por detrás. Todavía tenemos la posibilidad de unir nuestras fuerzas a las que Magón está reuniendo en el norte y volver a hacernos fuertes en Italia. Una derrota aquí terminaría con todo eso. Incluso aunque ganáramos a ese romano, tendríamos muchas bajas y al amanecer, tras la batalla, podrían llegar Craso y Metelo. No, Locri no merece tanto esfuerzo. Quizá sea mejor replegarse, pero no lo sé, he de meditarlo. Mantén las tropas en formación de ataque. Si el cónsul quiere batalla la habrá. No puedo permitirme tampoco el lujo de hacer huir a mis hombres ante un enemigo que ataca, pero si el cónsul no se decide, quizá nos retiraremos durante la noche. Envía un mensajero a la pequeña guarnición que aún queda en nuestra ciudadela y diles que esperen instrucciones. En cualquier caso, el viaje habrá servido para ganar refuerzos al recuperar a los soldados que teníamos en Locri. Eso compensará algo las bajas de esta mañana.

—Pero no compensará a los iberos —apostilló un apesadumbrado Maharbal.

—Eso es cierto, por eso necesito tiempo para pensar, pero si cada vez que los galos o los iberos han deseado algo les hubiéramos hecho caso ya no quedaría nadie con vida de nuestro ejército. Hay que saber cuándo la venganza es posible y cuándo ésta debe esperar. Si se muestran rebeldes, diles que les prometo que tendrán mejor ocasión de vengar a los suyos. Mi palabra aún tiene algo de valor entre ellos. Si hace falta, recuérdales que mi esposa es de los suyos. —Aníbal recapacitó un instante y recordó su manifiesta infidelidad con esclavas de toda índole y, especialmente, con la hermosa mujer de Arpi—. No. Mejor de eso no digas nada. Mi palabra deberá bastarles.

Maharbal se retiró para cumplir las órdenes y con él se reunieron los oficiales. Era raro que otro oficial se dirigiera directamente a Aníbal, con excepción de Maharbal. Aníbal se quedó solo al frente de su ejército, rodeado por sus guardias. El recuerdo de sus infidelidades le hizo ir más allá aún y traerle a la memoria su noche de bodas. Imilce fue una joven dócil y hermosa. Nunca planteó problemas. Y, en su momento, fue útil en las campañas de Iberia. ¿Qué sería de ella? Había recibido alguna noticia desde Cartago indicándole que Giscón, cumpliendo con su misión de protegerla, la había llevado consigo a la capital púnica. Si así había sido quizá sus amigos, los pocos que aún le quedaban allí, la protegerían. También había oído que el mismo general romano que estaba ahora ante ellos con las legiones V y VI había ordenado la destrucción de Cástulo, la ciudad de Imilce. La amistad o la unión con él, con el supuestamente gran Aníbal, no parecía ser fuente de grandes premios: su hermano Asdrúbal había muerto y su esposa se había quedado sin ciudad y sin familia. ¿Qué les depararía el destino a Magón, su hermano pequeño, o a Maharbal, que tan lealmente le servía? Miró hacia arriba. El sol estaba en lo alto. Había ascendido en ángulo desde su derecha y bajaría por la izquierda. Si los romanos atacaban, nadie lo tendría de frente. Y no había viento ni se veían nubes que presagiaran lluvia. Era un buen día para una batalla. Bien, todo está en manos de aquel cónsul. Si entraban en combate lo más posible era que derrotaran a esas legiones. El problema vendría luego, si Craso y Metelo venían con rapidez. Aníbal exhaló algo de aire de golpe. Siempre podrían refugiarse en las ciudadelas de Locri y resistir. Era la única solución y pasaba por ensartar con su espada a un cónsul más. La caída de un cónsul, por otro lado, siempre motivaba a sus tropas. Era como un revulsivo. Les hacía sentir que eran superiores. Nadie antes había estado en un ejército que hubiera dado muerte a tantos cónsules de Roma, cuatro al menos si se contaba a Crispino, que murió no en el campo de batalla pero sí por las heridas sufridas contra aquel ejército, su ejército. Además, la muerte del joven Escipión sería un golpe de efecto contra la agotada moral de Roma. Sí, era tentadora la idea de Maharbal de atacar de todas formas, pero algo en su fuero interno le decía que era arriesgarlo todo. Era como dejarse llevar por una posible victoria en una batalla dejando de lado la posible victoria total en la guerra. Quizá debía dar más tiempo a Magón y a la rebelión gala que estaba azuzando su hermano pequeño en el norte, que ya había dado algunos jugosos frutos, como la muerte del hijo de Quinto Fabio Máximo.

Aníbal Barca meditaba bajo el sol de aquel verano. Tras él su poderoso ejército. Frente a él, Publio Cornelio Escipión, cónsul de Roma.


Había anochecido. El ejército romano mantenía sus posiciones. Publio, rodeado de todos sus oficiales, observaba cómo las tropas de Aníbal parecían replegarse para pasar la noche.

—Esta noche ya no atacarán —dijo el joven cónsul, y se llevó la mano al cuello. Hacía media hora que apenas se movía y llevaba varias horas en pie, aguardando, esperando la decisión de Aníbal.

—Seguramente dejarán centinelas toda la noche —continuó Lelio—. Habrán levantado tiendas y pasarán la noche junto a las hogueras. —Y señaló un poco más atrás de donde habían estado situados los cartagineses. Allí se vislumbraban pequeñas hogueras que iban creciendo en número y en tamaño.

—¿Qué hacemos nosotros? —preguntó Silano al cónsul. Publio tardó en responder. Ahora sentía cómo todos estaban algo más tranquilos. La llegada in extremis de los refuerzos de Lelio había apaciguado un poco los ánimos, pero en el fondo seguía percibiendo dudas entre sus hombres. Al menos, recurrían a él. Eso estaba bien. Sólo desde la lealtad podrían salir todos indemnes de aquella situación.

—Mantendremos un fuerte contingente aquí fuera, toda la noche —comenzó al fin el cónsul—. Que enciendan antorchas a lo largo de toda la formación. Quiero que Aníbal sepa que no vamos a retroceder. Que sean los velites de ambas legiones los que se encarguen de esta guardia nocturna. El resto de los hombres que se refugien en la ciudadela y que duerman bajo techo todos los que puedan. A medianoche, que los velites sean relevados por los principes y antes del alba, que éstos sean reemplazados por los hastati. Con el nuevo día saldremos todos de nuevo. Todos. Para luchar contra Aníbal.

Publio miró a sus tribunos y centuriones. Asintieron y se retiraron. A todos les parecía un buen plan. A todos menos a Lelio. Éste, recordando lo ocurrido en Baecula, donde le contradijo en público, esperó a que el resto se marchara y cuando se quedó a solas con Publio le hizo una pregunta.

—¿Por qué Aníbal mantiene a sus tropas al raso y no aprovecha la otra ciudadela para que sus hombres descansen?

Publio miró hacia las hogueras del improvisado campamento cartaginés. Luego se volvió hacia Lelio.

—No lo sé —dijo—. No lo sé... quizá quiera estar preparado por si lanzamos un ataque sorpresa, como hicimos esta mañana, pero no lo sé... —Y ambos se quedaron forzando sus ojos para intentar ver en la negrura de la noche aquello que sus mentes no acertaban a entender.

Las legiones malditas
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