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La justicia de Escipión

Cartago Nova, Hispania, verano del 206 a.C.

El amanecer trajo un rocío fresco. Los soldados amotinados dormían despreocupados. Albio y Atrio habían conseguido, a duras penas, que un pequeño grupo se contuviera en la bebida e hiciese guardia durante la noche en torno al improvisado campamento del foro.

—Es posible que el general haya querido debilitar nuestra determinación a la hora de reclamar lo que nos pertenece con esta comida —empezó Cayo Albio dirigiéndose a su compañero en el mando, Atrio, mientras éste se desperezaba aún medio dormido—, pero se equivoca si cree que con un poco de pan y vino vamos a ceder en nuestras reclamaciones. Esto es sólo una pequeña muestra de lo injusto que ha sido hasta ahora el reparto entre sus legiones y nosotros.

Cayo Atrio asintió mientras se rascaba un ojo. Albio continuaba hablando, como enardecido por las horas de espera mientras aguardaban la decisión final del general sobre sus peticiones. Estaba decidido a no aceptar más dilaciones.

—O el general empieza el reparto de las pagas esta misma mañana o tendrá problemas.

—Me parece bien —confirmó Atrio, y luego, mirando hacia el palacio, añadió—: el general y sus oficiales... salen ya.

En efecto, Publio Cornelio Escipión, escoltado por su guardia personal y en compañía de Lucio Marcio Septimio, Silano y Quinto Terebelio, salían del palacio y descendían por las escaleras del mismo en dirección al foro. En ese momento, los cuatro manípulos leales al general formaron con rapidez en cada una de las esquinas de la gran explanada. Una vez que Publio quedó frente a las tropas amotinadas, desde las cuatro esquinas, sus hombres hicieron sonar las tubas con fuerza, como si estuvieran en el campo de batalla. El estruendo de las trompas, con su juego de ecos entre las casas colindantes, resultó atronador y los soldados amotinados vieron interrumpido su descanso de forma abrupta. La mayoría desenvainó las espadas pensando que estaban siendo atacados, pero en cuanto se dieron cuenta de que eran sólo los pocos hombres que el general había distribuido en las esquinas del foro metiendo ruido, pronto pasaron del miedo a la irritación. Sin embargo, no tuvieron tiempo de quejarse, ni siquiera tuvieron sus jefes, Albio o Atrio, tiempo de decir nada, pues el general, desde los primeros peldaños de la escalinata del palacio, empezó a hablar.

—¡Soldados de Suero, pues no sé de qué otra forma dirigirme a vosotros, pues ni sois legionarios, ni ciudadanos de Roma ni enemigos! ¡No sois legionarios pues habéis roto todos vuestros juramentos al levantaros en armas contra vuestros mandos legítimos, ni sois ciudadanos de Roma pues habéis traicionado las leyes de esta ciudad, y no os puedo llamar enemigos porque sois mil veces peores que el peor de nuestros enemigos! ¡Pero basta ya, por todos los dioses, de palabrería! ¡Ya he tomado mi decisión con respecto a vuestras peticiones, Cayo Albio y Cayo Atrio! —añadió el general mirando fijamente a los dos líderes de la rebelión, confusos e irritados por el tono áspero del discurso del general, el cual, no obstante, continuó hablando—. Pero antes de avanzar más en la que será vuestra sentencia, Lucio Marcio os expondrá el actual estado de cosas.

Y con ello se separó de Marcio, al que dejó en la escalinata, y se sentó en la cathedra que su guardia nuevamente había traído consigo. Lucio Marcio observó la multitud en armas de los amotinados: ocho mil soldados dispuestos a todo, nerviosos, casi todos con resaca, muchos con las espadas en la mano, ávidos por acabar con aquellas negociaciones y dispuestos a tomarse la justicia por su mano y apoderarse si era necesario de aquella ciudad pasando por encima del general y sus hombres. Marcio nunca había tenido ante sí una muchedumbre armada de romanos tan hostil y peligrosa, pero las órdenes del general eran precisas y todo estaba saliendo según lo diseñado por Escipión. Comenzó su breve parlamento.

—Hace dos días, hombres de Suero, os cruzasteis con las legiones que marchaban hacia el norte para enfrentarse a la rebelión ibera de Indíbil y Mandonio. Lo que no sabéis es que esas legiones tenían la orden explícita del general de girar y volver sobre sus pasos una vez que al cruzarse con vuestra marcha hubierais quedado fuera de su campo de visión. De esta forma, Cayo Lelio, siguiendo las órdenes del general, os siguió durante un día, acampando a cincuenta estadios de la ciudad, mientras vosotros entrabais en Cartago Nova. Y esta madrugada, apenas hace una hora, mientras dormíais en el foro, las puertas de la ciudad han sido abiertas de par en par por los legionarios bajo el mando de Quinto Terebelio. Así las dos legiones comandadas por Cayo Lelio y leales a Publio Cornelio Escipión, único general cum imperio en Hispania, han accedido a la ciudad y esperado la señal de las tubas con la que os habéis despertado. En este mismo momento, más de quince mil hombres armados leales al general ascienden por las calles que dan acceso a esta explanada y, al tiempo que termino, estas tropas rodearán el foro, cerrando todos sus accesos y tomando los tejados de todas las construcciones que hay levantadas en torno al mismo. ¡Los dioses están con Roma y Roma en Hispania es Publio Cornelio Escipión! ¡Salve, general!

Y, como de forma mágica, las palabras finales de Marcio fueron subrayadas por el estruendo de miles de sandalias que se escuchaban desde todos los extremos del foro. Y desde cada esquina los soldados de los cuatro manípulos respondieron al grito de Marcio envalentonados por saberse ahora arropados por dos legiones de compañeros leales a su misma causa.

—¡Salve, el general! ¡Salve! ¡Salve!

A decenas primero y en un instante a centenares, entraban legionarios por todas partes, resueltos, perfectamente armados con sus hastas, pila y espadas, protegidos por escudos, cascos, corazas y grebas relucientes, frescos, decididos, hombres que habían dormido temprano, cenado ligero y desayunado bien, sobrios, fieles, en tensión de guerra, expertos en el combate cuerpo a cuerpo, conquistadores de ciudades, vencedores contra los cartagineses y los iberos, unidos a su general, obedientes a Roma. Por los tejados de las edificaciones contiguas al foro, asomaban arqueros preparados con sus saetas en los arcos, aguardando todos la orden de un único hombre, que, al pie de la escalinata del palacio, frente a las tropas amotinadas del centro del foro, sentado en la cathedra, se palpaba el pelo de su cabeza con parsimonia. Sólo el gesto serio del rostro dejaba entrever una intensa emoción de poder y desprecio entremezclados que se debatía en una lucha interna de inimaginables proporciones.

Publio Cornelio Escipión deja de acariciarse la cabeza. Su mano cae despacio hasta alcanzar la empuñadura de la espada, se levanta y se acerca lentamente hacia Cayo Albio y Cayo Atrio que, estupefactos, retroceden intentando difuminar sus cuerpos entre la multitud de amotinados. Entretanto, Cayo Lelio ha llegado hasta la posición de Marcio y consulta con él las órdenes que ha dejado Publio. Marcio le responde en voz baja sin dejar de mirar al general. Este último sigue caminando en busca de Albio y Atrio. Los oficiales rebeldes siguen retrocediendo, pero no alcanzan al grueso de sus tropas amotinadas, porque éstas, a su vez, se están replegando desde todos los puntos de la plaza, apiñándose en el centro de forma desordenada, cediendo así terreno a las legiones que van cerrando cada vez un cerco más estrecho sobre los hombres en rebeldía.

—¿Adonde vas, Cayo Albio? —dice el general al tiempo que desenvaina la espada y traza un arco en cielo girando trescientos sesenta grados con el arma, el mismo giro que le enseñara antaño su tío Cneo, el mismo gesto con el que indicaba a sus hombres que entraba en combate, un giro que, sin embargo, nunca antes había exhibido contra un romano. Albio se detiene. Está de espaldas a Publio porque busca por dónde adentrarse entre el mar de amotinados que ahora, preocupados por salvar sus propias vidas, se olvidan de él y lo dejan solo ante la ira del general. Cayo Albio se vuelve y, al ver a Publio Cornelio Escipión apenas a cinco pasos, blandiendo su espada, desenvaina su propia arma. Lelio, Marcio, Silano y Terebelio contemplan la escena desde la escalinata del palacio. Lelio lanza una rápida mirada a la guardia personal del general. El oficial al mando de los lictores, confuso, pues el general no ha indicado nada, interpreta con rapidez la mirada de Lelio y ordena a sus hombres que vayan en ayuda del general, pero no han empezado a aproximarse con sus espadas en ristre para defender al imperator cuando el propio general alza su mano indicando que se mantengan a distancia.

—¡Tranquilo, Albio! —La voz de Publio confirma a todos que aquel lance es algo personal—. ¡No necesito de mi guardia personal para hacer lo que tengo que hacer! ¡La escoria como tú no merece la atención de tantos hombres! Pero ¿por qué dudas ahora, Cayo Albio? Ayer por la tarde te mostraste muy decidido en tus demandas y también lo fuiste cuando obligaste a que mis oficiales comieran de la comida que os serví. ¿Crees acaso, infame miserable, que alguna vez contemplé otra posibilidad que no fuera la de ensartarte con mi espada? ¿Y creías acaso que me importa más resolver una sublevación ibera que un motín de mis tropas? Cayo Albio, eres aún más estúpido que vil. Traidor, corrupto, desertor de Roma. ¿Envenenarte con la comida? No, no, eso no saciaría para nada mis deseos. Tengo que verte atravesado por mi espada, y pronto, y luego iré a por todos y cada uno de los cabecillas de esta rebelión. ¡Uno a uno os voy a matar a todos, yo en persona! —Aquí el general eleva el tono de voz para que todos le oigan bien—. ¡Quiero que todos sepan lo que les ocurre a los que se amotinan estando bajo mi mando! ¡Quiero que lo sepan bien y quiero que lo cuenten, los que sobrevivan, si es que dejo que alguno sobreviva! ¡Venga, Albio, no retrocedas más, por Júpiter y todos los dioses, éste es tu momento de gloria! ¡Si alguna vez alguien te recuerda será porque te alzaste contra mí y ahora me ocuparé de que te recuerden por tu muerte y la de todos los que te siguieron!

Cayo Albio marca la distancia entre él y el general con el brazo estirado y la espada en el aire, algo temblorosa. Publio, por el contrario, habla con los brazos relajados, con el arma junto a su cuerpo, sereno pero en tensión, como un león al acecho, a punto de lanzarse sobre su presa. Albio mira nervioso a su alrededor pero nadie sale para ayudarle. Atrio se ha agrupado con el resto de los compañeros de rebelión y queda lejos igual que queda lejos el día de ayer, cuando los acontecimientos parecían desarrollarse a su favor. ¿Cómo ha cambiado todo en tan poco tiempo? ¿Las legiones dieron media vuelta y les siguieron? ¿Y la rebelión de los iberos? ¿Acaso eso no importa al general? ¿Quién es ese hombre que deja que los iberos se hagan con el norte de Hispania para concentrarse en atacarles? No tiene sentido, no tiene sentido, pero preocuparse ahora de todo eso no ayuda en nada. El general se acerca y lanza su espada contra la suya. Albio la detiene. Ambos luchan sin escudos, da un paso atrás, el general vuelve a atacar, esta vez por la derecha y Albio vuelve a parar el golpe pero acto seguido Escipión le está atacando por la izquierda. Demasiado rápido. Albio gira pero demasiado lento por una fracción de segundo. Un corte seco en la entrepierna izquierda hace que la sangre brote cálida. Le duele al pisar con su pie izquierdo, pero como experimentado triari sabe que no puede ni debe mirar su herida o en ese instante llegará el golpe fatal. Es un traidor, pero Albio sabe luchar. Aquel maldito general vuelve a atacar. Es tan rápido. Está por todas partes. Albio para un golpe que de nuevo viene por su izquierda y luego otro por la derecha y se prepara para uno más por la izquierda, pero Escipión ha cambiado de estrategia y repite dos golpes por el mismo flanco derecho. Un nuevo corte esta vez en su brazo derecho hace que su mano quede sin fuerzas y la espada cae al suelo. Está desarmado. El general se acerca.

—¡No puedes matar a un hombre herido y desarmado! —exclama Albio retorciéndose de dolor, medio encogido, retrocediendo, pero sabe que todo es en vano. Cierra los ojos. Percibe el olor de la sudorosa piel del general cuando éste se aproxima para hundir su espada en su pecho. Albio siente cómo el filo del arma le parte la carne, los músculos, el corazón. Cayo Albio inspira aire y se atraganta. No sabe con qué hasta que empieza a escupir sangre sobre el cuerpo de su verdugo. Siente cómo el general gira la espada en su interior mientras la saca despacio.

—Es cierto —le dice Publio Cornelio Escipión al oído—, no puedo matar a un hombre herido y desarmado, pero, querido Albio, tú... Albio, no eres un hombre, sólo eres un traidor; los hombres, Albio, honran sus juramentos. —Y Albio ve la espada salir de su cuerpo y con ella sus últimas fuerzas, un borbotón de sangre y la vida, la luz, la plaza, el grito de los amotinados, las voces de los oficiales del general, el olor de aquel hombre, todo se desvanece y cae derrumbado como había visto hacía años caer a los piratas de Iliria que, vencidos y presos, eran despeñados desde lo alto de la Roca Tarpeya en el mismo corazón de Roma.

Publio Cornelio Escipión giró ciento ochenta grados sobre los talones de sus sandalias. Fue un giro veloz, con la espada desenvainada, salpicando sangre fresca a su alrededor. A unos pasos encontró lo que buscaba. Cayo Atrio, el rostro pálido, sudorosa la frente, retrocediendo hacia sus hombres. El general le señaló con el dedo. Tras el gesto de Escipión los amotinados parecían encogerse dejando a Cayo Atrio solo en un círculo vacío de hombres. Atrio comprendió lo que venía. Pensó con rapidez. Desenvainó su espada.

—¡Un escudo! —gritó, dirigiéndose hasta los que no hacía más que unos minutos se decían sus hombres, pero nadie le lanzó el arma defensiva que solicitaba. El general tampoco llevaba escudo. Era un combate igualado. Para Lelio, Marcio, Silano y Terebelio, los lictores y el resto de los legionarios de las dos legiones leales, aquello era mucho más de lo que merecía aquel traidor.

Atrio no retrocedió más ni volvió a clamar por el escudo. Con el dorso de la mano libre se secó las gotas de sudor que se deslizaban por su frente coronada con un profundo entrecejo. Atrio caminó hacia el palacio.

Publio entendió el movimiento. Su oponente quería evitar combatir contra el sol. Publio sintió desazón en su alma. Eran buenos guerreros aquellos y, no obstante, debía matarlos a todos. A todos. Uno a uno. Exterminarlos para erradicar la rebelión y la indisciplina. No había otra solución. Dio varios pasos hacia Atrio. El oficial rebelde mantenía su espada en alto. Estaba en guardia. Era un oponente más cauto que Albio, más sagaz, más atento. El general contuvo la respiración y lanzó su ataque. Fue un avance fulgurante. Dos golpes secos que Atrio detuvo con la espada, un nuevo giro, esta vez completo, para atacar por el lado contrario que de nuevo Atrio detuvo. El general inhaló aire, retrocedió y dejó espacio entre él y su contrincante. Atrio avanzó despacio, pero estaba claro que dudaba en cómo lanzar su ataque. Publio decidió simplificar la toma de decisiones de Atrio. Raudo se abalanzó sobre el oficial rebelde y golpeó, al igual que había hecho antes, con su espada la espada de Atrio. Éste mantuvo tenso el brazo con el arma esperando un segundo golpe pero éste no llegó por arriba sino que el general, rodilla en tierra, pinchó en el muslo justo donde terminaba la greba protectora de Atrio. Éste gimió al sentir el filo penetrando en su piel. Se tambaleó, pero mantuvo la espada firme en su brazo para protegerse de una nueva acometida. Cerró, no obstante, un breve segundo los ojos para digerir el dolor de la herida abierta y cuando los abrió sintió el hierro frío del arma del general como una caricia extraña paseándose por la piel de su cuello. Atrio observó cómo el general se alejaba, dándole la espalda, como si buscara ya otro hombre al que enfrentarse, y no lo entendía. Se alzó y pensó en arrojarle su espada por la espalda. Podría herirle así y luego aproximarse rápido y rematarlo antes de que los lictores se acercaran para defenderle. Sí, eso debía hacer. Luego vendría una batalla campal. La espada pesaba tanto. Era extraño. Se sintió mareado. No veía bien. Fue a hablar. Escupió sangre. La espada. La oyó caer sobre el suelo. El general se alejaba sin mirarle. Se llevó las manos a la garganta. La sangre brotaba a raudales, desbocada, sin rumbo. Cayó de bruces. Su cuerpo convulsionó un par de veces y luego quedó quieto, inerte, inmóvil.

El general caminaba en busca de más cabecillas de la rebelión a los que matar. Necesitaba sangre. Uno a uno. Todos.

Lelio, desde la distancia, pensó en intervenir, pero Publio se había mostrado preciso y persistente en las instrucciones. No quería que nadie interviniese. ¿Cuántos hombres más debería matar antes de que la reciente enfermedad de la que apenas se había recuperado le hiciera entrar en razón? Lelio sacudió la cabeza. A su lado Marcio, Silano y Terebelio compartían en silencio su confusión.

Escipión apuñaló por la espalda con su espada a un oficial rebelde que huía. Eran alimañas. No importaba cómo matarlos. Sólo importaba acabar con todos. Pero aquello era demasiado lento, tedioso. Tenía sangre en la empuñadura del arma, entre los dedos, en las manos, en los brazos, por la coraza, en la frente, en sus sienes, por las piernas. Sangre de traidores a Roma, de traidores a su persona.

—¡Por todos los dioses! —clamó Publio Cornelio Escipión con todas las fuerzas de las que disponía después de haber matado ya a tres hombres—. ¡Coged a todos los cabecillas! ¡Apresadlos a todos!

Y el general se quedó quieto. A su alrededor, decenas de legionarios de las legiones leales se lanzaban sobre los treinta oficiales rebeldes supervivientes a sus ejecuciones en combate personal. Algunos intentaban esconderse entre la gran masa de soldados amotinados, pero éstos cada vez con más despecho empujaban a los que antes habían elegido como oficiales y los devolvían hacia los legionarios del general.

Publio Cornelio Escipión caminó despacio hacia la escalinata del palacio. Ascendió varios escalones y se detuvo en el centro, volviéndose hacia los amotinados. En las primeras filas había remolinos de hombres que luchaban. Unos a la caza de los cabecillas de aquella rebelión, éstos intentando escabullirse sin éxito entre la ingente maraña de rebeldes y estos últimos replegándose cada vez más.

—¡Miserables de Suero! —La voz de Publio Cornelio Escipión sobrecogió a todos. Era terrible, implacable y con un vibrar temible en cada palabra. Todos le escuchaban, amotinados y leales, legionarios y centuriones—. ¡Sois miseria! ¡Y estúpidos! ¡Por todos los dioses!, ¿habéis olvidado lo que ocurrió con la legión que se rebeló en Rhegium? ¿No lo recordáis? —Aquí Escipión se detuvo para dejar que la memoria de los rebeldes encendiera su terror—. Sí. Lo veo en vuestros ojos. Muchos empezáis a recordar. Se alzaron en armas y bajo el mando del tribuno Décimo Vibelio se mantuvieron diez años en rebeldía sin reconocer la autoridad de su patria, de Roma, a la que, como vosotros, debían obediencia absoluta por nacimiento y por juramento. Y esos hombres al menos no negociaron con los enemigos de Roma, no pactaron ni con Pirro, ni con los samnitas ni con nuestros enemigos de Lucania. Se atrincheraron en esa ciudad y pretendieron vivir allí para siempre. Un anhelo absurdo. ¿Dónde están ahora todos ellos, dónde?, os pregunto. —Un breve silencio y la cruda verdad a continuación—: ¡Muertos, todos muertos, apresados, juzgados y ejecutados uno a uno en el foro de Roma, la ciudad a la que osaron traicionar! ¡Nadie traiciona a Roma y vive para contarlo! Y yo os pregunto, traidores, ¿no es más terrible aún vuestro crimen cuando vosotros no sólo os rebelasteis contra la autoridad de Roma, sino que además habéis negociado y pactado con Indíbil y Mandonio, nuestros enemigos en tierra enemiga? ¿O creéis que no sé de las negociaciones de Albio y Atrio con ellos? Veo que algunos me miráis extrañados. ¿Es que Albio y Atrio no compartían con vosotros la profundidad de su traición a Roma? Me da igual que lo supierais o no, me da igual todo, todo salvo castigar la rebelión con la muerte, pues, ¿qué otra sentencia sería justa ante tales crímenes? ¡Dioses, decidme qué debo hacer! ¿Qué debo hacer?

Publio alzó los brazos en alto, con su espada desenvainada apuntando al cielo. La sangre de los cabecillas atravesados por su arma recorría su piel como si se hubiera bañado en sangre de sacrificios. Para los legionarios leales de sus legiones aquél era un hombre ungido por los mismos dioses. Para los amotinados era la peor de sus pesadillas.

Pasados unos segundos, dos esclavos, por orden de Lelio, le trajeron una pequeña sella, una bacinilla con agua y una toalla. El general aceptó la sella y se sentó, dejando caer el peso de su cuerpo agotado, pero declinó usar el agua y la toalla. Lelio y Marcio se acercaron. Fue Lelio el que le informó.

—Todos los líderes de la rebelión están en nuestras manos. ¿Qué hacemos?

—¿Cuántos... cuántos son?

Lelio miró a Marcio y Silano. Marcio preguntó a Terebelio, que acababa de llegar, algo sudoroso pues él mismo había atrapado personalmente a más de uno de los oficiales rebeldes. Terebelio dio una cifra.

—Treinta, mi general. Treinta miserables.

—Que los maten a todos —sentenció Publio sin dudarlo un instante—; crucificadlos.

Terebelio iba a partir para cumplir las órdenes recibidas cuando el general continuó:

—Pero crucificadlos en el suelo, con clavos. Quiero oír cómo quebráis sus huesos al clavarlos a la tierra y quiero que sufran.

Terebelio asintió y se deslizó veloz hacia donde sus legionarios tenían presos a los condenados.

Lelio observaba al joven general. Respiraba entrecortadamente. No estaba plenamente recuperado. Combatir contra aquellos rebeldes no había sido una buena idea, o quizá sí. Los amotinados estaban aterrorizados y cuando empezase el suplicio del resto de los cabecillas aún lo estarían más y con razón. Parecía que el general no guardaba más que odio y rencor para cada uno de ellos. Rencor merecido, pero Lelio estaba nervioso. Nunca había visto tanta violencia reflejada en la faz de Publio. En otro tiempo habría intervenido. Era mejor rendir las tropas rebeldes y luego, con más sosiego, decidir qué hacer. Publio parecía, contrario a su costumbre, obrar a impulsos. Los aullidos de los primeros crucificados irrumpieron en su mente. Lelio se giró hacia los amotinados. A veinte pasos de donde se encontraban estaban clavando a varios rebeldes en el suelo. Pataleaban como cobardes que eran. Algunos rogaban increpando o maldiciendo a los dioses.

—¿Qué vamos a hacer con el resto? —preguntó Marcio mirando al general—. Son más de ocho mil hombres.

—Más de ocho mil. Sí. Son muchos. —Publio respondía así, mirando al suelo.

Marcio dudó antes de preguntar de nuevo, pero al fin se decidió.

—¿A todos? ¿Los matamos a todos?

El silencio en el cónclave de altos mandos se veía sazonado por los alaridos de los crucificados. Terebelio retornó y volvió a informar.

—Todos han sido crucificados. El sol y el hambre harán el resto. Agonizarán durante días. —Terebelio parecía satisfecho.

—Que los decapiten —contestó Publio todavía mirando al suelo—. Necesito silencio... para pensar.

—¿Decapitarlos? —Terebelio parecía contrariado.

Lelio intervino con rapidez.

—¡Todos decapitados, ya, Quinto! ¡El general no quiere escuchar más aullidos! ¡Esos perros tienen hoy su día de suerte!

Terebelio se llevó el puño firmemente cerrado al pecho y partió para cumplir las órdenes. Con él se llevó a dos de los lictores armados con hachas. Los dos guardianes del general, convertidos en verdugos, fueron de crucificado a crucificado dejando caer sus pesadas hachas sobre los cuellos desnudos de aquellos infelices. Hasta treinta veces se escuchó el chasquido inequívoco de un cuello seccionado por el poderoso filo de las hachas. El silencio se propagó por el foro manso, mientras la sangre de los recién decapitados regaba la tierra de Cartago Nova.

—Ocho mil hombres y muchos buenos guerreros, otros no, pero muchos podrían ayudarnos. —Publio parecía no escuchar a nadie, hablaba solo—. Necesitamos a esos hombres para atacar a Indíbil y los suyos y, sin embargo, debemos matarlos.

Silano aventuró una posible solución.

—Podríamos diezmarlos.

Publio alzó la mirada.

—¿Diezmarlos? —Miró entonces a Lelio—. Tú tienes más experiencia. ¿Qué te parece la idea de Silano?

Lelio se sintió sobrecogido. Era la primera vez, desde Baecula, que Publio preguntaba por su parecer. Quizá la enfermedad hubiera borrado parte de la distancia que los había separado en los últimos años.

—Diezmarlos. Es una buena idea —concluyó Lelio.

—Supongo que así es —aceptó Publio—. Necesitamos hombres. Incluso estos miserables nos pueden ser útiles para acabar con la rebelión de Indíbil y Mandonio. —A medida que hablaba, Publio parecía convencerse de la idea—. Diezmadlos y los que sobrevivan los usaremos de primera línea de combate. Así, los que tengan valor, redimirán su crimen... al menos, en parte.

Lelio, Silano y Marcio asintieron.

—Estoy agotado —continuó Publio, y se levantó despacio—. Que me traigan agua al palacio. Voy a descansar. Terminad con las ejecuciones lo antes posible. Mañana partiremos al alba, dirección norte, a Tarraco y allí decidiremos qué hacer con los iberos. Ya nos hemos retrasado bastante.

Y el general ascendió pesadamente las escaleras que le restaban flanqueado por los lictores de su guardia personal. Lelio, Marcio y Silano se miraron.

—Creo que te corresponde a ti dirigirte a los hombres —dijo Marcio mirando a Lelio.

—De acuerdo —respondió Lelio; se puso firme, carraspeó y escupió en los escalones, y desde allí mismo pronunció la sentencia, una sentencia que nunca jamás pensó que pronunciaría en su vida, una sentencia con la que condenaba a ochocientos hombres, uno de cada diez de los rebeldes, a morir ejecutados en las próximas horas—. ¡Traidores de Suero, el general Publio Cornelio Escipión, en una muestra de magnanimidad fuera de lo común, ha decidido que vuestro destacamento va a ser diezmado! —Lelio observó cómo muchos de los rebeldes suspiraban y cómo otros, más precavidos, mantenían la respiración pues aún no se había indicado quién iba a ser ejecutado y quién no—. ¡Para ello pasaréis a formar ahora mismo según vuestros manípulos! Una vez formados os numeraremos y uno de cada diez, a partir del punto en el que empecemos a contar, será ejecutado sin misericordia. Si alguien intenta cambiar de posición una vez que empecemos la cuenta, será ejecutado también. Los demás, los que sobreviváis aun sin merecerlo, me seguiréis para integraros en la fuerza de castigo que partirá mañana hacia el norte para enfrentarnos con los iberos. ¡Y dad gracias a los dioses por vuestra suerte!

Desde su habitación, Publio escuchaba los alaridos de los hombres a los que la Fortuna había abandonado durante el mortal sorteo, los soldados que debían ser diezmados; unos eran gritos de terror que se mezclaban con las súplicas infructuosas de otros. Así, lento y doloroso, fue pasando el resto de la mañana, del mediodía y de la tarde. El sol del anochecer acarició la tierra con los últimos rayos acompañando las ejecuciones finales de aquella sangrienta jornada. Publio no recibió a nadie en aquellas horas. Permaneció encerrado en su habitación. Se sentó primero en un solium, el mismo que usara Netikerty cuando le veló en su larga enfermedad, luego en el triclinium y finalmente en su lecho. Allí, se acurrucó como un niño, abrazando sus rodillas con sus manos y, sin que nadie lo viera, lloró en sollozos silenciosos pero convulsos. Estaba aturdido y cansado. Aquel castigo ejemplar era necesario, se decía, pero el gemido de ochocientas gargantas romanas seccionadas martilleaba en su ser como si estuviera preso en la mismísima fragua de Vulcano. Así, agitado y con remordimientos y dudas, su mente se adentró en un tortuoso sueño que le hizo moverse de un lado a otro de la cama durante varias horas, hasta que ya entrada la madrugada, de alguna forma, su alma encontró cierto sosiego, una paz endeble pero que su cuerpo recibió con ansia.

Publio Cornelio Escipión nunca más volvió a sufrir un motín.

Las legiones malditas
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