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Las maniobras de Catón

Roma, verano del 202 a.C.

Marco Porcio Catón era un hombre con un objetivo definido: cumplir la promesa que hiciera a Fabio Máximo en el último aliento de vida del que fuera cinco veces cónsul de Roma. Catón no era magistrado, ni lo había sido nunca, pero tras la muerte de Quinto, el hijo de Fabio Máximo, todos los seguidores del fallecido princeps senatus reconocían en la persona de Catón el que debía ser su nuevo líder. Era un liderazgo que estaba sujeto a las acciones del joven senador, pero la decisión con la que el propio Catón asumió la inconmensurable tarea de suceder al viejo Máximo satisfizo a sus seguidores y sorprendió a los Escipiones y los Emilio-Paulos en el Senado. Con el nuevo año se eligieron nuevos cónsules y se prorrogó el mando de los diferentes procónsules y pretores. Catón no intentó relevar del mando en África a Publio Cornelio Escipión porque era del todo imposible: el pueblo le aclamaba, pues de África no dejaban de llegar buenas noticias, una tras otra. Sífax había sido apresado y hasta exhibido por las calles de Roma, pues el joven procónsul no había escatimado medios para hacer llegar a su gran trofeo, el ahora esclavizado antiguo rey de Numidia, y pasearlo por las calles de Roma. Decenas de ciudades de África se rendían al joven general romano y hasta la mismísima Útica, que había resistido un asedio interminable, había cedido al hambre y la desesperación y había abierto sus puertas de par en par. Escipión, además, había obligado a los cartagineses a aceptar una tregua en unas condiciones humillantes: Cartago debía entregar todos los prisioneros de guerra y retirar las tropas de Magón del norte de Italia y las de Aníbal del sur; debían reconocer el dominio romano sobre Hispania y sobre todas las islas entre Italia y África y entregar toda la flota, con la excepción de veinte trirremes que conservarían para la defensa de sus costas; los púnicos debían aceptar a Masinisa como nuevo rey de Numidia y proporcionar 300.000 modios de cebada y 500.000 modios de trigo para las legiones V y VI, que luego se distribuirían hacia Sicilia y Roma; y no sólo eso, sino que además Cartago debía entregar 5.000 talentos de plata y aceptar la independencia de las tribus libias y de la cirenaica. Y lo sorprendente para Catón, al menos en un principio, es que el Senado cartaginés había aceptado. Luego, los acontecimientos hicieron ver al joven sucesor de Fabio Máximo la estrategia del Senado púnico: al cabo de unos meses, cuando un convoy de doscientos barcos mercantes romanos fue sorprendido por una tempestad, embarrancó en las proximidades de Cartago, y los cartagineses, en lugar de obedecer las instrucciones de Escipión de no entorpecer las tareas de rescate y recuperación de las mercancías de esa flota, hicieron caso omiso y permitieron que Giscón usara todas las trirremes cartaginesas para saquear a tantos barcos como pudieron. Escipión entró en cólera, pero ya era tarde. Catón sonreía mientras caminaba por el foro de regreso de la última sesión en la que había liderado una maniobra magistral. Era tarde para Escipión porque los cartagineses ya se habían reabastecido con las provisiones que debían haber aprovisionado a las legiones V y VI y, por otro lado, aún no habían satisfecho el resto de las condiciones de la tregua, pues apenas habían proporcionado trigo, cebada o dinero y muchísimo menos entregado sus barcos. Todo lo contrario. El Senado de Cartago había distribuido su flota en tres grupos: una flotilla que permanecía en Cartago, mientras que otros barcos iban a retirar las tropas del ya muerto Magón de Cerdeña y a las mismísimas tropas de Aníbal. En eso sí iban a cumplir las condiciones dictadas por Escipión, pero no como fieles vasallos sometidos a un general victorioso, sino como una maniobra de reabastecimiento y reagrupamiento de todos sus recursos y tropas para lanzar un nuevo y mortífero ataque contra las legiones V y VI, un ataque que en esta ocasión no lideraría el mediocre Giscón ni ningún reyezuelo númida tan vanidoso como incapaz, sino que el reagrupamiento de los ejércitos de Magón, Aníbal y Giscón sería encabezado por el mismísimo Aníbal Barca. De todo esto y de mucho más se había hablado en el Senado. Pasado el senaculum, dejando el Comitium, al entrar en el foro, Catón fue junto al carro que le esperaba para llevarlo a la mansión del anciano Máximo, villa que utilizaba de refugio para meditar y consultar también los papeles y documentos de Máximo, una insondable sima de conocimiento y, sobre todo, información. Pero Catón desestimó subir al carro y, rodeado por sus guardias, decidió caminar un poco por el foro, un foro que sabía adoraba a Escipión de la misma forma que le temía a él. No era una sensación que le disgustara. El miedo infundía tanto o más respeto que la admiración.

Con el nuevo año se habían elegido dos nuevos cónsules: M. Servilio Puplex Gemino y Tiberio Claudio Nerón. Catón había entendido bien el mensaje final de Máximo: si Escipión derrotaba a Aníbal ya nada le detendría de ser reelegido una y otra vez cónsul, hasta convertirse en magistrado vitalicio de Roma, un dictador permanente. Eso supondría el final del Estado romano tal y como estaba constituido en la República y eso era algo que debía evitarse a toda costa, pues, indefectiblemente, conduciría al final de Roma. Por ello, Catón, arropado por todos los viejos senadores seguidores de Máximo, acababa de conseguir que se aprobara una moción por la cual se nombraba a Tiberio Claudio Nerón con el mismo rango de mando sobre las tropas de África que el procónsul Escipión, a la vez que se proporcionaba a Tiberio Claudio dos legiones y cincuenta barcos con los que partir hacia África. De esta forma, si se conseguía una victoria definitiva sobre Aníbal y Cartago, la gloria quedaría repartida y Escipión no podría presentarse ante el pueblo como el único gran salvador de Roma. Los Emilio-Paulos y también los Escipiones, encabezados por Emilio Paulo, el hermano de Emilia y por el propio Lucio, el hermano de Escipión, intentaron que la moción no se aprobara, al menos no en esos términos. Aceptaban, como era de esperar, que se enviaran refuerzos, pues, en el fondo, todos temían que la conjunción de los antiguos ejércitos de Magón y Giscón junto con el refuerzo de los veteranos de Aníbal, liderados todos por el propio Aníbal, pudiera conducir a la derrota de las legiones V y VI pero, hasta el último momento lucharon encarnizadamente en una maratoniana sesión del Senado, para evitar que a Tiberio Claudio se le concediera el mismo rango militar en África que a Escipión. Sin embargo, Catón, con un verbo ágil y unos razonamientos agudos, infundió el temor a una derrota descomunal, lo que pesó, en particular, en el ánimo de los senadores más influenciables en los que despertó el miedo de dejar todo el ejército en manos de un general aún demasiado joven, pese a sus victorias. La votación fue muy ajustada, pero la propuesta de Catón prevaleció y en el puerto de Ostia ya se cargaban los navíos de guerra que Tiberio Claudio debía comandar para acudir al encuentro de su colega en el mando en la guerra de África.

Catón se encontró, casi sin darse cuenta, frente al templo de Vesta y pensó que era un buen momento para un sacrificio. Mientras entraba pensó que siempre existía la grata posibilidad de que Aníbal pusiera las cosas en su sitio y masacrara a las legiones V y VI y a los refuerzos que se enviaban ahora. Eso simplificaría mucho las cosas. Y, bueno, Tiberio Claudio, después de todo, era —a Catón le costó unos segundos encontrar el término adecuado—, prescindible.

Las legiones malditas
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