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El respeto de los procónsules

Útica, primeros días de diciembre del 202 a.C.

En el puerto de la conquistada Útica, Publio y Lelio supervisaban las maniobras de atraque de una nueva flota de refuerzos y suministros, mientras que mentalmente repasaban la situación en la que se encontraban. Ante aquella vasta concentración de legiones, Cartago debería ceder pronto ya a todas las peticiones de Roma: devolver los barcos apresados durante la tregua, proporcionar trigo a las tropas romanas en África para los próximos tres meses, entregar toda su flota, excepto diez trirremes que conservaría para tareas defensivas únicamente, liberar a todos los prisioneros de guerra y entregar a los desertores romanos para ser ajusticiados según las leyes de Roma; reconocer a Masinisa como legítimo y único rey de toda Numidia, quedando todas las ciudades y territorios de aquel país bajo su gobierno, pagar 10.000 talentos eubocios a plazos a lo largo de los próximos cincuenta años, y presentar ante él mismo cien rehenes cartagineses que actuarían como garantía del cumplimiento de Cartago de todas aquellas cláusulas de paz. Eran unas condiciones durísimas, implacables, que inutilizaban al Senado de Cartago para poder decidir en ningún asunto más allá de sus murallas y que dejaban de hecho sus posesiones en África a merced de la codicia y ambición sin límites del recién instaurado rey de toda Numidia, Masinisa.

—¿Crees que lo aceptarán todo? ¿Tal cual? —preguntó Cayo Lelio, como si leyera los pensamientos del procónsul.

Publio afirmó con la cabeza.

—Lo harán, Lelio, lo aceptarán todo. No tienen ejército y su mejor general, Aníbal, dicen que se ha refugiado en su casa y que se niega a recibir a nadie. Parece que da la espalda al Senado púnico porque considera que los actuales gobernantes de la ciudad no le apoyaron en el pasado.

—¿Y tiene razón?

—Es muy posible, para nuestra fortuna, Lelio, es muy posible que así haya sido. Pero eso ya es el pasado. Yo miro al futuro.

—Un gran triunfo en Roma.

—Sí, eso también, pero más allá. —Publio continuaba hablando mientras miraba al mar—. Paz y descanso. Primero, tierras de labor para los veteranos de la V y la VI.

—El Senado te las concederá sin ninguna duda. Los dioses saben que esos hombres se las han ganado.

—En eso confío —confirmó Publio, su mirada siempre fija en el horizonte del mar—. Y luego, paz y descanso, Lelio. Creo que a Roma ya le ha llegado el turno de disfrutar de la paz, de cerrar de una vez las puertas del templo de Jano. Llevamos dieciséis años de guerra ininterrumpida. Eso es insostenible. Con Cartago derrotado, los galos se replegarán al norte y no se atreverán a atacarnos en mucho tiempo y lo mismo Filipo en Macedonia. Roma no tiene ahora ya enemigos de importancia. Podremos descansar todos un poco. ¿No te apetece descansar, Lelio? —preguntó el joven procónsul de Roma y miró hacia su oficial. Encontró a Lelio mirando hacia su izquierda, justo allí donde su esclava Netikerty aguardaba escoltada por dos legionarios. Publio cambió de tema y dirigió sus palabras hacia los pensamientos de su amigo—. ¿Has decidido hacer ya todo lo que te sugerí...? Sobre esa muchacha, me refiero.

—Sí —dijo Lelio con cierto tono vibrante en su voz—. Ya está todo dispuesto.

—Es lo mejor.

—Sí.

—¿Aún te duele su traición, Lelio?

—Sí.

—Pudo ser mucho mayor, Lelio. En conjunto, si lo piensas con frialdad, nos ha prestado servicios muy valiosos.

—Aun así me traicionó. Y no puedo pensar en Netikerty con la cabeza fría. No puedo. Me traicionó.

—Hasta cierto punto... en cualquier caso, éste es un debate sin sentido. Lo mejor es hacer lo que hemos dispuesto.

—Sí —confirmó Lelio, y se separó de Publio tras saludarle con una inclinación de cabeza.

Publio lo vio distanciarse, camino adonde la joven esclava esperaba las palabras de su amo, que debía anunciarle su destino. La mirada del procónsul se cruzó entonces con los hombres que se acercaban hacia él y que, a su vez, se cruzaron con Lelio, ante el que se detuvieron un instante, saludaron y reemprendieron su marcha hacia el procónsul. No eran unos oficiales sin más, sino otros dos procónsules, Lucio Cornelio Léntulo, de la misma gens Cornelia que el propio Publio, muestra del ascendente poder de sus allegados en Roma, y Cneo Octavio, un joven procónsul que ya fuera pretor hacía unos años. Léntulo tenía asignado el mando de la flota que Roma acababa de enviar a África con provisiones y suministros para proporcionar a las legiones de Escipión —ya nadie se refería a ellas como las «legiones malditas» —todo lo necesario para la perfecta conclusión de sus, a la vista de todos ya, gloriosas campañas de África. Cneo Octavio, por su parte, tenía el mando de las tropas de refuerzo que debían complementar a las legiones V y VI.

Eran procónsules. Tenían derecho a desplazarse siempre rodeados por sus lictores preceptivos cada uno y, sin embargo... Publio los observó avanzando hacia él y su escolta, pero solos, acompañados tan sólo por cuatro legionarios. Levantó la vista y más atrás vio a los lictores de aquellos procónsules aguardando en medio de los muelles. Los recién llegados promagistrados se acercaban al procónsul de África dejando a sus lictores atrás en señal de reconocimiento y respeto hacia la superioridad incuestionable mostrada por el que todos ya llamaban Publio Cornelio Escipión, Africanus. Publio, durante la conversación con Lelio, se había sentado sobre unos sacos de sal acumulados junto a los barcos que debían zarpar hacia Cartago para empezar el asedio final, pero, impresionado por el gesto de sus colegas, se levantó para recibirlos en pie.

—Te saludo, Publio Cornelio Escipión —dijo Léntulo deteniéndose ante él.

—Te saludo, procónsul, que los dioses te guarden por muchos años —añadió Cneo Octavio.

Publio asintió con la cabeza, sin decir nada más durante unos segundos. Luego se sentó de nuevo sobre los sacos.

—Os saludo a los dos. Espero que hayáis tenido buena mar y que Neptuno haya sido amable durante vuestro viaje. Por favor, disculpad mi informalidad al sentarme, pero estoy... estoy un poco cansado y tengo una herida en este muslo —dijo llevándose la mano a la pierna donde la espada de Aníbal había rasgado su piel y sus músculos— que no deja de dolerme miserablemente.

—El procónsul está herido y debe descansar —añadió Léntulo, y Cneo Octavio asintió. Ambos sabían quién era el autor de esa herida. Era un corte del que un procónsul de Roma podía hablar con orgullo. Publio volvió su mirada al mar. Fue Octavio el que se decidió entonces a hablar.

—¿Cómo crees que debemos conducir el ataque a Cartago, Publio Cornelio?

Nuevos procónsules, y, sin embargo, en lugar de vanidad, Publio encontraba en ellos respeto, con las mismas miradas de admiración que sus propios legionarios de la V y la VI le dedicaban, sólo que estos que le hablaban no eran simples soldados, sino procónsules de Roma, hombres a su nivel y ambos de mayor edad, y, no obstante, los dos se desvivían por mostrarse cordiales y hacer patente que reconocían su mando. Ése fue el momento en el que Publio empezó a ser consciente de lo que había conseguido. No es que hubiera derrotado al mayor de los enemigos de Roma, es que estaba dando término a la guerra más cruenta y peligrosa en la que nunca antes había luchado su ciudad, y más aún: lo había hecho con tropas despreciadas por todos, en territorio enemigo, contra cartagineses y todos sus aliados y contra ochenta elefantes. Todo ello magnificaba aún más aquella tremenda hazaña. A los ojos de millares, decenas de miles, centenares de miles de romanos, él era mucho más que un procónsul, y entre esos admiradores no sólo estaba el pueblo, sino senadores y otros magistrados, como aquellos dos procónsules que aguardaban su consejo para saber la forma más apropiada, a su juicio, para conducir el desenlace de aquella campaña.

—Pienso que lo mejor —empezó Publio— será que Léntulo y yo llevemos la flota de Útica a Cartago y que tú, Octavio, avances por tierra con las legiones. Mi herida no me permite marchar al frente de esos hombres. Lelio regresará a Roma con el botín expoliado a los cartagineses en estos años. Eso es lo que yo haría.

—Sea —dijo Léntulo, llevándose el puño al pecho como quien acaba de recibir una orden, y Octavio una vez más asintió sin manifestar duda alguna. Publio se levantó y puso su mano derecha en el hombro de Octavio.

—Te dejo unas buenas legiones. Cuídalas —le dijo.

—Son buenas legiones. A toda Roma le consta el valor de la V y la VI.

—Bien —concluyó Publio—. Eso está bien. Ahora debo marcharme a poner en orden unas cuestiones de intendencia con uno de los quaestores. Quizás, Octavio, quieras acompañarme.

—Sería un honor, procónsul —respondió el aludido sin ocultar su interés.

—Por los dioses, pues vamos allá, y dejaremos a Léntulo que supervise la preparación de la flota —apostilló Publio, dirigiéndose a Léntulo, que afirmó con la cabeza un par de veces.

Octavio y Publio se pusieron en marcha. El primero, admirado por la cordialidad de aquel procónsul herido que era ya casi una leyenda y el segundo, cojeando levemente, pensando en que pronto Cartago cedería a todas las condiciones impuestas por Roma, pensando en que eso traería la paz a su vida, la paz a Roma, la paz al mundo entero. Publio pensó en qué hermoso podría ser ya vivir en sosiego con su mujer y sus hijos, con la seguridad de saber que ya nunca el tan temido Aníbal, nunca jamás, podría estar en situación de poner en peligro la vida de su joven hijo, pues la guerra contra Aníbal había terminado antes de que el muchacho tuviera edad de empuñar un arma. Publio había dado forma al sueño de su padre y de su tío, había cumplido la promesa a su madre de terminar aquella guerra y había conseguido regresar a Roma para poder decir a Emilia, su amada esposa, que no debía padecer ya por la seguridad del joven Publio. Eso era lo más importante de todo. Había visto morir a su padre y a su tío, y su esposa también había visto caer a su padre, de quien traía de regreso, al menos, su anillo consular. Un pequeño consuelo en medio de toda aquella tempestad, pero un principio sobre el que edificar una vida feliz.

Lo único que le preocupaba era un nuevo sueño que había tenido la noche anterior, un sueño que había sustituido al de los elefantes. Era como un nuevo presagio. En ese sueño Publio había visto lo peor que un ser humano puede ver en su vida: la muerte de un hijo, de su hijo. Era un misterioso presentimiento que en aquellos momentos resultaba absurdo y sinsentido, en especial tras la completa y absoluta derrota de Aníbal, por eso Publio lo apartó de su mente, decidió no darle mayor importancia y se refugió, una vez más, en sus ansias de descanso y paz. Sólo quería regresar a casa.

Las legiones malditas
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