58
El templo de Proserpina

Locri, finales del verano del 205 a.C.

Entre las sombras de las casas un hombre caminaba embozado en una túnica oscura. Sus sandalias desgastadas le delataban como un legionario, pero era difícil saber si se trataba de un soldado de la V, la VI o del destacamento del pretor Pleminio. El legionario escuchó las pisadas firmes de una de las patrullas nocturnas que custodiaban el templo de Proserpina. Allí era más frecuente su paso para disuadir a las mentes codiciosas de intentar un robo sacrílego que levantara los ánimos de los locrenses contra las tropas romanas que habían reconquistado la ciudad. Pero la avaricia, el ansia de riqueza conseguida sin apenas esfuerzo y la posibilidad de desertar de un ejército en permanente guerra eran sentimientos demasiado poderosos para apaciguarlos con tan sólo unas patrullas nocturnas. Los triunviros de Locri se desvanecieron tras el ruido de sus pisadas y la plaza que daba acceso al gran templo jónico quedó desierta. El soldado, ocultando su rostro tras la túnica negra que vestía, cruzó en una corta pero intensa carrera aquel espacio abierto donde apenas hacía una horas se habían sacrificado diez bueyes en honor a los dioses de Roma y a la diosa Proserpina. Aún había sangre de los animales muertos esparcida por la arena de la plaza. El soldado llegó junto a las gigantescas columnas del templo. Las pisadas de los vigilantes triunviros regresaban. Iba a esconderse entre las columnas, pero pensó en abreviar y entró en el templo... a fin de cuentas, Helios, el dios del sol que todo lo ve, estaba durmiendo. Se olvidó, claro, de que la diosa del reino de los muertos no descansa.

El interior del templo parecía desnudo, sólo había una fuente de luz pálida: la del fuego del altar. El soldado se acercó despacio. Le pareció extraño que los habitantes de aquella ciudad, después de levantar un templo tan enorme, apenas iluminaran su interior. El legionario avanzó despacio. Sus pesadas sandalias militares chocaban contra la piedra del suelo y cada paso reverberaba por todo el templo. Se detuvo. No parecía haber nadie. Se aproximó hasta llegar a la llama que ardía de forma perenne en aquel lugar sagrado. Fue allí donde la vio: una copa dorada, con pequeños rubíes rojos incrustados en el oro. Era preciosa. ¿La utilizarían los sacerdotes para escanciar la sangre de los animales sacrificados o para ofrecer vino a los dioses? Aquello no le importaba. La copa sí. Miró a su alrededor. Aquellas columnas, aquellas paredes debían de esconder aún muchos más tesoros, pero éste era el que estaba a su alcance. Rodeó el pedestal sobre el que ardía la llama y se acercó a coger la copa. Entonces vio una sombra unos pasos más hacia el fondo del templo. Se asustó, pero enseguida comprendió que su miedo era innecesario. Se trataba sólo de una estatua de Proserpina, la diosa. La reina del Hades, la diosa de la fertilidad también. Curiosa mezcla. Se sonrió. La estatua parecía mirarle. El soldado estiró el brazo lentamente, hasta que las yemas de los dedos tocaron el metal dorado de la copa. La tomó en su mano. La estatua permanecía inerte. Tan muerta como los muertos sobre los que se supone que gobiernas, pensó el legionario. Aún sonriendo se dio media vuelta para marcharse con su trofeo cuando una voz grave proveniente de una sombra oscura al otro lado del pedestal le sobrecogió.

—¡Alto ahí! ¡No puedes entrar aquí! ¡No puedes llevarte esa co...!

Pero el sacerdote no pudo terminar sus palabras. El legionario extraía ya la espada de su cuerpo sagrado retorciéndola y la sangre del inoportuno vigilante del templo se escanció sobre la piedra del pedestal y del suelo. El sacerdote murió con sus ojos abiertos pronunciando palabras incomprensibles mientras dirigía su última mirada a la estatua de Proserpina. El legionario no se quedó para ver qué pasaba, sino que salió corriendo del templo. Estaba nervioso, y su huida, mal planificada, le hizo salir de entre las columnas del templo sin asegurarse de que no pasaba ninguna patrulla y, como un estúpido, su cuerpo fue a dar de bruces con los triunviros que cruzaban la plaza. Se detuvo y miró hacia dónde correr. Para entonces ya era tarde. Varias sacerdotisas salían del templo gritando y las voces de aquellas mujeres despertaron a todos los que residían en torno a la gran plaza frente al templo de Proserpina. En un minuto, decenas, centenares de ciudadanos encolerizados rodeaban a los triunviros que custodiaban al ladrón y a su botín en espera de instrucciones. Los triunviros eran hombres de la VI y habían mandado un mensajero a Publio Macieno y Sergio Marco. Macieno fue el primero en llegar. Protegido por un centenar de legionarios, se abrió paso entre la multitud. Unos y otros habían encendido antorchas y las sombras temblorosas de todos cuantos poblaban la plaza se agitaban como fantasmas nocturnos, corno si las almas del reino del Hades estuvieran emergiendo desde el infierno.

El ladrón era un legionario de Pleminio, de la guarnición de Rhegium acantonada ahora allí en Locri. Por eso Publio Macieno no lo dudó al llegar y ver lo ocurrido. Antes de que el hombre pudiera decir nada en su defensa, lo atravesó con su espada con la misma frialdad con la que aquél acababa de matar al sacerdote del templo. Aquella ejecución rápida pareció sosegar los ánimos de los ciudadanos, pero todos estaban expectantes por lo que fuera a ocurrir con la copa sagrada del templo. Publio Macieno la tomó en sus manos y la contempló con admiración. Aquél era, sin lugar a dudas, el mejor botín que nunca hubiera estado entre sus dedos. ¿Por qué devolverlo ahora al templo, lejos de su alcance? En esas meditaciones estaba Macieno cuando llegó Pleminio con varios manípulos de Rhegium, unos ochenta hombres.

—¿Qué ha ocurrido aquí? —preguntó con furia, viendo cómo uno de sus hombres se desangraba rodeado por los legionarios de Macieno. Este último no dudó en responder con igual vehemencia.

—Ese imbécil estaba robando en el templo. Le hemos ejecutado.

—¿Has ejecutado a uno de mis hombres sin tan siquiera consultarme? —Pleminio parecía fuera de sí. Él era pretor, por lo tanto la autoridad máxima en la ciudad—. ¡Soy yo el que gobierna en esta ciudad!

Publio Macieno se hizo hacia atrás. Estaba ponderando la situación cuando Sergio Marco llegó a la plaza con refuerzos: otros doscientos hombres más, armados y dispuestos para la lucha.

—La ciudad la gobernamos los tres —interrumpió Sergio Marco—. Macieno, tú y yo. Así lo dictaminó el cónsul y si eres incapaz de controlar a tus hombres es justo que Macieno imponga orden entre las filas de tus legionarios.

Marco parecía haber llegado a la plaza con toda la información. El mismo mensajero que había avisado a Macieno había ido después a informar a su superior. Publio Macieno dejó de retroceder. Ahora eran ellos los que triplicaban en número a los hombres de Plemenio. Miró a Marco y se entendieron. Aquél era un buen momento para hacerse con el dominio completo de la ciudad.

—¡Yo soy pretor y mi rango es superior al vuestro...! —empezó a argüir Pleminio, pero sus palabras se hundieron en el abismo de los golpes de espada, lo silbidos de las flechas y el aullido de muchos de sus hombres sorprendidos por una impetuosa andanada de pila y saetas que mató e hirió a más de una veintena. Los legionarios de Marco y Macieno les atacaban sin más aviso. Era como si lo hubieran hablado antes y sólo hubieran estado esperando una oportunidad.

Aprovechando la superioridad numérica, los legionarios de la VI masacraron a los hombres de Pleminio, de los que sólo diez pudieron escabullirse entre los ciudadanos de Locri que, atónitos y confusos, contemplaban aquella batalla sin saber bien a qué atenerse. De entre los hombres de la VI sólo cayeron cinco. Marco y Macieno estaban encantados. El factor sorpresa había funcionado como habían planeado. Al marchar Escipión, habían quedado cuatrocientos hombres de la VI y trescientos de Rhegium en Locri. Ahora eran trescientos ochenta y cinco contra unos doscientos veinte. Todo marchaba bien. Faltaba enviar un mensaje bien claro al resto de la guarnición de Rhegium. Sergio Marco se acercó a Pleminio quien, herido en un brazo, custodiado por varios legionarios de la VI, se encogía por el dolor de la herida.

—Duele, ¿verdad? —le preguntó Sergio Marco entre risas. El resto de los legionarios acompañó a su tribuno con gusto. Mortificar a la gente, sí, aquello empezaba a recordarles los «buenos» tiempos en Sicilia, antes de que llegara ese duro cónsul. Entonces tenían más diversión. Mujeres. Muchos de los legionarios volvieron sus miradas hacia las sacerdotisas del templo. Marco y Macieno no tardaron en comprender las ansias de sus hombres. Necesitaban de su plena lealtad para terminar de acometer aquella rebelión con éxito.

Pleminio, en el suelo, no se había dignado responder. Publio Macieno se acercó y le dio un puntapié en la cara. Se escuchó un grito de dolor apagado por unas manos que intentaban proteger el rostro de más golpes imprevistos.

—El tribuno Marco te ha hecho una pregunta —repitió Publio Macieno—, y por todos los dioses que vas a responder. ¿Duele?

Pero Pleminio, terco, permanecía en silencio. Publio Macieno miró a Sergio Marco y éste asintió. Se lo estaba poniendo muy fácil. Macieno desenvainó entonces su espada y la llevó junto al rostro de Pleminio.

—Sólo te lo preguntaré una vez, pretor —le dijo en voz alta Macieno sosteniendo el filo de su espada a menos de un dedo del cuello de Pleminio—. ¿Quién tiene el mando en Locri?

Parecía que Pleminio iba a optar por el silencio, pero, ingenuo aún, desconocedor de la fría crueldad de sus enemigos, tradujo su obstinación en palabras funestas para su persona.

—Yo, el pretor Pleminio.

Publio Macieno soltó su espada, que golpeó el suelo con un sonido metálico que se escuchó en toda la plaza, pues todos, legionarios de la VI y ciudadanos de Locri, expectantes, guardaban silencio. Macieno rebuscó entonces debajo de su coraza y sacó una afilada daga. No habló más ni volvió a preguntar sino que se limitó a clavar el filo cortante del puñal en la carne de la cabeza de Pleminio, justo allí donde sobresalía una oreja. El alarido del pretor fue tan descomunal como su sufrimiento. Macieno se separó entonces un par de pasos de su víctima y exhibió su trofeo con orgullo. Una ensangrentada oreja del pretor pendía de su mano izquierda, mientras que con la derecha blandía la daga ejecutora con la que la había extraído.

Pleminio, sollozando y gimiendo de dolor, se arrastraba por el suelo, gateando, apoyándose en las rodillas y en una mano, mientras que con la otra mano intentaba frenar la hemorragia de la oreja segada. La pequeña herida del brazo, fruto del combate de hacía unos minutos, ya no parecía molestarle. El pretor gateó hasta llegar a los pies de varios ciudadanos de Locri, que, sin darse cuenta, retrocedían aterrados.

—¡Ayudadme, malditos, ayudadme o lo pagaréis caro...! —les espetó Pleminio mientras dos hombres de la VI lo arrastraban tirando de los pies del pretor en dirección adonde Publio Macieno, su verdugo, le esperaba para seguir torturándole.

Sergio Marco aprovechó la confusión para dar órdenes.

—¡Todos a vuestras casas! —gritó—. ¡Esto es un asunto que no os compete! ¡Todos a vuestras casas o por Hércules que lo lamentaréis!

Muchos ciudadanos hicieron caso con rapidez, pero algunos aún dudaban. La copa del tesoro del templo aún resplandecía, ahora en las manos de Sergio Marco, pero nadie se atrevía a decir nada. Pronto todos se desvanecieron tras las puertas de sus hogares, que aseguraron con pestillos y muebles cruzados tras los cerrojos. Las que quedaron solas fueron las sacerdotisas del templo que, por puro instinto, se recogieron entre las columnas buscando en sus oraciones el amparo de Proserpina. Mientras Macieno seguía ocupado en torturar a Pleminio, Sergio Marco ordenó que bajaran de la ciudadela el resto de las tropas de la VI.

—Nos conviene estar todos juntos, por si los hombres de Rhegium deciden contraatacar, aunque mientras tengamos a su jefe, dudarán en hacerlo. —Y se volvió a Macieno que ya exhibía divertido la otra oreja del pretor arrancada con el mortal filo de su daga—. Pásatelo bien, Macieno, pero no lo mates. Lo necesitamos con vida para controlar la furia de sus tropas.

Macieno asintió, pero se volvió de nuevo hacia su víctima. Sergio Marco hizo que se aseguraran todas las entradas a la plaza levantándose barricadas con sacos, carros, piedras, madera de los tenderetes del mercado del pueblo y todo cuanto pudieran utilizar. Asegurada la posición y con Macieno distraído en despellejar al pretor, Sergio Marco, rodeado por una veintena de sus hombres, entró en el templo de Proserpina. Tenía que ver cómo de importante era el legendario tesoro del que tan celosos se mostraban los ciudadanos de aquella ciudad. Sus hombres, como imaginó, salieron corriendo detrás de las aterrorizadas sacerdotisas. Entre los aullidos de pavor que aquellas jóvenes emitían mientras eran ultrajadas, Sergio Marco, satisfecho de todo lo conseguido aquella noche, se adentró en las profundidades del templo en busca del tesoro de Proserpina.

La estatua de la diosa todo lo observaba en un silencio petrificado. Sergio Marco pasó por encima del cadáver desangrado del sacerdote del templo, junto a la llama permanente del pedestal y junto a la estatua de la diosa inerte. Como imaginaba, tras la representación en piedra de la deidad, había una puerta. Costaría derribarla, pero cuando sus hombres hubieran satisfecho sus ansias carnales, sólo sería cuestión de tiempo y golpes. Sergio Marco sonrió divertido. Podrían usar a la propia estatua de la diosa como ariete. Y lanzó una sonora carcajada que, en muchos casos, fue lo último que muchas de las sacerdotisas escucharon aquella noche antes de perder el conocimiento, aunque muchas de ellas encontraron fuerzas para imprecar a Proserpina para que la diosa maldijera a aquellos miserables.

Las legiones malditas
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