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Catón y Fabio
Roma, diciembre del 209 a.C.
A Fabio Máximo las noticias le llegaban con rapidez, pero hasta el propio Catón se admiró de que ya tuviera conocimiento de lo que estaba ocurriendo aquella noche en Roma, por eso no pudo evitar que cierta sorpresa se dibujara en su faz cuando el viejo cónsul le lanzó aquella pregunta.
—¿Es cierto lo que he oído, que Roma está en llamas?
Catón asintió y, ante la mirada sostenida de su interlocutor, completó la información con lo que sabía.
—Es un incendio en el barrio del Macellum. Parece que ya está controlado pero han ardido las tabernae septem y dicen que se han visto afectadas las tabernae novae e incluso algo el edificio de la Regia, aunque eso está por confirmar. El templo de Vesta se ha salvado por la intervención de un grupo de esclavos.
—Esos esclavos deberán ser recompensados.
—¿Dándoles la libertad? —preguntó Catón.
—Sí. Eso gustará al pueblo.
—Así se hará. Me ocuparé de ello.
—¿Y se sabe el origen del fuego?
Catón guardó silencio un instante antes de responder.
—No. Incendiarios quizá.
Máximo no preguntó más. Tenía la punzante sensación de que Marco no decía todo lo que sabía. En cualquier caso, el viejo cónsul decidió no indagar más. Hay veces que es mejor dejar la verdad oculta y Catón, con su silencio, parecía compartir aquella visión, incluso Fabio Máximo quiso ver cierto alivio en el rostro de su discípulo político cuando éste vio que no se preguntaba más sobre el tema.
—Voy a ocuparme del asunto de los esclavos —dijo Catón, y partió sin decir más.
Máximo se quedó a solas. Habría que reconstruir lo quemado y con celeridad. Estaban en medio de una guerra atroz y un centro urbano devastado por un misterioso incendio era lo último que necesitaban para animar la moral del pueblo. Y necesitaban al pueblo. Necesitaban soldados.