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El regreso de la caballería

Zama,19 de octubre del 202 a.C, al final de la tarde

Ejército romano

Publio sintió un orgullo especial al ver cómo sus legiones recuperaban terreno, hasta que de nuevo, en medio del fango pegajoso que como arenas movedizas parecía absorber las piernas de cada soldado hacia las entrañas de aquella tierra extraña, las legiones no pudieron más y, exhaustas, no avanzaron más. En ese momento, los veteranos de Aníbal recuperaron la iniciativa.

El general romano comprendió entonces que la suerte estaba echada, pero se le ocurrió que aún podría hacer algo importante antes de morir. Con sus ojos escudriñó por encima de los cascos enemigos buscando el penacho inconfundible del general cartaginés, pero por mucho que lo buscaba no lo veía por ninguna parte. ¿Estaría ahora dirigiendo el combate frente a la V legión en lugar de frente a la VI? Publio ordenó entonces a Marco y a los centuriones de la VI que mantuvieran la posición el máximo tiempo posible y se encaminó hacia la legión V. Caminando por la retaguardia de su ejército, a paso rápido, escoltado por el resto de los lictores, llegó hasta las posiciones de la legión que dirigía Cayo Valerio. Tampoco allí había señales de Aníbal. ¿Dónde estaba el general cartaginés? Sólo quería adentrarse entre los enemigos, abrir una brecha y volver a enfrentarse a él y arrancarle de la mano, siquiera por unos segundos, el anillo de su suegro, y tenerlo él, durante unos instantes, antes de verse rodeado por todos los enemigos del mundo y ser acribillado a cuchilladas hasta la muerte más desgarradora.

Publio apretaba los ojos, pero su búsqueda no cosechaba frutos hasta que en lugar del penacho del general púnico, lo que su vista alcanzó a detectar fue dos grandes polvaredas que se levantaban a ambos flancos, más allá del ejército púnico. Y de entre aquellas inmensas masas de polvo en suspensión empezaron a surgir jinetes, una decena, un centenar, centenares, mil, casi dos mil por cada flanco. Pero aún estaban demasiado lejos como para poder identificarlos.

Sólo la ruta que siguieran sendos regimientos de caballería identificaría si estaban al servicio de Roma o de Cartago: si se trataba de Lelio y Masinisa cabalgarían directos hacia la espalda de la formación cartaginesa, pero si se trataba de las fuerzas de Maharbal y Tiqueo, se abrirían rodeando ambos ejércitos para luego cerrarse de nuevo y atacar a los romanos por la espalda, como hicieron en Cannae. Lictores, centuriones y praefecti supervivientes, hastati, principes, triari, Cayo Valerio, Marco, Silano, herido en la retaguardia, todos contenían la respiración. Incluso los propios cartagineses miraron hacia atrás. El combate se detuvo. Los jinetes iban cubiertos de sangre. Su lucha, como la de la llanura, había debido de ser también cruenta. La misma sangre imposibilitaba atisbar los uniformes, identificar la forma de los cascos o de las espadas. Hasta los caballos estaban rojos. Todo aquella tarde era rojo espeso.

Publio Cornelio Escipión esbozó una sonrisa de incredulidad. Llevaba desde que tenía diecisiete años cabalgado al lado de Cayo Lelio. Podía reconocer su forma de encorvarse sobre la montura cuando iba al galope desde mil pasos de distancia. Era increíble. Una vez más. Como en Tesino, en Cartago Nova o Locri. Lelio. Una vez más.

—¡Rápido! —gritó el general romano—. ¡Los triari, de nuevo, a las alas! ¡Esta vez los rodearemos de verdad! ¡Hastati al centro, principes en los laterales y triari en los extremos! —Cayo Valerio estaba cerca y oyó las órdenes. El procónsul le miró un instante. Valerio asintió.

La V y la VI, a la par que los jinetes de Lelio y Masinisa, se aproximaban por la espalda del ejército enemigo, reiniciaron la maniobra envolvente que Aníbal había abortado anteriormente con el mayor empuje de sus tropas.

Caballería romana en la retaguardia cartaginesa

—¡Matadlos a todos! ¡Por Roma, por los dioses, por el general! —Cayo Lelio blandía su espada en alto mientras galopaba sobre su caballo—. ¡Por Escipión! ¡Por Roma!

La caballería de Lelio embistió a los veteranos de Aníbal por la espalda. Decenas de cabezas de mercenarios hispanos, brucios o galos rodaban por el suelo arrancadas por los rabiosos mandobles de los jinetes romanos. El ejército de Cartago dividía sus fuerzas: unos encaraban su retaguardia para detener la brutal carga de la caballería enemiga, otros intentaban mantener a raya a los hastati y principes que reemprendían con nuevos ánimos el combate y apenas tenían ya hombres para cubrir los flancos por donde, una vez más, atacaban los triari. Necesitaban órdenes.

Por su parte, Masinisa atacaba el otro extremo de la retaguardia cartaginesa. Llegaron más tarde porque se detuvieron a rearmarse de jabalinas con las que ahora herían a la infantería africana que, desesperadamente, buscaba a su general. Sólo quedaban unos pocos oficiales en el centro del ejército asediado, rodeado, atacado por todas partes. Aquellos veteranos habían estado en decenas de batallas y tardaron poco tiempo en comprender que su general les había abandonado. Sólo les restaba luchar, intentar abrir una brecha y escapar, pero tenían un problema, incluso si conseguían abrir un pasillo entre la formación enemiga, la rapidez de la caballería haría que fueran alcanzados por la espalda y todos serían cazados como jabalíes en fuga, acosados por los perros. Se dispusieron al fin a vender caras sus vidas y a llevarse a cuantos más enemigos pudieran por delante.

Retaguardia romana

El procónsul de Roma, consciente de que caminaban, ahora sí, hacia una victoria sin precedentes, se concentró en minimizar las bajas de sus legiones. Ordenó que mientras unos manípulos mantenían rodeados, junto con la caballería, al enemigo, el resto recogiera lanzas, jabalinas y pila de entre los muertos para que desde la seguridad de una retaguardia que ya no podía ser atacada al haber sido aniquilada la caballería enemiga, arrojar cuantos más proyectiles mejor. De esa forma, poco a poco, andanada tras andanada, los veteranos abandonados por Aníbal fueron recibiendo lluvias mortales de hierro, mientras que fútilmente pugnaban por defenderse del acoso constante de unos enemigos en cuyas miradas sólo veían el rostro inconfundible del odio. Los mismos que les estaban aniquilando eran los legionarios de los que se mofaron cuando huían de la masacre de Cannae. El círculo del destierro y la venganza se había cerrado.

(...) multa dies in bello conficit unus, Et rursus multae fortunae forte recumbunt, Haudquaquam quenquam semper fortuna secuta est.

(...) en tiempos de guerra, un solo día produce muchos cambios, y por cualquier motivo la suerte varía muchas veces; no hay nadie a quien la fortuna le haya sido siempre fiel.

Ennio, Anales, libro VIII

Las legiones malditas
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