18
El resurgir de Aníbal
Apulia, en las proximidades de Venusia.
Finales del invierno del 208 a. C.
Una colina boscosa, alta y oscura a la luz del amanecer. El sol se deslizaba sobre la tierra de Apulia, pero sus rayos de momento sólo lamían levemente la ladera este de aquel promontorio cubierto de verde. Claudio Marcelo, cónsul de Roma por quinta vez, un honor que le igualaba con Fabio Máximo, observaba aquella elevación del terreno. Marcelo se encontraba rodeado por un nutrido grupo de lictores, oficiales y legionarios que le acompañaban en su recorrido por el campamento levantado en las proximidades de Venusia que le había conducido hasta la porta praetoria. Allí se detuvo, contemplando la colina de la que tanto le habían hablado y que parecía interponerse entre ellos y las fuerzas de Aníbal. Y allí, bebiendo un poco de agua, con la frente despejada, esperaba a su colega en el mando, el cónsul Crispino, con el que había unido fuerzas en un intento más de enfrentarse a Aníbal y, de una vez por todas en el campo de batalla, poner fin a esa guerra.
Sabía que todos le observaban. Marcelo mantenía su figura recta, pese a sus cincuenta años, y hacía gala de un porte entre distinguido y terrible que abrumaba a sus oficiales y despertaba la admiración entre los legionarios. Todos le miraban con asombro: era el único general que había derrotado en alguna ocasión a Aníbal, aunque fueran pequeñas victorias pírricas, era el conquistador de Siracusa y era cinco veces cónsul. Ni siquiera Máximo podía igualarle, al menos, en el campo de batalla. Marcelo pensó unos segundos en Fabio Máximo. No lo consideraba pusilánime, como algunos decían, ni débil. No. Máximo, para Marcelo, era un estratega, pero demasiado precavido. Siguiendo sus pautas aquella guerra duraría infinitamente. Por el otro extremo estaban los Escipiones y su osada idea de llevar la guerra a África. En ese punto, Marcelo coincidía con Máximo: la guerra debía ganarse en Italia derrotando a Aníbal de forma rotunda, apresándolo vivo si era posible y, si no, abatiéndolo en el lance de un combate. No, ni la exagerada precaución de Máximo ni la osadía sin límites del joven Escipión eran los caminos a seguir. Marcelo sentía que en él residía la esperanza del pueblo de Roma. Sus pensamientos se recogieron de lo más lejano a lo más próximo y volvieron a posarse sobre aquella colina que se interponía entre los ejércitos consulares y las tropas mercenarias y africanas de Aníbal.
—¿Es ésa la colina? —preguntó el cónsul Crispino al llegar junto a Marcelo. El interpelado se volvió y le saludó con respeto. Claudio Marcelo era escrupuloso con las formas. Luego pasó a exponer su plan.
—Los informes de los grupos de reconocimiento son confusos. Ya no sé si esa colina nos conviene o si es mejor que alejemos el campamento de aquí.
—Entiendo —convino Crispino—, ¿tienes alguna sugerencia? Me inclino a seguir lo que tu experiencia intuya como más apropiado.
Marcelo echó un último trago de agua y arrojó la copa a un lado. Un calón la recogió y la guardó junto con el ánfora de agua que llevaba a sus espaldas.
—Creo que lo mejor sería que fuéramos juntos y la exploráramos. Sólo así nos formaremos una opinión adecuada sobre lo que conviene hacer. Es quizás algo arriesgado, pero no sé qué decisión tomar de otro modo.
Crispino asintió despacio.
—Puede ser lo mejor. Los cartagineses se están quietos. Nadie ha informado de tropas púnicas en movimiento. ¿Cuántos hombres crees que deben acompañarnos?
—Doscientos jinetes serán suficientes para protegernos en caso de un ataque sorpresa y no demasiados para permitirnos movernos con rapidez.
—Sea. Doscientos jinetes. Vamos allá —aceptó Crispino.
Era una mañana con bruma densa. Los caballos númidas piafaban entre los árboles. Sus jinetes se afanaban en calmarlos acariciándoles el cuello y susurrando palabras de consuelo casi mágico. El vacuo sonido del silencio, igual que el vapor espeso del amanecer, envolvía a aquellas sombras sobre sus monturas. Parecían estatuas de otro tiempo, detenidas en el bosque de la colina. Vieron pasar a los caballeros romanos por el camino que serpenteaba hacia lo alto de aquella suave montaña, pero permanecieron impasibles, quietos. Miraban a su jefe de caballería. Maharbal, curtido noble cartaginés, con su caballo ligeramente adelantado a la línea de jinetes númidas, estaba si cabe aún más inmóvil que el resto, como si bestia y hombre estuvieran congelados por un alba fría.
Los romanos ascendían en columna de a cuatro. Una turma ampliada a cuarenta caballeros de Fregellae abría el camino. Les seguían los dos cónsules con los lictores de su guardia personal y luego el resto de jinetes de origen etrusco. Los primeros parecían confiados, los etruscos, sin embargo, recelaban de los bosques: les recordaban sus luchas contra los galos en la región cisalpina y los árboles y las colinas nunca les habían traído nada bueno, pero seguían a sus generales, leales y atentos. Quizá sólo fueran miedos de malos recuerdos. Nada de lo que preocuparse. Y una guerra no se podía luchar como mujeres atemorizadas. Algunos de los etruscos se sintieron avergonzados por sus temores. Otros seguían mirando nerviosos a ambos lados del camino.
—Los cónsules han salido hacia la colina —comentó un veterano oficial africano a su general en jefe. Aníbal se volvió y le miró con aire incrédulo.
—¿Los dos cónsules?
—Los dos, mi general. Así lo confirman sus uniformes púrpura.
—No puede ser tan fácil —continuó Aníbal perplejo. Luego calló. No podía luchar contra los dos ejércitos consulares. De hecho su plan era seguir con las pequeñas escaramuzas y luego retirarse de nuevo hacia el sur, hacia el Bruttium o acosar Locri una vez más, pero los dos cónsules en una avanzadilla... aquello era un regalo de los dioses Baal, Melqart y Tanit juntos.
—Mi caballo, rápido —ordenó Aníbal con decisión—, y quiero mil hombres a caballo en dirección a la colina ya, ¡ya!
El oficial se desvaneció como una centella. Aníbal escuchó el tronar de su caballería despegando del campamento en menos de un minuto. Azuzó a su montura y en un momento estaba con ellos, galopando, y se sintió joven, pese a sus cuarenta y un años. Era el amanecer y pronto entrarían en combate. Si aquello salía bien, sería un duro golpe contra la moral romana. Una estocada certera que atravesaría la yugular del corazón de Roma. Un mandoble temible que dolería más por estar los cartagineses en inferioridad numérica y de recursos. Era lo que necesitaba para resarcirse de los últimos años indecisos y para animar a sus mercenarios a dilatar la contienda hasta la llegada de su hermano Asdrúbal por el norte.
Claudio Marcelo percibió algo indefinido, difuso, en el aire. De pronto comprendió lo que le confundía: el silencio. No era un silencio normal sino denso, pesado, como estancado. Amanecía y no se escuchaban los pájaros, como si hubieran volado asustados por algo o por alguien. Escuchó los primeros gritos en la retaguardia. El general, cinco veces cónsul de Roma, y único miembro de la nobilitas que había puesto en apuros a Aníbal en un campo de batalla, hizo que su montura girara ciento ochenta grados. Los lictores le imitaron y le siguieron cuando, al trote, marchaba hacia atrás en busca de los gritos que habían surgido en la retaguardia de la caballería romana. Crispino y sus lictores le emularon tras ordenar a la turma de Fregellae que permaneciera en vanguardia, vigilante y preparada para la defensa en caso de ataque frontal.
Marcelo alcanzó en veinte segundos la retaguardia romana, que ya no era una formación, sino una batalla en curso donde los jinetes etruscos, cazados por sorpresa desde ambos flancos, habían perdido una decena de hombres mientras otros tantos caían heridos atravesados por dardos y jabalinas. Marcelo escuchó el silbido inconfundible que anunciaba su muerte pero su instinto guerrero hizo que levantara el escudo y agachara su cuerpo pegándose al cuello de su caballo. La lanza chocó lateralmente con su arma defensiva y luego se perdió por encima de él, sin ya casi fuerza, sin herir a nadie. No hubo tiempo para respirar ni para dar órdenes. Dos númidas surgieron de entre las ramas bajas de los árboles contiguos y aullando como salvajes arremetieron contra el cónsul, delatado por el vistoso púrpura de su uniforme. Marcelo los recibió con la espada desenvainada. A uno lo derribó de un golpe y al otro lo esquivó, pero no tuvo tiempo de hacer que su montura girase en busca del que se le había escapado porque tras sus dos atacantes aparecieron tres más. Los dioses se apiadaron por un instante del cónsul y los lictores de su guardia embistieron a los tres nuevos jinetes númidas. Esto le dio unos segundos a Marcelo para mirar a su alrededor. Ya no había formación alguna, sino que toda la columna estaba siendo atacada por la retaguardia y por los flancos. La única salida era hacia lo alto de la colina. Marcelo dudó entre reagrupar sus fuerzas y lanzar a todos sus jinetes supervivientes contra el ataque de la retaguardia en un intento desesperado por acercarse hacia el campamento del modo más directo u ordenar que ascendieran al galope hacia lo alto de la colina y luego descender rodeando la montaña para regresar a la seguridad de las cuatro legiones acampadas apenas a cinco mil pasos de aquel lugar. No era momento para dudas.
—¡Hacia lo alto de la colina! ¡Por Júpiter, replegaos hacia lo alto de la colina! ¡Seguidme todos!
Y cuantos podían se zafaban de sus atacantes y hacían que sus caballos siguieran al gran Claudio Marcelo en su ascenso por aquel camino que parecía conducirlos a todos hacia la supervivencia. Crispino no tenía claro que aquélla fuera la mejor de las maniobras, pero tampoco era momento de discutir ni de dividir fuerzas y siguió a su colega camino arriba.
Los númidas se vieron de pronto sin enemigos contra los que luchar pero azuzaron sus animales y persiguieron de cerca a los caballeros de Etruria y Fregellae, a los lictores y a sus dos cónsules en su desesperada huida.
—¡Seguidles, rápido! —ordenó Maharbal, aunque la instrucción ya estaba siendo ejecutada antes de que su voz inundase la ladera con su anuncio de persecución sin cuartel.
Claudio Marcelo vio el fin de su vida ante sus ojos minutos antes de que ocurriera, cuando al aproximarse a lo alto de aquella nefasta colina adivinó cómo se perfilaba contra el horizonte del amanecer la figura de centenares de jinetes cartagineses, en lo que parecía el grueso de la caballería púnica. No había más remedio que volver a dar la vuelta y luchar contra los númidas que les seguían, aprovechando ahora la fuerza del ataque desde una posición más alta. Era una locura, pero las otras alternativas eran la rendición o la muerte. Marcelo miró a su colega y sin decir más los dos hombres se entendieron en medio de su desgracia sin límites: un cónsul de Roma lucha o muere, pero nunca se rinde.
—¿De nuevo contra los númidas? —preguntó Crispino de forma algo retórica. Ésa había sido la primera idea de Marcelo, en efecto, pero ahora el veterano cónsul se daba cuenta, viendo ascender al galope a los númidas, que aquélla tampoco era la ruta a seguir.
—Por entre la espesura, descendiendo en diagonal. Nos cazarán como a jabalíes entre los árboles, pero quizás alguno sobrevivamos —respondió Marcelo con los ojos brillantes y un sudor frío por la frente.
Crispino le miró asombrado por la frialdad con la que Marcelo hablaba de lo que iba a acontecer. Eran ya apenas unos ciento cincuenta jinetes contra trescientos o cuatrocientos al menos que ascendían por el camino y más de mil que estaban formando en todo lo alto de la colina. Crispino asintió.
—Sea y que los dioses estén con nosotros.
Marcelo no respondió nada. Lo único en lo que podía pensar es que muy probablemente ellos estarían camino del infierno cruzando el río Aqueronte muy pronto.
El descenso entre los árboles fue como había predicho el cinco veces cónsul de Roma: los númidas y los cartagineses se dedicaron a cazar con lanzas y flechas a los jinetes romanos en franca huida. Los caballeros de Fregellae se rindieron sin seguir a los etruscos. De esa forma sólo ciento veinte se adentraron en el bosque. De ésos, fueron cayendo uno aquí otro allá, en el fuego cruzado de dardos y jabalinas. Una lanza hirió al cónsul Crispino, pero éste mantuvo el equilibrio sobre su caballo y continuó cabalgando junto con los únicos seis lictores supervivientes de su guardia. Marcelo hizo por seguirlos, pero una jabalina se clavó en su pierna y otra en la espalda. El caballo continuaba galopando, pero el veterano cónsul sintió un profundo dolor por todo su hombro derecho y una gran debilidad que se apoderaba de él. Soltó las riendas y se aferró a la crin de su montura, pero el animal dio un salto para evitar un tronco seco que se cruzaba en su camino y el cónsul de Roma cayó rodando al suelo. Al rodar, las jabalinas se partieron, y al resquebrajarse se movieron con violencia en el interior del cuerpo de Marcelo rasgando y cortando músculos, venas y piel. Marcelo encontró fuerzas para reincorporarse y, apoyado en un árbol, alzarse aunque algo encogido y con temblores que no podía controlar. Dos lictores pusieron pie a tierra y se situaron a ambos lados del general. El cónsul les miró con aprecio y respeto. El resto de su guardia había muerto. Seis lanzas llovieron de entre los árboles y los dos lictores cayeron ensartados como fruta madura sin haber tenido la oportunidad de defender a su general. Marcelo, herido de muerte, se mantuvo en pie. Era lo único que podía hacer: morir con dignidad. Sólo rogaba a los dioses tener fuerzas para no recibir el último golpe de rodillas. Él no. Una decena de jinetes africanos le rodearon. El que parecía un oficial al mando desmontó y le miró a los ojos. Le vio sonreír. El oficial dijo algo en su lengua y los jinetes respondieron con risas. Claudio Marcelo, cónsul de Roma, se mantuvo firme, apoyado en el árbol. En su interior imploraba porque el fin fuera rápido. No sabía cuánto tiempo más podría resistir, pero aquellos hombres reían y reían y no parecían decidirse a dar la última estocada. Alrededor, el fragor de la batalla se alejaba. Si alguien se había salvado estaría ya lejos. De súbito las carcajadas frenaron y Marcelo vio cómo los jinetes númidas desmontaban y apartaban sus caballos para dejar paso a un hombre cubierto de pieles de lobo. Era un hombre férreo, con una faz seria de poblada barba y con un parche en el ojo izquierdo. Marcelo comprendió enseguida ante quién estaba. Aníbal caminó hasta ponerse delante del cónsul de Roma. El oficial dijo algo y de nuevo los jinetes africanos empezaron a reír, pero Aníbal lanzó un grito potente y seco diciendo una frase en su lengua que Marcelo no pudo entender pero que hizo que todos los hombres callaran. Incluso el cónsul, no sabía si por el agotamiento y la pérdida de sangre, quiso ver que algunos de los jinetes se asustaron al escuchar a su general en jefe. El oficial dijo algo que parecía una disculpa. Marcelo no podía más, así que se dejó caer hasta quedar sentado, siempre evitando caer de rodillas. Sostenía la espada como señal de lucha pero no podía levantarla. La sangre manaba de su cuerpo a borbotones y la vida se le escapaba por momentos. Aníbal se acercó al moribundo cónsul de Roma y le habló en griego.
—Estos hombres... mis soldados... no volverán a burlarse de ti —dijo, y esperó alguna señal de su interlocutor. Marcelo asintió moviendo ligeramente la cabeza como signo de que entendía lo que se le decía. Aníbal volvió a hablarle—: ¿Quieres morir en pie o sentado?
Claudio Marcelo quiso hablar, pero sólo salió sangre de su boca. Entonces, en último esfuerzo empujó con sus pies para intentar alzarse, pero las fuerzas le fallaron y tras haberse levantado apenas unos centímetros del suelo volvió a desplomarse y, al caer, la mano le traicionó y soltó la espada.
Aníbal miró con intensidad a aquel hombre. Se había enfrentado a él en numerosas ocasiones. Era el único general que se había atrevido a plantarle batalla campal cara a cara y que alguna vez le había puesto en situaciones difíciles. El general en jefe de las tropas cartaginesas en Italia dio una orden en su lengua y dos de los jinetes africanos se acercaron y, tomando al cónsul moribundo y desangrado por los brazos, lo alzaron. Luego Aníbal se agachó, cogió la espada del cónsul tomándola por el filo para así acercarle el mango a su dueño. Marcelo, al sentir la empuñadura de su arma en la palma de su mano, cerró con fuerza y la aprisionó con los dedos. Miró entonces a su mortal enemigo y volvió a asentir.
Aníbal desenvainó su arma. El filo chirrió en el nuevo día de una nueva derrota romana y al segundo se estrelló contra la coraza enrojecida del cónsul. Claudio Marcelo dejó de respirar cuando el general cartaginés extrajo su espada del cuerpo del romano. Aníbal miró entonces a los hombres que lo sostenían y éstos, a una señal suya, depositaron el cuerpo de Claudio Marcelo en el suelo del bosque. Aníbal contemplaba el cadáver de su oponente de forma enigmática para sus hombres, con una intensidad y una atención extrañas, como si buscara algo. El general cartaginés se agachó y estiró de la espada del cónsul. Tuvo que tirar con fuerza para desasirla de la mano de Marcelo. Examinó entonces los dedos y no encontró lo que buscaba. Dejó esos dedos y tomó la otra mano del cónsul. Estaba cerrada con fuerza. Intentó abrirla pero no pudo. Giró el puño de Marcelo. No se veía nada. Era extraño. Debía estar allí. Aníbal frunció el ceño y, agachado junto al cadáver de su gran oponente ya abatido, meditó un instante. Se volvió hacia los guerreros africanos que le observaban sin atreverse a decir nada. Les parecía peculiar la actitud de su general, pero nadie osaba abrir la boca.
—Un puñal —pidió Aníbal.
Varios soldados se acercaron con diversos cuchillos en manos nerviosas que estiraban para acercar su arma al gran general de Cartago. Aníbal tomó el que le pareció más afilado y volvió a centrar su atención en el cadáver de Marcelo. Cogió de nuevo el puño cerrado del cónsul muerto con una mano, sosteniendo el brazo del romano por la muñeca, mientras que con la otra mano hundía el puñal entre los dedos del general enemigo. La sangre, aún caliente, pero escasa ya, de Marcelo, empezó a fluir por el filo de la daga. Aníbal se sorprendió al ver que el cepo de los dedos del cónsul no cedía un ápice. El cartaginés hundió con potencia el arma hasta que se clavó una docena de centímetros entre los heridos dedos del cónsul. Una vez asegurado el puñal en el corazón del puño cerrado del cónsul muerto, Aníbal lo giró en un intento por separar los dedos de Claudio Marcelo, pero la hoja del arma se partió y el general cartaginés, sorprendido, se quedó con el mango de la daga en la mano sin haber conseguido su objetivo. Aníbal se sentó y lanzó a un lado el arma rota y ya inservible. Se pasó el dorso de su mano derecha por debajo de la nariz. Hacía algo de fresco aquella mañana y arrastraba un resfriado que le molestaba al respirar. Escupió en el suelo, lejos del cadáver. Pensó en tomar una roca y estrellarla contra el puño pero temió dañar lo que buscaba. Tomó entonces el dedo índice del cónsul con una mano y con la otra apretó hacia abajo la mano del cónsul para hacer más fuerza y tiró del dedo con toda la furia de su alma. El dedo, al fin, cedió, se escuchó un chasquido de las falanges quebradas y el índice del cónsul quedó flojo, como suelto. Aníbal repitió la operación con el dedo anular. Nada. Seguía sin ver nada. Rompió entonces otros dos dedos. Fue en ese momento cuando, entre la sangre y los dedos rotos, aún aprisionado por el pulgar firmemente doblado sobre sí mismo, Aníbal vio lo que tanto anhelaba. Quebró al fin el pulgar del cónsul y su trofeo quedó libre. El general cartaginés, con cuidado, despacio, tomó el anillo de oro del cónsul de Roma, el anillo de Claudio Marcelo, empapado en su sangre, se levantó y alzó en el aire la joya para observarla en todo su esplendor: la sangre goteaba por el interior del anillo pero el exterior de oro, ya limpio, resplandeció a la luz del sol. Aníbal bajó el anillo, lo limpió un poco contra las pieles de lobo y sin importarle que aún tuviera restos de sangre de Marcelo, se puso el anillo en el dedo anular. Encajó perfectamente. En el índice y en el corazón de esa misma mano derecha exhibía otros dos anillos similares, los de los cónsules Cayo Flaminio y Emilio Paulo, abatidos en campañas anteriores, que acompañaban a otro anillo de plata más pequeño rematado en una turquesa que lucía en el meñique. Sólo entonces los soldados que le rodeaban parecieron entender lo que había estado buscando. Aníbal les miró con seriedad.
—Os reíais de un hombre que es capaz de luchar aun después de muerto. Si cada uno de vosotros tuviera en su pecho la mitad de espíritu que ese cónsul muerto, hace tiempo que acamparíamos en medio del foro de Roma. —Los hombres bajaban la mirada—. Ahora eso no importa. Coged su cuerpo y llevadlo a lo alto de esta colina y allí haced una pira con leña y quemad su cadáver. Un hombre que ha sido capaz de plantarme cara tantos años en el campo de batalla no merece que su cuerpo sea pasto de los lobos y las alimañas carroñeras del cielo. Al menos mostradle ahora el respeto que no habéis sabido mostrar cuando luchaba él solo y herido contra diez de vosotros.
Cuatro, cinco, hasta seis guerreros africanos hicieron falta para levantar el cadáver de Marcelo. Aníbal observaba cómo lo alzaban cuando llegó Maharbal con noticias.
—Crispino, el otro cónsul —dijo el oficial de la caballería púnica— ha escapado, herido, creo que de gravedad, en una pierna y en el costado, pero ha escapado.
Aníbal asintió. No recibió aquel informe con desagrado.
—No importa. Crispino es un segundón. Lo que importa es que hemos abatido a Marcelo. Roma temblará. Ahora sólo les quedan generales inexpertos y Fabio Máximo, pero este último es ya demasiado viejo para el combate. Hoy es un gran día. Un gran día, Maharbal. Para cuando Asdrúbal llegue por el norte y nosotros ascendamos por el sur, Marcelo ya no mandará sus tropas. Y además... —levantó su mano mostrando los anillos que lucía con orgullo—, además tenemos su anillo.
Maharbal comprendía lo que eso significaba y sonrió compartiendo la alegría de su general.
El cónsul Quincio Crispino yacía gravemente herido sobre un lecho ensangrentado en la tienda del praetorium del campamento romano. Su cuerpo estaba dolorido y su espíritu quebrado. Marcelo había caído. Aquello era terrible, desolador, definitivo. Crispino era consciente de su posición en aquella guerra, en el Senado, en su vida y sabía que no era un gran general. Sabía además algo más: era consciente de que iba a morir. No era sólo el sufrimiento que sentía y la sangre que no dejaba de manar empapando todos los paños con los que los médicos intentaban detener la hemorragia mortal, sino el rostro desencajado de aquellos sanadores del campamento cuyas muecas de desesperanza hablaban por sí solas. Le mentían y le intentaban animar, pero él sabía que ya era tarde para él. De nuevo Aníbal había sabido engañarlos a todos, incluso al propio Marcelo, desconfiado siempre: se confió una sola vez y esa sola vez bastó para que Aníbal le envolviese en una enloquecida emboscada. Las noticias debían llegar a Roma y, más importante aún: a todas las ciudades de alrededor, pues si Aníbal había abatido a Marcelo eso implicaba que tendría su anillo consular, y podría usarlo como sello para falsificar cartas o documentos con los que engañar a las guarniciones romanas próximas, confundiéndolas, sembrando el más completo de los desórdenes. Quincio Crispino sabía que la historia no le guardaba un lugar muy grande, pero tenía una gran virtud romana: era un comandante disciplinado. Se incorporó un poco y ordenó que se convocara a los tribunos de su estado mayor. Aunque fuera lo último que hiciera haría que se enviaran mensajeros a todas las poblaciones cercanas y a la propia Roma. Todos debían estar advertidos de que Aníbal poseía el anillo de Marcelo.
En menos de una hora, las cartas fueron escritas y los mensajeros salían por las puertas praetoria, decumana, principalis sinistra y principalis dextra en dirección a Salapia, Forentum, Numistro, Luceria, Arpi, Cannae, Herdonea, Compsa, Geronium, Nola, Benvenutum, Capua y la mismísima Roma. Luego, Quincio Crispino ordenó que le dejaran descansar y se dedicó a respirar, sólo a respirar. Respirar. Dormir.