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La embajada del Senado
Siracusa, finales de otoño del 205 a.C.
La quinquerreme romana navegaba de norte a sur en paralelo a las inaccesibles murallas de la Achradina de Siracusa, las mismas que el cónsul Marcelo tardase años en conquistar. Ante la próxima visión de aquellos muros que se alzaban una decena de metros sobre el mar, hundiendo sus antiquísimos cimientos entre la roca sumergida bajo las aguas oscilantes, el pretor Marco Pomponio, que encabezaba aquella comitiva, los diez legati del Senado, el edil que los acompañaba y los dos tribunos de la plebe, se admiraban aún más de la gran conquista de Marcelo. Todos sabían además que esas murallas fueron protegidas por las extrañas y temibles invenciones del ingeniero Arquímedes y por las mentes de los embajadores romanos pasaban los relatos entonces increíbles de gigantescas quinquerremes romanas volando por los aires al ser ensartadas por enormes ganchos que pendían de poleas ciclópeas que los defensores de la sitiada Siracusa usaban para izar a los grandes barcos de guerra romanos. Admirados como estaban por el espectáculo de aquellas defensas y las historias de hazañas memorables que les traía a la memoria, no vieron cómo una pequeña trirreme se acercaba por estribor, algo en lo que sí repararon el piloto y el capitán de la embarcación en la que navegaban. Fue el capitán el que escuchó las instrucciones de un centurión enviado por el propio Publio Cornelio Escipión. El capitán asintió y la trirreme se alejó. El oficial al mando de la nave fue a comunicar a Marco Pomponio las órdenes recibidas. Se sentía orgulloso, pues traía una comitiva lo suficientemente importante como para que el propio Escipión enviara un centurión con una trirreme para darles instrucciones sobre cómo y dónde atracar el barco. Y es que, si bien los senadores de la embajada venían predispuestos a condenar las actividades de Escipión en Sicilia y su intervención en Locri, para la mayoría de los oficiales de las legiones y la marina de Roma, así como para la totalidad de los legionarios, Publio Cornelio Escipión no era alguien a quien se debiera condenar, sino alguien merecedor de la mayor de las admiraciones: era un general que había derrotado a los cartagineses en repetidas batallas en Hispania, que los había sacado de la península ibérica y que había conquistado infinidad de ciudades en aquella región, empezando por la inexpugnable Cartago Nova, la capital púnica en aquel país; y no sólo eso, sino que era el único general que insistía una y otra vez en querer llevar la guerra a África y así devolver con la misma moneda los ataques y miserias que Aníbal diseminaba por Italia. Por eso el capitán no dudó en aceptar las instrucciones remitidas por el propio Escipión; se sentía honrado: era como estar a sus órdenes, algo que muchos querían pero que el Senado no permitía; sólo le habían dejado el mando de las «legiones malditas» y de voluntarios que no estuvieran enrolados en el ejército. El capitán llegó junto al pretor Marco Pomponio, que continuaba distraído, admirando las murallas de la Achradina.
—Salve, pretor Marco Pomponio.
El pretor se giró, un poco molesto por verse interrumpido en su observación de las murallas. El capitán transmitió el mensaje sin buscar una disculpa.
—Nos han dado instrucciones de atracar en el Puerto Pequeño de la ciudad. Es el más próximo y nos ahorramos rodear la Isla Ortygia.
—¿Ordenado? —preguntó el pretor indignado, mirando al resto de los legados y enviados de la embajada.
—Bueno, pretor, son las órdenes que he recibido de un centurión remitido por el propio Publio Cornelio Escipión. Supongo que si el cónsul está al mando de Sicilia deberíamos seguir esas instrucciones.
El pretor no se sintió satisfecho con aquella precisión.
—Precisamente esta embajada viene a decidir si el cónsul debe seguir con su magistratura o si, como es muy probable, debe ser depuesto de su poder y enviado a Roma a responder de su cuestionable forma de actuar. Yo digo que debemos atracar en el Portas Magnas, que es la categoría que merece esta embajada. Cualquier otra cosa es inaceptable.
El capitán quedó confundido. No sabía qué hacer. Miró a su alrededor, buscando entre los diferentes miembros de la embajada alguien que le aclarara qué era lo correcto. Detestaba a aquel pretor aunque debía seguir sus órdenes, pero, por otro lado, estaban en la bahía de Siracusa y se debía a las órdenes del cónsul que gobernaba Sicilia, al mando de la isla al menos por el momento. Marco Claudio, uno de los dos tribunos de la plebe, se apiadó del confundido capitán.
—Comparto la opinión del pretor —empezó dirigiéndose a Marco Pomponio y consiguiendo el asentimiento de reconocimiento del mismo—, pero, por otro lado, el cónsul Publio Cornelio Escipión sigue al mando y creo que hasta que la embajada no evalúe el actual estado de cosas, debemos, incluso aunque nos parezcan inadecuadas, seguir las órdenes del cónsul. Quizás haya algún motivo por el que el cónsul considere mejor para nuestra comitiva atracar en el Puerto Pequeño de la ciudad.
—Humillarnos, eso es todo lo que Escipión persigue —respondió con desprecio Marco Pomponio.
—No lo creo, y aun así —insistió Marco Claudio— reitero mi opinión.
—Yo confirmo la visión de mi colega —añadió Marco Cincio, el otro tribuno de la plebe. El resto de los legati y el edil callaron. Todos sabían de la capacidad de veto que los tribunos de la plebe tenían y Marco Pomponio cedió con desgana. A fin de cuentas qué importaba dónde atracar el barco y no quería incomodar a los tribunos, sino ganarlos para su causa, para la causa de Roma, como le dijo Fabio Máximo antes de salir en aquella misión: deponer a Escipión de su cargo de cónsul y detener la locura de la invasión de África, donde sólo se iban a perder hombres y recursos que Roma necesitaba para la guerra en Italia contra Aníbal. Pomponio asintió y se volvió para fingir que continuaba admirando las impresionantes murallas de la Achradina, mientras que con su mente repasaba todo lo acontecido desde que habían partido de Roma, en especial la llegada a Locri y el desastroso estado en el que encontraron la ciudad, la forma en que tuvieron que detener a Pleminio, recurriendo a la fuerza de la legión que les acompañó hasta allí. Estaba claro que Escipión había sembrado cizaña por donde pasaba: Suero, Locri... y, no obstante, el capitán de su quinquerreme parecía admirar a aquel general. Máximo tenía razón al advertir del peligro que el joven cónsul suponía para el Estado. ¿Sería necesaria también la fuerza de las armas para deponer al joven Escipión de su cargo de cónsul? Deberían haber venido acompañados por tropas; menos senadores y tribunos de la plebe y más tropas.
Por su parte, el capitán, ajeno a las disquisiciones de Pomponio y agradecido a la intervención de Marco Claudio, saludó, llevándose la mano al pecho, a los dos tribunos de la plebe por permitirle seguir con las órdenes enviadas por Escipión, y se dirigió hacia el timonel.
—¡A estribor! ¡Y plegad velas! ¡Avanzaremos con los remeros! ¡Dirigíos hacia el dique de entrada al Puerto Pequeño! ¡Entramos en Siracusa!
Publio Cornelio Escipión estaba de pie en medio de los muelles del Puerto Pequeño de la imponente Siracusa. A sus espaldas se encontraban sus oficiales de más confianza: Cayo Lelio, Lucio Marcio Septimio, Silano, Mario Juvencio, Quinto Terebelio, Sexto Digicio y Cayo Valerio. La quinquerreme con los embajadores acababa de echar amarras y la pasarela ya había sido dispuesta. Al minuto, los diez legati, los dos tribunos y el edil de Roma, todos ellos encabezados por la pomposa y gruesa figura del pretor Marco Pomponio, descendían por el puente de madera dispuesto para su paso a tierra. Publio se adelantó a sus oficiales y se puso al pie de la pasarela.
—Salve, pretor Marco Pomponio, tribunos, senadores y edil de Roma. Espero que los dioses os hayan proporcionado una travesía segura. ¿Deseáis descansar un poco y comer algo o preferís comenzar vuestra misión lo antes posible?
—Salve, salve —respondió Pomponio. Era ahora a él a quien le correspondía decidir. Tenía pensado acudir a los baños de la ciudad primero, poder así empaparse del ambiente de la ciudad, ver cómo se sentían los habitantes de Siracusa bajo el mando de aquel extraño y extranjerizado cónsul de Roma que, sin embargo, al menos, los había recibido vestido con la coraza militar propia de los generales romanos y armado con su espada, rodeado de sus oficiales y protegido por sus lictores. El caso es que, viendo al cónsul tan preparado, proponer cualquier cosa que no fuera empezar la misión parecería trivial. Pomponio no lo dudó, pese al cansancio que sus huesos doloridos debían soportar, obligados a cargar con un peso excesivo para su poco adiestramiento físico.
—Empecemos cuanto antes, cuanto antes, cónsul —respondió Pomponio con seguridad y cierta altanería—. Además, no creo que tardemos demasiado en evaluar vuestra capacidad o incapacidad para la misión que se os asignó: recuperar las legiones V y VI para el combate activo y preparar la invasión efectiva e inminente de África.
Varios de los legati sonrieron profusamente. El edil permaneció serio y los tribunos ocultaron sus sentimientos, pero coincidieron con Pomponio en empezar de forma inmediata la evaluación para la que se habían desplazado.
—Sea, por Hércules —aceptó Publio, y volviéndose hacia sus oficiales añadió una simple instrucción a los embajadores—. Seguidme.
El cónsul se adelantó con sus tribunos y centuriones y los embajadores le siguieron. Pomponio y los tribunos de la plebe que iban al principio de la comitiva de embajadores vieron cómo el cónsul impartía una rápida serie de órdenes a sus oficiales y cómo éstos asentían y, veloces, se desvanecían entre las calles de Siracusa, unos a pie, en dirección al Portas Magnus, hacia el suroeste y otros a caballo hacia el noroeste, en dirección al barrio que los ciudadanos de aquella urbe denominaban Neápolis. Por su parte, el general conducía a los embajadores por las calles de la Isla Ortygia y tanto senadores como tribunos como el edil de Roma no podían dejar de admirar los impresionantes templos, edificios y plazas por los que pasaban. Al parecer de Pomponio, el cónsul estaba dando un rodeo innecesario, pero el paseo por la ciudad le pareció igual de interesante que a sus compañeros, por lo que permaneció callado mientras cruzaban la gran Agora de Siracusa o cuando cruzaban por la ciudadela de Dionisio.
Publio dirigía a aquel grupo de distinguidos mandatarios romanos con celeridad, sin darles respiro. Ése era su plan. No darles un momento de resuello. Eso entre otras cosas. Habían venido a evaluar su capacidad, pues lo harían, lo harían durante todo el día, sin detenerse. ¿Querían ver si estaba capacitado para dirigir una invasión? Bien, pues les daría todos los datos, toda la información. De hecho, Publio se sorprendió a sí mismo: estaba empezando a disfrutar. Para empezar, un paseo por la ciudad, esa ciudad que tanto subestimaban en Roma, la urbe de Siracusa. Una ciudad aún más antigua que Roma y que durante años dominó Sicilia y gran parte de las costas de su entorno. Una fortaleza y un puerto, no obstante, menospreciados porque no fueron conquistados por Máximo sino por Marcelo y, en consecuencia, de la misma forma que los aduladores de Fabio Máximo habían engrandecido la importancia de Tarento, que sí tomó Máximo, habían reducido la importancia militar y política de conquistar y dominar Siracusa. Por eso los llevaba por la ciudad en un primer paseo que pusiera a aquellos embajadores en situación. Dejaron la ciudadela de Dionisio y pasaron junto al templo de Artemisa hasta llegar al inmenso templo de Atenea donde, sin volverse, escuchó la exclamación de asombro de alguno de los senadores, petrificado, ante las elevadas y gruesas columnas jónicas sobre las que se levantaba aquella mole de piedra.
Aún estaban los embajadores sobrecogidos por la pesada silueta del templo de Atenea cuando al girar en una calle vieron ante sí la magnitud de la bahía del Portas Magnas de Siracusa, donde el cónsul no les había permitido atracar. Pero si antes era alguno de los senadores el que había exclamado de sorpresa ante el templo de Atenea, ahora era el propio Pomponio el que se quedó asombrado.
—¡Por todos los dioses! —dijo, y calló.
Y es que ante los embajadores estaba el amplísimo Portas Magnas de la eterna Siracusa, reina de los mares durante siglos, completamente repleto de embarcaciones de todo tipo, de carga, de pesca y militares. Una infinidad de buques que resultaba incontable para los senadores y tribunos.
—Son cuatrocientos barcos de carga y cuarenta navíos de guerra entre trirremes y quinquerremes —explicó Publio con confianza en sí mismo—. Son los que necesito para transportar a unos veinticinco mil hombres más los pertrechos militares necesarios para la campaña y las provisiones para emprender las primeras acciones bélicas hasta que podamos reabastecernos de los propios recursos de África. Venid.
Publio caminaba seguido por sus lictores y luego por los embajadores. Lelio, Terebelio y Cayo Valerio habían ido a caballo hacia el oeste de la ciudad, siguiendo sus instrucciones, mientras que Marcio, Mario, Silano y Sexto Digicio se habían adelantado a la comitiva para llegar al Portus Magnus con antelación. Digicio habría llegado el primero y partido en una veloz trirreme hacia mar abierto, tal y como habían planeado, mientras que Marcio Septimio, Silano y Mario Juvencio le esperaban a él y los embajadores junto a los muelles del Portus Magnus, justo allí donde se levantaban los enormes almacenes que los siracusanos habían utilizado durante años para abastecer su temible flota y que ahora usaba Publio como punto de partida de su próxima invasión a África. Publio esperó a que los embajadores llegaran adonde Marcio y Mario estaban, frente a uno de los grandes almacenes y, cuando el pretor y sus acompañantes alcanzaron aquel lugar, aún distraídos contemplando el mar cubierto de centenares de embarcaciones, admirando la mayor flota que nunca antes ninguno de ellos hubiera visto, ordenó a Marcio, Silano y Mario que abrieran las puertas de los graneros, no sin antes reclamar la atención de los distraídos senadores que no dejaban de mirar la bahía.
—Por favor, os ruego que examinéis estos graneros de los muelles para que podáis dar constancia a Roma de sus contenidos y de la capacidad que he tenido para reunir las suficientes provisiones para alimentar a veinticinco mil hombres durante un mínimo de cuarenta y cinco días, que es el margen suficiente para poder establecerse en África y comenzar un reaprovisionamiento tomando alguna de las plazas fuertes o de las ciudades de la costa.
Marcio ordenó que un grupo de diez legionarios corriera los portones de madera que daban acceso a los graneros de los muelles. Ante los embajadores aparecieron decenas, centenares, miles de sacos de trigo apilados en unos almacenes que se extendían a lo largo de todo el Portus Magnus.
—Entrad, entrad, por favor, os lo ruego —les invitó Publio Cornelio Escipión.
La comitiva se paseó entonces por las sombras de los almacenes. A cada cinco pasos había apostado un legionario armado de guardia. Sin duda, el cónsul no quería poner en peligro la enorme fuente de recursos que había estado reuniendo durante los largos meses de su estancia en Sicilia, pensaron los tribunos, y apreciaron la organización y disposición de cuanto se les enseñaba. Los senadores callaban y escuchaban, sorprendidos, pero aún recelosos.
—Tenemos trigo, harina, pan, carne seca de jabalí, carne de ave, sal, agua, vino, miel, frutos secos, todo ello repartido entre comida cocinada o preparada para ser consumida en los primeros quince días y luego alimento que ha de ser preparado para treinta días más. A esto hay que añadir el ganado que transportaremos, sobre todo cabras, ovejas, cerdos y vacas para mantener el aprovisionamiento de carne y leche durante las primeras semanas de campaña. Por favor, tomaos el tiempo que queráis para examinar estos víveres. Probad lo que queráis, Marcio o Silano o Mario os abrirán el contenido de cualquier saco que deseéis; podéis llevaros muestras, un saco entero si así lo queréis, pero os lo advierto, pesan mucho. —Y Publio salió sonriendo de los almacenes en dirección a los muelles del Portus Magnus. Quería comprobar que todo estuviera dispuesto para partir enseguida mar adentro.
Marco Pomponio no dudó en aceptar la invitación del cónsul para inspeccionar el contenido de algunos de los sacos e hizo que ante los ojos de todos los embajadores se abrieran diversos fardos. En todos encontraron lo que se suponía que debía de haber según el almacén en el que se encontraban: sal, trigo, carne seca de jabalí y cerdo, nueces, almendras y otros víveres diversos. Cuando el pretor pidió saborear el líquido de diferentes ánforas, encontraron agua fresca, vino, aceite, vinagre y mulsum. Y cuando llegaron a los establos habilitados en los muelles, hallaron varios rebaños de cabras, ovejas, gallinas y bueyes en perfecto estado, además de innumerables sacos de heno, grano y algarrobas acumulados para alimentar a los animales durante la travesía y, si era necesario, durante las primeras semanas de la campaña en África. Todo aquello estaba en perfecto orden. Pomponio salió de los almacenes siguiendo a Marcio, que los dirigía hacia la quinquerreme atracada en el centro del muelle principal del Portus Magnus. Pomponio empezaba a sentir una extraña mezcla de sentimientos: venía persuadido de la incapacidad de aquel hombre para poner en marcha una operación de tal envergadura como una imposible conquista de África, pero hasta el momento lo que había visto era una inmensa flota y un montón de provisiones. Eso no era suficiente para superar una peligrosa travesía surcando aguas hostiles infestadas de trirremes púnicas. Lo más posible es que si concedían permiso para que la expedición partiera, ésta fuera masacrada en medio del mar o, peor aún, que todos aquellos suministros cayeran en manos del enemigo. Pomponio caminaba ensimismado y no se dio cuenta de que estaban al pie de la pasarela de una quinquerreme. Levantó los ojos. Por la torre central del puente, más elevada de lo normal y por las dimensiones del buque, ligeramente más grande que una quinquerreme habitual, el pretor concluyó que aquél era el buque insignia de la armada que el general Escipión había construido para su loco sueño de guerra. El oficial que los acompañaba invitó a los embajadores a que subieran al barco. Pomponio aceptó. No estaría de más inspeccionar los buques que debían proteger todas aquellas provisiones en su travesía hacia África. De modo que Marco Pomponio ascendió lentamente y en unos segundos volvió a encontrarse en un barco, cuando apenas hacía una hora que habían descendido de la embarcación que los había traído de Roma. Empezó a examinar los remeros: había más de trescientos, como correspondía a una nave de aquellas dimensiones y, se sorprendió, empezaban a remar y con el impulso de los centenares de remos el barco comenzó a navegar. Pomponio se giró y comprobó cómo se alejaban del muelle y observó cómo el resto de los embajadores parecía igual de sorprendido. Pomponio buscó con sus ojos al capitán del barco y encontró al propio Publio Cornelio Escipión que descendía del puente de mando hasta la cubierta principal en donde se encontraba la comitiva.
—Vamos a navegar. Me gustaría que presenciarais el tipo de maniobras navales en las que hemos estado adiestrando a los pilotos de los barcos, a los remeros y a los legionarios de a bordo.
Aquello no era del agrado de Pomponio, pero pensó que un paseo por el Portus Magnus, entre embarcaciones amigas, pondría en ridículo al cónsul: si ésas eran las maniobras que acostumbraba practicar, su capacidad para dirigir la flota con posibilidades de éxito quedaría en entredicho.
—Sea, paseemos por la bahía, si eso es de vuestro agrado —respondió Marco Pomponio.
—Sea, por todos los dioses, paseemos —confirmó Publio, y repitió la palabra «paseemos» con cierto tono entre irónico y divertido.
La quinquerreme fue navegando hábilmente pilotada entre la infinidad de buques anclados en el Portus Magnus circundando la bahía en paralelo con la Vía Helorina que por tierra une las poblaciones de la costa hasta llegar a las murallas de Siracusa. Así hasta alcanzar la altura de Plemyrium, la última ciudad de la bahía antes de poner rumbo hacia el este, mar adentro.
—Como veréis, vamos en vanguardia de una pequeña formación de veinte naves de carga —empezó a explicar Publio a los hasta entonces tranquilos embajadores—. Una vez que emboquemos hacia el mar nos seguirán cuatro quinquerremes más que, junto con la nuestra, irán rodeando y protegiendo a las veinte embarcaciones de carga. Es un modo de simular lo que luego será la gran travesía con la flota al completo: cuarenta barcos de guerra protegiendo a más de cuatrocientos transportes. Bien. Una vez que superemos Plemyrium entraremos en mar abierto y allí nos atacará Sexto Digicio con una flotilla de cinco trirremes. Su objetivo será inutilizar nuestras quinquerremes para así poder abordar los transportes y llevarse las provisiones como botín. Nosotros, claro, tendremos que evitarlo, pero Sexto es un hábil marino. No resultará fácil. Espero que el ejercicio os resulte entretenido. Ahora, os ruego que me disculpéis.
Con estas palabras, Publio Cornelio Escipión concluyó su explicación de la maniobra naval que iba a tener lugar y bajó de la torre de mando para, una vez en cubierta, dar instrucciones a diversos oficiales de la nave. Marco Pomponio había escuchado con curiosidad pero sin impresionarse. El cónsul iba a simular un ataque. Bueno, habría que ver qué es lo que aquel hombre más apegado a vivir entre escritores y acudir a funciones de teatro entendía por ataque. El barco empezó a oscilar con vaivenes mayores que los habituales.
—La mar está algo agitada —comentó uno de los senadores de la embajada—. Esto dificultará las maniobras de los barcos. Espero que el cónsul sepa lo que se hace.
Marco Pomponio no dijo nada, pero en su estómago notaba cómo el barco ascendía y descendía rítmicamente. Daba gracias a los dioses por la fuerza de los trescientos remeros, que con su constante batir las aguas con sus remos conseguían que la nave embistiera las olas mitigando la sensación de mareo que comenzaba a surgir en su interior.
—¡Mirad! —exclamó Marco Claudio, uno de los dos tribunos de la plebe.
A un costado de la flotilla, a babor, apareció la silueta de un grupo de naves más pequeñas que, a toda velocidad, se aproximaba hacia ellos. Se trataba de las trirremes de Sexto Digicio anunciadas por el cónsul. Las trirremes, más pequeñas, sólo contaban con ciento setenta remeros, pero eran más ágiles y muy ligeras y en pocos minutos se situaron a la altura de la flotilla del cónsul. De pronto, una de las trirremes se separó del resto y se encaminó directamente a lo que parecía ser una embestida frontal contra la nave capitana, donde estaba el propio cónsul y los embajadores.
—¿Por todos los dioses, no irán a embestirnos con el espolón? —preguntó un agitado Marco Pomponio, sin percatarse de que unas gotas de sudor frío empezaban a delatar su confuso estado de ánimo.
—No, vamos, espero que no —aclaró Publio subiendo por las escaleras que daban acceso al puente—. Ésa no es la idea. Eso sería lo que harían en una batalla naval en toda regla y seguramente en su fase final, pero en un ataque que busca apoderase de los transportes lo lógico es que busquen inutilizar nuestros pesados barcos de guerra y luego abalanzarse sobre los barcos de carga. Para ello Sexto Digicio realizará una peligrosa pero espléndida maniobra de ataque propia de la armada cartaginesa: su trirreme barrerá nuestro costado, rozándonos casi para así destrozar todos nuestros remos de un lado y de ese modo dejarnos inutilizados, pasando a toda velocidad, sin detenerse, para una vez que nos haya dejado atrás dirigirse a por los mercantes. El resto de las trirremes hará lo mismo.
—¿Y no hay peligro en esta maniobra? —preguntó el edil.
—¿Peligro? —Publio preguntó al viento, mientras se protegía con su mano derecha del sol y observaba la maniobra de ataque de Digicio sobre su propia nave—. Sí, por Hércules, ya lo creo que hay peligro. Eso es lo que la hace interesante. Y es que, estimados embajadores, esto son maniobras de guerra que, por otra parte —y se volvió hacia Pomponio—, es lo que se supone que debo estar preparando, ¿no?
Pomponio fue a replicar, pero no tuvo tiempo, pues la nave de Digicio, a una velocidad sorprendente, se les echaba encima, frontalmente, por babor. El pretor escuchó el crujir de todos los remos de la quinquerreme al partirse en mil pedazos.
—¡Ahora! —gritó Publio a sus oficiales, y desde el centro del barco se lanzó el corvus, un gigantesco gancho asido a una muy gruesa y poderosa soga que, hábilmente lanzado, cayó en el centro de la trirreme de Digicio, destrozando las tablas de la cubierta y quedando enganchado entre ellas, de modo que la nave atacante viró bruscamente detenido su impulso cuando la soga llegó a su límite máximo. De esta forma, los dos buques quedaron unidos por el corvus y sus moles de madera chocaron entre sí haciendo chirriar y crujir todos y cada uno de los listones de ambas embarcaciones. La sacudida fue brutal y todos los embajadores cayeron por cubierta.
—¡Adelante! —añadió el cónsul, y los senadores, Pomponio entre ellos, se agarraban a las barandillas del puente para no caerse de nuevo por los latigazos que la trirreme enganchada creaba al intentar zafarse del corvus. Observaron entonces cómo, desde la parte frontal de la quinquerreme, un grupo de legionarios descolgaba la manus férrea, un puente levadizo que hicieron girar con rapidez hacia el lado donde estaba la trirreme para, una vez desplazado y situado a la altura de la embarcación que les había atacado, soltar las cuerdas que lo sostenían plegado y dejarlo caer de golpe sobre la trirreme. De ese modo el puente quedó tendido entre las dos naves y, acto seguido, varias decenas de legionarios montaron sobre el puente y, en formación, como si estuvieran en tierra firme, avanzaron hacia la trirreme, donde por un lado unos marineros intentaban infructuosamente cortar la gran soga del corvus empapada en aceite, lo que dificultaba que fuera cortada, y otros se afanaban por preparar una defensa contra el abordaje que se les venía encima.
—En cada quinquerreme —continuó explicando Publio a voz en grito a los embajadores—, he ordenado instalar un corvus y una manus férrea similares a las que veis aquí y cada nave lleva, como nosotros, además de los trescientos remeros, un manípulo de cien triari, expertos y veteranos. Esto nos hace lentos pero fuertes defensores de los transportes. Las trirremes podrán acudir a por las naves que no apresemos con los corvus en caso de ataque, además de ir por delante de la flota y avistar enemigos con tiempo suficiente para preparar una defensa adecuada. Además, ya habéis visto que Digicio es un hacha en eso de destrozar los remos de los enemigos. Ésa es una maniobra que han practicado todas las trirremes. Como son maniobras, los soldados sólo llevan espadas y lanzas de madera sin punta.
Los embajadores fueron testigos de cómo los marineros de la trirreme eran incapaces de cortar el corvus o de detener el empuje de los triari. En pocos minutos la nave de Digicio estaba rendida y lo mismo había ocurrido con el resto de las trirremes de la flotilla atacante.
—¡Bien, es suficiente por hoy! —exclamó el cónsul a sus oficiales—. ¡Regresamos a puerto!
Marco Pomponio quería sentarse, pero no había asiento alguno en aquel puente de mando. Los barcos estaban detenidos en alta mar mientras se realizaban las operaciones de desenganche y el vaivén de las olas en medio de aquella marejadilla creciente empezaba a resultar insoportable para su cabeza y, peor aún, para su estómago. El pretor se asomó por la barandilla del puente de mando. Las arcadas vinieron enseguida, su cuerpo se contrajo y empezó a vomitar sin reparar en que el puesto de mando estaba en el centro del barco y que se alzaba sobre el interior de la propia cubierta principal, de modo que su vómito no caía sobre el mar, sino sobre los marineros que se afanaban en las tareas de desenganche y en las de sustituir los remos dañados por otros de repuesto que cada barco llevaba en caso de ser embestido por un lateral.
Publio observó cómo el pretor se aliviaba y cómo los marineros se alejaban del lugar de aquella inesperada lluvia de jugos gástricos y bilis. Una vez que Marco Pomponio hubo terminado de vaciar su estómago por la cubierta del buque el cónsul se apiadó de él.
—¡Una bacinilla con agua y una sella para el pretor, rápido, por Castor!
Las órdenes del cónsul se cumplieron con celeridad. Una vez sentado y limpio el pretor agradeció el agua y la sella con concisión.
—Gracias.
Publio asintió sin añadir más. El pretor se había puesto en evidencia. Tampoco era inteligente ahondar en la herida y humillar a quien tenía el poder, junto con los tribunos, de votar a favor o en contra de su capacidad para dirigir la invasión de África, tal y como había dispuesto el Senado de Roma. Por primera vez en aquel día, Publio tuvo dudas sobre la forma en la que estaba llevando el asunto de la embajada. Había querido impresionarlos pero no humillarlos y menos al pretor, por muy hombre de Fabio que fuera; por eso, cuando llegaron al muelle central del Portus Magnus, Publio ofreció alternativas a la comitiva.
—Habéis visto nuestras fuerzas navales y la preparación para la defensa de los transportes de la invasión. Tengo preparadas las legiones V y VI para unas maniobras terrestres, al oeste de la ciudad, en la meseta de Epipolae y más allá de las murallas de Dionisio, pero quizá sea mejor que descanséis esta tarde y ya mañana podréis ver estos ejercicios. Se pueden posponer.
Todos en la embajada sabían que aquellos comentarios iban dirigidos a Marco Pomponio, pero que el cónsul, en un acto de discreción, los había dirigido a la colectividad de los senadores y tribunos de la plebe. El pretor agradeció en su fuero interno la oferta del cónsul y sobre todo la discreta forma de proponerla, pero, pese a la palidez del rostro, Pomponio se sentía ya algo mejor con sus pies sobre tierra firme. Pese a todo lo que había dicho Fabio, aquel general había demostrado su capacidad para realizar una travesía como la que había planteado en el Senado. Pomponio no tenía demasiadas dudas de que aquel hombre conseguiría desplazar los cuatrocientos transportes y descargarlos en África, pero quedaba lo más importante: las tropas y su capacidad real para luchar y vencer en África a los númidas aliados de Cartago, a sus mercenarios de diferentes regiones y a los propios púnicos. Y las legiones con las que contaba aquel hombre no eran otras que las «legiones malditas», la V y la VI, como había dicho el cónsul. Quizá, sólo quizá, pensó Pomponio por un instante, quizá con otras tropas... pero no con aquéllas, con los derrotados de Cannae y de Herdonea. No, no con esos legionarios. ¿Legionarios? ¡Qué absurdo! Llevaban once años de destierro. Demasiados para ser recuperables.
—No, cónsul. Hemos venido a tomar una grave decisión que puede afectar el curso de esta guerra y cuanto antes tengamos toda la información necesaria para tomar dicha decisión, mejor. De modo que si las legiones están dispuestas para ser revisadas por la embajada y si al resto de los legati y a los tribunos de la plebe y al edil no les parece inapropiado, me parece bien seguir la revisión de las fuerzas terrestres, toda vez que ya nos has mostrado las fuerzas navales de las que dispones y tu modo de utilizarlas para la defensa y el ataque —y, mirando fijamente a Publio, añadió—, y si te preocupa mi salud, sólo debo decirte, joven cónsul, que yo ya mataba galos en Liguria cuando tú aún eras amamantado por tu nodriza.
Publio no pudo por menos que reconocer cierta vieja bravura en las últimas palabras del pretor y no tomó a mal la indirecta que hacía hincapié en la excesiva juventud de un general al que se le podía encomendar, o no, la invasión del territorio del mayor enemigo de Roma. Publio no mordió ese cebo y decidió no enfrascarse en un debate estéril sobre su edad. Palabras. Ahí volvió a detectar Publio la alargada mano de Fabio Máximo. Contra las palabras, Publio hacía tiempo que había decidido sólo oponer hechos, como lo que acababa de hacer en el mar. Ahora debía hacer lo mismo en tierra.
Por su parte, los tribunos de la plebe y el resto de los miembros de la embajada accedieron también a continuar con la revisión de todo lo relacionado con la proyectada invasión de África.
—Sea —dijo Publio, y se dirigió a varias cuadrigas dispuestas para desplazar a los miembros de la embajada con rapidez por la amplia ciudad de Siracusa—. Montad a los carros. Cruzaremos la Isla Ortygia, el foro de la ciudad y el barrio de Neápolis.
Escipión subió al primero de los carros y los embajadores le imitaron montando en las diferentes cuadrigas dispuestas para ellos. La travesía por la ciudad fue rápida. Los caballos trotaban con premura siguiendo la ruta que el cónsul les había anunciado: del Portus Magnus ascendieron hacia el centro de la Isla Ortygia, pasando frente a todos sus grandes templos hasta cruzar a la Achradina fuera ya de la isla; luego atravesaron el foro sin detenerse hasta que los carros, siempre avanzando hacia el oeste, les llevaron al lugar donde se levantaba la inmensa ara de Hierón II, dedicada al dios Zeus. Pomponio se quedó impresionado ante los doscientos metros de altar, pero no tuvo tiempo de analizar con más detenimiento la estructura, pues los caballos seguían su ruta sin tregua. Del altar de Hierón pasaron, ya en la zona de Neápolis, al gran teatro griego, allí donde Pomponio sabía que el cónsul había entretenido a sus tropas asistiendo a representaciones de cuestionable contenido, en lugar de centrarse en el adiestramiento diario de la tropa. Sí, sería interesante ver a esas legiones desterradas y mal dirigidas por aquel cónsul ambicioso. Era cierto que Escipión había hecho gala de cierto dominio sobre las artes de la guerra naval, pero era en tierra donde tendría que doblegar a los cartagineses, y en su propio territorio. Cuanto más lo volvía a pensar, más absurda le volvía a parecer a Pomponio toda aquella idea de la invasión de África. Era un hecho, no obstante, que aquel general había derrotado en varias ocasiones a los cartagineses en Hispania, pero aquél era un país extranjero también para los púnicos y Escipión se había ayudado de las alianzas con los iberos, mientras que en África sería prácticamente imposible conseguir aliados de confianza, aunque el cónsul se empeñara en presentar su pacto con el rey Sífax como un aval más de su futura campaña. Sífax era un hombre colérico, de humor cambiante, del que podía esperarse poco o nada bueno para Roma. Pomponio, a bordo de su cuadriga, negaba en silencio. Además, las tropas con las que consiguió victorias Escipión en Hispania eran otras: legionarios nuevos por un lado, con pasión por Roma, y legionarios veteranos heredados de las legiones de su padre y su tío, con ansia por vengar su derrota anterior. Sin embargo, ahora, ¿de qué dispondría aquel joven nuevo Escipión? Sólo de las «legiones malditas». La V y la VI no eran tropas, sino carnaza de destierro y vergüenza.
Distraído en sus pensamientos, el pretor no se percató de que ya habían cruzado toda Neápolis y gran parte de la meseta de Epipolae hasta llegar a unas imponentes murallas que se extendían ante ellos hacia el noroeste y hacia el sureste: las murallas que Dionisio levantara hacía más de un siglo para proteger una ampliada y hegemónica Siracusa, centro del poder en Sicilia y gran parte del Mediterráneo occidental de antaño. Los carros se detuvieron y primero el cónsul y luego el resto de los miembros de la comitiva senatorial fueron bajando de sus cuadrigas. Ante ellos, a medio centenar de pasos de las murallas se acumulaban en dos filas decenas de catapultas y escorpiones, preparados para ser disparados por varios centenares de legionarios que se afanaban en acumular lo que parecía ser grava y tierra. Todo estaba dispuesto como si se preparara la defensa de un asedio.
—Seguidme, os lo ruego, a lo alto de la muralla. Desde allí lo podréis ver mejor todo —les invitó un visiblemente concentrado Publio al que se le acercaban oficiales a los que escuchaba y despachaba con una o dos rápidas instrucciones. Los oficiales asentían y partían a cumplir las órdenes recibidas. Los embajadores ascendieron por una escalinata de madera que los condujo a lo alto de la muralla occidental de Siracusa. Ante ellos se presentó un espectáculo inesperado. Las legiones V y VI de Roma estaban en formación de combate, con los velites ligeramente adelantados al resto de los legionarios; tras ellos, venían los manípulos de los hastati, mil doscientos hombres en cada legión, y a continuación otros tantos legionarios en los manípulos de los principes. En la retaguardia se encontraban los triari, seiscientos por cada legión, los hombres más veteranos y expertos y, por fin, unos seiscientos jinetes agrupados en diversas turmae, unos procedentes de los supervivientes de Cannae y otros voluntarios formados en Sicilia por los caballeros de Siracusa. En las alas se acumulaban los millares de tropas auxiliares de ambas legiones.
El pretor oteaba el paisaje que se dibujaba ante sus ojos: la formación era apropiada e impresionaba al que no estuviera acostumbrado a presenciar a un ejército consular, pero para los viejos huesos de Pomponio aquello no dejaba de ser una fachada. De pronto, algo fue lanzado desde el interior de la ciudad. Pomponio levantó la vista y observó una flecha incandescente cruzando el cielo de la tarde siciliana. Tras la señal, las legiones empezaron su avance. Pomponio se percató de que los velites tenían ante sí montones de hojarasca, ramas e incluso troncos de árboles recién cortados ante los que se detenían, tomaban ramas pequeñas y grandes y proseguían con su avance hacia las murallas. El pretor miró hacia abajo: las murallas terminaban en un foso profundo que dificultaba el acceso a la base de los muros. El foso parecía de reciente factura o, al menos, haber sido reparado en las últimas semanas o meses. Las legiones avanzaban.
—¡Ahora! —ordenó con voz potente Publio Cornelio Escipión.
Las decenas de catapultas empezaron a escupir grava y tierra compactada en terrones secos que volaban por encima de las murallas y caían sobre los velites, que se veían obligados a levantar con una mano sus escudos y protegerse de la lluvia de grava y tierra y, con la otra mano, seguir arrastrando su pesada carga de ramas, troncos y hojarasca. Fue un avance penoso y agotador para aquellos hombres, pero que en ningún momento cejaron hasta llegar a la base de la muralla, donde, por turnos, arrojaban todos los troncos y ramas hasta que a fuerza de arrastrar madera, hojas, tallos y troncos, fueron rellenando el vacío del foso en diversos puntos de la muralla. Una vez cumplida su misión, cegados muchos por la tierra, otros con sangre en la cabeza por la lluvia de grava, fueron retirándose con rapidez dejando paso entre su formación de repliegue a los manípulos de hastati y varias unidades de tropas auxiliares, que se lanzaban sobre la muralla con escalas y cuerdas a sus hombros. Los hastati sufrieron la misma lluvia de grava y tierra, pero no se detenían y continuaban hacia delante, hasta cruzar el foso por encima de las ramas y troncos dispuestos por sus compañeros legionarios de avanzadilla. Una vez al pie de la muralla lanzaban escalas y cuerdas, muchas de las cuales alcanzaban sus objetivos, pero que eran sistemáticamente soltadas por dos manípulos de legionarios repartidos por lo alto de las murallas, cuya misión era dificultar el acceso a las mismas de las legiones atacantes. El trabajo de los hastati proseguía de forma constante pero infructuosa cuando los principes, reforzados por más tropas auxiliares, entraron en acción agrupándose para atacar las puertas de la ciudad en aquel extremo del recinto amurallado. Los principes se lanzaron con pesados arietes con los que arremetieron contra los grandes portones de la ciudad pero, pese al empuje de los soldados, tanto las puertas como las murallas, bien defendidas por los manípulos de legionarios dispuestos por el general para oponerse a las legiones, parecían inexpugnables. Fue entonces cuando el pretor y el resto de los miembros de la embajada vieron emerger en la distancia dos lentas, altas y pesadas moles móviles que se deslizaban en dirección a la muralla. Eran dos ciclópeas torres de asedio de las que tiraban decenas de fornidos triari. Las torres, tambaleándose como gigantes ebrios, fueron aproximándose lenta pero inexorablemente hacia dos extremos de la muralla quedando varadas por los legionarios a apenas unos veinte pasos del muro. La lluvia de grava y tierra no cejaba, pero tanto los velites y los hastati persistían en sus esfuerzos por trepar hasta lo alto de los muros, como los principes pugnaban por derribar las puertas y asediar las murallas próximas a las mismas. Los legionarios de la defensa trabajaban a destajo y sin descanso; eran tantos los que asediaban y con tal furia que aquello ya no parecía un ejercicio: era como si las legiones V y VI se hubieran planteado tomar aquellas murallas en aquellas maniobras como algo que afectaba a su orgullo personal. Los legionarios sabían que una embajada del Senado había acudido allí para evaluar su fortaleza en la lucha así como la capacidad de su general para dirigirles, el mismo general que les había dado, por fin, una segunda oportunidad. Y todos sabían que ese mismo general no se lo iba a poner fácil, pues un ejercicio sencillo no impresionaría a los senadores; por eso, pese a la tormenta de piedras que caía sobre sus cabezas, a las escalas que de forma continua caían desenganchadas de los muros y pese a lo aparentemente imposible que resultaba la tarea encomendada, todos aquellos hombres, los derrotados de Cannae, defenestrados y despreciados por Roma, se empecinaban en doblegar aquella pertinaz defensa con una tozudez aún mayor que la de los propios impertérritos e insensibles muros de Siracusa.
Así, de las torres de asedio cayeron sendos puentes levadizos que descargaron a plomo su terrible peso sobre las almenas más altas del muro y, al instante, sobre el puente, decenas de sandalias de los triari desfilaron mientras sus propietarios, protegidos por sus escudos, avanzaban hacia lo alto del muro. En pocos minutos los triari habían despejado de defensores amplios espacios de la muralla, que a su vez eran aprovechados por velites y hastati para trepar raudos al muro y sumarse a sus compañeros, al tiempo que un chasquido ensordecedor anunciaba que las puertas de la ciudad cedían a los arietes y se quebraban por la mitad dando paso a que los principes entraran en Siracusa. El ejercicio estaba completado.
Desde lo alto de la muralla, rodeados ya por atacantes en vez de defensores, el pretor y los legati presenciaban el desenlace de la maniobra. Tal era el arrojo con el que los legionarios de la V y la VI habían tomado la muralla que algunos de los senadores se sintieron perturbados y algo confusos con respecto a su seguridad, pero en cuanto los triari alcanzaron la posición en la que se encontraban los embajadores, acompañados por el general en jefe de aquellas legiones, vieron cómo de entre los atacantes surgía el oficial al mando, el tribuno Cayo Lelio, por todos conocido en Roma como el segundo de Escipión, y veían cómo este veterano se dirigía a su joven general y le saludaba con la mano en el pecho.
—¡Salve, Publio Cornelio Escipión, cónsul de Roma! ¡Las murallas han sido tomadas según tus órdenes!
—¡Y por todos los dioses que mis órdenes han sido bien cumplidas! —respondió Publio, y se volvió hacia los embajadores—, supongo que todos conocéis a mi segundo en el mando, Cayo Lelio.
Publio vio cómo tanto el pretor como los legati, el edil y los tribunos de la plebe asentían en señal de reconocimiento. El cónsul se sintió, por primera vez en aquel día, plenamente satisfecho y orgulloso no sólo de ser quien era, sino de algo más importante, de tener la lealtad de los hombres que le rodeaban. Al girarse hacia Lelio y darle las nuevas instrucciones, que las legiones se reagruparan y formaran ante las murallas que habían tomado para que saludaran a la embajada, el propio Lelio leyó en los ojos de su general la sensación de felicidad que lo embargaba. Parecía que, poco a poco, los insultos de Baecula iban desapareciendo, como si la traición de Netikerty nunca hubiera existido, y que se encontraran tan cerca en sus almas el uno del otro como cuando luchaban en las murallas de Cartago Nova.
Trajeron agua y vino para los embajadores que todos aceptaron con agrado. El día había sido intenso. Seguían en lo alto de las murallas siendo testigos de la rapidez con la que los hombres adiestrados bajo el mando de aquel general se replegaban y formaban posicionándose cada legionario en su manípulo, pese a que algunos estaban heridos por las piedras y otros con tobillos torcidos por caerse al trepar los muros. También los había con piernas o brazos rotos que eran llevados al interior de la ciudad por un manípulo de soldados que el general parecía haber reservado para retirar a los heridos de consideración, junto con los cadáveres de tres hombres que se habían despeñado desde lo alto de las torres de asedio. Habían sido unas maniobras especialmente cruentas, pero necesarias. La realidad de la guerra, todos los sabían, sería aún mucho peor. Todo se hizo en pocos minutos y ante los embajadores, que aún vaciaban las copas de agua y vino que se les había traído, las legiones V y VI de Roma, las «legiones malditas», quedaron en perfecta formación. El general alzó su brazo y un silencio espeso pareció desparramarse por todo el oeste de Siracusa y alcanzar las tropas formadas ante sus murallas. Publio Cornelio Escipión dejó caer entonces su brazo y unas veinte mil gargantas, entre velites, hastati, principes, triari, voluntarios veteranos de la guerra en Hispania, jinetes de las turmae, soldados de las tropas auxiliares y hasta los propios calones, que unieron sus voces a las de sus amos, gritaron al unísono, al tiempo que todos golpeaban sus lanzas contra los escudos elevando hacia las murallas de Siracusa un ensordecedor rugido de guerra que el viento transportaba como si de las fauces de un colosal león se tratara. Las murallas temblaron y los embajadores dejaron de beber. El general alzó de nuevo su mano y el grito cesó tan abruptamente que un sorprendido senador dejó caer su copa, cuyo ruido al chocar sobresaltó al resto al resaltar tanto aquel sonido entre el silencio que nuevamente había vuelto a establecerse.
—Éstas son mis legiones, malditas para muchos, legiones de combate para mí y para Roma, al servicio del Estado, preparadas para invadir África —dijo Publio mirando a los embajadores uno a uno de un modo enigmático, como si sus palabras transportaran un contenido incontestable, como si quisiera decir que sus tropas estaban más allá de toda evaluación; una mirada, por primera vez desde que llegó la embajada, altiva, segura, poderosa, inquebrantable. Muchos de los legati terminaron mirando al suelo, pero no así Marco Pomponio ni los tribunos de la plebe, aunque, claramente, el primero no la bajó por orgullo y los otros, por admiración hacia el cónsul—. En cualquier caso —continuó Publio con un tono nuevamente conciliador—, sois vosotros los que debéis decidir sobre mi capacidad para el mando de estas tropas, pero me gustaría precisar que es sobre mí sobre quien debéis decidir, no sobre estos hombres que habéis visto hoy tomando estas murallas: estos legionarios, y así los llamo, legionarios de Roma, se merecen una segunda oportunidad: dadme a mí el mando o quitádmelo, pero no cercenéis una vez más la esperanza de estos soldados. Y ahora, si queréis acompañarme, creo que es el momento de celebrar un sacrificio por vuestra visita y por la invasión de África, sea ésta bajo mi mando o bajo el mando del general que estiméis más apropiado.
Con estas palabras todos quedaron entre admirados y perplejos de la forma en que el cónsul escindía la evaluación de los embajadores del futuro de las tropas y su misión, y hacía que la decisión de los legati tuviera que centrarse sobre su persona. Pomponio meditaba mientras descendía por la escalinata de madera en dirección a los carros que les esperaban al pie de las murallas para conducirles, según les había explicado el cónsul, al altar de Hierón II, donde tendría lugar el sacrificio. El pretor estaba intrigado: ¿era aquél un hombre audaz o un vanidoso, o quizás ambas cosas a un tiempo? ¿Y eran la audacia y la vanidad las características necesarias para dirigir una invasión de África? La decisión era complicada, más de lo que había pensado cuando aceptó la misión de encabezar aquella embajada. Fabio Máximo le había insistido en que negara el mando de Escipión y que prohibiera aquel desembarco en África por la locura que suponía y, pensaba el pretor, seguramente fuera una locura, pero ¿qué era mejor: mantener a ese loco en Roma, intrigando con el pueblo, o dejarlo que de una vez por todas marchara hacia su destino como antaño lo hicieran su padre y su tío en Hispania y así poner fin a los desatinos de aquel hombre? Y si para ello debía arrastrar consigo a todos los desterrados de la derrota de Cannae, ¿era eso acaso un problema o una bendición? Pomponio sonrió como pensó que lo habría hecho Máximo: era casi como cazar dos jabalíes en un mismo bosque. Además, los tribunos de la plebe, resultaba obvio, estaban claramente decantados a favor de Escipión.
La comitiva había llegado al altar de Hierón II: la ciclópea ara estaba levantada sobre una base cuadrada de roca pulcramente tallada en bloques, con dos amplias rampas en los laterales y unos canales que permitían recoger la sangre de todos los animales que allí se sacrificaban. En cada una de las rampas se veían las figuras de atlantes que parecían vigilar todo lo que allí acontecía y en la cornisa del altar, unas enormes cabezas de león lo observaban todo, atentas, frías, intemporales. Por los casi doscientos pasos de altar fueron desfilando hasta cien bueyes enormes, especialmente engordados para la ocasión que, uno a uno, eran sacrificados por el popa con certeros golpes de su pesada maza. El cónsul, al final del sangriento ceremonial, elevó una plegaria a Júpiter Óptimo Máximo, a Marte, dios de la guerra, y a todas las divinidades para que le ayudaran en su misión de derrotar a los cartagineses en su propia tierra, en el mismísimo corazón de África. Hasta el altar se habían desplazado centenares de legionarios de las legiones que habían obtenido permiso de Lelio para asistir a dichos sacrificios y, con su presencia, presionar en el ánimo de los embajadores. El sacrificio fue tan numeroso que la sangre de los animales muertos fluía por los canales como si de acueductos de agua roja se tratara. Para los tribunos de la plebe de la embajada era evidente que aquel general lo llevaba todo a la desmesura: las maniobras navales, el número de barcos preparados para el transporte, los víveres almacenados, las maniobras en tierra, el adiestramiento de las tropas y los sacrificios. Posiblemente, también había llevado a la exageración su pasión por el entretenimiento, por el teatro, por su trato demasiado complaciente con los escritores, pero, a fin de cuentas, el mero hecho de invadir o intentar invadir África era una desmesura en sí misma. ¿Quién mejor que alguien como aquel general para acometer algo que a todos los demás les parecía inverosímil? Y si esas tropas parecían dispuestas a seguirle, ¿quiénes eran ellos para impedirlo?
Publio Cornelio Escipión presidió los sacrificios y, una vez que éstos hubieron terminado, descendió del gran altar y se reencontró con los miembros de la embajada. En las manos, brazos, y rostro del cónsul había sangre de las víctimas en la que él mismo se había bañado en busca del favor de los dioses. Unos calones trajeron agua y paños para que el cónsul se limpiara. Mientras se aseaba se dirigió a un visiblemente cansado Marco Pomponio.
—Esto es cuanto quería mostraros, al pretor, a los legati, al edil y a los tribunos de Roma. Ha sido un día agitado, lo sé, pero quería que tuvierais toda la información necesaria para tomar vuestra decisión y quería que la tuvierais pronto. Por todos los dioses, sólo faltaría que se me acusara de no facilitaros la tarea. Ahora os acompañarán a vuestros aposentos en una de las casas principales en el centro de la Isla Ortygia. Allí podréis descansar y meditar sobre...
—Por mi parte no hay mucho que pensar —dijo Pomponio interrumpiendo al cónsul y disfrutando al interrumpirle y al sorprenderle. Era una de las pocas satisfacciones que le quedaban después de ver lo que había visto. Vio los ojos de Escipión interesados y nerviosos, mirándole, interrogándole. Disfrutó del momento unos instantes, pero luego dejó salir de su boca su dictamen. No tenía interés por alargar su estancia allí. No podía hacer lo que había venido a hacer. Lo leía en el rostro confiado de los tribunos de la plebe: estaban a favor de la invasión y seguros de la capacidad de aquel Escipión, al igual que muchos de los senadores. Oponerse sería oponerse a los tribunos del pueblo y crear un conflicto de poderes en la embajada y, visto lo que se había visto, cuando los tribunos hablaran en Roma, el pueblo se volvería contra el Senado y a favor de Escipión. No, ya no se podía hacer nada más que dejar que la historia siguiera su curso. Los dioses dictaminarían el resto—. No, por mi parte no hay mucho que pensar —repitió retóricamente Pomponio—. Sigo en contra de esta misión, de la invasión de África.
Para mí, como para muchos en el Senado, es una locura, pero esto ya se debatió y a mí, a esta embajada, sólo debe ocuparnos dictaminar si tú, Publio Cornelio Escipión, estás o no capacitado para llevar a cabo esta empresa. En mi opinión has reunido los transportes necesarios y la flota de guerra suficiente para la travesía a África y los marineros tienen la preparación para desembarcar con éxito todos los víveres acumulados en los graneros de esta ciudad junto con las legiones y el resto de las tropas auxiliares y de voluntarios de las que dispones. Y también admito que me ha sorprendido la fuerza, el vigor con el que los hombres de la V y la VI se han ejercitado esta tarde en el asalto a las murallas de Siracusa. Ha sido un ejercicio notable. Por todo ello no puedo negar mi voto de aceptación hacia tu capacidad para esta locura, pero dudo mucho que todo esto sea suficiente para derrotar a los cartagineses en su territorio. Creo, joven general, que caminas hacia tu muerte, con una decisión y una ceguera propias de la inmadurez y que te has rodeado de un grupo de oficiales que, por alguna extraña razón que desconozco, parecen compartir tu ilógica forma de ver las cosas; pero sea, como he dicho antes, eso ya no me compete. Por mi parte ya he visto bastante. Que los dioses de Roma estén contigo, general, porque en África... en África nadie más lo estará. Y ahora me marcho a descansar. Por mi parte, no veo inconveniente en partir mañana al mediodía de regreso a Roma.
Pomponio no esperó la respuesta de nadie. Estaba, en efecto, agotado. Maniobras navales por la mañana, paseos al trote en cuadriga y asedios por la tarde. Era una demasiado apretada agenda de actividades para su edad, pero se había esforzado en mantener la dignidad para que nadie pudiera cuestionar su intención en el caso de que hubiera solicitado posponer alguna de las maniobras para descansar. El pretor se abrió paso entre oficiales, legionarios y miembros de la embajada. Todos se hicieron a un lado, dejando un gran pasillo por el que Pomponio se alejó en busca de la cuadriga que le esperaba. No miró atrás. No le gustaba despedirse de los que pensaba que iban a morir. Creía que traía mala suerte.
Publio vio alejarse primero a Pomponio, luego a los tribunos de la plebe, que sí se acercaron a saludarle y a desearle suerte en su invasión de África, y al resto de los representantes de la embajada. Luego vio cómo los legionarios retornaban hacia el oeste de la ciudad, hacia el campamento de las legiones. Todos fueron marchando hasta que quedó, al pie del inmenso altar de Hierón II, rodeado tan sólo por los lictores de su guardia personal y junto a Lelio.
—Lo has conseguido, lo hemos conseguido —dejó escapar al fin Cayo Lelio.
—Así es, hemos conseguido lo más fácil —respondió un enigmático Publio.
—¿Lo más fácil? No entiendo qué quieres decir —indagó Lelio.
—Hemos conseguido convencer a la embajada de que nos permitan partir hacia el sur para la invasión de África. Eso, querido Lelio, era lo fácil.
—¿Y qué será lo difícil, ahora que tenemos el permiso de Roma para invadir África?
Publio le miró en silencio antes de responder.
—Sobrevivir a la invasión de África, Lelio, sobrevivir.