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Voti damnatus, voti condemnatus

Campamento romano próximo a Tarraco,
diciembre del 207 a.C.

En la penumbra de una tienda militar, al amparo de la tenue luz de una vela, Cayo Lelio, tumbado en un lecho de paja cubierto de pieles de oveja, acariciaba el pelo lacio, largo y suave de su fiel esclava egipcia. La respiración sosegada de la muchacha le apaciguaba el mar turbulento de sentimientos en el que su alma parecía zozobrar. Se había pasado la mayor parte de aquella campaña residiendo en el campamento en lugar de en Tarraco. No era querido en el frente. Publio prescindía una y otra vez de sus servicios y, tal y como se desarrollaban los acontecimientos, con las brillantes victorias de Lucio, el hermano del general, y de Silano, el nuevo tribuno incorporado a las tropas de Hispania con los refuerzos que Lucio sí pudo conseguir, estaba claro que el general no precisaba de su ayuda para nada. Era curioso. Aquello desmontaba por completo el argumento que Fabio Máximo utilizara para intentar quebrar su lealtad a los Escipiones. Máximo insistió una y otra vez en que las grandes victorias de Publio se debían a su intervención, como el rescate de su padre en Tesino o la toma de Cartago Nova, pero Lelio había analizado las cosas desde aquella conversación con el viejo cónsul y senador de Roma. No, Publio era el auténtico estratega y no necesitaba ni de su ayuda ni de la de nadie. Publio sólo precisaba de tropas y de oficiales leales. Con eso conseguiría todos sus objetivos. Seguramente por eso Máximo le temía tanto. Quedaba la nueva campaña de la próxima primavera. Publio buscaba un enfrentamiento definitivo con las tropas de Giscón y Magón. Tenía prisa por salir de Hispania. Lo presentía. Publio seguía hechizado con su idea, con la idea de su padre y de su tío de llevar la guerra a África. Una locura según todos. Él... él mismo ya no sabía qué pensar. Publio se había mostrado acertado en muchas cosas. Quizá también tuviera razón en eso. Quizá no y, si así fuera, conduciría a la muerte, a la aniquilación total, a cuantos le siguieran y, si esa circunstancia se daba, él estaría allí, en los barcos que navegaran hacia África, siempre siguiendo a Publio, siempre con él. Netikerty se movió. Se estiraba para tomar una manta y tapar su cuerpo desnudo. Aquello le distrajo. Netikerty. La dulce Netikerty. Había estado haciendo el amor con ella toda la tarde. Estaba exhausto. Netikerty era lo único que le quedaba en la vida que le daba fuerzas. Nunca pensó que padecería tanto con el distanciamiento de Publio, pero le dolía hasta el infinito. Él sólo quiso manifestar que dejar pasar a Asdrúbal Barca hacia la Galia era un error y que el Senado lo usaría contra el propio Publio. Era cierto que cuando lo dijo había bebido demasiado y que se puso en contra del propio Publio en público, delante del resto de los tribunos, centuriones y legionarios. Ahora, todo aquello estaba superado por los recientes acontecimientos: con Asdrúbal Barca muerto, que Escipión le hubiera dejado pasar ya no parecía tan importante. Fue un error enfrentarse a Publio en público, pero el general ni siquiera vino luego a interesarse por él. Nunca. Desde entonces sólo distanciamiento. Había pensado en disculparse él, pero su orgullo se lo impedía y parecía que Publio tenía a su vez el orgullo de los patricios. Ahora, irónicamente, estaba condenado a defender la vida de alguien que apenas le hablaba, de alguien que ya no contaba con él para nada de auténtico valor. Voti damnatus, voti condemnatus. Y lo más curioso de todo es que ahora, lo único que le congraciaba con la vida, la dulce, hermosa y siempre dispuesta Netikerty, era algo que le había proporcionado Quinto Fabio Máximo.

Las legiones malditas
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