78
Una batalla nocturna

Norte de África, primavera del 203 a.C.

Castra Cornelia

En el campamento romano tocaron a retreta. El sol había caído por el horizonte, pero aún se adivinaba un leve resplandor por occidente, tierra adentro, justo detrás de donde se levantaban los inconmensurables campos de tiendas númidas y púnicas. Entre los romanos se había distribuido una cena robusta, sin vino, pero con abundante líquido y rica en carne, frutos secos y pan. El cónsul los quería fuertes y sobrios. Los bucinatores y tubicines insistían en repetir el toque de retreta, pero en las tiendas de los legionarios nadie se retiraba a dormir, era de las pocas veces en las que hacer caso omiso de lo que indicaban las tubas era la forma de obedecer las órdenes; en su lugar, en vez de retirarse a descansar, todos se equipaban con espadas, lanzas, flechas, arcos, dagas... nada de provisiones. No era una marcha larga. Sólo debían llevar todo lo necesario para incendiar y matar. Fuego y muerte. Y si fracasaban, nunca tendrían ni tiempo ni ocasión de comer los víveres que hubieran cargado. El enemigo habría acabado con ellos mucho antes. Sólo armas. Y agua, eso sí, que transportarían los aguadores en grandes odres de piel de oveja y carnero, aunque siendo como debía ser un enfrentamiento nocturno, el calor del sol tampoco haría especialmente preciso el servicio de los aguadores, pero tampoco sabía el general cuánto iba a durar aquella batalla. Había, no obstante, dos productos que los legionarios cargaron como algo extraordinario: gran cantidad de antorchas apagadas de momento y una pequeña linterna púnica por manípulo, de las mismas que usaran para iluminar los barcos durante la navegación nocturna desde Sicilia a África. Cada linterna estaba encendida, llevando el preciado fuego con el que luego deberían encender antorchas y dardos incendiarios, pero para evitar que las linternas fueran detectadas por el enemigo, éstas iban tapadas en sus cuatro costados por paños húmedos de lino, dejando descubierta tan sólo la parte superior para que el calor no incendiara la tela. Cada centurión estaba encargado de la custodia de una de esas pequeñas linternas, que avanzaría con cada manípulo junto al signifer portador del estandarte de la unidad. La linterna debía estar situada en el centro del manípulo, de modo que el pequeño resplandor que aún pudiera emitir por la parte superior descubierta quedara oculto entre la cerrada formación de legionarios armados hasta los dientes.

Las puertas del campamento romano se abrieron y no chirriaron porque hasta eso había vigilado el procónsul ordenando que se engrasara triplemente cada gozne, cada bisagra. De la fortificación romana empezaron a emerger decenas de manípulos que desfilaban como una procesión de lémures, como espíritus de los infiernos que surcaran la noche, como sombras, fantasmas, miles de ellos, en un silencio profundo, pues las sandalias se hundían en la arena de las dunas que separaban la fortificación romana de los bastiones númida y cartaginés que se alzaban, frente a ellos, orgullosos, repletos de jolgorio, con innumerables luces de hogueras, ruido y alboroto de todo tipo y condición. Los legionarios romanos comprendieron hasta qué punto, tal y como les había vaticinado el procónsul, aquellos enemigos no podían concebir la idea de que pudieran ser atacados por un enemigo que, tres veces menor en número, debía de estar asustado, encogido, tembloroso detrás de sus fortificaciones. A cada paso, el orgullo de cada legionario de las legiones V y VI crecía. El pecho les palpitaba con fuerza. Eran «legiones malditas», sí, pero malditas para quién, ¿para ellos mismos o para sus enemigos?

Campamento general del rey Sífax

Al rey Sífax le gustaba estar rodeado de cierto ambiente relajado a su alrededor y, de modo particular, cuando estaba de campaña. Las obligadas largas, para él eternas, salidas militares para mantener su poder sobre sus vastos dominios eran, para pesar suyo, necesarias, pero si por él fuera viviría recluido en Cirta, rodeado de una amplia cornucopia de placeres gastronómicos y sexuales, pero últimamente el acompañamiento de la siempre tórrida y lasciva Sofonisba, su actual esposa, le compensaba un poco de todas aquellas inoportunas penurias. Pero así debía ser, pues si había pasado el último invierno desplazado hasta las costas de África era, más que nada, por ella, por dejar de oír sus permanentes ruegos por su padre, el general Giscón: «Debes ayudarle, mi rey, mi señor, haré todo lo que tú quieras, pero debes ayudar a mi pueblo, a Cartago y yo te serviré como ninguna esclava lo haya hecho antes.» Y lo hacía. Sofonisba rogaba tan bien y cumplía con tanta entrega a cada gesto, a cada movimiento de estrategia militar que hiciera él en apoyo de los cartagineses, que Sífax se dejaba conducir por su lascivia bien satisfecha que, en aquel momento, era lo mismo que decir que se dejaba guiar por los anhelos de su joven y felina esposa. Acababa de anochecer y Sofonisba dormía plácidamente a su lado. No era para menos. Para su deleite personal había hecho el amor con ella durante un par de horas, con un largo intermedio para que el rey se repusiera. Estuvieron en ello toda la tarde. Y Sofonisba cumplió y cumplió, como siempre, a plena satisfacción de Sífax. Después de aquella entrega, de aquella exhibición, era ya difícil negarse a atacar al general romano, pero había conseguido de sus emisarios un mensaje del procónsul romano anunciando que aceptaba retirarse. Sabía que ese pacto no iba a ser del agrado perfecto de su joven esposa, pero tampoco la defraudaría del todo: retirados los romanos de África, con la sola presencia de su ejército haría que Giscón incrementara su popularidad en Cartago y eso era algo que, no lo dudaba, Sofonisba apreciaría. Sífax contemplaba el cuerpo sudoroso y exhausto de su joven esposa, de su esclava de alta cuna, y se preguntaba qué más cosas podría conseguir de aquel muy corruptible aunque infinitamente hermoso cuerpo. Sin duda, aunque no la mantuviera satisfecha por sus acciones militares a favor de su padre Giscón, podría obligarla a satisfacerle, pero era algo que él ya había hecho con otras, con decenas de esclavas. Era la forma de ofrecerse de Sofonisba, el modo en que ella rendía a su rey lo que, con toda seguridad, era una personalidad férrea, era esa sumisión voluntaria la que enardecía la pasión más lujuriosa de Sífax.

En el exterior de la tienda real se escuchaban risas y algarabía general. El rey, seguro ya de la retirada romana, había permitido que se distribuyera comida abundante y algo de vino. Estaba tan feliz que se sentía extraordinariamente generoso y deseaba compartir esa felicidad con sus hombres. Además eso era una inversión en su futuro como monarca más poderoso entre Mauritania y Cartago. De hecho, ya concebía la idea de conquistar a sus inoportunos vecinos de occidente, incluso rumiaba la idea de obligar a los cartagineses a que le cedieran en el oriente de sus dominios, como pago a su apoyo en aquella guerra, algunas de las ciudades próximas adonde se encontraban, como Saleca, que tan incapaces se habían mostrado para defender. ¿Y cómo podrían negarse, con Aníbal en Italia y el peligro de que los romanos pudieran regresar, si él, el gran Sífax, hiciera público que dejaba de apoyar a Cartago? ¿Por qué contentarse sólo con Numidia cuando se podía ampliar tanto las fronteras de su reino anexionándose nuevos territorios? De pronto dejaron de escucharse las risas y un silencio abrupto interrumpió el fluido de voces y carcajadas que se venían escuchando en las últimas horas. Un silencio siniestro al que siguieron nuevas voces, pero éstas nerviosas. Voces que se tornaban en gritos de pánico. Gritos que se transformaban en aullidos de dolor y aullidos, al fin, que terminaban siendo alaridos de espanto. Sofonisba abrió los ojos.

—¿Qué ocurre? —preguntó la joven, con sus ojos rápidos, mirando de un lado a otro.

—No lo sé —respondió Sífax, inmóvil, reclinado junto a ella, sin atreverse a levantarse.

Sofonisba, decidida, se alzó, cubrió su hermoso cuerpo desnudo con un manto de lana blanca y se asomó al exterior de la tienda. Lo que vio la sobrecogió pero, rápida, se volvió hacia el rey.

—Hay que escapar. Todo el campamento está en llamas.

Los romanos habían arrojado centenares de dardos incendiarios, antorchas encendidas y lanzas humeantes desde todos los ángulos. Una vez incendiado el campamento por todas partes, vieron cómo los númidas salían de sus tiendas medio desnudos y cómo a los que les había pillado el ataque despiertos, comiendo o bebiendo, no entendían bien qué pasaba. Todos parecían creer que se trataba de un incendio fortuito, aunque no entendían cómo prendía todo por cada rincón del campamento, hasta que algunos empezaron a señalar al cielo negro de la noche desde el que no dejaba de caer una lluvia constante de fuego. Para cuando empezaron a concebir la idea de un ataque, millares de maessyli al mando de Masinisa y millares de legionarios de la VI emergían de entre las sombras más oscuras que rodeaban el campamento, blandiendo espadas veloces y dagas afiladas con las que se entregaron a la mayor masacre que nunca hubieran presenciado. Los númidas de Sífax caían a centenares, heridos, muertos, sobrecogidos por el terror, gateando entre los cadáveres de sus compañeros abatidos, buscando escudos, armas con las que protegerse o luchar, pero cuando las encontraban ya era tarde porque una lanza les atravesaba el corazón. Miles murieron con flechas o pila en su espalda, miles envueltos en llamas, agitándose como pavesas incandescentes crepitando entre terribles gemidos de dolor y tortura indescriptibles.

Campamento cartaginés del general Giscón

Giscón vio interrumpida su cena por el agitado movimiento de sus soldados. Dos oficiales entraron en su tienda y, con tiento, para no importunar a su general, le transmitieron lo que ocurría.

—Parece que hay un incendio en el campamento del rey Sífax, mi general. ¿Debemos ayudarles?

Giscón dejó el plato de carne de caza bien condimentado con abundantes salsas, y, mientras se chupaba los dedos, dio su respuesta en forma de otra pregunta.

—¿Cómo... cómo... de grande... es... esta carne está buenísima... ese incendio, cómo de grande es?

—Bastante grande, mi general, y parece extenderse.

Giscón pensó en su hija, pero su preocupación se disipó con rapidez. Ya se ocuparía Sífax de su seguridad.

—Mejor, que se encarguen ellos mismos de poner orden en su campamento —concluyó Giscón. Uno de los oficiales iba a salir, pero el otro dudaba hasta que decidió atreverse a insistir en el asunto.

—Con el debido respeto, creo que el general debería ver el tamaño del incendio... —Y no terminó su frase porque Giscón enarcó la ceja derecha y le miró con furia por atreverse a contravenir su deseo ya manifestado con claridad, pero antes de que el general Asdrúbal Giscón pudiera descargar su ira sobre aquel oficial, los mismos gritos que los cartagineses habían estado escuchando, provenientes del campamento de Sífax, parecían extenderse ahora por su propio campamento. Un tercer oficial entró en la tienda, sudoroso, sucio, desaliñado. Giscón le miró con la boca abierta.

—Las empalizadas... mi general... todas están ardiendo... y llueven flechas del cielo. Nos atacan... mi ge... —Y no terminó la frase, cayó de bruces con un golpe seco, dejando al descubierto su espalda con dos flechas enemigas clavadas a la altura del corazón. Por entre las rendijas de las heridas manaba sangre roja que brillaba a la luz de las linternas de la tienda del general. Giscón se levantó, raudo al fin, tomó su casco y salió al exterior. Olvidó por completo a su hija y se concentró en asegurar su propia supervivencia. Todo era fuego y gemidos de dolor y hombres corriendo de un lugar a otro sin dirección ni destino. Era como encontrarse en el infierno.

Las legiones malditas
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