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Baecula

Tarraco, Hispania, primavera del 208 a.C.

El campamento de las legiones romanas a las afueras de Tarraco era un hervidero de preparativos. A los legionarios, por mandato expreso de Publio Cornelio Escipión, se les había unido la mayor parte de la marinería, pues aquélla iba a ser una campaña de interior, donde la flota no era necesaria, pero donde se precisaba del mayor número posible de hombres. Por eso Publio decidió que los marineros se integrasen en las legiones y que se distribuyera entre ellos el armamento capturado en Cartago Nova. Era una forma de encontrar refuerzos, de suplementar sus tropas con algunos miles de hombres más. Publio Cornelio Escipión había dado la orden de marchar hacia el sur y, en esta ocasión, hacia el interior de aquel vasto territorio. Todas las tropas, legionarios y marineros, animados por la conquista de Cartago Nova durante la campaña del año anterior, se mostraron dispuestos y diligentes en el cumplimiento de las órdenes. Así, cuando Publio y Lelio llegaron al campamento no era de sorprender que los manípulos en perfecta formación recibieran a sus generales golpeando sus escudos con los pila y los gladios.

—La moral de las tropas es alta —comentó Lelio a un emocionado Publio mientras desfilaban ante los manípulos en formación. El general en jefe asintió. Por un lado se sentía abrumado por aquella muestra de lealtad y júbilo ante una nueva campaña, pero por otra parte no podía evitar sentir la pesada carga de la responsabilidad. La energía de todos aquellos hombres le seguiría a ciegas, eso estaba claro. Nadie había conquistado antes una ciudad como Cartago Nova, prácticamente inexpugnable, en tan sólo seis días. Aquello tenía maravillados a sus hombres. Fue sin lugar a dudas una hazaña impresionante, fruto de su inteligencia y de su estrategia, pero también conseguida por el pundonor de aquellos legionarios que confiaron en él por el solo hecho de llevar el nombre de Escipión, por ser hijo y sobrino de quien era. Paseando entre el estruendo de aquellos escudos el joven general tenía la sensación de que aquel clamor de respeto y furia era no sólo para él sino dedicado a su padre y a su tío, muertos a manos de Asdrúbal y sus generales hacía tan sólo tres años. Los legionarios parecían leer en su mente y sabían que esta campaña sería diferente a la del año anterior: era como si supieran que pronto estarían frente a Asdrúbal, el hermano de Aníbal, sus nuevos elefantes, su infantería africana, su caballería númida y sus mercenarios iberos. Cualquiera sentiría pavor de partir hacia su encuentro y, sin embargo, aquellos hombres golpeaban sus escudos y saludaban a su general. De forma espontánea, el grito de guerra que resonó entre las calles de Cartago Nova tras la caída de la misma volvió a resonar con fuerza en el campamento de las legiones de Tarraco.

—¡Hasta el infierno! ¡Hasta el infierno! ¡Hasta el infierno!

Hasta allí estaban dispuestos a seguirle. Publio pensó en dar un discurso, pero pronto comprendió que era innecesario. No había ánimos que encender, sino sólo hombres que guiar. El tribuno Lucio Marcio le presentó un hermoso caballo blanco para ponerse al frente de las tropas, pero Publio declinó con palabras de agradecimiento.

—Gracias, Marcio, pero no. Vamos todos al frente. Lelio, tú y los demás tribunos, pero a pie. Marchas forzadas. Al interior de este país. Vamos a barrer a Asdrúbal. Que los legionarios reciban la orden.

Y la orden corrió de boca en boca, de tribunos a primus pilus, y de los primeros centuriones al resto de los oficiales hasta alcanzar a cada uno de los legionarios de las dos legiones. Marchas forzadas. A por Asdrúbal. El general al frente, caminando como ellos, resistiendo la misma velocidad de avance que el resto de las tropas, igual que hiciera el año anterior. Todos los legionarios sabían que ninguno andaría ni más ni menos de lo que anduviese su propio general en jefe. Al sur, al interior, a por Asdrúbal.

Los millares de sandalias levantaron el polvo del camino tortuoso que descendía hacia el Ebro. Una espesa nube de tierra blanquecina anunciaba el avance decidido e inexorable de las legiones de Roma.

Cástulo

Los que traían aquellos informes eran iberos y celtas del noreste de Carpetania. Habían estado apostados junto a los pasos del Ebro. Informes concluyentes. El nuevo joven Escipión marchaba esta vez hacia el interior. No iba a por ninguna ciudad, como en la campaña del año precedente, sino que se dirigía directo hacia las minas de oro y plata de Sierra Morena, hacia Cástulo.

Asdrúbal Barca meditó largo tiempo. Deambuló por las calles de la población y revisó las murallas de la ciudad. Al mediodía tomó una determinación.

—Salimos de aquí —comentó a su estado mayor—. En esta ciudad no podemos hacer uso de nuestra infantería y tampoco de los elefantes, y el terreno es demasiado agreste para una batalla campal. Iremos a Baecula, a las colinas que rodean aquella ciudad. Es un emplazamiento próximo. En unas horas nos podremos instalar allí, tomar una posición de ventaja y dejar que los hombres descansen mientras los romanos se agotan en su rápido avance hacia el sur. A la vez enviaremos mensajeros a mi hermano Magón en Gades y a Asdrúbal Giscón en Lusitania, para que se unan a nosotros según les informé meses atrás. Los romanos tendrán que luchar agotados contra nosotros y, o les vencemos en la primera acometida, o simplemente resistiremos desgastándoles hasta que lleguen Giscón y mi hermano. Entonces, reunidas nuestras fuerzas, los masacraremos. Ese general romano es hombre muerto. Un nuevo Escipión que regará con su sangre esta tierra que nos pertenece desde que mi padre y mi hermano Aníbal la sometieran al poder de Cartago. Luego, restablecido el orden natural en la región, Giscón asediará y recuperará Cartago Nova mientras Magón y yo marchamos hacia el norte a arrasar Tarraco y los aliados romanos del norte del Ebro. Después nos reuniremos los tres ejércitos y organizaremos la campaña sobre Italia para cumplir la promesa a mi hermano de reunimos con él y atacar Roma. Ése es el futuro. En marcha.

Todos los oficiales asintieron con firmeza. Había un nuevo ejército romano que exterminar y un nuevo general, vástago de los anteriores, que ejecutar. Los buitres pronto saciarían su apetito infinito con roja y brillante sangre romana esparcida sobre las colinas de Baecula.

En territorio de los Ilergetes, al norte del Ebro

Los jefes iberos Indíbil y Mandonio, líderes de los ilergetes y los ausetanos del norte de la península, salieron al paso de las tropas romanas. En esta ocasión el joven general sí aceptó la montura que el tribuno Marcio le ofreció. Así, acompañado por Cayo Lelio y una turma de experimentados jinetes, Publio cabalgó raudo al encuentro con los líderes iberos. En unos minutos quedaron frente a frente: el joven general romano y los dos curtidos y maduros jefes iberos. Los hispanos habían adelantado una veintena de jinetes que arropaban a sus jefes frente a la treintena de caballeros romanos que cabalgaban con Publio y Lelio.

El general romano levantó la mano y la turma de caballeros se detuvo. Desmontó entonces de su caballo y se dirigió a Lelio.

—Ven conmigo, Lelio. El resto de los hombres que espere aquí, pero que estén atentos a nuestras señales.

Lelio asintió y transmitió las órdenes. En el tono vibrante de la voz del general había detectado cierto nerviosismo. Lelio sabía que Publio había pasado el invierno preparando aquella entrevista, pero en el palpitar de la voz del joven general había sentido que Publio no podía olvidar que, al fin y al cabo, aquellos líderes iberos habían formado parte de las alianzas que los cartagineses trazaron para acabar con su padre y su tío apenas hacía un par de años.

A pie, Publio Cornelio Escipión y Cayo Lelio avanzaron hasta quedar a unos pasos de Indíbil y Mandonio, quienes, imitando los movimientos del general romano, se habían adelantado solos y a pie también para parlamentar.

Publio probó primero en griego pero no hubo suerte. Intentó entonces el latín pero los jefes iberos se miraron y no dijeron nada. Luego hablaron éstos en su propia lengua pero ni Publio ni Lelio sacaron nada en claro. El general romano no se desesperó e hizo una señal. Uno de los jinetes de la turma se adelantó, desmontó del caballo y se acercó corriendo. Los jefes iberos no se sintieron nerviosos y esperaron a ver en qué devenía la aparición del nuevo interlocutor.

Lelio observó que se trataba de Mario Juvencio Tala, centurión de la legión, testigo de la muerte del tío de Publio en Hispania y mensajero de las terribles noticias en casa de los Escipiones en Roma. Sabía que era un hombre curtido en la guerra de Hispania y sería posible que supiera algo de la lengua de aquellos bárbaros. Las palabras que Publio dirigió al recién llegado Mario confirmaron las deducciones de Lelio.

—Diles —empezó Publio—, que los romanos no queremos la guerra con los iberos... que los cartagineses son nuestros únicos enemigos.

Mario asintió y tradujo despacio. Al principio los jefes iberos fruncieron el ceño pero se mantuvieron atentos a las explicaciones. Publio prosiguió mientras que Mario iba traduciendo.

—Debéis juzgarme por lo que sabéis de mis actos, no por lo que oigáis que cuentan de mí los cartagineses. Conquistamos Cartago Nova y liberamos a todos los iberos, todos los rehenes quedaron libres y fueron escoltados a sus pueblos... respetamos a todas las mujeres. Y así será siempre con todos aquellos que nos ayuden a echar de esta tierra a los cartagineses. Ellos atacan nuestras ciudades en Italia. Hemos tenido que venir a luchar aquí para debilitarles y obligarles a abandonar nuestra tierra.

Mario terminó con la traducción y tanto Publio como Lelio se quedaron expectantes. ¿Qué efecto causarían aquellas palabras en aquellos rudos hombres hechos a la guerra y desconocidos para los romanos como negociadores?

Indíbil, el que parecía mayor de los dos miró al primero; éste asintió y entonces empezó a hablar. Fue una respuesta breve, tres frases sencillas. Quería hacerse entender. Mario escuchó con atención y tradujo con la mayor precisión que supo.

—Dicen, mi general, que os respetan por vuestros actos en Cartago Nova y durante este invierno, que ellos no quieren ni cartagineses ni romanos en sus tierras, pues son sus tierras y que mientras vayáis a luchar contra los cartagineses, ellos no se opondrán a nosotros y nos dejarán pasar.

—Bien —aceptó Publio—. Diles que cruzaremos este territorio para enfrentarnos a los cartagineses y que luego nos retiraremos, y que sabremos recompensar su neutralidad con generosidad.

Mario volvió a hablar en ibero.

Esta vez los dos jefes iberos se separaron un poco de los tres romanos y hablaron en voz baja. Luego regresaron junto a sus interlocutores e Indíbil planteó sus condiciones.

—Piden caballos —dijo Mario—. Dicen que quieren doscientos caballos como los nuestros. Sólo entonces nos dejarán pasar y no combatirán contra nosotros.

—¡Por Castor y Pólux y todos los dioses! —exclamó Lelio indignado—. ¡Los muy...! —Pero Publio le hizo callar poniéndose delante de él.

—¡Silencio! —dijo Publio, y le cogió del brazo. Lelio se contuvo. Publio se volvió de nuevo a Mario.

—Diles que tendrán no doscientos sino trescientos caballos iguales a los nuestros una vez que derrotemos a los cartagineses.

Mario tradujo. Los jefes iberos abrieron los ojos, luego se miraron entre sí una vez más y se echaron a reír con fuerza. Era una carcajada tenebrosa, potente, temible. Hablaron a Mario y sin esperar nada se volvieron sobre sus pasos.

Publio y Lelio miraban a Mario, tensos.

—Dicen que de acuerdo. Nos dejarán pasar.

—¿De qué se reían? —preguntó Lelio.

—No sé... no han dicho más. Creo que les ha hecho gracia que el general ofrezca más de lo que pedían... o...

—¿O qué? —inquirió de nuevo Lelio. Estaba claro que no se sentía cómodo en conversaciones cuya lengua no comprendía.

Mario fue a responder pero Publio le interrumpió.

—O les ha hecho gracia que dijera «después de que derrotemos a los cartagineses». En cualquier caso, por Júpiter, qué más da. Hagamos como ellos y regresemos junto a los nuestros.

Así hicieron.

Una vez sobre sus caballos, Lelio pareció darse cuenta de otro detalle y le preguntó a Publio:

—¿Y de dónde vamos a sacar nosotros trescientos caballos con los que pagar a esos salvajes?

—De la victoria sobre Asdrúbal.

—Ya... pero... ¿y si no vencemos?

Fue ahora Publio el que se echó a reír.

—Si no vencemos, querido Lelio, los iberos serán el menor de nuestros problemas, ¿no crees? Seguramente ya no estaremos vivos.

El general habló con sosiego, casi con lágrimas en los ojos por su forzada carcajada. Lelio le conocía bien. Aparentaba estar animado, pero tenía miedo. Era un temor profundo el que corroía al joven general, algo diferente a su nerviosismo cuando se acercaban a Cartago Nova el año anterior. Iban a enfrentarse contra el hombre que había segado las vidas de su padre y de su tío. En el caso de este último, fue la espada del propio Asdrúbal la que lo atravesó. Era lógico que estuviera temeroso y era apropiado que ante los legionarios intentara aparentar seguridad. Quedaba por saber qué les preparaba la diosa Fortuna. Lelio miró al horizonte. El sol se ponía en el oeste, justo allí donde se recortaban el perfil de los jinetes iberos que se alejaban al trote.

Baecula. Puestos de guardia cartagineses

El oficial cartaginés observaba desde lo alto de su montura la sinuosa estela que el camino de tierra dibujaba en la distancia. Le había parecido ver polvo en suspensión, una nube que, juraría él, crecía por momentos. A su alrededor el resto de los jinetes a su mando se esforzaban por discernir en el horizonte lo mismo que él buscaba. De momento aún no se veía nada con claridad. Podían ser refuerzos de las tribus iberas aliadas de la región o podrían ser los romanos. El oficial era, por naturaleza, incrédulo ante las acciones sorprendentes. Según todas las noticias que les llegaban, el joven general romano apenas habría salido de Tarraco hacía una semana o diez días. Era imposible que hubiera atravesado ya media Hispania y menos aún con las diferentes tribus iberas hostiles a su causa. Aunque era cierto que los iberos, tras la caída de Cartago Nova el año anterior, parecían vacilar en sus fidelidades. Eran gente inconstante. El oficial los despreciaba. Escupió al suelo. Cuando alzó de nuevo la mirada la polvareda había dado paso a figuras de soldados avanzando. Estaban fuertemente armados, con los pila y los escudos propios de los ejércitos de Roma. Increíble. Aquello no tenía sentido; pero se sobrepuso y reaccionó. El sentido se lo tendrían que buscar sus superiores. Su misión era avisar del avance romano al propio Asdrúbal, detener allí mismo las tropas enemigas y quedar a la espera de refuerzos.

—Tú, rápido —dijo dirigiéndose a uno de sus subordinados—, ve a los puestos de retaguardia y solicita refuerzos y luego sigue hacia Baecula: dile a Asdrúbal que los romanos han llegado.

El jinete azuzó su montura, el caballo relinchó nervioso y salió como si le hubieran clavado una lanza en un costado. El oficial se sintió seguro. En pocos minutos su mensaje llegaría a los diferentes puestos de caballería que Asdrúbal había ordenado distribuir por todos los caminos que llevaban a Baecula para estar informado de los movimientos de ese nuevo joven general romano y, al mismo tiempo, interceptar su avance. Además, los romanos que se aproximaban a pie eran infantería ligera, una avanzadilla de las legiones desplazadas a Iberia y que, sin duda, llevarían días de marchas forzadas. Estarían agotados.

—¡Serán presa fácil! —gritó a sus hombres. Éstos rieron mientras se ponían en dos hileras de veinte jinetes, dispuestos al ataque, extendiendo su formación más allá de los lindes del camino sobre la pradera seca de aquella llanura.

Alto mando romano

—Los hombres necesitan descanso —decía Lelio. Marcio, Mario y otros oficiales parecían estar de acuerdo.

Publio, desde la pequeña colina a la que todos sus tribunos le habían acompañado, oteaba el paisaje. Una pequeña patrulla de jinetes númidas y cartagineses se interponía en el avance de las primeras líneas de velites. Había que decidir qué hacer.

—Los hombres quieren luchar. Lo siento en sus miradas —dijo el joven general.

Los tribunos se miraron unos a otros. Nuevamente fue Lelio quien habló, pero parecía hacerlo por todos.

—Es posible. Los hombres te admiran, tienen fe ciega en ti desde lo de Cartago Nova. Mayor motivo para hacer uso adecuado de sus fuerzas. Es prematuro lanzar un ataque.

—¡Mirad! —exclamó Lucio Marcio señalando hacia donde se encontraban los cartagineses—. Llegan más destacamentos de caballería. Cien, doscientos, quizá junten ya varios cientos de jinetes. Necesitaríamos lanzar a todos los velites, apoyados por tropas auxiliares de infantería ligera y por los hastati si queremos que tengan alguna oportunidad. Nuestra caballería está demasiado retrasada para llegar tan rápido.

Publio asintió. Volvió a mirar al horizonte y lanzó su orden.

—Atacaremos, oppugnatio repentina —dijo, sin levantar el tono de su voz, pero con rotundidad.

Lelio parecía desesperarse y se giró hacia el resto de los oficiales a su alrededor. Encontró miradas cómplices pero nadie se atrevía a secundar sus dudas.

—He dado una orden... —insistió Publio.

—Vamos allá, pues —dijo Lelio, y exhaló un profundo suspiro—. Vamos a por esos cartagineses y rápido.

Publio no se volvió hacia sus oficiales, pero esbozó una suave sonrisa que despuntaba en la comisura de sus labios. Todos llevaban razón en plantear dudas sobre un enfrentamiento contra aquellos destacamentos de caballería púnica, pero había algo por encima de la lógica que todos habían olvidado: la pasión de los hombres. Los legionarios estaban enardecidos por la conquista de Cartago Nova y, desde aquel día, meses atrás, sólo anhelaban el momento de batirse contra las huestes cartaginesas en campo abierto. Bien: aquel día había llegado. Sus oficiales entenderían el descanso y la preparación del combate, pero los legionarios no. Por alguna razón Publio había empezado a sentir que existía un vínculo directo entres sus soldados y su persona que parecía pasar por encima incluso de sus oficiales. Aquéllas eran sus legiones. Harían lo que él dijese. Y lo esencial ahora era una victoria en un primer enfrentamiento que reforzara aún más la confianza ciega de su ejército en él. Era arriesgado: podía perderse mucho. Lanzar aquel ataque improvisado parecía pasión desatada, pero, en realidad, era la fuerza del corazón de los hombres fríamente filtrada por la cabeza y el pensamiento. Ojalá los dioses lo vieran igual. No había tiempo para sacrificios.

Vanguardia de la infantería romana

Quinto Terebelio, centurión, se había adelantado con los velites. No era frecuente ver al primus pilus de la legión entre los infantes más jóvenes, pero, sin duda, impresionaba a aquellos legionarios y daba idea de la importancia de la acción que estaban realizando si el mando de la misma era encomendada a un oficial de tan alto rango.

—¡La caballería púnica se lanzará sobre nosotros! —gritaba Terebelio—. ¡Resistiremos con el pie en tierra, protegidos con los escudos y las lanzas en alto! Tras el impacto de su primer envite lucharemos cuerpo a cuerpo. Herid a los jinetes en las piernas si no llegáis al cuello, y pinchad los vientres de los caballos! ¡Un caballo malherido del enemigo es nuestro mejor aliado! ¡Y, por Júpiter, mantened la formación! ¡Manteneos juntos o nos masacrarán! ¡La vida de cada uno depende del resto! ¡Y por todos los dioses: si alguien se retira, un paso tan sólo, yo personalmente lo mataré al final de la batalla! ¡Si seguimos vivos, claro! —Y aquí el centurión se echó a reír como poseído por alguna de las temidas divinidades infernales.

Los jóvenes legionarios primero sintieron miedo ante aquellas palabras, pero había algo enigmático y contagioso en aquella profunda carcajada gutural del veterano oficial que impregnó sus espíritus y de pronto toda la formación se echó a reír generando un clamoroso estruendo que parecía sacudir el viento.

Vanguardia de la caballería cartaginesa

—No se retiran —comentaba un joven oficial númida al caballero al mando de la vanguardia púnica.

—No importa. Pasaremos por encima de ellos.

—¿Qué es ese ruido que trae el viento? —preguntó intrigado otro de los jinetes.

Todos callaron.

—Se están riendo —musitó el oficial númida, sorprendido.

—¡Así es! —Esta vez el oficial al mando sonó más enérgico—. ¡Pues morirán riendo! ¡Por Baal y Tanit, a la carga! ¡Al galope!

Centenares de jinetes asestaron golpes secos con sus talones a los vientres de sus monturas. Los animales relincharon y como resortes de catapultas salieron disparados hacia su destino.

Vanguardia romana

Los jóvenes velites sudaban bajo el sol. Eran gotas frías fruto del calor de la primavera hispánica y producto de sus nervios. La caballería cartaginesa y númida se lanzaba contra ellos a toda velocidad. La tierra empezaba a vibrar, suave primero y luego intensamente. Las risas cesaron entre los hombres. Clavaron los escudos en el suelo. Se escondieron tras ellos. Desplegaron sus lanzas largas a media altura, buscando caballos y jinetes. Algunos se ajustaban el casco con rapidez. Muchos recordaban a sus familias en Roma; otros rezaban a Marte, a Júpiter o a sus dioses Penates. La silueta del ejército púnico se transformó en una inmensa nube de ruido y polvo donde brillaban las lanzas afiladas de los caballeros africanos y númidas. Algún legionario cerró los ojos.

—¡No os mováis! —Escuchaban todos a Quinto Terebelio desgañitándose para mantener toda la formación sin retrasarse nadie un ápice—. ¡Por Júpiter, no os mováis! ¡Manteneos quietos! ¡Tensad las armas! ¡Asidlas con fuerza! ¡Apoyadlas en el suelo! ¡Protegeos! ¡Ya están aquí! ¡Ya llegan! ¡Por Roma! ¡Por nuestro general! ¡Por Publio Cornelio Escipión! ¡Por todos los dioses! ¡No os mováis! ¡No...!

Su voz seguía escuchándose pero sus palabras dejaron de ser comprensibles. La caballería había llegado. El choque fue terrible. Hombres y bestias impactaron con la fuerza descomunal de la locura colectiva. Los cartagineses, convencidos de que los romanos se replegarían en algún momento, los romanos, decididos a no dar un paso atrás. Fueron apenas dos segundos de impacto. Hombres y bestias volaron por los aires. Montones de jinetes africanos salieron despedidos al quedarse sus monturas ensartadas entre el mar de picas de la infantería romana. Otros tantos legionarios caían barridos por las lanzas de los cartagineses que habían atravesado sus escudos o que habían encontrado huecos entre los mismos. Gritos y horror. En la línea del choque de las vanguardias de ambos ejércitos, decenas de soldados ensangrentados se retorcían, unos intentando zafarse del tumulto, otros arrastrándose dejando regueros de sangre por la tierra del camino, sobre la hierba de la pradera.

La voz de Terebelio, del primus pilus de la legión, resurgió de entre los heridos y los muertos.

—¡Por Júpiter y Marte! ¡Por Roma! ¡Cargad! ¡Cargad con todo lo que tengáis! —Los jóvenes infantes romanos se rehacían como podían, recuperaban escudos, picas, pila, espadas y arremetían contra los cartagineses, confusos por la pertinaz resistencia que habían encontrado, aturdidos por los numerosos compañeros caídos. Los oficiales púnicos se esforzaban en reorganizar las líneas, pero los romanos cargaban con tanta fuerza y a tal velocidad que descabalgaban a muchos de los jinetes, a golpes de espada o pilum, o rasgando el vientre de los caballos. Atacaban como poseídos por espíritus malignos. Los númidas desconocían esa furia. Llevaban años de campañas victoriosas por toda Iberia, contra los guerreros de la región o contra otras legiones de Roma. Hasta entonces no habían encontrado nada parecido.

Retrocedieron.

La caballería cartaginesa se batía en retirada. Terebelio mantenía el orden en el avance romano. No quería una desbandada de diferentes manípulos sin control. En ese instante llegó un jinete desde la retaguardia romana.

—¿El primus pilus? —gritó el caballero romano buscando entre los ensangrentados infantes de la legión.

Quinto Terebelio alzó su espada. El jinete se acercó hasta él.

—El general dice que detengas el avance.

Quinto asintió.

—¡Quietos todos! ¡Deteneos! —vociferó a pleno pulmón. Las trompas de la legión ratificaron sus órdenes. Los velites detuvieron su carga.

En el horizonte sólo se veía el mar de polvo levantado por la caballería púnica en su huida hacia al campamento de Asdrúbal. Terebelio se sacudió el polvo y se miró los brazos. Estaban cubiertos de sangre. Se palpó los antebrazos con las manos, sin soltar la espada. No era sangre suya. Bien. Por aquella mañana ya habían hecho bastante. No dijo nada, pero en su fuero interno agradecía la orden del general. Tenía hambre. Se habían ganado comida y algo de vino. Seguro que el general lo tendría presente.

Campamento general cartaginés

Asdrúbal recibió las noticias de la derrota de las avanzadillas de su caballería que había cedido ante la furia y firmeza de la infantería romana. Escuchó sin decir nada y cuando los jinetes, que habían accedido al campamento general en lo alto de la colina próxima a Baecula, terminaron sus informes, el general cartaginés se quedó pensativo. Sabía que sus hombres esperaban una acción de represalia, una respuesta rápida, incluso una batalla campal. Eso los soldados, pero ¿y sus oficiales?

—¿Qué pensáis? —preguntó Asdrúbal a los miembros de su estado mayor una vez que los jinetes númidas abandonaron la tienda del general en jefe.

—¡Yo atacaría!

—Es mejor esperar.

División de opiniones. Atacar o aguardar la llegada de refuerzos. Asdrúbal era cauto. La precaución le sacó de aquel desfiladero en donde Nerón lo encerrara años atrás. Sí, la prudencia sería la mejor política.

—Esperaremos la llegada de las tropas del sur de mi hermano Magón y las tropas de Lusitania del general Giscón. Una vez reunidas todas nuestras fuerzas masacraremos a ese nuevo Escipión y no dejaremos de él ni los huesos para los buitres. Acabaré con él igual que hice con su tío Cneo. —Y desenvainó la espada que años atrás esgrimiera para atravesar el corazón de Cneo Cornelio Escipión. Los oficiales del general cartaginés asintieron admirando el arma que se había empapado en el pasado con la sangre de un general enemigo. Pocos podían exhibir espadas tan cargadas de gloria para la causa cartaginesa. Sólo el propio Aníbal podía superar a su hermano.

Turmae romana en misión de reconocimiento

Era una noche clara, con luna llena. La pálida luz del astro nocturno bañaba las praderas de Baecula. El cielo limpio dejaba ver las estrellas. Los jinetes se detuvieron en el último puesto de guardia en la vanguardia del ejército romano. Publio y Lelio desmontaron y dejaron sus caballos en manos de los lictores del general. Avanzaron unos pasos. En lontanaza se vislumbraba la silueta de la colina en la que Asdrúbal había establecido su campamento. Era una meseta con una terraza inferior y una segunda planicie en la que el cartaginés había levantado el campamento.

—Es una posición de fuerza —dijo Lelio.

—Sí, pero defensiva —apuntó Publio—. Desde ahí poco le valen sus elefantes. Para eso tendría que descender a la llanura.

—No lo hará. No lo ha hecho en dos días y seguirá sin hacerlo.

—Eso es cierto —concedió Publio—. Está dispuesto a esperar la llegada de los otros dos ejércitos cartagineses. —Aquí el joven general romano suspiró con profundidad—. Nosotros no podemos esperar.

—Tampoco podemos atacar —interrumpió Lelio—; no mientras siga fuerte, refugiado en esas terrazas que les protegen como murallas.

Publio volvió a examinar con detalle la colina. Habían pasado ya dos días, en blanco, sin batalla. Había arrastrado a sus hombres hasta el corazón de Hispania. Tenían la moral alta. Deseaban atacar, querían luchar. Era ahora o nunca.

—Mañana al amanecer hablaré a los hombres —concluyó Publio—. Mañana atacaremos.

—Supongo que tiene que ser así. Eso o retirarse antes de que lleguen Magón y Giscón.

—Exacto. Eso o retirarse. —Y Publio miró a Lelio, como quien busca una respuesta.

—Atacar —respondió el veterano tribuno.

—Sea, y que los dioses nos acompañen.

Los dos hombres regresaron junto a sus caballos y, escoltados por los lictores, sus figuras se perdieron en dirección al campamento romano.

Campamento general romano

La luz del alba despuntaba entre las encinas del bosque próximo que descendía desde el norte de la colina y se perdía en la distancia. Las sombras eran tenues y alargadas. Un momento casi fantasmagórico del día. Los legionarios vieron la silueta de su general erguida sobre una tarima de maderas y troncos que, apresuradamente, habían levantado un grupo de velites durante los turnos de guardia nocturna. Publio Cornelio Escipión, general cum imperio sobre las dos legiones desplazadas a Hispania en una misión imposible, detener a los cartagineses e impedir que avanzaran sobre Italia, esperaba mientras sus tropas se desplegaban mostrando toda su fortaleza a lo largo de una milla. No podrían escucharle todos, su voz no llegaría tan lejos, pero muchos sí le oirían y harían que su mensaje llegara al resto. Había indicado a Lelio que se levantara una tarima desde la que hablar a las tropas. Quería asegurarse de que al menos todos los legionarios le vieran bien. El desayuno, por orden suya, había sido adelantado dos horas. Los legionarios comieron a la luz de las hogueras una ración doble de gachas de trigo con leche de cabra abundante. Los quería saciados, los necesitaba fuertes. El general miró a sus espaldas, sin girarse, por encima del hombro. La colina donde estaba el campamento cartaginés permanecía en calma. Bien. Así debía ser. Se sabían fuertes y seguros los púnicos. Y así era. Volvió de nuevo su mirada hacia sus tropas. Ya estaban en formación. Pronto los vigías púnicos, cuando la luz del sol descubriese las legiones preparadas para el ataque, darían la voz de alarma y prepararían sus defensas en las terrazas de la elevada colina que los protegía.

—¡Legionarios! ¡Legionarios! ¡Legionarios de Roma! —gritó Publio para reclamar su atención—. ¡Hoy, mientras vosotros desayunabais he hecho un sacrificio a Marte! ¡He sacrificado un hermoso buey y su sangre se ha vertido sobre esta tierra! ¡Sé que los dioses están con nosotros! ¡He soñado con una gran victoria y esa victoria será hoy! ¡Está en vuestras manos! —Publio miró a su alrededor. Los soldados le escuchaban atentos. Tenían interés, pero tenía que darles algo más, algo a lo que aferrarse más allá de los dioses y de su lealtad a Roma. Algo tangible, algo que pudieran sentir cercano—. ¡Nos tienen miedo! ¡Los cartagineses nos... os tienen miedo, tienen miedo de vosotros! —Se detuvo para observar el impacto de sus palabras; iba por el buen camino; hasta Lelio, que estaba al pie de aquel improvisado escenario, se giró para mirarle. Ése era el camino a seguir. A partir de ese momento las palabras fluyeron solas—. ¡Tienen tanto miedo que se refugian en lo alto de una colina, tienen tanto miedo que no se atreven a salir a campo abierto! ¿Y sabéis por qué? ¿Sabéis por qué están tan asustados? —Se detuvo, una pausa retórica, degustó el sabor de la expectación en los ojos abiertos de sus legionarios fijos en su persona—. ¡Os tienen miedo porque nada más llegar derrotasteis a su caballería! ¡Aún más, os tienen miedo porque el año pasado conquistasteis lo inconquistable: tomasteis al asalto su ciudad más segura, su capital en Hispania! ¡Cartago Nova fue vuestra por las armas, cayó bajo el poder de vuestras espadas! ¡Por eso se esconden: os tienen terror! ¡Y Asdrúbal el primero! ¡Se refugian en lo alto de una colina! ¡Y se creen seguros allí! ¡Pero os diré una cosa: tienen miedo pero no son estúpidos los cartagineses, no lo son! ¡Son traicioneros! ¡Están esperando, siempre están esperando que el viento sople a su favor, que sus dioses vengan en su ayuda, pero hoy es el día de Marte, lo he soñado, lo siento en mi corazón y sé que vosotros podéis sentirlo palpitar en vuestro pecho! —Se detuvo un instante e inspiró con fuerza; tenía sed, pero no era el momento, no podía callar ahora—. ¡Los cartagineses esperan refuerzos, aguardan que sus dos ejércitos del sur y del oeste se les unan, porque os tienen tanto miedo que no se atreven a entrar en combate en una batalla de igual a igual, donde las fuerzas estén equilibradas y sea el temple de los brazos y las espadas el que decida el vencedor! ¡No, eso es demasiado sencillo para ellos, y no se arriesgarán frente a quien temen tanto, frente a los conquistadores de Cartago Nova! ¡Anteayer, nada más llegamos aquí, comprobaron el amargo sabor de la derrota cuando su caballería tuvo que retroceder ante el empuje de nuestros velites! ¡Y éstos son los más jóvenes de entre nosotros! ¿Os dais cuenta? ¿Os imagináis qué podremos hacer si nos juntamos todos a una: velites, hastati, principes, triari, marinería y caballería? ¡Todos juntos podemos pasar por encima de ellos, destrozar sus filas y acabar con todos ellos antes de que caiga el sol de este día! ¡Podemos hacerlo! ¡Debemos hacerlo! ¡Por Roma y por todos los dioses! ¡Ellos sólo saben esperar hasta que sus refuerzos lleguen y cuando nos superen en número, cuando nos tripliquen, sólo entonces, bajarán de su colina para rodearnos y atacarnos, pero yo digo que nosotros no vamos a esperar, no vamos a dejar que eso ocurra y os diré por qué! ¡Sois los mejores hombres, los soldados más fuertes, pero es justo que luchemos de igual a igual y eso es lo que os ofrezco! ¡Os hice marchar a toda velocidad, sin apenas daros descanso para llegar aquí antes de que los cartagineses pudieran reagrupar sus fuerzas! ¡Asdrúbal lo sabe y se ha escondido allá arriba! —Se giró y señaló la planicie de la elevada colina donde se atisbaban, con el despunte del sol, los estandartes de las tropas cartaginesas, sus puestos de guardia, donde se veía cierto movimiento de tropas; Publio comprendió que Asdrúbal estaba preparando la defensa de su fortaleza natural ante el despliegue que había detectado ya de sus enemigos; era lo lógico; Publio retornó hacia sus hombres—. ¡Allí están, preparándose como mujerzuelas asustadas para defenderse de nuestro ataque, esperando que lleguen los que los deban rescatar! ¡Pero lo que vamos a hacer es ir allí y sacarlos a golpes de pilum y gladio, con la fuerza de nuestro empuje y de nuestra sangre si es necesario! ¡No quiero que quede un solo cartaginés en aquella colina al atardecer, no quiero que los refuerzos púnicos encuentren a ninguno de los suyos aquí cuando sea que éstos lleguen! ¡Y lo más importante de todo, lo más importante: podemos hacerlo, podéis hacerlo! ¿Acaso no conquistasteis las elevadas murallas de Cartago Nova? ¿Acaso son más escarpadas las planicies en las que se han refugiado hoy los africanos? —De nuevo se giró hacia la colina y señaló—. ¿Son esas terrazas de la colina más inalcanzables que las infranqueables murallas de Cartago Nova? ¿Acaso vosotros no podéis trepar por ellas y echar al enemigo de sus posiciones, matarlo allí mismo, acosarlo en su huida, exterminarlo? ¿O acaso no tengo ante mí a mis legionarios, los conquistadores de Cartago Nova? —Y mirando a sus hombres hinchó su pecho y gritó a pleno pulmón—. ¡Decidme todos, decidme! ¿Rendisteis vosotros Cartago Nova? ¿Lo hicisteis? ¡Respondedme, os digo!

—¡Sí, general, sí, sí!

—¡Fuimos nosotros!

—¡Ya lo creo, lo hicimos!

—¡Por los dioses, lo hicimos!

Las voces atropelladas de las respuestas de los legionarios insuflaron un ánimo especial en el alma del joven general Escipión. A Publio le costaba creer lo que estaba haciendo, y le costaba aún más creer que sus hombres le respondieran con aquella lealtad, con aquella pasión y es que estaba experimentando por primera vez en su vida una sensación extraña a su ser, pero tan intensa, tan poderosa que parecía aturdido igual que el vino bebido en abundancia. Se sentía eufórico: estaba hablando a unas tropas bajo su mando, a soldados que le habían seguido hasta una victoria, hasta derrotar al enemigo y a los que se dirigía para prepararlos ante una nueva batalla. Nunca antes había hablado a legionarios a su mando que ya hubieran servido con él y que ya hubieran vencido con él. Era algo inexplicable: en la voz y en las miradas de aquellos hombres, Publio detectó una fe ciega en su persona, una lealtad más allá de las palabras y los juramentos de los soldados, una conexión casi mística que le empapaba el espíritu: todos eran él y él era todos y cada uno de aquellos soldados. Decidió concluir su discurso.

—¡Por Roma y por todos los dioses! ¡Esos que allí se esconden son los que mataron a nuestros hermanos hace dos años, los mismos que no tuvieron agallas ni para defender su capital, son los que mataron a mi padre y a mi tío, los que masacraron a nuestras legiones al comprar a los iberos para que éstos traicionaran a nuestros generales! ¡Son sólo traidores! ¡Vamos a por esos cobardes, vamos a por los cartagineses y sus númidas y sus iberos y sus baleáricos y todos los que luchan bajo el gobierno de su dinero, y hagamos trizas su alianza y sus tropas! ¡Trepemos por esas laderas y arrastrémoslos por la tierra como animales, porque somos más fuertes, porque nosotros no tenemos miedo, porque Roma nos lo exige! ¡Por Roma, por Roma, por Roma!

—¡Por Roma! ¡Por Roma! ¡Por Roma! —respondieron los legionarios nerviosos, resueltos, ávidos por entrar en combate. Los centuriones mezclaron sus voces con las de sus subordinados, incluidos el primus pilus Terebelio y el oficial al mando de la marinería armada, Sexto Digicio, y hasta los tribunos Marcio, o el propio Cayo Lelio, todos gritando a una, todos impulsados por un joven general que se llevaba la mano al pecho y aullaba con ellos dejando salir saliva por las comisuras de sus labios y lágrimas por los ojos.

—¡Por Roma, por Roma, por Roma!

Publio Cornelio Escipión descendió de forma apresurada, restregándose los ojos con el dorso de la mano. Al pie le recibió Lelio.

—Vamos allá, por Castor y Pólux y todos los dioses —dijo Publio.

—Vamos allá, por Júpiter —respondió Lelio.

Empezaron a marchar rápidos hacia un extremo de la formación.

—Que salgan ya, los velites y los hastati, contra la primera de las planicies —ordenó Publio—; que crucen el arroyo y el río; que vayan los manípulos de Terebelio y los de Digicio, con sus marineros.

Lelio asentía, pero al escuchar las últimas instrucciones, dudó.

—¿Terebelio y Digicio, juntos?

—Sí —aclaró Publio—. Sé que hay mucha competencia entre los marineros alistados de Digicio y las tropas de Quinto Terebelio, especialmente desde lo de Cartago Nova, pero ambos tienen coronas murales, necesitamos de su valor y de la fuerza de los suyos. Su ambición por mostrarse mejor los unos sobre los otros puede ser un acicate para doblegar al enemigo antes.

Lelio aceptó las explicaciones, aunque tenía sus dudas.

—También quiero que Lucio Marcio y Mario Juvencio se lleven varios manípulos de hombres expertos y se atrincheren en los caminos que descienden de la colina por la retaguardia cartaginesa. Hay que controlar sus movimientos por ese sector y evitar una huida cartaginesa sin lucha alguna. Asdrúbal buscaría otro lugar donde esperar a su hermano Magón y al general Giscón y todo nuestro esfuerzo no habría servido para nada.

—¿Quieres que lleven principes y triari?

Publio asintió.

—De acuerdo —concluyó Lelio, y partió hacia los tribunos que esperaban las órdenes de ataque.

Campamento general cartaginés en lo alto de la colina

Asdrúbal estaba desayunando en su tienda cuando irrumpieron los oficiales. Estaban nerviosos y les acompañaba un númida de los puestos de guardia de la planicie inferior. El hermano de Aníbal no necesitó palabras. Dejó su comida a medio terminar y se envainó la espada mientras un esclavo le ajustaba la coraza que ya llevaba puesta.

—¿Es una avanzadilla o el grueso de las tropas? —preguntó Asdrúbal.

—Es difícil de decir aún —empezó uno de los oficiales—. Desde luego han sacado todo el ejército del campamento, pero de momento parece que sólo la infantería ligera está cruzando el río.

—¿Infantería ligera...? Bien. —El general púnico meditó unos instantes. Tenían desplegados jinetes númidas por la planicie que rodeaba el campamento. No sería suficiente—. Honderos baleáricos, todos los que tenemos, e infantería ligera nuestra, africana, que bajen a la planicie. Eso será suficiente para detener el avance romano, eso si llegan a escalar la ladera. Con eso los detendremos. Sólo necesitamos ganar dos o tres días más y llegarán Giscón y Magón y los aplastaremos como ratas.

El general y sus oficiales salieron raudos de la tienda. Una batalla estaba a punto de dar comienzo.

Vanguardia romana. Río Guadiel

A Quinto Terebelio le llegaba el agua por la cintura. Maldijo su suerte.

—¡Por Castor y Pólux! ¡Siempre agua! ¡Este general debe pensar que somos ranas!

Algunos soldados rieron al comprender que el primus pilus recordaba cómo habían tenido que vadear una laguna para atacar Cartago Nova el año anterior. En todo caso, el agua no cubría ya más del pecho y la notable distancia que separaba el río de la escarpada ladera que debían ascender para acceder a la primera planicie dominada por los cartagineses permitía que la operación de vadear el río se realizase sin peligro de ataque enemigo.

—¿Ranas? —Era la voz de Sexto Digicio, que comandaba los infantes de marina alistados en la legión por orden del general—. Más bien patos asustados, eso es lo que parecéis.

Los marineros de Digicio se echaron a reír viendo cómo los hombres de Terebelio parecían adentrarse con miedo y asco en el agua del río. Ellos, por el contrario, eran marineros acostumbrados al mar y los ríos. Estaban en su elemento.

Terebelio y sus hombres ignoraron las provocaciones de Digicio. A fin de cuentas la ladera era territorio seco y era allí donde se debía evaluar el valor de cada uno.

Vanguardia cartaginesa

Los honderos baleáricos cargaron sus hondas y empezaron a hacerlas girar. Pronto un denso zumbido de centenares de hondas en movimiento, girando y girando para que los proyectiles adquirieran una velocidad mortal, se apoderó de la cima de la ladera. Tras ellos la infantería ligera africana preparaba sus jabalinas y, al fondo, los caballos de los jinetes númidas piafaban y agitaban sus cabezas inquietos. Los animales olían la antesala del combate y tensaban sus músculos.

Vanguardia romana

Los hombres de Terebelio llegaron al pie de la ladera. Miraron un instante hacia arriba, pero un zumbido intenso les hizo protegerse con sus escudos de forma instintiva, agachándose en cuclillas y conteniendo la respiración. Una lluvia de piedras bajó del cielo estrellándose contra sus escudos, cascos y protecciones de brazos y piernas. Algún grito se escapó, pero apenas cayó ningún hombre. Quinto Terebelio observó el ala de marineros dirigidos por Digicio. Hacían lo propio.

—¡Esperad! —gritó Quinto a sus hombres—. ¡Ahora lloverán jabalinas! ¡Esperad, mantened los escudos en alto! ¡Mantenedlos en alto!

Y un silbido cruzó el aire. Las lanzas caían por todas partes. Algunas atravesaron escudos y seccionaron brazos. Los aullidos de dolor se multiplicaron. La andanada de proyectiles cesó. Terebelio sabía que ahora vendrían las piedras de los honderos una vez más. Era mejor intentar ascender contra piedras que contra jabalinas.

—¡Ahora, rápido! ¡Ascended protegidos por los escudos! ¡Los escudos por delante! ¡Ahora!

Los legionarios empezaron a trepar por la ladera, un brazo sosteniendo el escudo en alto y la otra mano agarrándose a los matorrales y los resquicios de roca para poder ayudarse y trepar mejor por aquella escarpada ladera. No era un ascenso especialmente difícil, pero sostener el escudo, resistir la lluvia de piedras y las intermitentes andanadas de jabalinas dificultaban la subida enormemente. Muchos perdían el equilibrio, soltaban el escudo para no caer hacia atrás rodando, pero entonces eran golpeados por varios proyectiles y atravesados por lanzas; caían heridos de muerte rodando en su descenso como troncos recién cortados y arrastraban consigo a varios compañeros de armas. No iban a conseguirlo. Terebelio se detuvo a mitad de camino. La ladera era una acusada pendiente de sesenta grados con unos cuarenta pasos de longitud. Miró hacia Digicio y los suyos. Estaban al igual que ellos enfrascados en medio del ascenso, pero parecían encontrar los mismos problemas. Pero no cejaban. Había que admitir que aquellos marineros tenían agallas.

—¡Por Hércules! —clamó Terebelio—. ¡Esos marineros van a alcanzar la cima antes que nosotros! ¿Vamos a permitir semejante humillación? —Y sin esperar respuesta de sus hombres se lanzó en una larga carrera, asiendo el escudo con energía y trepando como un gato. Varias piedras golpearon contra su arma defensiva y un proyectil, rebotado del escudo de algún legionario que seguía sus órdenes, le pegó en un ojo abriéndole una tremenda brecha. Terebelio se detuvo un instante. Se sintió mareado, pero percibía cómo varios de sus hombres le rebasaban continuando el ascenso. Eran unos valientes. No podía quedarse atrás. Era el primus pilus de la legión. Sacudió la cabeza y recuperó el resuello y la noción del equilibrio. Se alzó de nuevo y lanzando un grito infernal ascendió los últimos pasos hasta alcanzar la cima de la ladera.

—¡A la carga, a la carga! ¡Acabad con todos estos miserables!

La llegada de Terebelio a lo alto de la planicie animó a los pocos legionarios que habían llegado a la cumbre. Se reagruparon y en un instante empezaron una lucha cuerpo a cuerpo, primero contra los confundidos honderos y luego contra los infantes africanos. Los baleáricos cedían terreno con rapidez, lo suyo no era el combate cara a cara, sino el bombardeo a una distancia segura. Esta retirada de los baleáricos fue un grave error para el conjunto de las tropas cartaginesas, pues mientras los honderos eran relevados por la infantería ligera africana, los romanos tuvieron un minuto clave de tregua en su ascenso por la ladera, consiguiendo así que todas sus tropas ligeras accedieran a la planicie y pudieran disponerse en formación ante la infantería africana.

Retaguardia romana

—¿Por qué no usa la caballería númida? —Lelio no comprendía bien las maniobras de las tropas enemigas.

—No tienen espacio para una carga —explicó Publio—. Están encajonados entre la segunda ladera y la línea del frente de batalla al borde de la primera planicie. No hay espacios en la primera terraza para movimientos de gran número de tropas. La caballería, igual que los elefantes, no son de gran utilidad en espacios cerrados como las dos mesetas en las que Asdrúbal se ha atrincherado. Era una posición defensiva, una buena posición defensiva, pero poco adecuada para el contraataque.

—Pues parece que Terebelio y Digicio están consiguiendo el objetivo —apostilló Lelio con orgullo.

—Así es, así es... y ahora debemos ayudarles. Mira. —Y Publio señaló hacia lo alto de la planicie superior donde se encontraba el grueso de las tropas cartaginesas—. Asdrúbal está sacando todas sus tropas del campamento y las está empezando a desplegar.

—Sí, diría que con los africanos, su infantería pesada en el centro y en las alas los mercenarios iberos... —confirmaba Lelio mientras se cubría los ojos para protegerse del sol.

Publio meditó unos instantes. Estaba dudando. Lo lógico sería hacer que sus tropas ascendieran a la primera planicie en bloque para reforzar la línea de ataque frontal que Terebelio y Digicio habían iniciado con éxito, pero eso terminaría en una lucha por tomar la segunda ladera contra las tropas pesadas de Asdrúbal, con los púnicos en lo alto y ellos intentando ascender y, aunque sin la misma eficacia que en una gran llanura, con los jinetes númidas y los elefantes acosándoles por todas partes. Eso era lo que esperaba Asdrúbal. Al cabo de una hora tendrían que retirarse sin poder tomar la segunda ladera, agotados y retirando centenares de heridos. Luego el cartaginés sólo tendría que sentarse en su colina y esperar la llegada de sus refuerzos del sur y del oeste para perseguirlos en una penosa huida de vuelta a Tarraco. Publio tragó saliva. Tenía la garganta seca.

—¡Agua! —exclamó.

Lelio se volvió raudo hacia los lictores que los escoltaban.

—¡Agua para el general! ¡Rápido, por Hércules! ¡Agua para el general!

Un aguador joven, de apenas diecisiete años, apareció a todo correr con un odre de piel lleno de agua. Vertió líquido en un cazo de arcilla, con muescas y una pequeña grieta, que traía para servir al general, y le acercó con brazo un poco tembloroso el vaso. El general asió la copa y bebió con ansia. Luego, antes de devolver el vaso se quedó contemplando las muescas. Nerón, el anterior general en jefe cum imperio en Hispania, sólo bebía de copas de plata u oro, pero Publio había insistido en usar el mismo material de intendencia que emplearan sus hombres.

—Tenemos que mejorar la vajilla de nuestras tropas, Lelio, recuérdame eso después de que hagamos salir a Asdrúbal de su madriguera. Además ese odre pierde agua —concluyó Publio señalando un vértice de la piel de cabra que servía de continente del agua por donde se veía un reguero de gotas viajando por la superficie del recipiente hasta ir cayendo sobre un pequeño charco que se había formado mientras el joven aguador sostenía el odre. El joven muchacho sintió vergüenza y miró al suelo.

Publio fue a decir algo más, pero su mente regresó al campo de batalla.

—Lelio, vamos a llevar el grueso de las legiones a lo alto de la primera planicie, pero no vamos a ayudar a Terebelio y a Digicio en su segundo ataque a la segunda ladera. Tendrán que valerse por sí solos contra las tropas africanas. Una vez que accedamos a la primera planicie nos dividiremos, tú hacia el norte y yo hacia el sur con los principes y los triari. Bordearemos la línea del frente de batalla hasta alcanzar los extremos de la segunda ladera y ascenderemos por los límites laterales para subir a esa segunda ladera confrontándonos contra sus fuerzas auxiliares, no contra la infantería pesada. El despliegue tendrá que ser rápido. Quiero atacar sus flancos. ¿Está claro?

Lelio asentía pero estaba confundido.

—Terebelio y Digicio lo pasarán mal.

—Lo pasaremos mal todos si no hacemos esto.

—De acuerdo.

—¿Y los manípulos de Lucio Marcio y Mario Juvencio están desplegados ya en la retaguardia cartaginesa? —preguntó Publio con cierta tensión. Necesitaba saber que sus órdenes se seguían al pie de la letra. Cualquier confusión sería fatal.

—Sí —confirmó Lelio, meditabundo. Publio parecía querer rodear a los cartagineses y atacarles por todos lados a la vez. Pero los legionarios que se habían llevado Marcio y Mario no eran suficientes para un ataque.

—Bien, envíales un mensajero: que no ataquen y que se embosquen. Si todo sale bien los cartagineses terminarán saliendo por su retaguardia y quiero que les sorprendan.

La nueva orden sosegó el ánimo de Lelio. Eso tenía más sentido, pero era tan improbable que Asdrúbal decidiera retirarse...

Publio se quedó contemplando a Cayo Lelio taciturno, inquieto. Le asió con aprecio por el brazo.

—Vamos a por ellos, Lelio, les haremos salir de allí, ya lo verás. Ten fe en mí. —Y le sonrió. Lelio respondió con una sonrisa un poco forzada pero sincera en sus sentimientos.

—¡Vamos allá, por Hércules! —replicó el veterano tribuno con fuerza—. Es una buena mañana para cazar cartagineses. —Y se volvió hacia las tropas caminado ligero, erguido, pisando firme la tierra de Hispania. Publio comprendió que ya no tenía nada que temer sobre el flanco norte. Ahora quedaba por ver si él era capaz de cumplir con la parte que le tocaba. Tenían que conseguir ascender por los dos extremos a un tiempo. Eso era clave.

Campamento cartaginés, en lo alto de la colina, por encima de la segunda ladera

Asdrúbal estaba algo incómodo. No eran nervios sino molestia. Ese testarudo Escipión había decidido suicidarse aquella mañana y tenía que hacerlo contra sus tropas.

—Que se replieguen los númidas y los africanos, y lo que quede de los baleáricos, que suban todos a la segunda planicie. Si los romanos quieren la primera terraza que la tengan. Eso no cambia las cosas en lo sustancial. Nos haremos fuertes aquí.

Asdrúbal quería todas sus tropas concentradas en lo alto de la colina. Estaban en igualdad numérica con los romanos pero con una posición mejor. Aquel combate que el Escipión había iniciado era absurdo. Su tío Cneo también le sorprendió por su irritante resistencia a morir. ¿Cuántas cargas númidas hicieron falta para abatirle? Y aun así se volvía a levantar, herido, atravesado por una lanza, envuelto en un mar de sangre. Había que reconocer que eran una raza, los Escipiones, que sabía sufrir. Pero nada más.

Asdrúbal, brazos en jarras, desde su posición central en la retaguardia, admiró el despliegue de su infantería pesada en el centro. Aquello era un muro infranqueable. Luego estaban los mercenarios iberos en las alas. Una nota de color. Sonrió. Y siempre quedaba bien parecer más de los que en realidad eran. La fortaleza de su ejército residía en la infantería africana pesada. Hombres rudos y completamente leales a Cartago que no cederían un ápice de terreno sin combatir hasta la muerte. Los romanos chocarían contra ellos y perecerían en aquella segunda ladera.

—¡Vino! —exclamó el general cartaginés. Pudiera ser que el joven romano al mando quisiera fastidiarle el día de descanso que tenía planeado, pero él no iba a dejarse importunar por la locura de un familiar despechado. Era la ira por vengar la muerte de su padre y su tío la que había ofuscado la mente de aquel general romano con toda seguridad. Bien, la ira sin control conduce al fracaso.

El vino llegó. Asdrúbal bebió con placer. Aquélla era una mañana que sabía a victoria.

Primera planicie

Las legiones habían accedido por completo a la primera meseta de la gran colina. En pocos minutos, siguiendo las instrucciones de Publio, la infantería pesada de la legión se dividió en dos grandes bloques de manípulos que, a marchas forzadas, se encaminaban en direcciones opuestas, hacia el norte y el sur respectivamente. Los hombres de Terebelio y Digicio se quedaban solos en el centro. Un mensajero a caballo llegó hasta donde se encontraban el primus pilus y el oficial en jefe de la marinería armada. Sin duda, traía órdenes del general. Centurión y marinero en jefe se miraron extrañados por los movimientos de los legionarios de la infantería pesada. Habían esperado que éstos tomaran el testigo y los relevaran en la lucha por acceder a lo alto de la segunda ladera y ahora veían que se alejaban en direcciones opuestas dejándolos solos. El mensajero desmontó. Era un jinete de la caballería, joven, hijo de algún patricio. Terebelio lo miró con respeto pero no pudo ocultar una dosis de arrogancia y orgullo. El primus pilus sangraba por un brazo y por la sien y tenía restos de piel de algún enemigo desparramados por la coraza. Además, un ojo estaba horriblemente hinchado. Estaba sudoroso, pegajoso y maloliente. Escupió en el suelo, a un lado del mensajero, y no se molestó en excusarse. Digicio no tenía mejor pinta.

—Un mensaje del general. —El joven caballero con coraza impoluta, brillante, el pelo rasurado y limpio y la espada envainada, se sintió un poco intimidado; además el mensaje era incómodo en aquellas circunstancias.

—Habla, te escuchamos. No tenemos todo el día, estamos en una batalla, ¿sabes? —dijo Terebelio, y miró a Sexto Digicio. Los dos veteranos oficiales se echaron a reír. Una carcajada rotunda que se quebró en seco, casi al tiempo, dejando sólo la mirada fría de ambos guerreros.

—El general dice... —el mensajero pensó en suavizar el mensaje, pero recordó la insistencia del general y su voz diciendo «di exactamente esto y no otra cosa», así que tragó un poco de saliva y soltó su mensaje como una andanada de jabalinas enemigas—. El general dice que ha visto nenas asustadas trepar mejor por una montaña y que espera que lo hagáis mejor en esta segunda ladera. Y que os espera en lo alto a media mañana. Ése es el mensaje.

El jinete trepó veloz a su caballo, azuzó al animal y desapareció antes de que los boquiabiertos oficiales de la infantería pudieran reaccionar.

—¿Nenas asustadas? —preguntó en alto Terebelio—. ¿Ha dicho nenas asustadas, por todos los dioses, o he oído yo mal?

—Ha dicho nenas asustadas —repitió Digicio asintiendo con la cabeza.

—¡Maldito sea...! —Y aquí Terebelio se contuvo—. ¿Y adonde va? ¿Tú, marinero, que tan tranquilo estás, adonde va el general con las tropas? ¡Por los dioses!

—Adonde va no lo sé, centurión, pero nos ha dejado claro que tenemos que tomar la segunda ladera.

—Ya sé lo que ha dicho, lo que me revienta es no entender por qué.

—Bueno, él es el general.

Aquí Terebelio se calló unos segundos. Tampoco entendió las órdenes en Cartago Nova y al final todo tuvo sentido.

—Va a ser más difícil que la primera ladera —comentó al fin el primus pilus mirando hacia lo alto de la cima de la colina—. Los cartagineses están concentrando todas sus tropas pesadas en el centro. No podremos. Nos van a matar.

Digicio miró a lo alto.

—Eso parece.

—No pensé yo que moriría esta mañana —continuó Terebelio— rodeado de marineritos.

—Ni yo de soldaditos que trepan como nenas.

—Lo de nenas lo ha dicho por los dos.

—Puede ser.

—¿Puede ser? —Terebelio estaba a punto de desenvainar su espada.

—Podemos matarnos aquí mismo o dejar que lo hagan los cartagineses —respondió Digicio llevándose la mano a la empuñadura de su arma.

Terebelio se relajó y volvió a mirar hacia lo alto de la cima.

—Sinceramente, marinero, ¿crees que tenemos alguna posibilidad?

Digicio miró hacia la segunda ladera y vio la infantería pesada africana disponiendo las lanzas y las picas en la primera línea, asomando en el borde mismo donde terminaba aquella infinita segunda ladera por la que debían trepar bajo una lluvia de jabalinas y proyectiles enemigos.

—Sinceramente, no, centurión: no tenemos ninguna posibilidad. Terebelio y Digicio se miraron.

—¿Vamos allá entonces? —preguntó el primus pilus.

—Vamos allá —respondió Sexto Digicio, y le tendió la mano, sucia; ensangrentada, fría.

Terebelio le miró fijamente.

—El día que le dé la mano a un marinero dejaré de luchar. —Y se volvió sin más hacia sus hombres gritando que formaran, que movieran el culo y que cogieran las armas, que tenían una nueva posición que tomar y que ya estaba bien de descansar mirando al cielo.

Digicio se quedó allí, un poco perplejo por el enorme desprecio que Terebelio mantenía ante los marineros. Se limpió un poco el sudor de la frente con la misma mano que había tendido al centurión y, más despacio que Terebelio, pero con la misma decisión, fue hacia sus hombres.

—¡Por Castor y Pólux! ¡Todos en marcha! ¡Hay que tomar la nueva ladera y no quiero oír ninguna queja! ¡Esta batalla no ha hecho más que empezar!

Campamento cartaginés, en lo alto de la colina

Asdrúbal se había retirado a su tienda unos instantes. Quería relajarse un poco. Si la tozudez de aquel Escipión era similar a la de su tío estaría atacando y dejando morir a legionarios durante todo el día. Aquello podía terminar resultando tedioso. El general cartaginés sintió el ansia de los hombres y decidió complacerse. Una vez en el recinto cerrado de su tienda hizo que le trajeran a dos jóvenes iberas. Éstas llegaron de mano de cuatro soldados africanos. Los guerreros las empujaron ante su general y éstas cayeron de rodillas ante él. Luego los soldados se retiraron. Las jóvenes apenas tenían quince años. Estaban maniatadas por la espalda. Las dos, arrodilladas, hundían su cabeza en el suelo y respiraban con dificultad.

—¡Miradme! ¡Quiero ver vuestros rostros! ¡He de saber qué tipo de presente me han mandado vuestros padres!

Las dos jóvenes eran regalos de las tribus del interior, hijas de jefes iberos vacceos que buscaban un pacto de amistad con el que daban en llamar el «rey de los iberos». Asdrúbal había dejado que los indígenas de Iberia le concedieran tal título. Al fin y al cabo era él quien gobernaba sus vidas. Y le gustaba oírse aclamado como rey. Como todos, tenía su dosis de vanidad.

Las muchachas temblaban. Eran muy parecidas. Quizás hermanas. Rasgos suaves, labios carnosos, tez morena, ojos oscuros, pelo negro, lacio, piel tersa. El ansia creció en el cuerpo de Asdrúbal. De pronto, un oficial africano descubrió la tela de acceso a la tienda.

—¿Por qué me molestas, imbécil? ¿No ves que estoy ocupado?

—Los romanos, mi general... los romanos están maniobrando...

—¿Maniobrando? ¿Maniobrando cómo?

—La infantería pesada se está desplazando por la primera de las terrazas sin atacarnos, hacia los extremos, dividida en dos, como si fueran a rodearnos.

Asdrúbal se atusó la barba con una mano. Las muchachas volvieron a agachar sus rostros.

—¿Hacia los extremos? ¿Estás seguro de lo que dices? ¿Y quién ataca el centro de nuestra infantería?

—Los mismos que lideraron el primer ataque. Sin refuerzos.

Asdrúbal era vanidoso, orgulloso e impulsivo, pero no era imbécil. Saltó del lecho en el que estaba sentado, apartó a las muchachas de un golpe, y salió de la tienda maldiciendo.

—¡Por Baal y por Tanit! ¿Cuánto tiempo llevan con esa maniobra?

El oficial le seguía de cerca mientras el general aceleraba el paso en dirección a la salida del campamento, hacia el frente de batalla.

—Unos veinte minutos. Al principio no sabíamos lo que hacían, pero luego nos pareció extraño. Con los soldados que dejan en el centro nunca superarán a nuestra infantería pesada y las alas están protegidas por los iberos y la propia ladera...

Asdrúbal se detuvo en seco y se giró hacia su oficial.

—Precisamente: el romano busca confrontar su infantería pesada con los iberos en las alas y eludir así el combate contra nuestros africanos, nuestros mejores hombres. Si las alas ceden, y pueden ceder, tendremos un problema serio. Tendremos una batalla campal en toda regla. Aquí arriba, en lo alto de la colina. Y eso no debe ocurrir. No debe ocurrir.

Asdrúbal reemprendió la marcha hacia el frente. El oficial le siguió a poca distancia. Pensó que el general estaba viejo, exageraba. Los flancos del ejército resistirían. Los iberos eran un poco inconstantes, pero ayudados por la ventaja de su posición en la cima de la colina detendrían a los legionarios romanos igual que lo harían los africanos del centro.

Ala derecha del ataque romano, al norte de la colina

Los principes regresaban de su primera acometida contra los cartagineses apostados en lo alto de la segunda pendiente que daba acceso a la cima de la colina. Publio los vio arrastrando algunos heridos por jabalina, muchos ensangrentados, pero con ánimo de lucha en sus ojos. Estaba asombrado de cómo la fe de aquellos legionarios en él mantenía su espíritu de lucha incluso cuando los hacía combatir en una posición tan desventajosa. Sin duda, permanecía en la mente de los soldados romanos el recuerdo del asalto de Cartago Nova, y sus palabras haciéndoles ver que si habían podido con aquellas murallas podrían también con estas encrespadas laderas habían surtido un profundo efecto.

—¡Los triari, a la carga! —ordenó Publio con energía.

Las trompas de la legión subrayaron la orden de su general y los principes que descendían por la pendiente fueron reemplazados por el más lento y pesado avance de los triari. Éstos, protegidos por sus escudos y con sus alargadas picas atadas a la espalda, fueron trepando por la ladera. Primero llovieron las jabalinas, luego una andanada de flechas mezclada con piedras, pero al cabo de unos minutos estaban al borde mismo de la cima. Los triari soltaron entonces los escudos y tomaron las picas con ambas manos. Y gatearon hacia la cumbre de la ladera en un último impulso. Los iberos se esforzaron en detener la acometida romana, pero las picas se abrían camino resquebrajando brazos, piernas, incluso ensartando más de una cabeza hispana. Los triari alcanzaron la cima. Arrojaron las picas o dejaron que éstas se fueran clavadas en sus víctimas que serpeaban por el suelo mutiladas, retorciéndose de dolor y desenvainaron las espadas. Los iberos reemprendieron la defensa de su colina en una denodada lucha cuerpo a cuerpo. Era un combate cruel, despiadado. Los hispanos se defendían con vigor y no cedían terreno hasta que por la cima ya desprotegida asomaron los refuerzos romanos de los principes supervivientes del primer ataque contra la segunda ladera. Los iberos sabían que necesitaban más hombres para frenar a los romanos que ascendían a centenares, pero los africanos del centro no maniobraban para llegar a aquel lugar. Se sintieron solos y sus ánimos empezaron a desfallecer.

Centro del ejército cartaginés

Asdrúbal asistía nervioso al desarrollo de la contienda. El empeño de aquel romano por materializar una batalla campal estaba dando sus frutos. El general cartaginés se dio cuenta de lo complicado de la situación: no había terminado de desplegar aún todas sus tropas, pero la mayoría estaban concentradas en el centro, frente al campamento, en espera de una gran acometida frontal, mientras que el nuevo Escipión había llevado a su infantería pesada a los extremos de la formación cartaginesa. Así, las alas iberas de su ejército cedían por falta de hombres y empuje y los romanos accedían a la colina por ambos lados, norte y sur. En el centro, como era de esperar, sus africanos veteranos resistían, pero tendría que hacerles maniobrar hacia las alas para evitar el desastre. Miró hacia su espalda y de nuevo al frente. No había espacio suficiente entre el campamento y el borde de la ladera para una maniobra de aquella envergadura, y tampoco había tiempo con la presión que los romanos ejercían sobre ambos flancos. Se podría intentar. Quizás aún se podría revertir el curso de la batalla, pero no estaba claro. Lo único que era evidente es que el romano había venido a combatir contra él antes de que llegaran los refuerzos de Magón y Giscón, y lo estaba consiguiendo. Incluso si aquello terminara en una victoria púnica, Asdrúbal comprendía que ésta no se lograría ya sin un enorme coste de vidas. Tendría que emplear a sus mejores hombres. En cambio, si se retiraba ahora, se podía organizar una maniobra de repliegue en relativas buenas condiciones y salvaguardar el grueso de sus tropas. El corazón le pedía luchar, pero su razón y, más aún, el juramento que hizo a su hermano Aníbal de alcanzar Italia y ayudarle desde el norte a atacar Roma, pesaba más que su enfurecido ánimo. Y los elefantes no podían ayudar ya en el ataque, pues la línea del frente era una confusa maraña de soldados romanos, iberos y cartagineses entremezclados en un combate mortal. Las enormes bestias causarían tantas bajas entre los suyos como entre los enemigos. Sin embargo... los elefantes podrían... Asdrúbal asintió para sí mismo.

—¡Coged los elefantes y cargad el tesoro en ellos! ¡Tomad las tropas de reserva que aún están en el campamento y salid por el este de la colina! ¡Nos replegamos! —espetó a un sorprendido oficial—. ¡Y que se ordene el repliegue de la infantería pesada que pasará de estar en la vanguardia del ataque a actuar de nuestra escolta de retaguardia! ¡Si nos salen tropas romanas para impedirnos el paso que los elefantes y la caballería númida despejen el camino! ¡Hemos de salir de aquí cuanto antes! ¡Moveos, por Baal! ¡Moveos, por Cartago!

Los elefantes bramaban mientras sobre sus lomos se apilaba el oro y la plata procedentes de las minas de Sierra Morena. Allí estaba el dinero necesario para pagar a un gigantesco ejército de mercenarios iberos y galos con el que desplazarse hasta el norte de Italia. Era un tesoro que debía salvarse a toda costa. Los jinetes númidas se pusieron al frente de la formación. La infantería africana de la vanguardia empezó a replegarse lo más ordenadamente que podía, salvando así la gran parte de su formación en el centro frontal de la misma, pero perdiendo gran cantidad de iberos en los flancos norte y sur por donde atacaban el grueso de las tropas romanas.

Centro del ataque romano

Tanto los hombres de Digicio como los de Terebelio estaban exhaustos. Tras tres embestidas contra la densa formación cartaginesa habían sido rechazados sin apenas conseguir nada. Estaban sin resuello. Agotados, asustados. Tenían órdenes de seguir atacando hasta tomar la colina pero ambos habían comprendido que era una orden suicida. ¿Qué hacer? Entonces ocurrió algo inexplicable. Los cartagineses empezaban a retirarse. ¿Era una trampa?

Digicio miró hacia donde se encontraba Quinto Terebelio y lo vio dando instrucciones a sus soldados y una patada a un legionario que parecía demasiado cansado para obedecer con celeridad.

—¡Vamos, perros! ¡A lo alto de la colina! ¡Los cartagineses se repliegan! ¡Éste es el momento! ¡Todos arriba, por Hércules! ¡Coged los escudos y arriba!

La voz de Quinto llegó hasta los hombres de Digicio y los marineros se volvieron hacia su oficial en jefe. Digicio se levantó del suelo donde se había sentado para recuperar el aliento y bramó sus órdenes con fuerza.

—¡Vamos allá, por todos los dioses! ¡Hemos hecho lo difícil y no vamos a dejar ahora lo fácil a Terebelio y los suyos! ¡A por la cima! ¡Podemos hacerlo! ¡Por el general, por Roma!

Los marineros se levantaban y raudos seguían a su jefe que ya emprendía el ascenso de la segunda pendiente de aquella maldita colina.

Sector este de la colina. Tropas de Mario y Marcio

Lucio Marcio Septimio y Mario Juvencio Tala habían emboscado sus hombres en torno a los caminos angostos que descendían de la colina cartaginesa por la vertiente oriental de la misma. Los legionarios se ocultaron entre los matorrales del monte bajo, al abrigo de las encinas desperdigadas que salpicaban la región, entre los peñascos y rocas de aquella tierra escarpada. Desde sus posiciones se escuchaba el fragor de la batalla en lo alto de la colina. Vislumbraron algunos de los efectivos del general ascendiendo por la ladera norte y lo que parecían ser otros legionarios haciendo lo propio por el sur, comandados por Lelio, pero desde la distancia era difícil saber lo que estaba pasando, cómo se estaba desarrollando el combate. Pasó una larga hora de espera e indefinición, hasta que Marcio vio uno de sus exploradores que descendía de la primera pendiente a toda velocidad, como perseguido por los espíritus del Hades. El joven legionario pronto llegó hasta la posición del tribuno.

—Los cartagineses descienden, tribuno. Descienden con sus elefantes y la caballería númida al frente. Detrás viene la infantería. —El soldado terminó su mensaje e inspiró intentando recuperar el aliento. Estaba tenso y agotado por la carrera.

—¿Quieres decir que descienden con todas sus tropas? ¿Que se retiran en esta dirección?

—Así es, tribuno. Eso creo.

Marcio asintió. Dio instrucciones para que se informara a Mario, el otro oficial al mando, y a sus hombres, y ordenó que todos permanecieran emboscados hasta nuevo aviso.

En pocos minutos el bramido tenebroso y gutural de los elefantes empezó a escucharse descendiendo ya por la segunda pendiente. La tierra parecía temblar bajo el peso de aquellas pisadas descomunales. A su alrededor centenares de númidas cabalgaban al trote, escoltando a aquellas gigantescas bestias. Marcio esbozó una sonrisa que quedó más en mueca que otra cosa. Como si esas bestias necesitaran protección. Sería mejor dejarlas pasar junto con los númidas y luego abalanzarse sobre la confiada infantería cartaginesa. Con un poco de suerte, Mario pensaría lo mismo. Ya no había tiempo para comunicar. Los primeros elefantes y jinetes africanos pasaron sin ser molestados, pero cuando llegaba un segundo grupo de paquidermos, los hombres de Mario arrojaron una andanada de pila. El ataque había empezado. Marcio escupió en el suelo.

—¡Por todos los dioses! —Sacudió la cabeza negando con fuerza pero ordenando lo que ya era inevitable—. ¡Al ataque, por el general, por Roma!

Las legiones malditas
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