8
El hijo de Publio

Tarraco, otoño del 209 a.C.

—¡Paso, abrid paso!

Los legionarios que actuaban a modo de lictores gritaban por las calles de Tarraco mientras ascendían hacia el centro de la población en busca de la domus sede de la familia del joven Publio Cornelio Escipión, general cum imperio sobre las dos legiones desplazadas a Hispania.

Detrás de los lictores caminaba a buen paso el joven general. Publio, tal y como ya hiciera cuando partieron hacia el sur hacía unos meses, marchaba a pie, al igual que los legionarios, para dar ejemplo y mostrar a sus hombres que compartía con ellos el duro esfuerzo de las eternas jornadas a paso ligero con las que había habituado a sus legionarios a desplazarse por las agrestes tierras hispanas. El sudor que poblaba su frente atestiguaba el ejercicio físico al que el general sometía a sus tropas y a sí mismo, pero había quedado demostrado con el éxito de la campaña de aquel año, especialmente mediante la conquista de Cartago Nova, contra todo pronóstico, que aquellas durísimas marchas eran la mejor forma de sorprender a un enemigo, los cartagineses, aún demasiado confiado en su superioridad numérica y en las alianzas con los iberos de la región. Publio, a la vez que ascendía de regreso a su residencia en Hispania, en Tarraco, donde se disponía a pasar el invierno, acantonado con el grueso de sus tropas, meditaba sobre cómo atajar esos dos problemas: la superioridad numérica de los tres ejércitos cartagineses de la península ibérica, con veinticinco mil hombres cada uno, y las fuertes alianzas que éstos mantenían con gran número de tribus celtas e iberas de la región. Contra el primero de estos problemas no podía ya hacer mucho sino esperar que las gestiones de Lelio ante el Senado dieran sus esperados frutos y que su segundo en el mando regresase a Tarraco con un par de legiones más, pues los hombres de las dos legiones de las que ya disponía, más las tropas auxiliares que había traído consigo y la marinería de la flota romana estacionada en Tarraco, no alcanzaban los treinta mil hombres, y eso contando con las tropas que encontró cuando llegó a Hispania, los restos de las unidades supervivientes a las terribles batallas en las que tanto su padre como su tío perecieron. La ausencia de ambos seguía pesando sobre su ánimo enturbiando los destellos de felicidad a los que tenía acceso en su atribulada vida como general romano en territorio hostil en medio de la más cruenta de todas las guerras a las que el Estado romano había tenido que hacer frente. Esos destellos habían sido la conquista de Cartago Nova, en el ámbito militar, y el nacimiento de su segundo hijo, esta vez un varón, en lo familiar. Un hijo. Ver a su recién nacido vástago era lo que insuflaba fuerzas adicionales a sus exhaustas piernas. Algo que el resto de los legionarios admiraba y sufría al tiempo, pues les resultaba sorprendente la energía de su general, algo que respetaban, pero que también padecían al tener que mantener el enérgico ritmo de marcha que éste se marcaba para sí mismo. En cualquier caso, la victoria de Cartago Nova y el reparto del botín entre legionarios y marineros había dejado ampliamente satisfechos a todos los hombres. Nadie estaba descontento por tener que deslomarse en largas jornadas si eso culminaba en victoria y riqueza para todos.

Pero Publio, además de los pensamientos en su hijo, al que aún no había conocido al nacer éste mientras estaba en campaña en el sur, seguía meditando sobre el segundo de los problemas al que debía hacer frente: quebrar las alianzas entre los cartagineses y los indígenas de la región. A ello se había entregado en cuerpo y alma desde la toma de Cartago Nova. Allí mismo empezó su estrategia de liberar a decenas de rehenes iberos que mantenían presos los cartagineses en las cárceles de su capital hispana, para de esa forma conseguir el joven general romano congraciarse con aquellas tribus que, de momento, en gran medida, se habían mantenido o bien al lado de los cartagineses, por gusto o por presión, o bien habían estado al margen del conflicto entre Cartago y Roma. Con acciones como la sistemática liberación de presos, Publio estaba seguro de poder ganarse la simpatía de muchos de esos pueblos y, si bien quizá no consiguiera que se pusieran a su lado, ya sería una gran victoria que éstos dejaran de combatir junto a los cartagineses engrosando las filas del enemigo con aguerridos luchadores que, para colmo, eran los mejores conocedores de aquel territorio. Había tratado ya con la mayoría de los jefes iberos del sur, pero ahora quería tratar con los del este y el centro de Hispania. Por eso esperaba que durante el invierno llegaran enviados de estos pueblos iberos y celtas a Tarraco, para buscar la forma de pactar con ellos para que se unieran a él contra los cartagineses o para que, al menos, no interfirieran en la contienda que aún quedaba por librar. Sí, aquí Publio se pasó una mano por la frente y se quitó parte del sudor: quedaba mucho por hacer; de hecho, lo peor estaba por venir. Unos ochenta mil cartagineses, cuando éstos juntaran sus tres ejércitos, contra sus escasos treinta mil. Era una gesta imposible. Aunque lo mismo dijeron de la posibilidad de tomar la inexpugnable Cartago Nova por la fuerza; pero aquello fue distinto. Con Cartago Nova tenía un plan elucubrado con sosiego durante años y ejecutado con gallardía por sus generales, por Lucio Marcio Septimio y, por encima de todo, por Cayo Lelio. Y luego la valentía de centuriones como Quinto Terebelio o Sexto Digicio y también el tribuno Mario Juvencio. Sí, fue una conquista épica, pero ahora todo el valor de aquellos hombres sería insuficiente si no se conseguía equilibrar las fuerzas de los unos y los otros. Los refuerzos que debía traer Lelio eran necesarios, absolutamente imprescindibles.


Llegaron a su destino. 

La domus en la que Publio Cornelio Escipión y su familia se alojaban en Tarraco había sufrido varias ampliaciones desde que el general dejara la residencia apenas unos meses atrás. Estaba claro que su mujer, Emilia Tercia, además de dar a luz a su hijo, no había estado indolente durante ese tiempo y se había concentrado en mejorar la vivienda que para la familia había procurado el joven Publio, que no era otra sino la que de modo incipiente empezó a edificar su fallecido tío Cneo. El joven general entró en el atrio de su casa acompañado tan sólo por los doce lictores de su escolta y por sus oficiales de mayor confianza: los tribunos Lucio Marcio y Mario Juvencio y los centuriones Quinto Terebelio y Sexto Digicio. El impluvium estaba rebosante de agua clara y fresca de la lluvia de la tarde anterior, las paredes, limpias, y en dos de ellas el general descubrió nuevas puertas que debían de dar a las dependencias añadidas a la domus por Emilia, pero en el centro, junto al impluvium, pequeño y desnudo, sobre una manta de lana que lo protegía del frío de la piedra del suelo, yacía el cuerpo de un niño. El pequeño agitaba sus diminutos brazos como si mantuviera un combate con un enemigo invisible: se le veía sano y fuerte y, para sorpresa de todos los presentes, excepto si acaso para su madre, el bebé se agitaba llorando con tal fuerza que su llanto penetraba en los oídos de los que lo rodeaban como alfileres punzantes. Aguardaba asustado, confundido. Su madre, Emilia Tercia, hija del que fuera dos veces cónsul de Roma, el senador Emilio Paulo que cayera en la batalla de Cannae, permanecía al fondo del atrio, junto a la puerta que daba acceso al tablinium. Emilia, al igual que su pequeño retoño, esperaba también pero, a diferencia del niño, sin decir nada. Los lictores y los oficiales de Publio se quedaron junto al vestíbulo de entrada y los sirvientes y esclavos que atendían a la familia se apretujaban en los umbrales de las puertas laterales, de modo que cuando el joven general dio varios pasos al frente para situarse junto al bebé de apenas un mes de edad, el atrio era sólo de ellos, padre e hijo. Publio se arrodilló entonces y tomó al pequeño entre sus brazos. Al instante, el niño detuvo su llanto y asió con una de sus pequeñas manos uno de los dedos de su padre.

—¡Es sano y fuerte! —exclamó Publio con el corazón encendido—. ¡Sano y fuerte como un legionario! —Y se echó a reír. Los lictores acompañaron a su general con gruesas carcajadas de soldados orgullosos por la comparación que su general acababa de hacer y a las risas se unieron los oficiales y luego el resto de los presentes.

Publio se acercó al pequeño altar de los dioses Lares protectores de la casa cuando su joven y bella esposa se aproximó y le detuvo cogiéndolo del brazo. El tacto suave de la mano de su mujer hizo que Publio sintiera unas irrefrenables ansias de estar con su esposa a solas, pero se vio obligado a contenerse en medio de tantos presentes. No se besaron. Las muestras de afecto en público iban contra la tradición romana, incluso entre marido y mujer, y ambos sabían de la importancia de cumplir con las tradiciones. Había legionarios fieles al general por lealtad pura y legionarios fieles a la tradición de Roma. Cumplir con las tradiciones, al menos en público, garantizaba lealtades inquebrantables.

—Antes de aceptarlo como tu hijo, te ruego que me prometas algo —dijo Emilia.

El general se detuvo. Con el niño entre sus brazos miró a los ojos de su preciosa mujer romana con intensidad. Se perdió en los ojos oscuros que lo enamoraron cuando ella apenas tenía dieciséis años, en la villa de su padre, Emilio Paulo. Hacía tan poco y hacía tanto tiempo. Aquél era su segundo hijo. Ya tenían a Cornelia. Y ahora un niño. Un niño. Por fin. La familia de los Escipiones perduraría más allá de sí mismo.

—¿Qué he de prometer? —Publio, para sorpresa de todos, no preguntó con enfado o indignación, algo que habría sido natural ante la intromisión de la madre en el momento en el que el pater familias estaba aceptando a su hijo. Pero Publio sabía, igual que Marcio y algunos otros oficiales que habían seguido al general hasta su casa, que Emilia Tercia no era una mujer más. Aquélla era una matrona romana patricia hija de un cónsul caído en la guerra contra Aníbal, una auténtica matriarca que, pese a su juventud y belleza, transmitía una enorme sensación de fuerza y poder, y una mujer que, sin lugar a dudas, influía con determinación en un hombre bajo cuyo mando estaban dos legiones romanas completas. Aquélla no era una mujer normal. Y además, tenía intuición. Algunos decían que percibía el futuro. Se comentaba que cuando el general hablaba de que había tenido un sueño premonitorio, en realidad era su mujer, Emilia, la que lo había tenido.

—Sólo pido, mi señor —dijo Emilia en voz alta—, que me prometáis que este niño quedará a salvo de la guerra contra Aníbal.

Publio la miró. Era aquélla una extraña petición. Entre otras cosas porque aquel bebé sólo tenía un mes y la guerra ya duraba nueve años. No era previsible que el conflicto perdurase durante dieciséis o diecisiete años más como para que aquel bebé alcanzara la edad militar con el conflicto aún activo.

—No creo que dure tanto la guerra contra Aníbal, Emilia.

—No importa. Sólo júramelo, por los dioses Lares de nuestra casa y por Júpiter Óptimo Máximo. Jura que Aníbal nunca podrá hacer daño a nuestro hijo.

Publio mantuvo la mirada intensa de su mujer. Todos escuchaban atentos aquel inesperado debate entre los cónyuges. El niño no lloraba, sino que se aferraba a su padre y cerraba los ojos, respirando tranquilo, lejos ya del frío del suelo. Sólo quería dormir.

—Con Cornelia no me hiciste jurar nada.

—Las niñas no van a la guerra, los niños se hacen hombres, los hombres van a la guerra y muchos no vuelven.

—Así es la vida, Emilia.

—Sí, y lo acepto. Pero Aníbal ya me ha arrebatado a mi padre, mi hermano le combate en Italia, tú combates a sus hermanos en Hispania, mi suegro, tu padre, y tu tío también han caído. Quiero que al menos los dioses preserven a mi hijo. Júrame que este niño quedará a salvo de Aníbal.

Publio bajó la mirada. Inspiró y expiró. Sintió el calor del bebé acurrucado contra su pecho y creyó percibir la extensión de su sangre en el tiempo.

—Esta guerra —empezó Publio alzando la mirada—, esta guerra terminará antes de que el niño sea soldado. Antes. Y Aníbal ya nunca será un peligro para él. Lo juro por nuestros dioses Lares y por Júpiter Óptimo Máximo.

Emilia cerró los ojos y se arrodilló ante su marido.

Publio levantó al niño en sus brazos, proclamó que en quince días habría un gran banquete de celebración e hizo las ofrendas oportunas para agradecer a las divinidades la feliz llegada a su vida de aquel pequeño que daba paso a una nueva generación. Arrodillado en el altar, Publio tuvo que contener las lágrimas. Ya no era el último de los Escipiones. Tragó saliva. Se levantó y sin derramar una sola lágrima se volvió hacia sus oficiales que se acercaban para felicitarle. Publio los sorprendió. No podía contenerse más, así que los abrazó uno a uno. Primero a Lucio Marcio y le dijo:

—¡Tengo un hijo, Marcio, un hijo!

A continuación hizo lo mismo con el tribuno Mario Juvencio.

—¡Un hijo, Mario, un hijo!

Y repitió la escena con los rudos Quinto Terebelio y Sexto Digicio, incómodos, pero contentos, ante las muestras de efusividad de su general en jefe. Al fin Publio se dirigió a todos.

—¡Tengo un hijo! —Y se volvió con el rostro feliz y agradecido a su joven esposa—. ¡Tenemos un hijo! De aquí a quince días, en cuanto nos hayamos establecido en nuestros cuarteles y asegurado las provisiones para el invierno, celebraremos este acontecimiento con un banquete. Marcio, Mario, Quinto, Sexto os quiero a todos aquí. Deberíamos esperar a Lelio, pero si hace falta celebraremos otro banquete entonces a su llegada. Así celebraremos también la llegada de los refuerzos que necesitamos.

Emilia, aparentemente más tranquila tras el juramento de su marido sobre la protección que el niño recibiría, ordenó que sirvieran agua, vino, mulsum, que dispusieran varios triclinia y que, a la espera del anunciado banquete, se sacara toda la comida posible para agasajar a su marido y a sus oficiales a su feliz regreso tras haber conquistado la inexpugnable fortaleza de Cartago Nova. Emilia supervisó los trabajos de los esclavos para atender a todos los oficiales de su marido, pero en su cabeza permanecía la duda sobre si aquel juramento bastaría para salvaguardar a su recién nacido de la larga mano de Aníbal y su sempiterna guerra contra Roma.

Las legiones malditas
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