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El regreso de Aníbal
Crotona, Bruttium, sur de Italia, otoño del 203 a.C.
Aníbal miraba hacia la bahía de Crotona con los brazos en jarras. No sólo tenía que soportar el dolor de las terribles noticias de la muerte de su segundo hermano, el pequeño de la familia, a causa de las heridas sufridas en la durísima campaña del norte de Italia, quien, de camino a África, tuvo que detenerse en Cerdeña en un desesperado intento por recuperarse que no surtió efecto. Allí, en aquella isla, quedó su joven hermano. Ese dolor le partía el corazón, pues había albergado la esperanza de endulzar el triste deber de aceptar la necesidad de su propio regreso a África sin conseguir derrotar a Roma con el reencuentro con el único de sus hermanos que aún vivía. Y para colmo de males, además ahora se veía obligado a organizar su propio regreso y la vuelta de sus tropas con recursos insuficientes.
Aquello era increíble: no le habían enviado bastantes barcos para transportar todas sus tropas a África. Llevaban un día cargando las trirremes y los barcos mercantes que Cartago había enviado para aquella gran misión y eran demasiado pocos.
—Es imposible, mi general —dijo Maharbal, de pie, tras un desesperado Aníbal—. Tendremos que dejar a muchos hombres atrás.
—¡Por Baal, Melqart y Tanit y todos los dioses! —Aníbal se pasaba ambas manos por encima de la cabeza—. Hay que ser inútiles para no poder terminar con esas dos legiones romanas cuando aquí llevamos años combatiendo contra siete y ocho cada año. Pero sea, hemos de regresar por su incapacidad y puedo entender, Maharbal, que no nos enviaran todos los suministros y refuerzos que necesitábamos, puedo entenderlo, puedo comprender que mis enemigos en Cartago, empezando por el inútil de Giscón, me prefiriesen muerto en Italia, aunque eso supusiese la derrota para Cartago, pero esto... esto no lo puedo entender. Ahora nos piden que regresemos porque están temerosos, todos los viejos senadores están asustados de ese general romano, ese Escipión que ya expulsó a Giscón de Hispania y aun así, estando atemorizados como niñas, no me envían los suficientes transportes para que pueda desembarcar de regreso en África con todas las tropas. Es absurdo.
—Quizá quieran que las fuerzas que se reúnan estén equilibradas y que no sean todas leales sólo a ti —respondió Maharbal.
Aníbal se sentó sobre un montón de sacos de trigo que aún debían ser cargados, aunque no se sabía dónde.
—Seguramente lleves razón, Maharbal. Sé que Cartago espera también el regreso de los restos de las tropas que tenía asignadas Magón. —Aquí se detuvo un instante y bajó la mirada; Aníbal ya no tenía a nadie en quien confiar, exceptuando, quizá, Maharbal—. Sí, eso debe de ser. Quieren que el nuevo ejército sea un tercio procedente de las tropas reembarcadas en Cerdeña, las que comandaba Magón y fueron derrotadas en el norte de Italia, otro tercio compuesto por las nuevas levas del maldito Giscón en la propia África y un tercio más, mis veteranos. Si me dejaran embarcar a todos podría tener casi la mitad del nuevo ejército compuesto por leales a mí. Ésa es la única explicación. No quieren que tengan tantos leales a mí en África.
Pero la explicación no solucionaba el problema inmediato: qué embarcar y qué dejar o a quiénes dejar en tierra. Aníbal sintió la mirada inquisitiva de Maharbal y le respondió lo que él ya tenía meditado desde hacía unas horas, desde que resultara del todo evidente la imposibilidad de embarcar a todo el ejército con el que llevaba batallando desde hacía años en Italia.
—Embarcaremos sólo soldados, y víveres... sólo los necesarios para la travesía. En Leptis Minor y Hadrumentum, una vez en África, podremos reabastecernos. Así podremos embarcar a más soldados. Allí tengo buenas relaciones con muchos nobles de esas ciudades.
—¿Y la caballería? —preguntó Maharbal.
—No la embarcaremos. Los caballos ocupan demasiado espacio. He enviado emisarios al rey Tiqueo de Numidia. Es pariente de Sífax y está ansioso por vengar sus derrotas y por liberarle de las cadenas en las que le tendrá cubierto el joven Escipión, eso si no lo ha crucificado ya, que, por cierto, es lo que se merece, por inútil. De hecho el general romano debería crucificar a Sífax, y Cartago hacer lo mismo con Giscón, pero no se atreverán. Dos imbéciles. Le tenían rodeado y ese general romano destroza sus campamentos en una sola noche, en un solo ataque. Unos inútiles. —Las palabras de Aníbal sobre Giscón eran traición, pues Giscón, pese a su incapacidad, era otro general de Cartago, pero Maharbal estaba tan de acuerdo con lo que decía Aníbal que se limitó a sonreír. Aníbal continuó hablando, como si lo hiciera para sí mismo, como si buscara convencerse de que estaba haciendo lo correcto—. Tiqueo nos proporcionará la caballería. Así podremos cargar hasta quince mil hombres o quizás algo más, pero aun así tendremos que dejar en tierra unos diez mil guerreros.
—¿Y qué hacemos con los caballos?
—Los sacrificaremos todos —respondió Aníbal no sin cierta inquietud—. No podemos dejar ese regalo al enemigo. Dos mil caballos muertos y diez mil guerreros abandonados en tierra. Espero que no los echemos luego de menos. Espero que estemos haciendo lo acertado.
—Supongo que los soldados de Magón y las tropas de Giscón los reemplazarán y no los echaremos en falta —dijo Maharbal intentado animar al general.
Aníbal le miró perplejo y negó con la cabeza.
—Me refiero a los caballos. —Y volvió a repetir mirando hacia la bahía—. Me refiero a los caballos.