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La entrevista de los generales
Junto a Zama, norte de África,
19 de octubre del 202 a.C, año 552 desde la fundación de Roma, una
hora antes del amanecer
Era la madrugada del día señalado en el que Publio Cornelio Escipión y Aníbal Barca iban a entrevistarse. En el campamento romano, todos los legionarios desayunaban con avidez. Presentían el combate y sabían que necesitarían muchas energías para sobrevivir. El procónsul había reunido de nuevo en su tienda a todos los tribunos, centuriones y praefecti de la infantería, a los decuriones de la caballería, a Cayo Lelio y al rey Masinisa. Las linternas y las lámparas de aceite chisporroteaban en su incansable esfuerzo por iluminar la estancia. Todos sabían de la solemnidad del momento y esperaban con nerviosismo las instrucciones de su general en jefe.
—Como sabéis —empezó el procónsul—, Aníbal, como líder de las tropas cartaginesas, desea parlamentar y yo, en calidad de procónsul de Roma en África, he aceptado. Para ello hemos avanzado nuestra posición y lo mismo han hecho los cartagineses. Acudiré al punto de la reunión acompañado por una pequeña escolta. Vendrán los lictores y una turma de caballería romana, y un intérprete. Nos alejaremos de las legiones para acudir al encuentro de Aníbal y, una vez próximos a él, me separaré de la escolta, igual hará el cartaginés, y sólo acompañados por los intérpretes nos reuniremos para parlamentar. Sinceramente, no espero ninguna maniobra hostil. He de ser claro. He llegado a la conclusión de que es muy posible que los deseos de Aníbal de evitar la confrontación sean auténticos, pero sólo aceptaremos una rendición incondicional de Cartago. En fin, en cualquier caso se trata de una maniobra no exenta de peligros. Por ello Cayo Lelio se quedará con vosotros y a él le cedo el mando del ejército en caso de que haya algún enfrentamiento entre las escoltas y en caso de que yo cayera abatido. Quiero que esto quede muy claro ahora.
Publio guardó unos segundos de silencio mientras observaba a Marcio, Silano y el resto de sus oficiales y al rey Masinisa. No encontró en sus rostros ni sorpresa ni disgusto por su decisión en caso de que algo le pasara. Todos respetaban la experiencia de Cayo Lelio. Ya lo hicieron en Hispania cuando el procónsul cayó enfermo. Se trataba de la decisión lógica, pues Lelio era el tribuno de más experiencia y veteranía y, en el fondo, todos respiraban más tranquilos desde que parecía que el general y Lelio habían restablecido la excelente relación previa a su discusión de Baecula. Publio, no obstante, dio tiempo por si alguien quería replicar pues buscaba asegurarse bien de que la orden era bien recibida y aceptada. Un conflicto por el mando de las tropas, con Aníbal como enemigo, sería fatal.
—Sea, entonces —continuó— veo que todos estáis de acuerdo. Me alegra. Estoy seguro de que Lelio llevará, si es necesario, el ejército a la victoria igual que lo haría yo. Ahora sólo resta que dispongáis las tropas en formación de ataque: velites al frente, y las líneas de hastati, principes y triari consecutivamente detrás de la infantería ligera de los velites. La caballería romana en nuestro flanco izquierdo dirigida por Lelio, y en el flanco derecho la caballería númida bajo el mando directo del rey Masinisa. —Publio miró rápidamente al rey númida que asintió con la cabeza sin entusiasmo pero con claridad—. Ahora cada uno a su labor; que empiece el despliegue de tropas. Lelio se quedará conmigo y le daré las órdenes precisas para la batalla si ésta al final tiene lugar y para que, como he dicho, en caso de que yo cayese él pudiera seguir con las maniobras necesarias.
Marcio, Silano, Mario Terebelio, Digicio, Valerio y el resto de los tribunos, centuriones, praefecti, decuriones y Masinisa salieron de la tienda. Lelio nuevamente quedó a solas con Escipión.
—Bien —empezó de nuevo el procónsul, ahora con un tono más bajo, más relajado, pero no carente de vigor—, Lelio, escúchame bien porque te voy a explicar cómo vamos a luchar en esta batalla. Y escucha bien, porque no hay otra forma. He pensado en esos elefantes días, semanas, años, llevo pensando en esa carga desde que era un niño y mi padre me dijo que si alguna vez me veía en campo abierto contra una gran cantidad de elefantes, Lelio, me dijo que lo único sensato era retirarse. Pero nosotros no lo haremos. He soñado con ellos, Lelio, he soñado con esos elefantes toda mi vida. La vez más intensa en Cartago Nova, cuando deliraba por las fiebres. No nos replegaremos, sino que, pese a lo que pensaba mi padre y mi tío y mi viejo tutor Tíndaro, pese a todo lo que dicen los tratados de estrategia militar, Lelio, nosotros no retiraremos nuestras tropas sino que les plantaremos cara a esos elefantes con las legiones V y VI, con las «legiones malditas.» —A medida que hablaba, Publio se emocionaba, especialmente al mencionar a su padre y su tío, pues, por primera vez en su vida, iba a hacer algo que contravenía todas sus enseñanzas, pero era la única forma, la única forma.
Cayo Lelio se acercó a la mesa de mapas donde estaba Publio. Allí, sobre uno de los planos, el procónsul había marcado la disposición de las tropas. Lelio se aproximó aún más y abrió bien los ojos. La forma de distribuir las tropas no era la tradicional. Era algo muy distinto, completamente diferente a lo que se había hecho hasta la fecha. En cierta forma no tenía sentido. De hecho no entendía qué se podía ganar con esa disposición.
—Lo sé, lo sé —comentó Publio nervioso, impaciente ante la faz de incredulidad de Lelio, pues ya había leído el asombro y la duda en los ojos de su veterano tribuno—. Pero no estoy loco, Lelio. No lo estoy. Sólo así podremos hacer frente a los elefantes. Escucha bien. Sólo así.
Y Publio Cornelio Escipión empezó su explicación. Acompañó sus palabras con trazos sobre el mapa mostrando a Lelio las maniobras que debían realizar los velites primero y luego el resto de las líneas. Lelio escuchó en silencio, tomando buena nota mentalmente de cada movimiento. Y pronto todo empezó a cobrar perfecto sentido. Sí, era una apuesta arriesgada pero original; si salía bien se podría neutralizar el efecto de la terrible potencia de los elefantes. Quizá funcionara, quizá.
Pasados un par de minutos, Publio concluyó su explicación.
—¿Y bien? ¿Qué opinas?
—¿Que qué opino? Es un disparate, otra locura más de las tuyas, pero ¿qué he de decir? Las otras salieron bien. Como en Cartago Nova o en Locri. Quizás ésta también. En cualquier caso, así se hará, así se combatirá, sea bajo tu mando o, los dioses no lo quieran, bajo el mío. Te juro por Júpiter que si nos faltas, yo dispondré las tropas de esa forma y las haré maniobrar como dices. Aunque nos vayamos todos al infierno.
Publio sonrió y suspiró, ya más relajado. Por un momento temió que el plan fuera demasiado descabellado. Si Lelio estaba dispuesto a ejecutarlo es que, en el fondo, el experimentado tribuno presentía que aquello tenía, al menos, algo de sentido. El procónsul sintió crecer su seguridad. El criterio de su lugarteniente siempre había pesado en sus planes. Y cuando no dispuso de él en la última fase de las campañas de Hispania siempre lo echó mucho en falta. Aunque no lo admitiera.
—Bueno, pues vamos allá —comentó Publio con voz decidida—. Hay un general cartaginés esperando para negociar. La firmeza en la negociación empieza por ser puntuales en el encuentro.
Sin más palabras, los dos abandonaron la tienda para dirigir las maniobras del despliegue de las «legiones malditas». Quizá su último despliegue. Ambos se adentraron en las primeras sombras que proyectaba el alba. Publio se detuvo un instante y admiró el astro solar emergiendo de entre las entrañas de las dunas del desierto. Quizás éste fuera el último amanecer que admirara y decidió dedicarle un muy breve pero intenso instante.
Lelio regresó a su propia tienda para ajustarse la coraza y el casco que, resplandecientes, lucían a los pies de Netikerty. El tribuno había retomado el sexo con ella. Lelio había aprendido a disfrutar de las delicias del cuerpo de la joven sin entrar ya en los entresijos de su alma. Lelio, al fin, había aprendido a tratarla como una esclava. Pensó en solazarse con ella una vez más, quizá la última, antes de partir a reunirse con Publio y el resto de los oficiales. Lo que ansiaba sólo requería cinco minutos.
En el valle de Zama, 19 de octubre del 202
a.C, al amanecer.
Media hora después de la última conversación entre Publio y
Lelio
Lelio, Marcio, Silano, Mario, Terebelio, Digicio, Valerio y el rey Masinisa, los centuriones y decuriones y todos los legionarios de las legiones V y VI vieron alejarse a Publio Cornelio Escipión, su general en jefe, esta vez sí, a caballo, escoltado sólo por los doce lictores de su guardia personal y una treintena de jinetes de una turma de caballería romana. Los lictores cabalgaban al frente y los jinetes, distribuidos a ambos lados y en la retaguardia. Protegían de esta forma con sus propios cuerpos la vida de su general ante cualquier proyectil que algún mercenario a sueldo de Cartago pudiera lanzar desde la distancia. Junto a todos ellos, al final del grupo, cabalgaba un joven soldado que hablaba la lengua de los cartagineses y que actuaría como intérprete.
Al mismo tiempo, desde el bando cartaginés, Aníbal, acompañado también de una pequeña escolta, se separaba de sus tropas y avanzaba hacia la colina donde se había acordado la entrevista. Aníbal también se aproximó al punto de la reunión protegido por sus hombres, por delante, por los flancos y por detrás. Parecía que ninguno de los dos generales quería permitir el ataque de un asesino o algún loco exaltado del enemigo. En ambos ejércitos había soldados de muy diferentes orígenes y muchos odios acumulados por el dolor de la pérdida de seres queridos durante aquel largo conflicto. Los dos generales eran conscientes de esto y tomaban precauciones. Además, existía la posibilidad de un movimiento traicionero por parte del otro ejército.
Ambas escoltas llegaron junto a la colina. Estaban a unos quinientos pasos de distancia. Aníbal fue el primero en separarse del pequeño grupo de hombres que le acompañaba y comenzar una lenta subida por la ladera del cerro. Publio hizo lo propio y comenzó también a ascender. Cada uno iba seguido tan sólo por su intérprete.
El sol estaba ya fuerte, poderoso, iluminando el nuevo día.
Aníbal y Publio alcanzaron lo alto de la colina casi al mismo tiempo. Estaban apenas a veinte pasos de distancia. Aníbal desmontó del caballo. Publio desmontó. Los intérpretes hicieron lo mismo. Por fin se encontraban cara a cara. Publio miró en silencio y con detenimiento a Aníbal, su oponente, el mayor enemigo contra el que Roma había tenido que enfrentase en sus más de cinco siglos de historia, y le había correspondido a él, a Publio Cornelio Escipión hijo, combatirlo. Y ahora que lo tenía tan próximo no vio nada en aquel hombre que pareciera retorcido o desagradable o villano. Era un hombre aguerrido, sin duda, en el que se observaban múltiples cicatrices en los brazos y piernas desnudos. Destacaba la herida en la parte interior de una pierna, producto de una jabalina lanzada desde las murallas de Sagunto. Llevaba un parche en el ojo izquierdo, para tapar la pérdida de vista de ese ojo al infectársele en los pantanos del norte de Italia. Era un cuerpo marcado por la guerra, por mil batallas en donde quedaba claro que no había eludido el combate personal. Pero el porte, la mirada del ojo sano, los ademanes al desmontar, al volverse a su intérprete y darle las riendas del caballo, no eran sino los de un hombre seguro de sí, firme, decidido, pero no presuntuoso. Aquello le sorprendió al bastante más joven general romano. Escipión, con sus treinta y tres años, había esperado mayor altanería de aquel victorioso oponente que le sacaba más de catorce años de edad. Pero no, Aníbal se movía ante él con aplomo, pero sin desprecio, y avanzó despacio hacia Publio con una agilidad sorprendente en su edad. El procónsul, por su parte, avanzó hacia el general cartaginés unos pasos y se preguntó en ese instante qué sería lo que el invencible cartaginés estaría pensando de este nuevo general romano que se había atrevido a plantarle batalla en África, a unas millas de la mismísima Cartago. Publio era hábil en leer en los gestos o en los ojos qué pensaban sus interlocutores, pero en la mirada de Aníbal encontró un igual, alguien que no sólo no rehuía el escrutinio del general romano, sino que mantenía la mirada firme, sin bajar el rostro. Era éste un combate silencioso que el joven procónsul no esperaba encontrar. Por alguna razón había dedicado mucho tiempo la noche anterior a pensar bien qué es lo que iba a decir al general cartaginés y qué podría responder a sus réplicas, pero no había pensado en cómo actuar si ambos se quedaban mirándose fijamente, como ahora, a apenas cinco pasos de distancia.
Alrededor de ellos estaban los intérpretes, un par de pasos por detrás de sus respectivos generales, y, al pie de la colina, las escoltas de cada uno y a unos mil pasos, en ambas direcciones, cuarenta mil hombres entre las filas cartaginesas y treinta y cinco mil soldados entre los romanos, todos dispuestos para el combate, para la gran batalla final entre Cartago y Roma. Y más allá, el mundo conocido, desde la Galia hasta África, desde Hispania hasta Siria y Mesopotamia, pasando por Grecia, Tracia, Egipto, Macedonia, Italia y decenas de ciudades, tribus, pueblos y reinos, esperaban intrigados, expectantes, el desenlace de aquel debate entre aquellos dos invictos generales de generales, entre el procónsul de Roma y el general en jefe del imperio cartaginés.
Aníbal mantenía, tenaz, pero tranquilo, la mirada en el general romano. Publio no encontró odio, tal y como los senadores de Roma publicaban a los cuatro vientos cada vez que se reunían y apabullaban al pueblo con el tenebroso odio del cartaginés. Quizás estuviera allí, en aquel hombre frente a él, pero no traslucía ese sentimiento en la mirada; sólo, puede ser, parecía adivinarse, en lo más hondo, un cierto cansancio, un hastío infinito, pero tan mitigado por el autocontrol y la seguridad que era difícil saber si eso era así o si simplemente había sido una visión incorrecta, una mala interpretación de los sentimientos profundos de aquel general de generales.
Publio, al fin, aunque le costó, se dio por vencido y echó la mirada a un lado. Se volvió hacia su intérprete y cuando iba a transmitirle a éste lo que deseaba que tradujera, Aníbal, con una voz grave, honda, y, por qué no reconocerlo, agradable, poderosa, comenzó a hablar en un griego algo tosco en la pronunciación pero claro en contenido y forma. El procónsul contuvo entonces sus palabras y su respiración, como un joven legionario en su tienda, y escuchó algo perplejo, con una mezcla de respeto y curiosidad, pues nunca pensó que Aníbal fuera a dirigirse a él en griego.
—Te saludo, Publio Cornelio Escipión, procónsul de Roma, y te ofrezco un pacto de paz. No tenemos por qué luchar hoy. Cartago está dispuesta a reconocer el dominio de Roma sobre todas las islas entre África e Italia y sobre toda Iberia. A cambio, sólo pedimos la retirada de tus legiones de África. Es un pacto generoso, romano. Acéptalo y marcha en paz.
Y calló. Publio le miraba con intensidad. Aníbal había sido breve, había sido directo y había ido al grano. El joven general romano se pasó la palma de la mano derecha por la barbilla que lucía recién rasurada por su tonsor.
—Te saludo, Aníbal Barca, general en jefe de los ejércitos de Cartago. He escuchado tu oferta con interés, pero una paz en esos términos no será posible. La paz para Roma sólo es aceptable si Cartago acepta las cláusulas del tratado de paz que habíamos acordado el año anterior, paz que se quebró al robar Cartago parte de nuestra flota de aprovisionamiento encallada en su bahía. Ya no es suficiente que Cartago reconozca nuestro dominio sobre los territorios que ya ha perdido, sino que además debe devolvernos todos los transportes requisados el año anterior en la bahía de Cartago y hacer frente a los pagos en cebada, trigo y talentos de plata pendientes, además de reconocer a Masinisa como rey de Numidia y, muy importante, destruir la flo... —Publio se detuvo. Aníbal había levantado su mano derecha con la palma extendida hacia el general romano. El procónsul, por prudencia, decidió callar. Aníbal no parecía nervioso, pero estaba claro que no quería seguir oyendo las condiciones tan humillantes que Publio estaba exigiendo.
—Esas condiciones, proncónsul de Roma —comenzó Aníbal—, las conozco bien, pero son condiciones que pactaste con un Cartago diferente. Aquéllas fueron condiciones con un Cartago cuyo general en jefe estaba lejos. Hoy ese general en jefe es el que comanda sus tropas en África y ese general en jefe, procónsul de Roma, te dice que esas condiciones son inaceptables.
—Publio fue a hablar, pero Aníbal levantó de nuevo su mano derecha y Publio, una vez más, receló y guardó silencio para seguir escuchando—.
Eres joven y noble, general romano, te respeto, por tu valor en el campo de batalla, por tu rango y por la familia a la que perteneces; te vi luchar con osadía en Tesino y en Trebia, incluso en Cannae, pero no confundas mi respeto con temor, no confundas mi franqueza con miedo. Salvaste a tu padre de morir rodeado por mi caballería en Tesino y en el mismo Tesino detuviste el avance de mis tropas y sólo eras un muchacho. Te envidio por ello porque yo no pude salvar a mi padre en Iberia en una situación similar, pero tus dioses te arroparon, y eso es que te aprecian, y tus dioses han seguido protegiéndote todos estos años, en Trebia y luego en Cannae, donde te salvaste por poco, y en cada una de las batallas que libraste en Iberia, pero joven y noble general romano, piensa que puedes tener cansados a tus dioses de tanto protegerte, piensa que la diosa Fortuna que tanto parece resplandecer sobre ti puede un día estar dormida y olvidarse de acudir en tu ayuda y piensa, piénsalo muy bien, porque podría ser que ese día, el día en que tus dioses decidan que ya te han protegido demasiadas veces, piensa que ese día podría ser hoy, de aquí a unas horas. Piensa que tus dioses pueden abandonarte cuando formes tus legiones ante mi ejército. No es algo tan extraño, pues son innumerables los generales romanos que han vivido esa experiencia y que ya no están en este mundo para contarla. —Y levantó su mano derecha revestida de varios anillos consulares y otro de plata rematado en una piedra preciosa turquesa que Publio no sabía de qué o quién podía ser; el resto estaba claro que habían sido los anillos consulares de Cayo Flaminio, Emilio Paulo y Claudio Marcelo. —Uno de esos anillos me pertenece.
Aníbal, por primera vez, se vio sorprendido. Ante la perplejidad del general cartaginés, Publio decidió ser más preciso.
—El anillo que llevas en tu dedo anular, en la mano derecha, era de Emilio Paulo, mi suegro, el padre de mi esposa. Me pertenece. —Y en un acto osado, con el atrevimiento propio de su carácter, Publio Cornelio Escipión estiró la mano como si fuera a cogerlo. Aníbal retiró hacia atrás con lentitud su mano derecha al tiempo que apretaba los dedos formando un puño de hierro, impenetrable, pétreo.
—Me temo, joven general de Roma —respondió Aníbal con la serenidad de los años y la experiencia, con la paciencia del guerrero que todo lo ha visto y oído—, me temo, general de Roma, que eso no va a ser posible. Cada uno de estos anillos los he ganado en buena lid en el campo de batalla. Si los quieres recuperar tendrás que abatirme en el campo de batalla; procónsul, si quieres recuperar el anillo que dices que te pertenece sólo tienes que derrotar a mi ejército.
—Entonces esos anillos serán recuperados para Roma en pocas horas —respondió el procónsul con gallardía, aunque algo vacua, pensó el propio Publio.
Aníbal sonrió.
—¿Tan corto piensas que va a ser el combate? Yo al menos me concedería un día para conseguir detener a mis elefantes, al ejército de Magón, a las tropas de Giscón y, si aún queda alguno de tus legionarios en pie, a mis veteranos de Italia. Al menos, romano, necesitarás un muy largo día para recuperar estos anillos. Puede incluso que se te haga demasiado largo y demasiado doloroso ese día y que se te atragante. —Y Aníbal echó la cabeza para atrás y se echó a reír; los dos intérpretes retrocedieron un par de pasos; ambos estaban nerviosos; no sabían en qué iba a derivar todo aquello; era un debate entre titanes todopoderosos y, aunque estaban siendo testigos de la historia, en aquel momento sólo pensaban en salir vivos de aquella loca entrevista. Aníbal detuvo su carcajada en seco—. Será un día demasiado largo, romano; demasiado incluso para ti —concluyó con un tono frío, distante, cansado. Era como el viejo que avisa al joven de lo inevitable, a sabiendas de que el joven elegirá el camino más peligroso, el camino que conduce sólo a la muerte.
Publio tragó saliva antes de responder.
—Concédeme algo más que el reconocimiento de lo que ya habéis perdido —insistió el procónsul, pero con un tono casi humilde, como el amigo que pide un favor a otro amigo; era casi un ruego—. Admite que Cartago haga frente a alguno de los pagos convenidos y que se devuelvan algunos transportes; debes darme algo con lo que yo pueda persuadir al Senado de Roma y así evitaremos la lucha. Yo no tengo interés en combatir a muerte contra ti y tu ejército más allá de proteger a mi patria. Has abandonado Italia. Ése era mi gran objetivo. Dame algo en lo que basar una defensa de una paz duradera con Cartago y te prometo que haré todo lo posible por persuadir al Senado de Roma para que lo acepte, pero has de ofrecerme algo.
Aníbal sonrío con aire agotado mientras negaba despacio con la cabeza. Al general cartaginés le parecía increíble que aquel brillante general romano aún no supiera interpretar los designios de los oligarcas que gobernaban Roma. Estaba ante un gran militar, pero también ante un ingenuo en política.
—¿Acaso crees que el Senado de Roma desea otra cosa que no sea que te enfrentes a mí?
Publio, que en la vehemencia de su mensaje anterior se había adelantado un paso, retrocedió de nuevo a su posición inicial. Las palabras de Aníbal trajeron a su mente con celeridad la imagen del recientemente fallecido Quinto Fabio Máximo y del ahora omnipresente Marco Porcio Catón. Máximo acababa de morir, pero Catón seguía manipulando el Senado de Roma a su antojo. ¿Hasta dónde era capaz Aníbal de leer el destino de los hombres?
—La política de Roma es algo que es mejor que dejes en mis manos —respondió frío Publio Cornelio Escipión.
—En tus manos la dejo —respondió Aníbal con rapidez y mirando hacia atrás un instante, como valorando la posición de sus tropas. Luego, volvió a encarar la figura del procónsul y decidió dar término a aquella conversación—. Creo que esta entrevista no tiene ya mucho sentido. Tanto tu Senado como el mío sólo consideran que el camino de la guerra es el único posible, como lo han considerado durante los últimos dieciséis años. Para ellos, claro, es más fácil. No tienen que combatir esta mañana. —Carraspeó y escupió al suelo—. Tú y yo sólo somos los brazos ejecutores. Nos veremos en el campo de batalla, joven general romano. Reza por que tus dioses no te hayan olvidado. Por mi parte, yo ya no rezo mucho. Me concentro en la disposición de mis tropas y de mis elefantes, pero tú, joven procónsul, no puedes permitirte un solo día sin su ayuda. Si te fallan tus dioses enterraré tu nombre con tus huesos y lo borraré de la historia.
Y sin esperar respuesta, Aníbal Barca dio media vuelta, se aproximó a su caballo, se encaramó al mismo con gran destreza, pese a sus cuarenta y siete años, y azuzó a su montura que, encrespada por los golpes secos de su jinete en su costado, relinchó, y alzando las patas delanteras, dio media vuelta casi en el aire hasta que, una vez con sus cuatro patas en el suelo, salió disparado como una centella de regreso hacia las posiciones de los ejércitos púnicos. Tras él, el intérprete y los caballeros de su escolta partieron intentando seguir una estela demasiado fulgurante y rápida, pues el galope de Aníbal era veloz como impulsado por las fauces del viento.