99
Dos almas solitarias

Cartago, noviembre del 202 a.C.

Aníbal entró en la que había sido la habitación de su padre Amílcar. Ahora era suya. Eso es lo que toda una vida de campañas y guerra le había dejado: una gran residencia en el centro de Cartago y, dentro de ella, la austera habitación de su padre: dos ventanas pequeñas por las que entraban los lánguidos rayos del atardecer africano, un lecho limpio en el centro, una mesa con una bacinilla sin agua encima, un taburete y una cortina que daba acceso a un pequeño baño que su padre hiciera construir para relajarse en la intimidad. Eso era todo. Poco. Aníbal se sentó en el borde de la cama. Suficiente. La habitación estaba sorprendentemente pulcra. No había polvo y el lecho tenía dos mantas limpias. Los esclavos de su padre debían de haber mantenido aquellas estancias así durante años. Aníbal lo archivó en su memoria. Tenía servidores leales en aquella casa. Era algo, quizás un principio de algo. Aníbal Barca se levantó, se quitó la coraza y la depositó en el suelo con cuidado. Estiró los brazos. Estaba anquilosado y le dolía el brazo derecho, de combatir, de luchar, de matar. Había estado a punto de derrotar a aquel joven general romano. A punto. Pero a punto no es suficiente en el campo de batalla. Si hubieran enviado aquellos barcos de más... Sacudió la cabeza. El pasado era pasado y no tenía sentido lamentarse. Se hacía mayor. Las energías le abandonaban y no debía perder ni un ápice en pensar lo que habría podido ocurrir, lo que habría podido ser... Su padre le enseñó a ser práctico. Ahora, sin Asdrúbal y Magón, sin sus hermanos, ya nada sería lo mismo. La guerra se los había llevado. Suspiró. Se desató las sandalias. Fue un alivio dejar sus pies desnudos, al aire y mover los dedos mientras se echaba hacia atrás y apoyaba sus manos en el lecho para sostener su cuerpo reclinado.

Pasa así un minuto.

Aníbal Barca, general en jefe de los ejércitos cartagineses, se sienta de nuevo con la espalda recta. Las plantas de sus pies, apoyadas sobre la piedra fría, le dan seguridad al sentir el suelo pétreo. Algo firme, algo sobre lo que sostenerse, nada que ver con las eternas promesas de refuerzos y provisiones que durante años le llegaron de Cartago sin hacerse realidad. Aníbal se lleva despacio la mano derecha al parche que le cubre el ojo izquierdo ciego y se lo quita dejándolo sobre la almohada. Se rasca el ojo muerto con los dedos. Como siempre, no siente nada. Hace algo de frío pero las mantas le arroparán. Se levanta y se desata el cinturón que sostiene la espada. Está dejando el arma sobre la cama cuando se oye un golpe tras la cortina. Aníbal interrumpe su movimiento y desenvaina la espada, dejando sólo la vaina sobre el lecho. Se gira hacia la cortina. Con sus pies descalzos avanza lentamente hacia el baño. No se oyen más ruidos. «¿Tan pronto envían asesinos a por mí?» Se extraña de aquellas ansias por matarle.

Sabía que tenía tantos enemigos en Cartago, en particular Giscón y los suyos, como en un campo de batalla, pero no dejaba de sorprenderle la celeridad en enviar un sicario. Aníbal empuña el arma con fuerza. Matar a un hombre más no era demasiado esfuerzo y así podría ganarse unas horas de sueño. Era peculiar que alguien hubiera podido acceder a aquella estancia. Quizá los esclavos no eran tan leales al fin y al cabo y era fácil comprarlos. El sufete había dejado claro que si algo había en aquella ciudad era dinero.

Aníbal está a unos centímetros de la cortina. Afina su oído. Se escucha una respiración nerviosa al otro lado de la tela. Considera atravesar el tejido con el arma, sin más, pero Aníbal es hombre que gusta de mirar a sus enemigos a la cara antes de matarlos. De un estirón violento arranca la cortina. La tela cae a un lado y las anillas que la sujetaban ruedan por el suelo de piedra desparramándose por las cuatro esquinas de la habitación. Aníbal levanta su espada para clavarla en el pecho de su asesino y encuentra... una mujer.

El general detiene su furia un segundo. Los ojos de la mujer están aterrorizados, pero le miran fijamente, con orgullo. Qué absurdo, piensa Aníbal.

—¿Quién te envía? —pregunta Aníbal en su lengua entre irritado y cansado.

—No me envía nadie. Yo vivo aquí —responde la mujer en la misma lengua, aunque con un acento extranjero.

Aníbal baja la espada y suspira.

—No quiero esclavas esta noche. Márchate y no vuelvas a ocultarte ante mi presencia o la próxima vez te ensartaré como a una alimaña.

Aníbal se dio la vuelta. Había dado el asunto por concluido. No esperaba respuesta alguna, por eso le sorprendió escuchar de nuevo la voz de aquella mujer.

—Yo vivo aquí, pero no soy esclava de nadie. Nunca lo he sido y nunca lo seré.

Aníbal se volvió hacia la mujer y la examinó con más atención. Debía de tener unos treinta años. Era mayor para su gusto, pero no dejaba de tener su atractivo. Sus facciones eran suaves y las arrugas, escasas. Su piel mostraba que no era una adolescente, pero parecía suave y sus ojos, una vez que se habían recuperado del terror inicial, transmitían cierto sosiego que Aníbal encontró, por alguna razón que no acertaba a entender, reconfortante. Una esclava exótica, sin duda, pero no recordaba una mujer de ese tipo entre los esclavos de sus padres. Y esa forma de hablar, esa forma de utilizar palabras africanas, la había oído antes.

—Si no eres una esclava, ¿quién eres? Es difícil justificar tu presencia aquí y quizás al final deba terminar ensartándote con mi espada.

—Nadie en todo Cartago se atrevería a tanto. —La mujer replicaba con una seguridad creciente y se movía por la habitación como si estuviera acostumbrada a estar allí.

—¿Que nadie se atrevería a tanto? Yo sí me atrevería. Hace una hora he estado a punto de matar a uno de los estúpidos sufetes de esta ciudad, así que no veo por qué no iba a atreverme contigo. Pero tienes suerte de que esté cansado. Sal de aquí y ya hablaremos más tarde, ya que vives aquí. —En cierta forma Aníbal se estaba divirtiendo. Hablar con una mujer desafiante y, aunque algo mayor, hermosa, alejaba sus pensamientos de la reciente derrota, del fracaso de toda aquella guerra.

—Yo soy Imilce, la esposa de Aníbal, y no creo que nadie se atreva a matarme sabiendo eso. Ahora soy yo quien pregunta: ¿cómo te atreves a entrar en casa de los Barca, en casa de mi señor y amenazarme?

Aníbal se sentó en la cama para digerir aquella información. ¿Imilce? Imilce. Seguía viva. Giscón, después de todo, cumplió con su misión de protegerla. Una propiedad valiosa, aquella mujer, para garantizarse la lealtad de gran número de iberos, por eso la protegería y la traería a Cartago, pero él la recordaba como una adolescente, una preciosa mujer casi niña. Dulce en la cama, tierna y obediente. Nunca le dio problemas. Tampoco le dio un hijo. Imilce.

—Yo soy Aníbal.

Fue entonces la mujer la que buscó asiento en el taburete, junto a la mesa. Aníbal. Le miró con intensidad. El rostro herido, un ojo sin mirada, la túnica ensangrentada. Aníbal, el general en jefe de todos los ejércitos de Cartago, Aníbal, su esposo. Se había hecho mayor, estaba algo encorvado y sucio y desaliñado. No era el apuesto jefe de los cartagineses en Hispania. Era un hombre cansado que regresaba a casa después de años de ausencia y combate. Imilce lamentó no haberle reconocido.

—Entiendo —dijo Imilce. Meditó unos instantes y luego continuó—. Ordenaré a los esclavos que te traigan agua fresca y paños con los que lavarte y un poco de vino y queso y pan.

—Eso está bien —respondió Aníbal sin dejar de mirarla, y añadió una pregunta—. ¿Los esclavos te obedecen?

—Soy la esposa de su señor.

Aníbal cabeceó un par de veces.

—Eso está bien. Y el agua y el vino, lo que has dicho, está bien. Sólo quiero descansar un poco.

Imilce se levantó y se dirigió a la puerta. Se detuvo y sin volverse a mirar a su esposo habló hacia la pared.

—He procurado que la casa estuviera limpia y en orden. No sabía qué otra cosa se esperaba de mí. Espero haber hecho lo correcto.

—Así es, has hecho lo correcto. —Y Aníbal vio cómo abría la puerta—. ¿Por qué no has regresado a Hispania, con tus padres, con tu familia?

Imilce se volvió hacia el general sin separar su mano derecha del marco de la puerta.

—Mis padres murieron, mi familia también, mi ciudad, al menos tal y como yo la conocí, ya no existe. Fue arrasada por los romanos. Perdonaron la vida de algunos, pero mi padre murió en la guerra y mi familia y todos los que les apoyaban fueron asesinados porque... por ser tu esposa.

—Lo siento.

Imilce no iba a responder pero al fin añadió una frase con sumo cuidado.

—Sé que tú también has perdido a tus hermanos en esta guerra. Lo siento.

Aníbal no se sintió incómodo porque Imilce mencionara a sus hermanos muertos. La miró y asintió aceptando aquellas palabras. A fin de cuentas, sus hermanos estuvieron de acuerdo con aquella guerra, mientras que aquella ibera no había podido elegir. La mujer abrió la puerta, salió y Aníbal Barca, entonces sí, se encontró a solas. Era una soledad que había siempre esperado con temor y que, de forma curiosa, el reencuentro con aquella hispana venida de tan lejos había aligerado un tanto. Ambos eran almas en soledad. Eso les unía.

Aníbal se recostó en la cama. Pasaron unos minutos. Llamaron a la puerta.

—Adelante.

Un esclavo joven, nervioso, entró con una bandeja con un jarro de agua, otro más pequeño de vino, una copa, algo de queso y pan y unos paños. Lo dejó todo en la mesa y salió raudo como el viento. Aníbal miraba el techo de su habitación. Había algunas humedades. Debería ocuparse de arreglar su casa. Aún no sabía si permanecería en ella largo tiempo o si su estancia en Cartago sería, una vez más, breve. Ocuparse de las cuestiones domésticas le ayudaría a olvidarse un poco al menos de la guerra y de la política. ¿Sería posible continuar la lucha contra Roma? No desde Cartago. No desde el Cartago actual. Quizá más adelante. ¿Quizás en otro sitio? ¿Había algún rey lo suficientemente osado como para no temer a Roma? ¿Y lo suficientemente fuerte? ¿Quedaba algún ejército que pudiera retar a las legiones de Roma? Filipo V de Macedonia se aventuró a sellar un pacto con él, pero luego resultó ser un pobre aliado sobre el terreno. No. Ése no parecía el camino a seguir. Debía reconstruir la fortaleza de Cartago o aliarse con otro rey extranjero que realmente hubiera reunido algún vasto ejército, lo bastante poderoso como para infundir temor a los romanos. O ambas cosas a un tiempo. Estaba cansado. Llevaba toda su vida, desde la adolescencia, en guerra, contra los iberos primero, luego contra todos los pueblos que se le opusieron en su viaje a Italia y siempre contra Roma. ¿Algún rey extranjero? Egipto estaba en manos de un niño, Filipo no valía. Pérgamo era aliado de Roma y más al oriente no debían de estar interesados en lo que ocurría en el otro extremo del mundo, ¿o sí? Aníbal pensó en lavarse y comer algo mientras aclaraba sus ideas y tenía esa intención, pero cerró los ojos y se quedó dormido.

Las legiones malditas
cubierta.xhtml
sinopsis.xhtml
titulo.xhtml
info.xhtml
dedicatoria.xhtml
libro1.xhtml
001.xhtml
002.xhtml
003.xhtml
004.xhtml
005.xhtml
006.xhtml
007.xhtml
008.xhtml
009.xhtml
010.xhtml
011.xhtml
012.xhtml
013.xhtml
014.xhtml
015.xhtml
libro2.xhtml
016.xhtml
017.xhtml
018.xhtml
019.xhtml
020.xhtml
021.xhtml
022.xhtml
023.xhtml
libro3.xhtml
024.xhtml
025.xhtml
026.xhtml
027.xhtml
028.xhtml
029.xhtml
030.xhtml
libro4.xhtml
031.xhtml
032.xhtml
033.xhtml
034.xhtml
035.xhtml
036.xhtml
037.xhtml
038.xhtml
039.xhtml
040.xhtml
041.xhtml
042.xhtml
libro5.xhtml
043.xhtml
044.xhtml
045.xhtml
046.xhtml
047.xhtml
048.xhtml
049.xhtml
050.xhtml
051.xhtml
052.xhtml
053.xhtml
054.xhtml
055.xhtml
056.xhtml
057.xhtml
058.xhtml
059.xhtml
060.xhtml
061.xhtml
062.xhtml
063.xhtml
064.xhtml
065.xhtml
066.xhtml
067.xhtml
libro6.xhtml
068.xhtml
069.xhtml
070.xhtml
071.xhtml
072.xhtml
073.xhtml
074.xhtml
075.xhtml
libro7.xhtml
076.xhtml
077.xhtml
078.xhtml
079.xhtml
080.xhtml
081.xhtml
libro8.xhtml
082.xhtml
083.xhtml
084.xhtml
085.xhtml
086.xhtml
087.xhtml
088.xhtml
089.xhtml
090.xhtml
091.xhtml
092.xhtml
093.xhtml
094.xhtml
095.xhtml
096.xhtml
097.xhtml
098.xhtml
099.xhtml
100.xhtml
101.xhtml
apendices.xhtml
1_glosario.xhtml
II_arbol_escipion.xhtml
III_mando_cartagines.xhtml
IV_consules_roma.xhtml
V_mapas.xhtml
batalla_baecula.xhtml
batalla_ilipa.xhtml
campanas_africa.xhtml
batalla_zama_inicial.xhtml
batalla_zama_carga_elefantes.xhtml
batalla_zama_enfrentamiento_infanterias.xhtml
batalla_zama_fase_final.xhtml
VI_bibliografia.xhtml
agradecimientos.xhtml
proaemium.xhtml
dramatis_personae.xhtml