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Una cena privada
Siracusa, otoño del 205 a.C.
Plauto llegó a la residencia que Publio Cornelio Escipión había seleccionado para vivir con su familia durante su estancia en Siracusa. Era una amplia casa a medio camino entre el gusto griego y el romano, con un amplio atrio y un más grande peristilo con jardín al fondo. Ya habían llegado varios de los invitados principales entre los que se encontraban todos los oficiales de mayor rango bajo mando del cónsul. Plauto se lavaba las manos en una bacinilla que le ofrecía un esclavo mientras con sus ojos podía ver el gran atrio de aquella mansión poblado de tribunos y centuriones. Vio al respetado Lucio Marcio Septimio, quien quedara al mando de Siracusa cuando el cónsul llevó a las legiones a conquistar Locri, conquista, por otro lado, que servía de excusa para aquel banquete. Plauto vio también al intrépido Cayo Lelio, que ya había tomado asiento junto al cónsul. En una sencilla sella, justo detrás de Lelio, se veía a una joven de extraña belleza. El viejo escritor ya había oído hablar de la hermosura de la esclava egipcia de Lelio, pero incluso allí, desde la distancia, no dejó de sorprenderle la figura serena y el rostro de rasgos suaves, con labios carnosos, ojos grandes y piel morena de aquella sirvienta. Supuso que alguien que llevaba tantos años al lado del cónsul había de haber acumulado el dinero suficiente como para adquirir las más hermosas esclavas. Plauto no pudo eliminar una oleada de envidia que, como un escalofrío, recorrió su cuerpo. Él, a lo más que aspiraba, era conseguir una buena cocinera; los precios de las esclavas hermosas sólo estaban al alcance de los patricios o de los senadores más corruptos de Roma. En cualquier caso, la envidia igual que vino se fue, pues pronto pensó en los trabajos que aquel oficial, almirante de la flota, jefe de caballería y ahora tribuno de las «legiones malditas», había tenido que desempeñar para poder disfrutar de las mieles después de tantos riesgos en aquella guerra sin cuartel: escalar las murallas de Cartago Nova, dirigir las legiones en múltiples enfrentamientos contra los cartagineses en Tesino, Trebia, Hispania; sofocar motines, entrevistarse con crueles reyes extranjeros, incluso desembarcar en África y atacar a los cartagineses en su mismísima tierra. No. Plauto concluyó con celeridad que prefería esclavas menos llamativas y una vida de mayor sosiego. Él ya disfrutó de su ración de guerra en el pasado y no tenía ganas de repetir.
Tito Macio Plauto entró en el atrio y un esclavo le condujo hasta uno de los triclinium dispuestos en el centro del gran patio, pero bastante más alejado de los anfitriones. El escritor vio cómo el cónsul le miraba y Plauto inclinó su cabeza en señal de saludo. Iba a decir algo, pero el cónsul, tras asentir levemente con la cabeza dejó de mirarle para continuar una conversación que tenía con Marcio y Lelio. Una conversación militar. Una conversación de importancia, concluyó Plauto al tiempo que se reclinaba en el lecho que se le había ofrecido. Una esclava le acercó una copa y otra le sirvió vino. No eran de la hermosura de la esclava egipcia de Lelio pero eran jóvenes bonitas y agradables de mirar. Plauto saboreó el vino y lo apreció en su justa medida. Al menos el cónsul no era de los que escatimaba entre sus invitados o de los que gustaba servir mejores vinos y viandas a sus invitados más próximos y productos de segunda calidad a aquellos invitados de menor rango. Allí había de todo para todos: alubias frescas, pato con nabos, defritum y pimienta, cabrito asado y adobado, lentejas con acanto, pollo con claras de huevo rotas, liebre deshuesada con miel, cochinillo caliente con salsa cruda... Plauto estaba un poco nervioso. A él, todo aquel festín, aquella exhibición de poder, toda esa suntuosidad culinaria que empezó a desfilar por delante de sus ojos, le importaba poco. Él sólo deseaba unos minutos a solas con el cónsul. Para eso había aceptado venir a Siracusa, pero primero tuvo que montar representaciones para sus tropas y luego, cuando parecía que se había ganado, una vez más, la confianza del general, éste se fue a Locri para emprender una conquista extraña y le tocó, de nuevo, esperar con paciencia el regreso del cónsul. Ahora, a su vez, le correspondía aguardar su oportunidad en el devenir de aquel banquete, y lo que más le fastidiaba es que encima debía estar agradecido por haber sido invitado y por poder estar allí sentado en el centro mismo del atrio en uno de los triclinium cuando se veía a otros invitados que se esforzaban por disfrutar de la comida de pie, tomando trozos de faisán, de pavo, de cerdo en salsa o de cabrito, según éstos desfilaban por entre las decenas de invitados.
Plauto volvió su mirada hacia el núcleo central de invitados. Se sorprendió al ver cómo el cónsul se había mantenido con las pasas y aceitunas gran tiempo, aperitivos con los que entretuvo su estómago sin adentrarse en los platos más fuertes, en los que ya se sumergían hace tiempo sus oficiales más rudos.
Además de Marcio y Lelio, allí estaban Silano, Mario Juvencio, Quinto Terebelio y Sexto Digicio, veteranos de las campañas de Hispania, y, por fin, Cayo Valerio, uno de los pocos centuriones de la V y la VI que había accedido al círculo de confianza del cónsul. Un raro honor. Círculo que se completaba con el propio Plauto y con un espacio vacío en los triclinia que llamaba en especial la atención por encontrarse justo al lado de Emilia Tercia, la esposa del cónsul. Emilia Tercia, una mujer valiente y leal a su esposo y cordial, pensó Plauto. Le atendió con exquisita corrección en sus momentos de desesperación por hablar con el cónsul y le aseguró que el general le recibiría cuando regresara de Locri. En su palabra tenía puestas el escritor todas sus esperanzas más allá de una ofrenda a los dioses que hizo aquella misma mañana por aquello de quién sabe. Él ya había renegado de los dioses en el pasado, en medio de un campo de batalla rodeado de cadáveres, pero luego parecían haberle redimido de sus faltas al concederle el éxito como comediógrafo y, por ello, en ocasiones concretas, Plauto realizaba algún modesto sacrificio con el que sólo pedía mantener aquel statu quo, algo así como «no os metáis en mis asuntos y yo no me meteré en los vuestros», pero aquella mañana fue diferente. Rompiendo su costumbre, aquel amanecer, bien temprano, Plauto hizo una ofrenda a Júpiter, Juno y Quirino para que intercedieran en favor de su amigo Nevio, quien continuaba pudriéndose en las más oscuras mazmorras de la cárcel del foro de Roma. Allí, en cambio, cuando Plauto pensaba que el festín ya estaba servido, empezó una procesión completamente inusual de viandas exóticas y sorprendentes: erizos de mar, almejas de diferentes tamaños y tipos, ostras recién cogidas, pastel elaborado con las mismas ostras trituradas y mezcladas con carne de marisco molido, tordos con espárragos, y más carne de caza, de ciervo, de jabalí y de diferentes aves difíciles de identificar por su aspecto, ya que venían copiosamente rebozadas en harinas y garum, una densa salsa de pescado a la que el cónsul se había aficionado en sus campañas de Hispania, y, cuando ya nadie podía apenas comer algo más, llegaron almejas de un color rojo, murez, un exquisito manjar del que Plauto había oído hablar pero que nunca había podido ni ver ni mucho menos degustar. Incluso él, ajeno a los deleites del paladar en la gran cocina que los patricios disfrutaban con frecuencia, no pudo evitar estirar sus brazos y coger un par de aquellas almejas para confirmar que su fama era justa y merecida. Todo ello además se servía con diferentes tipos de panes que unos y otros no dudaban en aprovechar para hundir con ellos sus dedos en las untuosas salsas y así saborear hasta el último de aquellos placeres degustativos con los que el cónsul había decidido regalarles aquella tarde, casi noche, pues el convite llevaba ya varias largas horas de orgía gastronómica sin freno ni medida. Fue en ese momento cuando llegó el invitado que faltaba y para el que el cónsul había preservado un espacio vacío junto a él y su esposa.
Marco Porcio Catón entró en el atrio sereno, serio, con su toga virilis impoluta, cuyo inmaculado estado destacaba aún más en comparación con las togas y el sagum de aquellos que se habían puesto más cómodos, en todos los casos llenos de manchas de incontables colores y, lógicamente, sabores.
—Llegas un poco tarde, mi querido quaestor de las legiones, ¿no crees? —dijo Publio Cornelio Escipión en un tono jovial que denotaba su estado de incipiente aunque aún controlada embriaguez.
—En estos convites tienes por costumbre ofrecer comida sin moderación, algo que no se acomoda bien a mi estilo de vida ni a mi estómago —respondió el enjuto Catón con sequedad—. He supuesto que incluso llegando a esta hora todavía tendría más que suficiente con lo que degustar un poco de alimento con moderación.
El cónsul no parecía inclinado a discutir.
—Por supuesto, por supuesto. —Y se levantó para indicarle el espacio que tenía reservado junto a su esposa—. Como verás te hemos guardado sitio y comida y bebida. Que no le falte nada al quaestor de mis legiones y que éste acuda a mis invitaciones cuando lo estime más conveniente. ¿Comida? Por supuesto. Aquí tienes la que quieras a tu disposición.
El cónsul volvió a sentarse. Catón cruzó entre los comensales y el resto de los invitados que habían callado, al igual que lo habían hecho los flautistas que, aunque apenas nadie lo hubiera percibido, llevaban más de una hora acompañando a todos con sus melodías. El cónsul los miró y éstos retomaron su música de inmediato. Aquello funcionó a modo de señal y todos continuaron comiendo y bebiendo, aunque el tono de las conversaciones descendió notablemente, pues todos tenían una oreja para sus propias charlas y otra dispuesta para intentar escuchar lo que el cónsul y el quaestor se decían.
Catón, una vez acomodado en su medius lectus, lugar preferente que el cónsul le había reservado para que no pudiera esgrimir en sus informes que su autoridad como quaestor no era reconocida, tomó algo de ave con una mano y se la llevó a la boca. Masticaba con cuidado mientras miraba con desdén el torrente de bandejas de plata repletas de comida y las jarras de vino que se escanciaban a su derecha e izquierda. Le acercaron una patina fría de espárragos, pero él la despreció, igual que rechazó el licor que le ofrecía otro esclavo. Quería estar bien sobrio. Se sentía incómodo sentado en medio de aquel festín que consideraba un derroche y más incómodo aún por tener que sentarse al lado de una mujer. No importaba que aquélla fuera Emilia Tercia, esposa del cónsul, e hija de Emilio Paulo, quien a su vez fuera cónsul en el pasado reciente. A Catón le molestaba cualquier cosa que transgrediera las tradiciones, y en la tradición romana más clásica las mujeres nunca se reclinaban en los triclinia, sino que tomaban asiento en sellae junto a sus esposos, pero claro, a un cónsul que ni siquiera obedecía al Senado, ¿qué podía importarle ya la tradición?
—Por Castor y Pólux —empezó Catón—, todo esto es un exceso inútil, toda esta comida, las salsas, los dulces, el vino...
—Mis oficiales han conseguido una conquista y se merecen una celebración —respondió Publio, sin mostrar que se sintiera ofendido, tomando un sorbo de su copa de vino.
—En un ataque no permitido por el Senado, más aún: una intervención en contra de las instrucciones del Senado. Publio Cornelio Escipión, no tenías permiso para abandonar Sicilia y menos aún para desembarcar tropas en Italia y, lo peor de todo, ¿qué tropas?
—¿Qué les pasa a mis tropas? —preguntó con aire distraído el cónsul, ocultando su rostro una vez más tras la copa de vino, como si aquel debate no fuera con él.
—La V y la VI, las «legiones malditas» —precisó Catón con énfasis—. ¡Por todos los dioses, son legiones desterradas de Italia y tú las has llevado a combatir a territorio itálico en contra de la sentencia del Senado que pesa sobre ellas por su ignominia!
—Las he conducido a una victoria —respondió Publio aún con serenidad—, una victoria para Roma.
—Una victoria para ti en contra del Senado.
—Gracias por reconocer lo de victoria. —Y el cónsul sonrió mirando a sus oficiales, que rieron con fuerza. Se los veía nerviosos por los comentarios de Catón. Las carcajadas los relajaron. Marco Porcio Catón, sin embargo, se sintió ofendido.
—Con la comida y la bebida, con estos excesos, reblandeces a tus hombres. No es de extrañar que en Hispania se terminaran rebelando contra ti.
Todos callaron. Los músicos, una vez más, dejaron de tocar. Publio Cornelio Escipión dejó su copa en la bandeja que le ofrecía un tembloroso esclavo. Emilia Tercia posó su mano en el antebrazo del cónsul. Éste, con delicadeza, la apartó. Tomó un vaso de agua y bebió un trago lento. Luego miró fijamente a Catón.
—Todos los oficiales que se rebelaron contra mí fueron ajusticiados, muchos de ellos por mí personalmente. Los atravesé con mi espada como si fueran aceitunas maduras. Creo que todos los presentes saben lo que significa rebelarse contra mí.
Catón no se amedrentó por el cambio de tono, ahora mucho más serio y duro, de su interlocutor.
—Si no envilecieras primero a tus oficiales y legionarios luego éstos no se rebelarían contra ti. Tú mismo provocas el germen de la rebelión con estos absurdos e innecesarios banquetes y con tu incumplimiento de las órdenes del Senado. Si tú eres el primero que no obedeces una orden, ¿por qué otros deben obedecerte?
El cónsul se incorporó, separando su espalda del respaldo y acercando su rostro hacia donde estaba Catón. Emilia Tercia, entre ambos, se retiró hacia atrás.
—Mide tus palabras, quaestor. Hablas con un cónsul de Roma que sólo acumula victorias, una tras otra, a favor de Roma. Locri, que tanto criticas, hace unas semanas estaba dominada por las tropas de Aníbal, y nosotros se la arrebatamos en sus propias narices. Aníbal ahora ha perdido un puerto importante en el sur a través del cual recibía refuerzos y provisiones de África. Eso, querido quaestor, se denomina victoria estratégica. Tú lo puedes llamar desobediencia al Senado, pero ahora, gracias a mí y las legiones que tú llamas «malditas», gracias a las legiones V y VI de Roma, Aníbal ha visto debilitadas sus posiciones en el sur de Italia. Eso es lo que celebramos aquí y ahora y ni tus palabras ni tus insultos ni tu envidia nos amargarán este día.
—Ya veremos qué dice de todo esto el Senado —concluyó Catón.
—Ya veremos.
Y cuando todos pensaban que lo peor había pasado el quaestor volvió a la carga.
—Como las obras de teatro a las que llevas a tus hombres y que financias con dinero de Roma.
—Por Hércules —replicó con aire divertido Publio—, ahora Marco Porcio Catón se interesa por el teatro. Esto es nuevo. Quizás aún podamos entendernos.
—Sólo me interesa saber que haces que se representen obras en las que se menosprecia el servicio militar, en las que los actores se mofan de la oficialidad y en las que miles de legionarios asisten borrachos y locos riendo como posesos cuando debían enfurecerse y matar a palos a todos los que intervienen en semejante desatino. Una obra en la que incluso los actores se atreven a criticar el encarcelamiento de Nevio, el poetastro que se mofó de los patricios, ¿cómo decía el actor...? —Y Catón cerró los ojos un instante antes de activar su portentosa memoria y recitar el texto—. Columnam mento suffigit suo. Apage, non placet profecto mihi illaec aedificatio; nam os columnatum poetae esse inaudiui bárbaro, cui bini custodes semper totis horis occubant... [Le ha puesto una columna a su mentón. ¡Diantre! No me gusta nada semejante edificio; pues he oído decir que un poeta latino tiene la cara sobre una columna y dos guardias lo vigilan sin cesar a todas horas.]
El cónsul iba a añadir algo, pero la referencia que había recitado Catón le había pillado a trasmano, pues se trataba de un extracto que Publio no escuchó durante la representación al encontrarse en los pasadizos del teatro hablando con los embajadores de Locri y de Numidia. Así que el cónsul, en lugar de defender al autor de la obra, se limitó a mirar al propio Tito Macio Plauto y hacerle una sugerencia.
—Es tu obra la que critica el quaestor, escritor, ¿no vas a defenderte?
Plauto se vio sorprendido. No era plato de buen gusto verse invitado a participar en aquella tremebunda confrontación dialéctica, pero aquella tarde se combatía con palabras y no con espadas y pila. Era su territorio, o eso creía. Plauto aventuró una respuesta.
—El Miles Gloriosus no se mofa de las legiones, sino de los oficiales fanfarrones, que los hay. Los que se sientan aludidos deberían preocuparse por su forma de actuar en el campo de batalla y no por el modo en que actúan mis actores en el escenario.
Marco Porcio Catón se sintió ultrajado y lo remarcó con claridad enrojeciendo en sumo grado su rostro. Estaba encolerizado: una cosa era ser insultado por el cónsul, un cónsul loco y megalómano, pero otra ya del todo inadmisible era verse afrentado por un miserable actor.
Catón lanzó una mirada gélida y asesina a Plauto al tiempo que le replicaba.
—El quaestor de Roma en Sicilia no se ha dirigido a ti, escritor. —Esta última palabra la pronunció Catón como escupiéndola, como si se tratara del peor de los insultos—. Nunca, ¿me oyes? Nunca jamás vuelvas a dirigirte a mí. Jamás. O maldecirás el día en que naciste.
Tito Macio Plauto ya había tenido multitud de ocasiones en el pasado para maldecir no sólo el día en el que había nacido, sino también el día en el que fue engendrado, el día en que llegó a Roma, el día en el que se alistó en las legiones y hasta el día en el que, una vez terminada su primera obra, fue apaleado por patricios borrachos junto al río Tíber. Pero ahora las cosas le iban bien, razonablemente bien, y abrir un frente de disputa con aquel quaestor, protegido del todopoderoso Quinto Fabio Máximo, era, a todas luces, apuntar demasiado alto. Plauto calló y bajó la mirada con cautela bien aprendida.
Catón estaba nervioso y no iba a darse por satisfecho. Iba a exigir disculpas a aquel miserable cuando Cayo Valerio, primer centurión de la V legión, se levantó de su lecho, eso sí, algo tambaleante por el obvio efecto del vino en su cuerpo, y se dirigió a Catón.
—¿Y el primus pilus de la V legión puede hablar con el quaestor o tampoco? Porque... por Castor y Pólux y todos los dioses, creo que es a mí al que le corresponde cotejar con el quaestor todo lo referente a los suministros de la legión. Bien, pues a mí... —le costaba continuar; se apoyó con el brazo izquierdo en el triclinium, pues en la mano derecha sostenía una copa de vino de la que no se había separado en toda la comida—, a mí... a mí, me gustó la obra... mucho... y no la encuentro ofensiva, ni deni... deni...
—Denigrante —le ayudó Marcio a concluir la palabra.
—Eso, deni... deni... eso; lo que ha dicho el tribuno. Yo me lo pasé muy bien y mis legionarios también y estuvo, eso... estuvo bien.
—Yo no hablo de teatro con los centuriones de la legión —respondió Catón seco.
—Sea... —continuó un encendido Cayo Valerio; percibía las miradas de todos clavadas en él; sentía cómo le admiraban por enfrentarse al quaestor, por hacer lo que sólo el cónsul se atrevía a hacer; Publio también le miraba intrigado, curioso—. Sea, quaestor, pues hablemos de suministros. Fuimos a Locri y tuvimos que ir sin todos los pertrechos que debían haber llegado y eso es falta tuya... falta tuya... enviarnos a combatir sin todo el material... teníamos que asediar una ciudad y apenas teníamos escalas...
—El material, por orden del Senado, es para invadir África —se justificó Catón con firmeza.
—Vale, pues para África... pero ver a Aníbal desaparecer ante nosotros... ver a Aníbal irse... dejarnos con la ciudad para nosotros... nosotros que hemos sido heridos bajo las espadas de sus hombres... verlo huir en Locri... —Cayo Valerio, en pie, apoyado en el triclinium, veterano centurión donde los haya, cubierto de faleras y torques por sus hazañas pasadas, se puso a llorar—. Eso fue... precioso... se retiró... el cónsul nos ordenó atacar y nosotros atacamos y Aníbal... Aníbal... se retiró —Cayo Valerio cayó entre sollozos en su lecho. Marco Porcio Catón lanzó una carcajada y se levantó.
—Sí, primus pilus, sin duda Aníbal debió de tener miedo de un centurión que llora como una niña asustada. ¿No sería que Aníbal se retiró para evitar enfrentarse a las legiones romanas de Craso y Metelo, que podían llegar en cualquier momento? Eso y no otra cosa —añadió mirando al cónsul— sí es estrategia. Mala suerte para el Senado no disponer de generales tan hábiles y tan sensatos y en su lugar tener que mandar órdenes que no se cumplen a cónsules que no hacen sino convertir en niñas lloricas a sus centuriones.
Cayo Valerio se levantó enfurecido y se llevó la mano a la espada, pero Terebelio y Digicio saltaron como gatos y lo asieron antes de que pudiera desenfundar.
—Veo, cónsul de Roma, que tus centuriones ya se rebelan contra el quaestor. Es sólo cuestión de tiempo que se rebelen contra ti, como ya pasó en Suero. Tendrás noticias mías. Pronto.
Con esas palabras cruzó por en medio de todos, sin mirar ni a Plauto ni a Valerio, y desapareció por el vestíbulo que daba acceso a la salida de la gran domus.
Cayo Valerio se zafó de Terebelio y Digicio, que habían aflojado ya su firme abrazo de sujeción. El primus pilus de la V estaba avergonzado. Había no sólo insultado al quaestor de la legión, sino que además lo había hecho frente al cónsul, en casa del propio cónsul, delante de todos y delante de todos había estado a punto de atacarle llevado por la locura del vino que fluía por sus venas y que le había nublado la razón.
—Lo siento... lo siento... mi general. —Era cuanto el aturdido centurión acertaba a decir, con su mirada hundida en el suelo y el dorso de sus manos secando las estúpidas lágrimas fruto de la confusión de sus pensamientos—; he insultado al quaestor... he bebido demasiado... digo cosas sin sentido... por todos los dioses, pido perdón, mi cónsul.
—No hay nada de lo que pedir perdón —le respondió con serenidad y para sorpresa de todos Publio Cornelio Escipión—. Estás invitado por el cónsul de Roma, eres uno de sus oficiales y estamos celebrando la conquista de una ciudad. Es un banquete, una fiesta y has bebido de mi vino. Eso es lo que hay que hacer y espero que lo hayas disfrutado. Y en cuanto al quaestor, ya llegó sintiéndose afrentado desde un principio y sus palabras no han hecho sino encender el ánimo de todos. Aunque está bien que Terebelio y Digicio hayan impedido que lo ensartaras con tu espada y que luego te lo comieras: se te habría indigestado y, además, me resultaría complicado explicarlo al Senado.
Todos los oficiales del cónsul rieron. Hasta Emilia esbozó una suave sonrisa al tiempo que con su mano tomaba unas uvas de un enorme frutero que dos esclavas habían dispuesto frente a ella. Sus sirvientas sabían que la esposa de su amo prefería comer fruta y menos platos de carne y pescado adobados y guisados como los que estaban nuevamente circulando por el atrio.
Pese a las palabras del cónsul y a las numerosas carcajadas, Cayo Valerio aún parecía abatido, de modo que Publio añadió una reflexión final a su comentario anterior.
—Además, Cayo Valerio, primus pilus de la V legión, hace unos días apenas te ordené que te adentraras en una densa niebla con los velites, para que los lideraras en un avance a ciegas atravesando una niebla tras la cual debías encontrar al más mortal de los enemigos de Roma, al mismísimo Aníbal. Y lo hiciste. Obedeciste sin rechistar, sin mirar atrás, siguiendo mis instrucciones con disciplina férrea, con lealtad completa. Escúchame, Cayo Valerio, y esto va también por todos los que estáis aquí conmigo: mientras me obedezcas, mientras me obedezcáis así en el campo de batalla, no me importa cómo os comportéis en mi casa: podéis comer hasta vomitar o beber hasta caer ebrios, o tomar a mis esclavas y solazaros con ellas. Mi casa y mis propiedades son vuestras, mientras vuestra lealtad en el campo de batalla sea sin límites, sin dudas, inflexible. Lo que piense el quaestor, lo que diga el Senado, lo que se diga en Roma aquí no importa, igual que no importará cuando pronto nos volvamos a encontrar en un campo de batalla, en África, y tengamos enfrente a innumerables enemigos. Allí, tribunos y centuriones de las legiones V y VI, allí estaremos solos, allí no estará el quaestor, ni estarán los senadores, ni estará el pueblo de Roma. Estaremos solos, todos vosotros y yo. A solas lucharemos y a solas venceremos.
—¡Brindo por eso! —dijo un apasionado Quinto Terebelio. Y todos le respaldaron. Cayo Valerio se había sentado, más tranquilo, y tras el brindis decidió levantarse de nuevo y tomar una vez más la palabra.
—Yo, mi general, si me lo permite, desearía proponer también un brindis.
—Sea, por Castor y Pólux —concedió Publio—, hoy es un día para brindar.
—Pues brindo... —y Valerio miró a todos los presentes uno a uno mientras hablaba—, brindo por Publio Cornelio Escipión, y por los dioses que lo han traído hasta nosotros, brindo por la conquista de Locri y brindo por que las deidades nos hayan enviado a un general que haya sacado del destierro y devuelto a esta guerra a las legiones V y VI. Nos llaman «legiones malditas», mi general, y puede que lo seamos, pero no le defraudaremos en el campo de batalla, no le defraudaremos nunca.
—Brindo por ello —respondió el cónsul y, una vez más, el vino corrió por las gargantas de todos los que allí se encontraban.
Llegó entonces un esclavo, se aproximó al cónsul y le habló al oído. Emilia vio cómo su marido fruncía levemente el ceño y cómo su semblante se tornaba serio.
—Ahora mismo vuelvo —le dijo Publio, y lo vio levantarse y pasar entre sus oficiales saludando y sonriendo hasta alcanzar el vestíbulo. Una vez allí, vio cómo un esclavo a una señal de su esposo corría las cortinas del vestíbulo para que desde el atrio no se viera lo que allí ocurría. Emilia miró a Lelio y Marcio. Eran los únicos que estaban atentos. También Netikerty. Eso le llamó la atención, pero claro, Netikerty siempre miraba allí donde miraba su amo. Una fiel y hermosa esclava donde las hubiera. Demasiado hermosa. Lelio debía de estar albergando ideas sobre ella más allá de mantenerla como esclava. Y el caso es que Netikerty era muy del agrado de la propia Emilia. La esposa del cónsul se dio entonces cuenta de que se había distraído y volvió a mirar hacia el vestíbulo, pero las cortinas lo tapaban todo.
Tras las tupidas telas, el cónsul escuchaba a un embajador recién llegado de Locri. El relato de aquel ciudadano fue breve pero intenso. El cónsul no mostró sorpresa ante sus palabras. Era un mensaje que esperaba desde el mismo día en el que emprendieron el viaje de regreso a Siracusa.
—No te preocupes —le respondió Publio buscando sosegar el ánimo de aquel mensajero, perturbado por los acontecimientos que se estaban viviendo en su ciudad—. Enviaré de nuevo tropas allí, al mando de un oficial de mi máxima confianza. Éste reinstaurará el orden en la ciudad, detendrá a los que hayan cometido los delitos y ultrajes que comentas y, por supuesto, devolverá el tesoro de Proserpina íntegro al templo sagrado.
El mensajero asentía, aunque su rostro denotaba aún cierta duda y nerviosismo.
—Que le den agua y vino y comida si lo desea, y una habitación donde descansar esta noche.
—No, no... partiré enseguida... he de llevar la respuesta del cónsul de inmediato.
—Sea, pero al menos aceptarás asearte y comer un poco —insistió Publio—. Un mensajero hambriento no suele llegar muy lejos.
El enviado de Locri asintió y aceptó una bacinilla con agua limpia que uno de los esclavos le ofrecía y algo de pan y queso, pero comió deprisa.