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La resistencia de Útica
Útica, mayo del 204 a.C.
Los romanos atacaban sin descanso las murallas de Útica, pero los defensores combatían con su fe puesta en un pronto auxilio desde Cartago y con gran destreza militar. Los embates contra la puerta eran repelidos con flechas, lanzas y, cuando el viento les era favorable, con fuego con el que conseguían incendiar los grandes troncos que, a modo de ariete, los legionarios de la V, a las órdenes de Silano, utilizaban para golpear con enorme furia los gigantescos portones de madera y hierro de la ciudad. Los terraplenes estaban prácticamente terminados, pues los hombres de la VI, apremiados por Quinto Terebelio y Mario Juvencio, habían trabajado sin descanso, pero los defensores habían comenzado a hacer uso de catapultas, arrojando enormes piedras desde el interior de Útica que caían a plomo sobre el enorme terraplén, derribando grandes bloques de tierra apelmazada haciendo de la tarea de los legionarios de la VI una obra eternamente inacabada.
—Las torres de asedio ya están —anunció Cayo Valerio con orgullo.
—Sea, pues —respondió con tensión el procónsul de Roma—. Por Castor y Pólux, adelante con ellas. —Y es que la ofensiva sobre Útica llevaba ya varios días, las bajas eran cuantiosas, al igual que los heridos, y los avances en la posible conquista de la ciudad eran más bien escasos. Cayo Lelio ascendía por la colina hasta el puesto del praetorium. Parecía cansado pero satisfecho.
—Ya está hecho —dijo.
—Perfecto —respondió Publio, ahora más seguro de que el éxito de aquella empresa militar estaba más próximo—. ¡Adelante! ¡Por Hércules, las tres torres a la vez! ¡Sí! ¡Y Útica cederá!
El rey Masinisa vio cómo una vez más los oficiales del procónsul partían para poner en marcha las órdenes recibidas, excepto Lucio, el hermano del general romano, que se quedaba junto a él. Observó con asombro cómo dos gigantescas torres de asedio, que los legionarios de la V habían estado levantando durante las últimos días, empujadas por caballos y hombres, se movían, pesada pero firmemente, hacia las murallas de Útica. Marco Porcio Catón se situó a su lado. El quaestor había decidido aventurarse aquella mañana a observar el nuevo intento del procónsul de doblegar a los ciudadanos de Útica. Su feroz resistencia alimentaba los ánimos de Catón y quería ver el nuevo despliegue del general con más detenimiento. El quaestor tenía el buen presentimiento de que todo iba a fracasar.
En la ciudad, los defensores vieron lo que sabían que tenía que llegar, pues habían sido testigos de cómo día a día los romanos iban erigiendo aquellos enormes monstruos de madera que ahora empujaban hacia sus murallas. Pero su sorpresa y desesperanza fue aún mayor cuando vieron cómo por mar, sobre dos inmensas quinquerremes que los romanos habían anclado y ocultado tras un recodo de la bahía, navegaba una tercera descomunal torre de asedio, suspendida sobre una compleja plataforma elaborada con los dos corvus y manus férrea de ambos buques entrelazados y afianzados por más troncos y sogas y refuerzos de hierro. Cayo Lelio dirigía las operaciones de aproximación a las murallas marinas de Útica.
Publio, junto a su hermano, miraba nervioso pero más confiado que en los últimos días. Después de todo, quizá los inacabados terraplenes no fueran a ser necesarios. Por tierra las enormes torres de asedio se acercaban pesadamente con su carga de hombres y armas hacia las murallas de Útica; por mar las quinquerremes navegaron hasta que sus proas impactaron contra el muro de la ciudad que se hundía en las entrañas del mar. Cayo Lelio ascendió desde una de las grandes naves, por el interior de la torre marina, hasta llegar al último de sus pisos. Desde allí dio las órdenes a voz en grito.
—¡Abrid el portón! ¡Por Hércules, bajad el maldito puente!
Y los legionarios cortaron con hachas las cuerdas que sostenían el largo portón de madera, que a modo de gigantesca manus férrea elevada, caía a plomo sobre las fortificaciones de lo alto de la muralla que defendía la ciudad de los ataques por mar. Por ella empezaron a salir legionarios a borbotones, animados por las voces de Lelio.
—¡Al ataque, al ataque! ¡Por Roma! ¡Por el procónsul! ¡Por las legiones!
Pero los defensores habían tenido tiempo de observar dónde iba a caer el puente de la torre marina, pues las quinquerremes, henchidos sus vientres por el peso de la enorme torre, se habían aproximado con gran lentitud hacia el muro, de modo que los legionarios fueron recibidos por varias andanadas de lanzas y flechas que parecían no tener fin. Decenas de legionarios cayeron al mar atravesados como fruta madura, mientras otros detenían la carga y con sus escudos se protegían como podían.
—¡Mantened la formación! —se desgañitaba Lelio, protegiéndose a su vez con un gran escudo de piel endurecida reforzado con hierro—. ¡Mantened la posición y avanzad, malditos! ¡Avanzad!
Pero entonces pasó algo que ninguno esperaba. Los habitantes de Útica dejaron de disparar para abrirse y dar paso a un regimiento de sus mejores soldados que se abalanzaron sobre el puente de la torre marina y entraron en combate con los legionarios que, sorprendidos por el repentino ataque de quienes sólo esperaban que se defendieran desde las murallas, cedían terreno, paso a paso. Cayo Lelio, no obstante, se abrió camino entre sus hombres y alcanzó la primera línea de combate. Clavó su espada en el hombro de uno de los cartagineses, se agachó, pinchó en la rodilla de otro, que se encogió por el dolor, lo que Lelio, a su vez, aprovechó para segarle la garganta que había dejado desprotegida. Se hizo sitio entonces en el hueco que el cartaginés había dejado y Cayo Lelio empezó a liderar el contraataque de sus hombres que, encorajinados por la presencia del tribuno, se rehacían y volvían de nuevo hacia el puente.
Los defensores del muro no estaban ociosos, sino que desde las murallas la emprendieron con flechas de fuego sobre las quinquerremes. Al principio Marcio y sus hombres se las compusieron para apagar los pequeños incendios que surgían por todas partes, pero tal fue la lluvia de flechas de fuego que al fin las llamas prendieron por todos los flancos de ambas naves y empezaron a ascender por la torre lamiendo sus vigas de madera.
Marcio miró hacia arriba. En lo alto de la torre Cayo Lelio luchaba enconadamente en el puente, pero abajo ya todo estaba perdido. El fuego lo consumía todo y sus hombres se arrojaban al mar para, nadando entre flechas y lanzas, alcanzar las trirremes que Digicio, en una sabia decisión, había aproximado lo suficiente para que los legionarios pudieran llegar a nado a las mismas y refugiarse, pero, al tiempo, no las había desplazado tan cerca como para ser pasto de la misma lluvia de lanzas, piedras y dardos incendiarios que habían destrozado las quinquerremes. Marcio gritó a Lelio.
—¡Lelio, al mar, al mar, al mar! ¡Por Júpiter, arrojaos al mar! ¡Todos!
En ese momento, una de las dos naves que sostenían la torre lanzó un crujido largo y profundo que sonó a muerte, preludio de su agonía. Marcio sintió el suelo de la cubierta temblando bajo sus pies y, sin esperar más, se lanzó por la borda junto con los pocos marineros que aún quedaban a su lado. El temblor de la nave resquebrajándose sacudió a su vez las endebles vigas de la torre ya medio consumidas por las llamas haciendo que varias se quebraran. Cayo Lelio pinchaba, cortaba y se protegía con su escudo rodeado por un nutrido grupo de legionarios cuando el suelo del puente se levantó de izquierda a derecha y, para cuando romanos y cartagineses fueron a percatarse de lo que estaba pasando, todos volaban por los aires rumbo a las aguas del mar.
En tierra firme, la suerte de las otras dos torres de asedio no había sido mucho mejor. Publio Cornelio Escipión, acompañado por el joven Masinisa, contemplaba cómo eran pasto del fuego provocado por los innumerables racimos de flechas en llamas que los cartagineses habían lanzado desde el interior de la ciudad y desde las propias murallas. Los legionarios de la V retrocedían despavoridos buscando refugio en la lejanía de aquellos muros que sólo escupían fuego, pez hirviendo y muerte. Cayo Valerio era una pobre figura en medio de todo aquel desastre intentando poner orden y rehacer las filas de sus manípulos.
—¡Deteneos, malditos, deteneos y regresad a las torres! ¡Por Hércules, hay que volver a ascender por las torres! —Pero los hechos rebatían las palabras del primus pilus con la terquedad de la realidad incontestable: las torres, envueltas en un mar de llamas, casi al mismo tiempo, caían en ruinas hacia un lado, como árboles abatidos por la constante hacha de un leñador de fuego.
Publio se pasó la palma de su mano derecha por el pelo de su cabeza, de arriba abajo, y miró al suelo. Suspiró. Luego se pasó la mano izquierda por su barbilla perfectamente rasurada y volvió a tomar aire. Lucio no decía nada. No quería añadir más dolor a su hermano con comentarios inoportunos. A sus espaldas dos mensajeros llegaron cabalgando a la vez. El procónsul se volvió hacia ellos. Los lictores, que reconocían en aquellos hombres sendos centuriones de la V, se hicieron a un lado. Los dos oficiales se miraron entre sí como preguntándose quién hablaba primero, pero el procónsul no tenía tiempo para dudas y se dirigió al que había llegado desde la playa primero.
—Habla, centurión.
—Sí, mi general. La torre de asedio de las quinquerremes ha caído y con ella han muerto muchos hombres, pero el tribuno Cayo Lelio, que estaba en lo alto de la torre junto con algunos más, ha sobrevivido milagrosamente y se encuentra bien, mi general.
Publio asintió repetidas veces. Ya había visto desde la distancia lo de la torre marina, pero saber que Lelio estaba bien pese a todo aquel fiasco era una información muy relevante que agradeció recibir.
—Bien, centurión, bien... muchos hombres... ¿cuánto es muchos hombres?
—No lo sé, mi general, Marcio y Lelio calculan que unos cien han muerto, más unos treinta heridos.
Cien, ciento treinta hombres fuera de combate, más otros tantos al menos, si no más, que habían caído con las torres de asedio que dirigía Cayo Valerio. Habían perdido más de doscientos hombres y no habían conseguido nada. Nada. El procónsul sentía la figura erguida de Catón moviéndose despacio a sus espaldas y percibía la felicidad del quaestor. En todo caso, de momento al menos, Catón permanecía callado. Pero quedaba el segundo mensajero. Publio se limitó a mirarle y éste empezó a hablar.
—Los cartagineses han enviado un ejército de caballería desde Cartago. Son unos cuatro mil jinetes, mi general.
Cuatro mil jinetes. Cuatro mil.
—¿Y nada más? —preguntó el cónsul—. ¿No han enviado infantería con ellos?
—Eso es lo que hemos visto. Se han resguardado en la ciudad de Saleca, a un día a caballo de aquí.
—¿En una ciudad? —Publio estaba sorprendido y miró a Lucio, que se encogió de hombros, y luego al rey de los maessyli—. ¿Un ejército de caballería acampado en una ciudad en plena primavera, casi verano?
Masinisa compartía la misma sorpresa. La caballería no valía para nada entre las murallas de una ciudad. Con buen tiempo, como el que hacía en aquellos días, su lugar era acampada en campo abierto, donde rápidamente los jinetes pudieran montar sus caballos y lanzarse a una carga en una amplia llanura. Allí era donde el potencial devastador de una fuerza de caballería tan numerosa resultaba prácticamente invencible.
—¿Sabemos quién es el genio que lidera ese ejército de caballería? —preguntó Publio.
—Atrapamos a unos mercaderes que salían de Saleca. Dicen que han llegado bajo el mando de Hanón.
El cónsul se giró hacia Masinisa.
—Es un inútil —confirmó el rey exiliado—. Es vanidoso e incompetente en lo militar.
Publio asintió. El hecho de llevar la caballería a una ciudad confirmaba la valoración de Masinisa.
—Bien —dijo Publio entonces dirigiéndose a Masinisa—. Ardías en deseos de servirme, ¿no, joven rey de los maessyli? Pues ésta es tu ocasión. Cogerás a tus hombres y atacarás Saleca.
El rey le miró confundido. Sólo disponía de doscientos jinetes y eso gracias a que algunos maessyli más se habían incorporado recientemente, atraídos por la presencia de las legiones romanas, pero Hanón, aunque fuera un inútil, tenía cuatro mil; sin embargo, el procónsul no le dejó replicar.
—Partirás al amanecer —apostilló Publio al tiempo que se alejaba colina abajo para reorganizar su ejército en medio de aquel desastre de asedio, pero sin volverse ya hacia atrás, añadió unas palabras—. Te daré algunos refuerzos para que puedas regresar con vida de Saleca.
El joven rey Masinisa se quedó contemplando cómo el procónsul, rodeado de sus doce lictores y acompañado por su hermano Lucio y los dos centuriones que habían traído todas aquellas noticias, descendía de la colina dejándole a solas con dos de sus guardias númidas y un silencioso Marco Porcio Catón que no dejaba de admirar las llamas que consumían las derribadas torres de asedio romanas.
Masinisa sacudía la cabeza. De hecho, todo alrededor de Útica eran llamas, centenares de romanos se afanaban en retirar heridos y recoger armas que habían quedado desperdigadas por los alrededores de las consumidas torres. En la playa, varias trirremes descargaban más heridos y muertos. El asedio estaba siendo un total y completo desastre y ahora aquel hombre le enviaba con sus pocos jinetes contra un ejército veinte veces más numeroso. ¿Unos refuerzos? ¿Qué entendía el cónsul por unos refuerzos? ¿Era aquél el mismo hombre que había conquistado Hispania? Uno de los guardias númidas se acercó al rey.
—¿Qué hacemos? —le preguntó en su lengua.
—Nos preparamos para el combate —respondió Masinisa—. Quizá sea nuestro último combate. —Y le puso una mano en la espalda. El joven guardia se sintió halagado y orgulloso de que su rey le tratara con aquella familiaridad. Descendieron de la colina. Catón se sentó sobre una roca. El espectáculo dantesco de las «legiones malditas» replegándose y retirando heridos era apasionante. Tenía buenas noticias para Quinto Fabio Máximo.
En su tienda, recostado de lado mientras el médico Atilio le curaba algunas heridas, el tribuno Cayo Lelio maldecía su mala suerte. En aquel momento irrumpió Publio en su tienda. El médico, Netikerty y el par de esclavos que había ayudado a Atilio salieron ante la intensa mirada del procónsul. Lelio se volvió y vio al general sentándose a su lado.
—¿Estás bien? —preguntó Publio.
—He estado mejor, pero si lo que preguntas es si puedo combatir, sí, sí que puedo.
—Bien.
—Aunque ahora que lo de las torres de asedio ha salido tan mal, no sé qué vamos a hacer.
Publio miró al suelo buscando una respuesta. Levantó al fin el rostro despacio y habló con la seguridad propia del hombre tenaz.
—Haremos, Lelio, lo mismo que Aníbal lleva haciendo en Italia durante catorce años: resistir.
Lelio asintió mientras se palpaba un enorme cardenal en una de sus piernas y contraía el rostro compungido por el dolor.
—Sea —dijo el tribuno entre dientes.
—Por de pronto nos envían cuatro mil jinetes, los cartagineses, y he pensado —continuó Publio— que Lucio se quede al mando aquí en Útica y que tú y yo nos encarguemos de ese ejército de caballería.
Lelio asintió una vez más y apretó los labios. Publio le puso entonces la mano derecha en el hombro y sin decir más salió de la tienda. Tenía muchas cosas en las que pensar. La invasión de África no había empezado bien. Todo lo contrario que en Hispania. El procónsul de Roma avanzaba por el campamento bajo las atentas miradas de sus hombres. Se esforzó por caminar erguido, decidido, como un líder que no pierde la esperanza.