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El ejército de Masinisa

Frente a la ciudad de Útica.
Campamento general romano en el norte de África, verano del 202 a.C.

Pero las tropas de Tiberio Claudio nunca llegaron a su destino: una tempestad arrasó la flota, hundiendo decenas de buques y dispersando el resto, que regresó hacia Italia y Sicilia en busca de refugio.

Publio Cornelio Escipión y las «legiones malditas» quedaron como las únicas fuerzas de Roma en África. Por ello, cuando el regreso de Aníbal fue un hecho, Publio recurrió de nuevo al único aliado, que no amigo, que le quedaba en África.

—Mario —dijo el procónsul—, ve a Numidia y busca a Masinisa y dile que venga con su ejército. Dile que Aníbal ya está aquí. Dile que si nos abandona, Aníbal, después de acabar con nosotros, le perseguirá hasta darle muerte y destruir su reino. Dile, Mario, dile que venga si quiere seguir siendo rey y señor de toda Numidia. Y dile que Tiqueo se ha unido a Aníbal.

Frontera entre Numidia y Mauritania, septiembre del 202 a.C.

Masinisa estaba en lo alto del peñasco más elevado de aquellas montañas. Desde allí podía ver las tropas de Vermina, uno de los hijos de Sífax, huyendo por el estrecho desfiladero. Vermina era uno de los pretendientes al reino de Numidia que habían emergido tras el derrocamiento de Sífax por Masinisa y las legiones de Roma. Había otros muchos, pero los únicos realmente peligrosos por el número de seguidores que podían reunir eran Vermina y Tiqueo, un primo de Sífax. Vermina salía huyendo hacia Mauritania y Masinisa estaba considerando la posibilidad de perseguirle.

—Mi rey —dijo uno de los guerreros maessyli—. Mi rey, ha llegado un mensajero de los romanos.

Masinisa se giró y reconoció enseguida la figura de Mario Juvencio, uno de los tribunos de mayor confianza de Escipión en África, escalando la encrespada ladera en la que se encontraba. El rey de Numidia no hizo ningún ademán de descender ni un paso para escuchar al mensajero romano, de modo que Mario se vio obligado a ascender hasta el final. El peñasco terminaba en una especie de cornisa que sobresalía sobre el desfiladero. Mario no era un hombre propenso al vértigo, pero no se sintió cómodo en aquel lugar. El rey le miró.

—Habla, mensajero —espetó Masinisa con desprecio, sin usar el término tribuno, que era el nombramiento que el propio maessyli sabía que ostentaba aquel oficial de Roma. Mario hizo caso omiso de aquella ofensa y se limitó a entregar su mensaje con fidelidad a cada palabra que había pronunciado el procónsul. Masinisa escuchó y, cuando el tribuno terminó, el rey de Numidia se giró hacia el desfiladero, dando un paso hasta situarse en el mismo borde. Mario pensó que aquello era una temeridad, pero que tampoco era asunto suyo.

Masinisa miraba todo aquel territorio, más allá de las montañas. Todo era suyo, pues todo era Numidia. Y pronto podría intentar extender las fronteras de su reino aún más lejos, pero arriesgarlo todo en una batalla le parecía peligroso. No tenía claro que el procónsul romano fuera a ser capaz de derrotar a Aníbal. Más bien pensaba que ocurriría todo lo contrario. Desde el funesto episodio de Sofonisba, Masinisa había perdido la fe ciega que en un momento llegó a tener por Escipión. Sin embargo, no acudir también era imprudente, especialmente si Tiqueo estaba con los cartagineses. Odiaba tener que luchar de nuevo al lado del hombre romano que había exigido la entrega de Sofonisba, pero le humillaba la obstinada tozudez de Cartago en no querer aceptarle como rey de Numidia.

Masinisa habló a las montañas, pero Mario escuchó el mensaje con claridad.

—Dile a Escipión que acudiré a su encuentro, que nos reuniremos en Zama, en el interior de África. Las costas no son seguras. Acudiré con seis mil infantes y cuatro mil jinetes.

Mario dudó en hablar, pero al fin se lanzó e interpeló al rey.

—Masinisa, ahora que eres rey de Numidia, el procónsul esperaría un ejército mayor por tu parte, un ejército de...

Pero Mario no terminó la frase porque la mirada de Masinisa desde lo alto de la roca fue demoledora.

—Diez mil hombres. —Masinisa escupió las palabras con furia—. Yo también tengo mis problemas en Numidia, como Vermina y como tantos otros que debo eliminar. Y quedan muchos seguidores de Sífax que crean levantamientos en diferentes regiones. No puedo reunir a todas mis tropas y abandonar mi reino. Diez mil hombres tendrán que bastar.

Mario no se atrevió a decir más. Asintió y comenzó a descender hacia el valle. Una vez que su silueta se perdió en la distancia, uno de los oficiales maessyli se acercó a su rey y le habló con tiento.

—Realmente mi señor, no quedan ya casi enemigos y, si el rey quisiera, podríamos doblar o triplicar ese número de soldados con facilidad.

—Lo sé y nos interesa acudir para ver si podemos aprovechar la batalla que tendrá lugar para acabar con Tiqueo —respondió Masinisa algo más sereno desde que el romano partiera—, pero tampoco quiero ayudar tanto a Escipión. Si Publio Cornelio Escipión quiere derrotar a sus enemigos, tendrán que ser sus tropas las que lleven la mayor parte del combate. Si son valientes resistirán y vencerán pero, si no, Aníbal los masacrará y nosotros tendremos un fuerte ejército en la retaguardia para defendernos y poder alcanzar un pacto con Cartago. Y la verdad, no creo que las legiones de Roma resistan. No lo creo. Será interesante estar allí para verlo.

Las legiones malditas
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