14
Una noche de fuego
Roma, noviembre del 209 a.C.
Al mismo tiempo, las tabernae septem, que luego fueron cinco, y los puestos de los cambistas, ahora conocidos como tabernae novae, se incendiaron; luego prendieron casas privadas —en aquella época no había basílicas—, luego las canteras, el mercado del pescado y el templo de Vesta. El altar de Vesta se salvó con dificultad gracias a la intervención de trece esclavos que, posteriormente, fueron comprados por el Estado y liberados. El incendio continuó por la noche y el día siguiente y todos estaban convencidos de que se debió a algún acto criminal...
Tito Livio, Ab Urbe Condita, 26,27,1-4
Lelio se extrañó de encontrar tan poca gente al dejar el foro y enfilar por el Argiletum. Se detuvo en seco, obligando a que sus esclavos se tropezaran entre sí al imitarle. Había pedido a Calino que, a la hora del término de la representación, viniera acompañado con otros esclavos para así, todos juntos, regresar a casa. En caso de un mal encuentro sólo se podía confiar en la lealtad de Calino, pues el resto eran jóvenes esclavos recién adquiridos para tareas menores de la casa, pero el ir escoltado por varios servidores era con frecuencia un modo eficaz de desalentar a los grupos de malhechores nocturnos que, sigilosos, se movían entre las sombras de las calles de Roma. Netikerty, más atenta a todo lo que sucedía a su alrededor, quedó a unos centímetros de su amo y contuvo la respiración. Sin saberlo, ella y su amo compartían la misma sensación de que algo no marchaba bien.
Por la calle bajaban un par de carros que sin duda venían del Macellum, el gran mercado al nordeste de la ciudad. Lelio arrancó de nuevo, pero esta vez dejando la gran avenida del Argiletum y se adentró en el laberinto de callejuelas que se extendía tras las tabernae novae, cruzando por las tabernae septem. Pensó que por aquellas callejuelas, acercándose siempre hacia el mercado, encontraría el abrigo de los mercaderes, los pescadores y los artesanos que en aquellas horas aún trajinarían preparando las mercancías del nuevo día que habría de venir. Y al principio fue así, pero cuando giraron de nuevo hacia el norte, pasada ya la ubicación del Macellum se encontraron de pronto en una calle completamente desierta. Lelio ya no tuvo dudas. Con rapidez se llevó la mano debajo de su sagum para palparse la espada. Allí estaba. Se alegró de no llevar toga. Aquélla fue una sabia decisión, como probaría el desenlace de aquella noche. La toga siempre resultaba una ropa incómoda para luchar, mientras que el sagum permitía mucha mayor libertad de movimientos. La calle estaba a oscuras salvo las sombras débiles que proyectaba la luna blanca del cielo, hasta que poco a poco, por ambos extremos de la estrecha callejuela, crecieron unas siluetas negras temblorosas a la luz de las antorchas que las mismas sombras portaban. Lelio contó cinco, seis, quizá siete hombres por cada extremo. Demasiados para él, Calino y los dos jóvenes esclavos que traía consigo. Netikerty en aquel momento no contaba o si lo hacía, era más una carga que un aliado. Lelio se pasó el dorso de la mano por la boca. La tenía seca. Pensaba quién podría atreverse a organizar un ataque contra un tribuno de las legiones de Roma, contra el segundo de Escipión, pues aquello tenía toda la pinta de algo premeditado y no un encuentro fortuito con atracadores y las ideas que le venían a la mente no le tranquilizaban. No podía tratarse de una banda de ladrones. No era normal que fueran tantos bandidos juntos. Los perseguidores se hicieron visibles por ambos extremos. Lelio, en el centro de la callejuela, con los esclavos a sus espaldas, miraba a uno y otro lado. Buscaba el refugio de una de las paredes laterales. Eran casas de madera lo que les rodeaba, mal construidas, apiladas una contra la otra sin la magnificencia de los grandes edificios del foro que, irónicamente, se encontraba tan próximo y, sin embargo, para Lelio, en aquel momento, tan lejano. Desenvainó la espada. Los dos grupos de atacantes se acercaron hasta quedar a diez pasos por cada lado.
—Soy Cayo Lelio, tribuno de las legiones de Hispania, a las órdenes de Publio Cornelio Escipión. No sabéis lo que hacéis. Por Hércules, retiraos todos antes de que vengan los triunviros y acabéis todos crucificados.
No hubo respuesta por parte de aquellos hombres, sino que se mantuvieron en sus posiciones. No eran bandidos. Aquello habría sido suficiente para disuadir a cualquier banda nocturna de desalmados. En la noche se escuchó una docena de espadas desenvainándose a un tiempo. Por el sonido, inconfundible para sus experimentados oídos, el tribuno reconoció que eran gladios militares. Lelio ya sabía con quién se las veía: antiguos legionarios a sueldo de un particular. No era gente dispuesta a retirarse ante las palabras, no importaba quién las pronunciara. Tenían una misión y un dinero que cobrar que no estaría entre sus manos hasta cumplir las órdenes recibidas. Lelio miró a sus esclavos: estaban aterrados, los jóvenes en especial y Calino, aunque mantenía la sangre fría, estaba igual de asustado, tal vez porque era el único de entre aquellos siervos que comprendía la gravedad de la situación. La muchacha se le había pegado como una lapa. Así no podría luchar.
—Tomad a la chica y protegedla.
No tenía sentido pedir que le ayudaran en aquella pelea. Ninguno sabía combatir, sería como echar carne a lobos hambrientos. Lelio optó por la única estrategia que podía sorprender a sus enemigos: atacar. No estaba dispuesto a dejarse matar en medio de aquel infame olor a pescado rancio que descendía desde las proximidades del Macellum.
Los hombres vieron la sombra de Lelio dando cinco pasos rápidos plantando cara al grupo que le cortaba el camino hacia el norte de la callejuela. Nada más alcanzarles, la espada del tribuno atravesó a uno de los sorprendidos atacantes, pero el arma ya estaba de nuevo fuera del cuerpo ensartado para frenar los golpes de dos de los cinco que quedaban en ese grupo. Lelio detuvo ese golpe, se volvió hacia los otros tres agachándose al girar y segó dos piernas de atacantes distintos. Éstos cayeron aullando al suelo, inutilizados, arrastrándose hacia la pared opuesta, dejando uno de ellos la antorcha que los había iluminado hasta allí, perdida en el suelo polvoriento. Quedaban tres armados. Lelio retrocedió entonces para acometer al grupo que estaba al sur de la calle. Éstos no habían intervenido entre sorprendidos y divertidos por lo que esperaban una rápida caída de su presa, pero al ver que el tribuno se acercaba ellos, dos de ellos le salieron al encuentro. Lelio repitió el movimiento de agacharse para intentar cortar alguna pierna de sus oponentes, o pinchar en ellas, pero se encontró con las espadas de sus enemigos, advertidos ya de la destreza militar de Lelio. El tribuno frenó su embestida y se situó en el centro, junto a la antorcha perdida por el atacante herido. El asunto se complicaba. Aquello empezaba a parecerse demasiado a la toma de las murallas de Cartago Nova, pero ahora no disponía de Sexto Digicio y sus hombres. En ese momento, cuando se acercaban dos por el norte y dos por el sur y Lelio meditaba sus opciones, Calino se puso a su lado, tomó la antorcha y embistió a los atacantes del norte, lo que permitió que Lelio se centrara de nuevo en arremeter contra los del sur, esta vez sin agacharse, sino con estocadas rápidas que se abrieron paso hasta que su espada pinchó el rostro de uno de los atacantes y con el brazo libre golpeó en el pecho del contrario tumbándolo, quien, para su mala fortuna, cuando quiso levantarse se encontró con la espada de Lelio resquebrajando su esternón. Dos menos, pero aún quedaban siete en pie en total, tres a un lado y cuatro al otro. Lelio se volvió y vio que Calino se defendía blandiendo la antorcha con furia, manteniendo a raya a los tres que quedaban en aquel extremo, pero no podría resistir mucho así que partió en su ayuda. Uno de los atacantes cortó de cuajo la antorcha que salió despedida como una bola de fuego y se perdió entre las casas de madera apoyadas sobre las tabernae septem. Aun así Calino acertó a golpear con el asta que le quedaba de la antorcha tronchada clavándola en el hombro de uno de los tres enemigos, pero ni su osadía ni la intervención de Lelio le salvaron de que una gélida espada le rajara por la espalda. Calino cayó sin gritar. Lelio mató entonces a su vez al que había ejecutado a Calino. Sólo quedaban uno al norte, con dos heridos en la pierna, arrinconados, y otro encogido con la mano intentando arrancarse el asta de la antorcha. Era el lugar por donde huir. El sur seguía defendido por cuatro. Estaba decidido. Miró hacia Netikerty, acurrucada en el portal de una de las tiendas de la callejuela. Los esclavos jóvenes habían echado a correr: uno hacia el norte, que escapó, no era el objetivo que los atacantes perseguían, y otro hacia el sur que sí fue ensartado por dos espadas que no gustaban de dejar testigos. La joven esclava había sido más inteligente y se quedó a la espera de ver lo que hacía su amo. Lelio agradeció aquel comportamiento, de la misma forma que se sentía agradecido y sorprendido, por qué no admitirlo, por la valerosa y leal intervención de Calino. Ahora no tenía tiempo para llorar su muerte.
El tribuno hizo una señal a la joven esclava y ésta, sin dudarlo, se levantó y fue hacia él. Lelio se encaró de nuevo con el atacante que quedaba al norte de la calle, ya se ocuparía Netikerty de seguirle para escapar, cuando sintió un dolor punzante en su gemelo izquierdo: uno de los heridos se había revuelto y le estaba rasgando la pierna con su espada. Lelio, furioso, le remató clavando su arma en la cerviz de aquel hombre que se convulsionó como un buey al ser sacrificado y luego quedó quieto. Lelio volvió a encarar al enemigo del norte sin perder de vista el avance de los cuatro oponentes que ascendían por la calle para, entre todos, rodearle a él y a Netikerty, cuando algo ocurrió que les dejó a todos paralizados. De súbito, como una explosión, una de las tabernae septem prendió en llamas. La antorcha perdida había encendido un fuego que con un golpe del aire que bajaba de norte a sur se había avivado culminando en un incendio. Lelio, sobrepuesto de la sorpresa, pudo examinar los rostros de los hombres que le rodeaban a la luz de las llamas. Eran guerreros de mediana edad, veteranos de alguna de las múltiples campañas de Roma, de rostros enjutos en su mayoría, acostumbrados a las penurias, que aún no habían saboreado durante suficiente tiempo la molicie de ser asesinos a sueldo como para hinchar sus panzas y perder destreza con las armas. Una lástima, pensó Lelio mientras cojeaba en busca de su enemigo al norte, pero su caminar era ahora más lento y pronto él y Netikerty se vieron rodeados por los cinco hombres que quedaban en pie. Lelio se pasó la mano por la barba. La joven esclava seguía a sus espaldas. Aquello pintaba mal. Estaba cansado y herido y ya no era posible sorprender a sus atacantes con trucos de viejo militar. Lelio fue retrocediendo, Netikerty a su lado, hacia la tienda en llamas. Los hombres que los rodeaban se acercaban, espadas en ristre, apuntando a la garganta de su presa. El incendio se extendía y la segunda de las tabernae septem prendió también. El aire llevaba humo y pavesas. Lelio se giró ciento ochenta grados, tomó a Netikerty en sus brazos, volvió a girarse para observar por última vez a sus atacantes que se abalanzaban sobre ellos y empujó con su espalda la puerta en llamas de la segunda tienda incendiada. Ésta, quebrantada por la furia del fuego, se partió y cedió al empuje del tribuno, que con la muchacha en los brazos entró en medio del incendio. Los hombres intentaron seguirles pero una de las vigas de madera cedió a la vorágine de las llamas y les cerró el paso momentáneamente. En el interior, Lelio cruzó las dependencias de la tienda a toda velocidad, conteniendo la respiración hasta salir por la parte de atrás a una especie de atrio que contenía un impluvium lleno de agua. Con la muchacha en brazos se echó al estanque y empaparon sus ropas humeantes y ambos respiraron con profundidad. Pero no había tiempo para detenerse. Todo eran casas de madera y el incendio cobraba cada vez más y más fuerza. Se oían gritos de decenas de personas y las voces autoritarias de los triunviros que, alarmados por la luz de las llamas, al fin habían salido del foro y se habían acercado a las proximidades del Macellum. Lelio se abrió camino, más seguro con las ropas mojadas, entre otro grupo de tiendas en llamas y a fuerza de quebrar puertas y de olvidarse del dolor de su pierna herida, emergió con su joven esclava aterrada en el otro extremo de la calle. Ya no se veía a ninguno de los atacantes, sino a soldados de las legiones urbanae, libertos y esclavos, trayendo cubos de agua para intentar detener aquel incendio que se extendía sin freno y amenazaba con acercarse a los edificios sagrados del foro. El tumulto y la confusión arroparon a Lelio y Netikerty, que ya caminaba de nuevo al lado de su amo, en una huida lenta pero tenaz hacia la casa del tribuno herido.
Llegaron a casa de Lelio pasada la medianoche. En las últimas calles Netikerty ayudó al fornido tribuno a caminar. Entraron en el atrio y Lelio se tumbó en el triclinium, boca arriba, mirando al cielo nocturno. Por encima de la casa se veían las pavesas del incendio que el aire transportaba consigo.
—¿Aquí estaremos seguros, mi señor? —preguntó la joven esclava arrodillándose junto a su amo.
Lelio asintió y, como se sentía agradecido hacia Netikerty por su ayuda en los últimos metros de la huida, añadió una explicación.
—El viento... va hacia el sur. Nosotros estamos al norte. Las llamas se propagarán hacia el sur; además allí, hasta llegar al foro, encontrarán más madera. Y toda Roma debe de estar ahora luchando por detener el fuego. Aquí estamos seguros... por unas horas. Asegúrate de que la puerta está bien cerrada y trabada por dentro. Calino ya no está aquí para ayudarnos.
Netikerty fue veloz a la puerta y comprobó que estuviera bien asegurada. Era un portón grueso y pesado de madera reforzada con remaches de hierro.
—La puerta está bien, mi amo.
—Bien. Entonces pasaremos aquí la noche y mañana partiremos de Roma. Esta ciudad empieza a ser más peligrosa que un frente de batalla. En Hispania estaremos más seguros.
Netikerty pensó en preguntar sobre quién creía él que eran los hombres que les habían atacado, pero lo pensó mejor y calló. En cierta forma, estaba segura de que tanto ella como él pensaban lo mismo. Netikerty estaba algo confusa con aquel ataque, aunque nadie la había agredido personalmente, pero le quedaba la oscura duda de qué habría pasado si Lelio hubiera sido abatido. En cualquier caso, ahora no debía preocuparse por eso, sino por cuidar de su amo. La muchacha, de nuevo de rodillas junto al triclinium, se sacó unos rollos de entre su túnica mojada y los depositó con cuidado sobre el suelo.
—¿Están bien? —preguntó Lelio.
—Sí, mi señor —respondió la joven esclava—. Los he preservado del fuego y del agua. Están bien, mi señor.
Lelio se recostó exhalando aire, aliviado. La muchacha levantó despacio el sagum del tribuno.
—Hay que curar esa herida, mi señor.
Lelio se incorporó un poco apoyándose sobre los codos y se miró el corte: no era demasiado profundo pero sí doloroso. Él no sabía mucho de medicina, pero lavar las heridas bien con agua era lo que siempre recomendaba el médico griego de las legiones en Hispania.
—Trae agua y unos paños y límpiala bien. Luego ponme una venda.
Netikerty asintió y en un minuto regresó con todo lo necesario. Puso una bacinilla con agua fresca al pie del triclinium y con un paño limpio fue lavando la herida frotando con suavidad. Sintió cómo su amo tensaba los músculos, cerraba la boca con fuerza y no decía nada. La joven intentó aplicar el lavado con mayor suavidad, pero sin dejar de limpiar la herida bien con el agua y luego secando la sangre con otro paño limpio que había traído. Su amo giró la cabeza hacia un lado y se quedó con la mirada fija en una de las paredes contemplando una larga serie de símbolos latinos en tinta negra la mayoría y algunos en tinta roja que para la joven no tenían ningún sentido. Reconocía largas columnas de letras del alfabeto latino, que debían de seguir algún patrón pero que ella no había acertado a descifrar. Podía leer alguna palabra suelta de latín pero poco más.
—¿Qué son esas letras, mi amo?
Lelio se giró despacio, sorprendido por la pregunta.
—Es un calendario, un calendario romano.
—Ah —respondió la joven muchacha, mientras apartaba el trapo húmedo y se esmeraba ya sólo en secar la herida.
—Es un calendario. En él están los meses, arriba, Ianuarius, Februarius, Martius, Aprilis, Maius, Iunius, Quintilis, Sextilis, September, October, Nouember, December y un mes adicional intercalar... para completar el año. —Hablar le hacía bien, le alejaba del dolor, quizá por eso la propia Netikerty le preguntaba. La muchacha escuchaba atenta mientras seguía secando la herida.
—¿Pero...?
—Sí —invitó Lelio a que siguiera con su pregunta. Sentía curiosidad por las dudas de su joven esclava.
—Pues que si quintilis significa el quinto y sextilis, el sexto y así el resto, no lo entiendo, porque Quintilis es el séptimo mes de vuestra lista y el siguiente el octavo y así... no tiene sentido.
Lelio sonrió. Era cierto.
—Es que antiguamente... sólo teníamos diez meses en el calendario... empezando por Martius, pero como eran insuficientes para el año agrícola y las estaciones... se añadieron dos al principio: Ianuarius y Februarius. Y luego se añadió también el mes intercalar... para completar los días que según los sacerdotes eran necesarios para mantener el calendario de acuerdo con las cosechas y las estaciones... —Lelio detuvo sus explicaciones. Estaba cansado.
Netikerty escuchaba, pero no parecía satisfecha.
—Pero entonces los nombres de Quintilis en adelante han perdido su sentido. Y los nombres deben tener sentido.
Lelio la miró. ¿Los nombres deben tener sentido? Los egipcios eran gente peculiar. La muchacha mantenía la mano con el paño suavemente sobre la herida. El dolor se había disipado en gran medida y sentía el calor de la piel de la joven a través del fino paño. Era un calor vital, igual que la mirada de la muchacha con sus pupilas brillantes e inquisitivas estudiando la pared donde estaba el calendario. Qué extraña era la vida. Acababan de ser atacados por desconocidos en medio de las calles de Roma, a punto de perder la vida, rodeados de un mundo en guerra, en medio de una misión que no había podido cumplir pues había fracasado en su intento de recibir refuerzos para la lucha en Hispania, y en todo lo que podía pensar ahora era en el cuerpo caliente y moreno de aquella esclava.
—Miraba el calendario —continuó Lelio—, porque quería saber cuándo sería un día propicio para partir de Ostia de regreso a Hispania.
—¿Y eso puede saberse mirando esas letras? —preguntó Netikerty bajando su mirada hacia el paño y la herida, y, al ver la tela ensangrentada, cambió el trapo por otro nuevo que fue poniendo alrededor del corte a modo de venda.
—Cada día tiene asignada una letra, desde la A hasta la H. La H indica que es día de mercado. Así van sucediéndose los días del mes. Luego la K indica que son las kalendae, el primer día del mes, y non marca las nonae que es cuando la luna está en el cuarto creciente. EIDVS señala el día decimotercero o decimoquinto de cada mes coincidiendo con la luna llena. Y luego verás que unos días hay una C, una N o una F. La C marca los días comitiales en los que se puede celebrar cualquier acto público, los días N son nefasti y en ellos no es legal hacer nada público pues están reservados para adorar a los dioses, en cambio los días F son los que me interesan, pues son los días fasti, aquellos en los que se permite emprender cualquier cosa. Ésos son días buenos para partir. Para los soldados y las tripulaciones de los barcos que comando estas cosas son importantes.
Netikerty vendaba despacio la herida de Lelio. El tribuno la miraba. Ella, para ir pasando los paños que estaba usando de venda alrededor de su pierna, apoyaba las palmas de sus manos sobre el muslo o sobre la pantorrilla, levantando la pierna de su amo. Lelio sentía la tersa piel de la joven y comprendía que pese a su esclavitud, Fabio no la había usado para trabajos en la cocina o de limpieza. La había preservado de esas tareas para mantener su piel intacta y suave y gozar de ella en otras actividades. La muchacha, aparentemente ajena a las intensas miradas de Lelio, seguía observando la pared de forma intermitente.
—También hay otras palabras en algunos días, ¿no?, como LEMVR o AGON o TUBIL.
Lelio respondió sin dejar de mirarla, sin volverse al calendario.
—¿LEMVR, AGON, TUBIL...? Estás en el mes de Maius, dedicado a la diosa Maia y en él se indican las fiestas principales: LEMVR para referirse a las Lemuria cuando adoramos a los lémures, los espíritus de los difuntos, AGON por Agonium Veiouis cuando sacrificamos un carnero a Veiouis, una divinidad de los infiernos, y TUBIL para referirse al Tubilustrium, cuando purificamos las trompetas de la guerra. Y así con cada nombre que ves en el calendario.
Netikerty había terminado de vendar a su amo. Lelio la veía de rodillas, sus pequeñas manos cruzadas sobre su pierna herida, como queriendo calmar el dolor y, se sorprendió, parecía que así fuera, como si la muchacha absorbiese su sufrimiento.
—¿Y los días en rojo? —preguntó la joven.
—Son días especiales, los primeros de la semana, de cada ciclo lunar o fiestas especiales. Con rojo marcamos aquellos días de particular importancia. Es una costumbre como cualquier otra. No sé cuándo empezó ni cuándo dejará de usarse.
Y no había terminado de pronunciar aquellas palabras cuando Lelio alargó su brazo derecho y tomó a la muchacha por la cintura, asiéndola con firmeza pero sin hacer daño a la joven, la hizo levantarse hasta quedar en pie a su lado y luego sentarse junto a él. La miró a los ojos. Ella bajó la mirada pero no quitaba sus manos pequeñas de la pierna de Lelio. Justo allí, en la entrepierna, algo pareció moverse y la muchacha sintió cómo el miembro de su amo crecía de tamaño. No pensó que aquel hombre herido pudiera tener fuerzas para poseerla en aquel momento. Se equivocaba.