12
La nueva obra de Plauto

Roma, noviembre del 209 a.C.

Lelio pensó que ya era hora de cumplir con el segundo de los encargos que había recibido de Publio Cornelio Escipión: ir al teatro a ver la nueva obra de Plauto, ese autor que tanto le interesaba. Lelio fue en busca de su recién adquirida esclava. La encontró donde debía estar, en la cocina. Entró en la estancia y la muchacha, que estaba de espaldas con un cuchillo en una mano mientras que con la otra tomaba zanahorias, dio un respingo al escuchar la potente voz de su nuevo amo.

—¿Dónde está Calino? —preguntó Lelio. Netikerty volvió su rostro hacia su amo, sin dejar el cuchillo y la zanahoria que sostenían sus manos.

—Ha salido al mercado, creo, no sé si ha vuelto.

—Entiendo. Bien. No importa. Deja lo que estás haciendo. Ya terminará él de cocinar. Sígueme. Nos vamos. Nos vamos al teatro. Así lo llaman. —Y gritando—: ¡Calino! ¡Calino!

El esclavo, un poco encorvado por el peso de los años, pero aún recio y con fortaleza, apareció en la cocina.

—Me marcho esta noche al teatro. Esta nueva esclava viene conmigo. Y quiero que nos acompañes. Regresaremos tarde.

Y sin esperar respuesta, Lelio, veloz, salió de la cocina y cruzó el atrio. Netikerty le seguía de cerca. El oficial romano empezó a hablarle.

—Mira, esta tarde vamos al teatro. Es una especie de... no sé... es... salen unas personas... actores los llaman y representan algo... una historia, eso es, cuentan una historia entre todos. Eso es lo que tengo entendido. Yo no he visto nunca una representación de éstas, pero esta noche tengo que ver una e intentar recordar la historia para contársela a... a un general... a un amigo. Sí, a un amigo.

Lelio dejó de hablar. Estaba confuso. Por un lado era agradable tener alguien a quien contarle el sentido de sus idas y venidas por aquella ciudad; por otro se daba cuenta de que hablaba a una esclava que poco podía entender de todo aquello. En cualquier caso, dentro de lo incómodo del encargo, se sentía mejor acompañado que solo y, teniendo en cuenta el precio que había pagado por la muchacha, al menos, tenía sentido aprovecharse del acompañamiento de aquella esclava. A decir verdad, la sensación de soledad que había sentido desde que partió de Cartago Nova sólo se había diluido desde que esa joven se acurrucara a sus pies en el carro que los llevó desde casa de Fabio Máximo hasta el foro. Calino era un buen esclavo, pero nunca sintió por él nada especial. Lo había adquirido ya adulto, cuando su carrera militar, plagada de ascensos, le permitió mejorar su nivel de vida. Salir con él no era salir acompañado, era salir algo más protegido. Calino era formidable con una estaca en la mano y ésa no era una destreza desdeñable en las peligrosas noches romanas, pero no era compañía para un alma melancólica. Calino apenas hablaba y Lelio de por sí tampoco era un gran conversador. Quizá por eso llevaban tanto tiempo juntos.

Zigzagueando entre las calles de Roma, dejando el Macellum atrás, y enfilando al fin por el Argiletum, llegaron al foro. Allí, poco a poco, una multitud se iba congregando. Había gente de todo tipo y condición: libertos con humildes andrajos que pululaban de un lugar a otro, mendigos pidiendo limosna, comerciantes ofreciendo productos que habían traído desde el mismísimo Macellum para aprovechar la gran cantidad de público reunida en torno al recinto del teatro; patricios acompañados de escoltas y esclavos, senadores solos, senadores con sus esposas y senadores con sus amantes.

Lelio se acercó hasta un puesto donde se podían retirar las letterae o entradas que daban autorización para acceder al recinto donde tendría lugar la obra de teatro. La admisión era gratuita pues el Estado financiaba aquellas representaciones como parte del entretenimiento que se brindaba al pueblo de Roma. Había una cola larga. Lelio y Netikerty esperaron en la fila durante unos minutos distraídos ambos en sus pensamientos y en admirar el desfile de diferentes personajes que circundaban todo el recinto. Al fin les llegó su turno.

—Dos —dijo Lelio.

El encargado de las entradas no dijo nada y alargó unas letterae.

Lelio tomó dos pequeñas tablillas de piedra en donde podía leerse lo siguiente: «Amphitrueo de Plauto». Bueno, aquello estaba bastante claro: así, al menos, recordaría el título de la obra. Sin duda alguna debía de haber antiguos militares entre aquellos artistas, al menos parecían organizados. Aquello le gustó. Un poco de orden en medio de aquel aparente caos.

Avanzaron siguiendo al tumulto de gente que se agolpaba a las puertas del teatro. Allí antes no había nada y, de pronto, casi como por arte de magia, en unos días, habían levantado un notable entramado de madera que acotaba gran parte del foro de la ciudad. Entraron en su interior y observaron la estructura del recinto. A la izquierda había una especie de escena levantada sobre un andamio de madera, de unos veinte pasos de longitud. A la derecha sólo un gran espacio vacío donde la gente se repartía para asistir en pie a la representación. Lelio se situó próximo al escenario y nadie se interpuso en el camino del veterano y robusto oficial. Netikerty seguía a Lelio de cerca. Tenía miedo de perderse entre aquel gentío. Lelio, de pronto, la cogió de la mano, sin decir nada. Ella lo agradeció. Estaban en un lateral del recinto pero razonablemente próximos a la escena. No es que Lelio no pudiera obtener una posición aún mejor, es que no quería estar justo en el centro, frente a los actores. No podía evitar sentirse fuera de lugar. Estar acompañado de Netikerty le ayudaba, pues muchos podían pensar que estaba allí por ella, por la curiosidad que ella pudiera tener por el teatro. Ese pensamiento le hizo sentirse algo más relajado. Publio le había comentado en más de una ocasión cómo en Grecia y en muchas de sus colonias había auténticos teatros de piedra, inmensos, edificados en las laderas de las montañas para aprovechar mejor la... ¿cómo lo llamaba él? Sí, la acústica... es decir, que se oía mejor a los actores. Teatros enormes de piedra con capacidad para miles de personas. En aquel recinto, no obstante, también habría unas dos mil personas. Sin duda, si aquel fenómeno del teatro terminaba calando entre los romanos, tendrían que pensar en hacer algún teatro de esos de los que Publio le había hablado. Él nunca había visto uno. Decían que al sur de la península itálica, en las colonias de la Magna Grecia o en las colonias griegas de Sicilia también había teatros de ese tipo. En Siracusa había uno gigante, levantado por uno de los tiranos de aquella ciudad. Allí, aguardando el principio de la representación, sintió curiosidad por poder algún día visitar una de esas inmensas edificaciones bárbaras. En cualquier caso, sólo por ver toda aquella gente reunida tenía su gracia haber ido a aquel lugar.

Netikerty permanecía en silencio y meditaba sobre los más recientes acontecimientos de su azarosa vida. Hacía unos días era la esclava sexual de Quinto Fabio Máximo, un importante noble de esa ciudad. Recordando las personas que vio desfilar por casa de su anterior amo debía de tratarse de uno de los hombres más influyentes de aquella gran ciudad. Sin embargo, para ella toda esa influencia y poder sólo se habían traducido en tormentos y humillaciones. Múltiples noches las había tenido que pasar con aquel anciano haciendo toda clase de cosas para excitarle. Y lo peor no era el sexo sino los azotes y la tortura. El viejo parecía gozar más causando dolor que buscando placer. Y, en unos instantes, de aquella vida de tortura y vejaciones había pasado a manos de un desconocido que, de momento, se preocupaba por sus heridas y le proporcionaba un baño y ropa digna. De todas formas habría que ver cómo era una noche con aquel nuevo amo antes de tener una idea más precisa de lo que le esperaba. Hasta la fecha se había contenido de tomarla y hacerla suya, pero eso llegaría. De hecho, la contención de Lelio la tenía confundida. Ahora estaba aturdida por el gran número de gente y aquel extraño lugar al que habían ido.

El teatro ya estaba lleno hacía minutos. El sol brillaba aún en el atardecer lento de aquel otoño romano. Un actor salió a escena. Lelio intentó ver si podía identificar a Plauto, pero el maquillaje que el cómico lucía en su rostro imposibilitaba reconocer a su portador. Fuera quien fuera aquel actor empezó a declamar con voz poderosa para hacerse oír por encima de los centenares de personas que, aún ajenos a la salida del cómico, continuaban enfrascados en sus conversaciones privadas.

—Ut vos in vostris voltis mercimoniis —empezó Plauto con potente voz— emundis vendundisque me laetum lucris /adficere /atque adiuvare in rebus ómnibus let ut res rationesque vostrorum omnium Ibene me expediré voltis peregrique et domi /bonoque atque ampio auctare perpetuo lucro /quasque incepistis res /quasque inceptabitis, /et uti bonis vos vostrosque omnis nuntiis /me adficere voltis, ea adferam, ea uti nuntiem /quae máxime in rem vostram communem sient —Inam vos quidem id iam scitis Iconcessum et datum /mi esse ab dis aliis, nuntiis praesim et lucro—; /haec ut me voltis adprobare adnitier, /[lucrum ut perenne vobis semper suppetat] /ita huicfacietis fabulae silentium litaque aequi et iusti hic eritis omnes arbitri /Nunc cuius iussu venio et quam ob rem venerim / dicam simulque ipse eloquar nomen meum. / Iovis iussu venio, nomen Mercurio est mihi...

... Si queréis que yo, propicio, os proporcione beneficios en vuestras compras y vuestras ventas y os ayude en todas las cosas; si queréis que saque adelante los negocios y finanzas de todos vosotros en el extranjero y en vuestra patria y que haga prosperar continuamente con grandes y cuantiosos beneficios vuestras empresas, tanto las presentes como las futuras; si queréis que os proporcione a vosotros y a todos los vuestros noticias buenas, que os transmita y comunique las noticias más favorables para vuestro bien común (pues sin duda sabéis que los otros dioses me han dado y otorgado plenos poderes sobre las noticias y las ganancias); si queréis que os conceda estos favores y que ponga todo mi esfuerzo en que tengáis siempre constantes y copiosos beneficios, en este caso guardaréis silencio durante esta representación y seréis todos jueces justos e imparciales. Ahora os voy a decir por orden de quién vengo y a qué he venido, y al mismo tiempo os voy a decir mi nombre. Vengo por orden de Júpiter y mi nombre es Mercurio... —Aquí Plauto se detuvo un momento, en parte para recuperar el aliento, en parte para deleitarse en el silencio que sus palabras habían conseguido extraer del público y, en parte, porque estaba preocupado por los altos coturnos que como dios Mercurio le correspondía llevar. Una vez ya se torció un tobillo representando a Júpiter y no quería correr la misma suerte de nuevo.

Lelio estaba admirado. El actor declamaba su papel con viva pasión y había conseguido captar el interés del público, incluido él mismo. Hablaba elevado sobre unos coturnos altos, adornados con borlas doradas, tal y como correspondía a su rol de dios en la obra, pero andaba con cierta torpeza. Lelio se dispuso a prestar máxima atención para comprender la trama de la obra desde un principio cuando una mano firme se posó sobre su hombro. El veterano tribuno se giró molesto pero al ver al hermano de Publio, Lucio Cornelio Escipión, sonriéndole con afabilidad, Lelio se relajó y saludó al joven senador.

Las legiones malditas
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