36
El rey de Numidia
Bahía de Siga, norte de África, verano del 206 a.C.
Lelio estaba en la proa del barco. Habían avistado trirremes enemigas, pero desde cubierta aún no eran visibles. Era la segunda vez en poco tiempo que hacía la misma ruta. Una vez más de regreso a las costas de Numidia. La travesía había sido convulsa. Publio había decidido navegar sólo con dos quinquerremes. No quería llevarse toda la flota y desproteger las bahías de las ciudades hispanas, especialmente de Cartago Nova, por su valor estratégico, y de Tarraco, porque Emilia y sus hijos estaban allí. Aún recordaba Lelio las palabras de Publio al embarcar ante su mirada de preocupación por partir con tan sólo dos naves.
—Así iremos más rápidos. Una flota siempre es lenta.
En el horizonte empezaron a vislumbrarse los mástiles y las velas desplegadas de los barcos enemigos. Dos, cuatro, seis... siete en total. Siete trirremes contra dos quinquerremes. Las naves romanas eran de mayor envergadura y opondrían gran resistencia si eran alcanzados, pero el mayor número y la mayor capacidad de maniobra de las ligeras naves púnicas no presagiaban nada bueno. Si una de las trirremes conseguía embestir por un flanco, abriría una gran vía de agua y estarían condenados al naufragio o, aún peor, a caer presos.
—¿Qué ocurre? ¿Por qué me habéis despertado...? —empezó a preguntar Publio, que se había situado en la proa a la espalda de Lelio, pero no terminó de hablar. Las trirremes cartaginesas eran ya bien visibles. Hubo unos segundos de silencio hasta que el propio Publio volvió a preguntar—. ¿Y la costa? Debemos de estar ya cerca.
Lelio miró hacia su derecha. Habían navegado mar adentro precisamente para evitar las patrullas de barcos cartaginesas que costeaban toda Numidia y África. De hecho la presencia de aquellos barcos debía de ser también anuncio de que se acercaban a su destino.
—Sí, debemos de estar cerca —confirmó Lelio—, pero nos alcanzarán antes de que lleguemos a Siga.
Publio miró a su alrededor. El barco estaba repleto de provisiones y armas. Miró hacia arriba. Las velas apenas estaban infladas por el viento.
—No hay viento casi —dijo entonces Publio, y empezó a hablar con rapidez—. Eso es bueno. Ellos tampoco tendrán viento. Se trata de la fuerza de nuestros remos contra la suya.
—Pero estos barcos son mucho más pesados —replicó Lelio.
—Eso es cierto... es cierto... tendremos que remar más fuerte. —Publio volvía a mirar a su alrededor—. Que arrojen todas las provisiones al mar. Todo lo que no sea un arma que valga para defendernos en caso de abordaje. Todo lo demás al mar. Y luego a los remos. Todos.
El mar empezó a recibir ánforas repletas de aceite o agua, sacos de trigo, grandes cestos con carne seca de jabalí, cestos de pescado envuelto en sal, todo por la borda. Y, acto seguido, todos acudieron a los remos. La segunda quinquerreme recibió las órdenes a gritos y, aunque algo incrédulos, al ver cómo desde la nave del general se arrojaban todos los víveres, siguieron el ejemplo de la nave capitana sin plantear dudas.
Los marineros bogaban al máximo de sus fuerzas, pero no era suficiente. Las trirremes cartaginesas se acercaban. Publio se desesperaba: tenía más hombres que remos. Ordenó entonces que los legionarios embarcados relevaran a los marineros cuando éstos empezaron a flojear. De esta forma consiguió un ritmo uniforme y poderoso que durante unas millas marinas mantuvo a los cartagineses a una distancia constante, pero fue un espejismo, porque al cabo de dos relevos, las trirremes volvían a recuperar distancia. El general tomó entonces una decisión insólita: en el siguiente relevo ocupó el lugar de uno de los legionarios y se puso a remar con todas sus fuerzas para dar ejemplo.
Lelio hizo lo propio y se sentó al lado del general. Los fornidos brazos del veterano tribuno y las musculosas y más jóvenes extremidades de Publio se estiraban y contraían a un ritmo brutal que el resto de los legionarios se esforzaba en seguir a duras penas. Pronto emergió el sudor en la frente del general y del tribuno. Lelio le miró un instante y, entre los entrecortados resoplidos de su agitada respiración, dirigió un comentario al hombre que los había puesto en aquella situación.
—Estás más loco de lo que yo pensaba.
Publio sonrió sin dejar de remar. No había ironía ni cinismo en las palabras de Lelio. Era lo que el veterano tribuno opinaba de verdad.
—Es cierto... —respondió Publio—, pero me reconocerás que conmigo no te aburres...
—¿Que no me aburro...? ¡Por los dioses...! —Y se echó a reír.
—No te rías, que pierdes fuerza —apostilló el general.
Pero la risa de Lelio era contagiosa y pronto se extendió entre todos los legionarios y marineros por igual aunque, al cabo de unos segundos, el continuado esfuerzo de los que remaban y la persistente preocupación de los que vigilaban en cubierta, mientras recuperaban el resuello antes de volver a reemplazar a los remeros, hizo que las carcajadas fueran remitiendo. Pronto sólo se oía la voz del general.
—¡Remad! ¡Remad! ¡Remad!
La línea de costa se vislumbraba al fin, acercándose, pero también lo hacían las trirremes púnicas.
Publio y Lelio fueron reemplazados en el siguiente relevo y ambos subieron de nuevo a cubierta.
—Se están separando —dijo Lelio.
—Quieren embestirnos y van a aproximarse por ambos flancos —comentaba Publio en voz baja. Calló un segundo y luego empezó a dar órdenes a gritos, como para que le oyesen también en la segunda quinquerreme, que a duras penas se las arreglaba para navegar en paralelo con ellos—. ¡No hay más relevos! ¡Marineros a los remos, legionarios a las armas! ¡Preparad los corvus! ¡Si se acercan los abordaremos! —Y de nuevo, en voz baja, a Lelio—: Si nos embisten y abren una vía de agua, abordaremos una de las trirremes y la usaremos para llegar a Siga.
Lelio asintió con los ojos repletos de asombro. Publio no parecía estar dispuesto a darse por vencido nunca, pero algo llamó su atención y señaló hacia la costa. Publio se volvió: Siga, la bahía de Siga, el gran puerto de Numidia se aparecía ante ellos, repleto de pequeñas embarcaciones de transporte y de decenas de barcos de pesca, los muelles, donde marineros y pescadores descargaban mercancías y donde al menos un centenar de soldados númidas custodiaban las instalaciones que alimentaban de pescado y otras mercancías al inmenso ejército de Sífax acampado en las proximidades.
—Siga —dijo Publio—. Estamos allí, estamos allí. Remad. ¡Por todos los dioses, remad! ¡Remad! ¡Remad! ¡Remad!
—¡Se detienen! —gritó Lelio.
Publio se giró para observar las trirremes. El general asintió mientras apostillaba lacónicamente.
—Eso es o porque temen a Sífax o porque ya tienen algún pacto. Sea lo que sea, lo averiguaremos pronto.
El rey Sífax aceptó recibir al imperator romano de las legiones de Hispania. Su piel negra y su gran altura, evidente pese a estar sentado en su pesado trono dorado, impresionaron al joven Publio quien, no obstante, no se arredró un ápice y se situó frente al rey. Sífax fue el primero en hablar usando un griego más o menos aceptable.
—Parece que has tenido una travesía complicada, joven general romano.
—Estamos en guerra y en las guerras hay sobresaltos, pero agradezco la protección de tu hospitalidad y tu consideración al aceptar recibirme.
Sífax sabía que aquellas muestras de respeto sólo buscaban congraciarse con él, pero las recibió de buen grado. Le gustaban los aduladores.
—Puedo ofrecerte comida y bebida y un lugar donde descansar hasta que decidáis reemprender el viaje de regreso, pero, romano, es difícil que pueda ofrecerte nada más.
Publio aceptó el vino que se le ofrecía y Lelio, muy agradecido, hizo lo propio. Sólo estaban ellos dos ante el gran Sífax. El resto de los legionarios que les habían acompañado desde el barco había tenido que permanecer fuera de aquel palacio real de adobe y piedra donde Sífax gustaba recibir últimamente a todos los embajadores que buscaban conversar con él.
Publio mojó los labios en el vino y devolvió la copa a una hermosa esclava que permanecía de rodillas junto a él.
—Te agradezco la comida, la bebida y el alojamiento pero, aunque te sea difícil, vengo a pedir algo más.
—¿A pedir? —El rey Sífax puso en pie sus dos largos metros de estatura y repitió una vez más, elevando su voz hasta que ésta retumbó por toda la estancia—: ¿A pedir?
Publio respondió con serenidad.
—A pedir, sí, a pedir que el rey Sífax de Numidia sea neutral en esta guerra entre Cartago y Roma.
Sífax quedó confuso. Aquel joven general no parecía haberse visto intimidado por haber desatado su furia.
—Debería ordenar que te mataran ahora mismo —amenazó, y los guardias númidas que estaban tras el trono avanzaron unos pasos situándose entre su rey y los altos oficiales romanos.
—No harás tal cosa, noble rey —dijo Publio manteniendo aún un tono sereno—, porque el rey Sífax no quiere la guerra con Roma y matar a uno de sus generales no será considerado como un gesto muy pacífico por el Senado de Roma. He venido a negociar.
Sífax se contuvo y tomó de nuevo asiento en su trono. Los guerreros númidas se hicieron a un lado.
—Di lo que tengas que decir y márchate —apostilló el rey, aún visiblemente enfadado.
—Roma respeta a Sífax y Roma sólo quiere la amistad de un rey tan noble y poderoso como Sífax, pero Roma está en guerra con Cartago y, tarde o temprano, las legiones de Roma desembarcarán en África. Sólo te propongo que el rey Sífax permanezca neutral durante este enfrentamiento. Una vez derrotados los cartagineses, el rey Sífax podrá ampliar sus fronteras hacia el este, tomando bajo su poder gran cantidad de ciudades que ahora están gobernadas por los designios de Cartago. Es un buen premio por no hacer nada.
Sífax calló primero y luego se echó a reír. Carcajadas grandes, graves, hondas que terminaron en seco. Nadie más rió en la sala. Publio y Lelio se miraron con miradas confusas.
—¿Y si los romanos son derrotados? —preguntó entonces el rey—, ¿debo esperar entonces premios de los cartagineses o quizás hacer frente a su ira por no ayudarles?
—Ésa es una derrota que no va a ocurrir y, ¿desde cuándo el rey de Numidia tiene miedo de los cartagineses?
—¿Miedo de...? —El rey volvió a reír, esta vez de modo más relajado, más natural—. Tienes agallas, romano. Las tienes de verdad. ¿Neutralidad es lo que pides? Sea, romano. Tendrás mi neutralidad, pero no porque tú me lo pidas. Ésta no es mi guerra y tampoco quiero regalos de Roma. Cuando quiera ampliar las fronteras de mi reino lo haré como siempre: por la fuerza de las armas de mi ejército.
—De acuerdo, ¿tengo entonces tu palabra? —insistió Publio arrugando la frente.
—Sí —respondió Sífax, que acompañó su respuesta con una señal; los guardias rodearon a Publio y Lelio—. Ahora márchate de aquí y, lo antes posible, abandonad Siga. No quiero romanos en Numidia, ni ahora ni nunca.
Publio y Lelio dieron media vuelta y volvieron sobre sus pasos. El rey levantó su mano derecha y todos los guerreros númidas salieron del salón real. Sífax habló al aire.
—Ya puedes salir. No es necesario que te sigas ocultando, Giscón.
Y el general cartaginés apareció por detrás de las largas cortinas que se levantaban detrás del trono.
—El general romano te engaña, ¿por qué has tenido que darle tu palabra? —empezó Giscón—. Te promete recompensas si no ayudas a Cartago, pero si Cartago cae, Numidia será el siguiente objetivo de sus legiones. La ambición de Roma no conoce límites.
Sífax se reclinó dejando caer el peso de su pecho sobre su brazo izquierdo apoyado en el posabrazos real.
—La ambición de Giscón también parece no tener límites, pero en cualquier caso mi palabra, como mi voluntad, es voluble —respondió Sífax—. Admito que es posible que el romano esté mintiendo.
—Es seguro —insistió Giscón ignorando el comentario anterior sobre su ambición—. Rey de Numidia, él sólo te ofrece palabras. Yo te ofrezco algo más tangible, algo que tú mismo puedes palpar y... disfrutar. Y una alianza permanente con Cartago, Cartago, que dominaba el mar antes de que Roma tuviera una sola colonia y que al final de esta guerra volverá a regir el destino de todo el Mediterráneo occidental. Sífax, no te equivoques al elegir.
El rey Sífax se levantó y echó a andar hacia la gran puerta que daba acceso al salón.
—No te preocupes, Giscón, que no me equivocaré al elegir. Nunca lo hago —dijo mientras salía, sin mirar al general cartaginés que quedaba a su espalda—. Ahora ve y tráeme mi regalo. Luego... luego, ya veremos.